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El abrazo con sabor a padre

Darío está, una vez más, en el mar. La única diferencia es que esta vez lo hace por su propia voluntad.

La ridiculez de la situación lo hace reír, no de forma demente, porque él no está loco; es la clase de risa que produce la ironía al ingresar, con piel de oveja, en la boca del lobo.

«Sigue tu instinto», le dice una un eco lejano, la voz de un doctor al que le quitaron la sonrisa. Mientras escucha la orden, el agua se filtra de nuevo en la embarcación, aunque mucho más lento.

El instinto le dice que debe romper la rutina. El instinto le dice que salte. Y salta.

La marea roja le inunda las fosas nasales y le obstruye la vista, pero a pesar de eso Darío no sale al exterior. Puede ver entre la penumbra la figura de lo que viene, incluso puede ver una expresión de éxtasis al encontrar a su presa ya servida. El niño se acerca a él y le ofrece la mano, el ser la toma y lo guía por las profundidades del infierno.

«Qué ves», replica la voz que no es su conciencia; también se escucha el tono silbante de una madre, un sollozo.

Ve un fondo marino. No, un fondo espacial; un fondo boscoso. Ve una cueva, en el fondo.

No hay necesidad de nada. Aquello que antes le hizo daño ahora es su guía turístico por la boca del lobo. Las paredes de la caverna están cubiertas por placas de metal y aceite que chorrea de las juntas. A veces parece que el final del sendero está a unos cuantos pasos y en otros se alarga como el cuello de una gran jirafa que intenta alcanzar la copa de un árbol. Los caminos se acortan y se ensanchan en patrones extraños y la mente del niño se vuelve un desorden a cada paso que da.

«Ojalá papá estuviera aquí», piensa el niño.

Es lo que más quiere, ver a su padre al menos una vez más. Antes de que se fuera, el hombre de cabello salpicado de canas y ligeras líneas en su rostro le prometió que le daría un último abrazo, el más fuerte que nunca le dio.

Llegan al final del camino. Las placas de acero que recubren los muros comenzaron a pintarse de rojo a medida que continuaban el trayecto y ahora reflejado el brillo escarlata de... En la estancia no hay fuentes de luz, pero a pesar de eso está iluminado.

En el centro del sitio, parado y con sus extremidades formando una "T", hay un hombre. Su rostro tiene algunas arrugas alrededor de los ojos, su nariz rechoncha y colorada, sus manos grandes capaces de atrapar un balón por sí mismas, sus ojos negros que rivalizan con la luz del cuarto (un cuarto de su casa, con las paredes pintadas de un color crema suave, como le gusta a Laura), su melena coronada con pelos blancos como nieve.

Darío corrió para abrazar a papá.

Y luego despertó.

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