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♠ Capítulo 10: Este dedito compró un huevito ¡Y me lo trituraste con la lámpara!

Miro la hoja de prueba, luego leo mi nombre, leo la hoja nuevamente y me fijo en la nota, reviso el nombre por vez cinco mil. Mi alma llora en silencio. Dos semanas de estudio intensivo ¿Y que consigo? Un uno coma dos. Junto a esta hay un mensaje del ayudante.

Señorita García: no sé como lo hace, pero su hazaña es tan difícil como conseguir todos los puntos. Por favor estudie más.

Me golpeo la cabeza contra la muralla sintiéndome la persona más inepta del universo. ¿Que tan difícil puede ser hacer un par de cálculos bien? No todos, solo un par, los necesarios para un cuatro. Me arrastro hacia la puerta, fuera me espera Carmen con una sonrisa, pero mi cara de putrefacción la ahuyenta. Estoy de luto, lo más probable es que repruebe el ramo, por segunda vez. Si hice bien los cálculos—y probablemente no es así—necesito un cinco coma ocho para aprobar y tener derecho a examen. En todo el tiempo que he vivido en este planeta nunca he sacado—ni cuando estaba en el preescolar—más de un cuatro coma cinco en matemáticas, ni soñar con un cinco.

Carmen me abraza con ternura y me arrastra hasta la cafetería en busca de glucosa. Compra un café y me lo deja en frente, tengo tan pocas ganas de ingerir algo que me quedo mirando el vaso, absorta en sus colores chillones.

—Tranquila Cami, en la próxima será.

—¿Te refieres al próximo año?

—No seas pesimista, aun queda…

—¿Queda qué? ¿Tiempo para humillarme? No te preocupes ya tuve suficiente—me mira apesadumbrada, sin saber que decir para levantarme el ánimo.

—¿Qué te parece si vamos por unas cervezas?

—No, solo quiero irme a casa, abrir un paquete de papas y comer como si fuese a invernar mientras veo “The notebook” o algo más trágico.

Sé que Carmen quiere objetar, pero respeta mi decisión y calla. Realmente no quiero ir a ningún lado, y obligarme solo serviría para echarle a perder el día a alguien más.

—Bien, te llevo a tu casa.

—Gracias, déjame revisar si lo tengo todo—abro el bolso y revuelvo mis cosas con desdén, lo tengo casi todo, casi.

—¿Qué sucede?—pregunta Carmen ante mi notoria inquietud.

—Mis llaves, no las encuentro—y de repente, sufro algún tipo de iluminación divina, veo mis llaves sobre la mesita de la entrada, abandonadas en soledad junto al correo—las dejé en casa. Lo que faltaba, lo único que quiero es irme a dormir y me encuentro con esto. ¡Oh, dios… ya que estás en esas manda un diluvio también, como para terminar de joderme el día!

—Cálmate. Estás llamando la atención.

—¿Dije eso en voz alta?

—Casi lo gritaste.

Miro a mi alrededor. En efecto unos veinte pares de ojos curiosos me miran preguntándose si hay algún nombre científico para las personas como yo.

—Deja de hacer teatro y llama a tu casa, quizás hay alguien que te pueda abrir.

Se me iluminan lo ojitos y saco el celular, marco al departamento pero no hay respuesta. Son las once y cuarenta, me parece raro que Alejandro no esté despierto. Se corta la llamada y vuelvo a marcar, nada. Corto con suspicacia, es raro que no haya nadie en casa.

—¿No hay nadie?—niego con la cabeza justo antes de que mi teléfono suene. Es Alejandro desde su celular. Dos posibilidades, está en casa y le da pereza ir a contestar, o ésta es una prueba irrefutable de sus capacidades psíquicas. Me inclino por la segunda.

—¿Alo?

—¿Camila?

—Sí, con ella.

—Soy Alex—su voz suena cortante y seca. Aun está molesto.

—Lo sé, justo te estaba llamando. ¿Estás en casa?

—No. Estoy en la facultad. Acabo de terminar las clases y dejé las llaves en la mesa de la entrada. ¿Te parece si te paso a buscar y me abres con tu juego?—tengo una iluminación divina, por segunda vez en el día, y visualizo el llavero de Alejandro justo junto al mío.

—Te llamaba por eso mismo, dejé las mías en casa también—Carmen se tapa la cara con la palma sonoramente.

—¿Qué hacemos entonces?

—Pedírselas a Gabriel supongo—trato de forzar una iluminación divina pero no veo las llaves de Gabriel por ninguna parte.

—Tiene prueba, no se irá pronto a casa.

—Puede darnos el llavero, no creo que lo tenga pegado al cuerpo.

—Toda la razón, lo llamaré.

Cortamos y me siento un poco más tranquila, hay altas probabilidades de que me vaya a casa.

—Entre los dos no hacen uno—comenta Carmen.

—Silencio, el día ya es lo suficientemente malo. Solo falta que se aparezca tú primo.

—¿Claudio? ¿Qué te hizo ahora?

—Me puso un billete de diez en el escote—hace una mueca de desconcierto pero se abstiene de pedir explicaciones. Conoce a su primo tan bien como yo.

—Y si tenías tanto dinero ¿Por qué pague yo el café?

—Es dinero sucio, lo puse en el cepo de la iglesia.

—¡Verdad¡  Ayer fue domingo. ¿Qué tal estuvo la reunión con la secta satánica, digo cristiana? ¿Les gusto mi idea de una versión rock de “alabaré”?—suspiro.

—No le veo el chiste Menchu.

—Da igual. Volviendo al tema ¿No has pensado darle la pasada a Claudio?—se me desfigura la cara y todo mi cuerpo pregunta ¿Por qué tendría que pensar eso?—sé que es un idiota, pero bajo todas esas capas de sarcasmo y malos modales hay un pequeño terrón de amor esperando a ser descubierto—alzo mi ceja tanto que temo golpear el techo.

—Ni aunque fuera el último hombre en la Vía Láctea—alguien dijo una vez “no escupas al cielo”, esa persona no conocía a Claudio.

Mi teléfono suena nuevamente e interrumpe nuestra conversación. Es Alejandro con buenas nuevas, o eso espero.

—¿Alo?

—Hablé con Gab

—¿Tienes las llaves?

—No exactamente, él… tiene condiciones—reviso mis anotaciones mentales y admiro como descienden las probabilidades de volver a casa.

Sorbo mi quinto café del día y veo el reloj. Una veinticinco. “The notebook” puede irse despidiendo. Miro de reojo a Carmen que mira de reojo a Alex quien mira de reojo a Gab. Estamos los cuatro sentados en una de las bancas del patio de derecho. Gabriel extiende los brazos por detrás de mi espalda y la de Alex. Tamborilea con los dedos sobre la madera y silba “A rodar mi vida”.

—Es en serio Gabriel, quiero irme a casa—dice con creciente molestia Alejandro

—No hasta que la señorita acepte mis exigencias.

—Esto es entre tú y ella, ¿por qué me metes a mí en el cuento?—objeta.

—Alejandro, me debes una…—lo mira de reojo, súbitamente su cara cambia y guarda silencio, se acomoda en su rincón de la banca. No vuelve a emitir palabra.

Yo muerdo la orilla de mi vaso vacio, suspiro con molestia y le dirijo mi mirada asesina. Él no se inmuta.

—Repíteme tus condiciones por favor—gruño.

—Para conseguir las llaves se exige, primero: se le permitirá a Gabriel Vernetti realizar todas las bromas que desee sobre la situación musical de Camila García; segundo: no se mencionara nunca más el asunto de la lámpara, bajo ninguna circunstancia; tercero: ambas partes acordaran esto con un apretón de manos, el cual simbolizara la aceptación del contrato; cuarto: el contrato se considera de carácter irrenunciable y no tiene fecha de expiración—dice con un tono formal y neutro. Luego sonríe de manera grotesca con la mirada perdida. El muy sádico está feliz.

—Que te parece lo siguiente—agrego—primero: dejamos de enumerar. Prometo darte un día a la semana en la cual podrás reírte de mí todo lo que quieras. No mencionaremos el asunto del dedo pero a cambio me darás un comodín de silencio, el cual puedo usar una vez al mes si siento que te estás pasando de la raya—parece meditarlo.

—No me interesa—finaliza. Yo le arranco un pedazo, con los dientes, a mi vaso.

—¿Y qué pasa si no acepto tus condiciones?—pregunto al borde de la locura.

—Es ese caso ambos tendrán que esperar a que yo de mi oral.

—¿Y a qué hora sería eso?

—No lo sé, van por orden alfabético—llama a uno de sus compañeros. Todos los alumnos de derecho de tercer año se encuentran en el patio leyendo sus apuntes con desesperación, parecen querer acabar con sus vidas, excepto Gabriel, quien utiliza su tiempo en fastidiarme.

—Jomy—dice desde la banca a un muchacho bajito y delgado como un fideo, cabello revuelto de color anaranjado, ojos verde claro y pecas por todas partes—¿En qué letra van?

—En la C, Caro Carrillo entró recién.

—¿Entonces faltan como unas setenta personas?—el pelirrojo hace un breve cálculo.

—Faltan noventa y dos para que te toque Gab.

—Gracias Jomy.

Estoy tan molesta que podría ahorcarlo ahora mismo.

—Gabriel, quiero irme a casa, mi día es un asco, dame la posibilidad de descansar, te lo pido por favor.

Not my business—el aire se hace pesado y deseo de todo corazón que se muera aquí mismo de la manera más dolorosa posible.

—Creo que voy por otro café—dice Carmen.

—Te acompaño—acota Gabriel. Se van a la cafetería y me quedo sentada masticando mi ira.

Alejandro me mira de reojo con la intención de preguntarme algo pero vacila, sigue enojado conmigo y dirigirme la palabra podría ser mal interpretado. Finalmente se decide.

—¿Qué sucede? En general manejas bien a Gab, pareciera que estás en otra parte.

—No es mi mejor día Alex—respondo. Resopla sonoramente.

—¿Cuéntame?

—¿Sigues molesto?

—Eso no viene al caso ¿Quieres contarme o no?

—Me saqué una mala nota.

—¿Solo eso?

—Voy a reprobar Calculo III, nuevamente.

—¿Te cuesta el ramo?

—Sí, y mucho.

—Entonces es normal que lo repruebes.

—¡Pero esta es la segunda vez!

—La tercera es la vencida dicen.

—¡No lo entiendes!—digo molesta y luego me arrepiento. Él se queda en silencio por un momento meditando, a mi me parece una eternidad.

—Haremos una cosa—dice de repente—fingiré por un rato que no estoy molesto para contarte una historia ¿De acuerdo?—asiento con lentitud—como ya sebes somos cuatro hermanos en mi familia, mis padres son de origen palestino, una sociedad muy machista. Desde que éramos pequeños nos enseñaron que lo importante es ser primeros, los mejores, y durante años nos inculcaron un espíritu de competencia macabro. Todo era una eterna pelea por ser el hermano destacado y el hecho de que nos llamáramos todos iguales no ayudaba para nada, muchas veces pensé “¿Por qué a Alejandro le dicen Alejandro y a mi solo Alex? ¿Que hizo él para merecer el nombre completo?  Nacer tres años antes no es suficiente”, en fin, una completa estupidez.

Hace una pausa y suspira.

—La situación entre yo y mi hermano Miky era especialmente límite. Soy mayor que él por veintidós minutos, hecho que en mi primera infancia no deje de recordarle ni un solo día, y prácticamente somos iguales físicamente. Primero fue quien saltaba más alto o corría más rápido, luego cuando entramos a la escuela fueron las notas, el mejor en deportes, música, artes, mejor compañero, etc., lo que fuera que sucediera en nuestras vidas podía ser una competencia a muerte. Cuando entramos a la media, y comenzaron a gustarnos las chicas siempre nos peleábamos a la misma niña…

—¿Quien ganaba?

—Yo, casi siempre, que puedo decir, soy encantador—ríe. Asiento mentalmente—a Gabriel, le parecía estúpida la competencia entre nosotros y si podía reírse del perdedor lo hacía, yo le gritaba “no lo entiendes”, me iba irritado y no le hablaba por varias semanas. Era tan agobiante el ambiente de competencia, que se convirtió en una especie de obsesión, la obsesión de la perfección. Pasábamos horas haciendo cosas que no necesariamente queríamos hacer y si salía mal era tan frustrante que nos encerrábamos en nuestros cuartos a maldecir a diestra y siniestra. Según nosotros “Nadie lo entendía”. El asunto llego a su punto más alto cuando hubo que  escoger carrera, ninguno quería ser menos que el otro así que escogimos medicina. Como era de esperar de los gemelitos Shomali, ambos quedamos. Ese fue el peor año de mi vida, estudiar era todo lo que hacía, y mientras Miky revisaba todo en una hora, a mi me tomaba cinco sentirme medianamente preparado. Al final la brecha entre los dos se hizo tan grande que fue evidente que él era mejor que yo—se calla y suspira.

—¿Y?

—Y me volví un imbécil. No hablaba con nadie, trataba mal a los que querían ayudarme y humillaba constantemente a Miky por cosas que en verdad no importaban. A mí me costaba más, tenía buenas calificaciones pero el costo por ello era mayor. Al final me quede solo, hasta que sucedió el “incidente”.

—¿Incidente?

—Fue un viernes por la tarde, no me preguntes cómo, pero comencé a discutir con Gab, las palabras pasaron a gritos, los gritos a insultos y los insultos a golpes.

—Ya… ¿Qué paso luego?

—Me dio la paliza de mi vida. Lo había visto pelear con otras personas pero nunca me había tocado. Me voló un diente y me quebró una costilla. Mi mamá aun piensa que me arrolló una moto—abro los ojos como platos y se me cae la mandíbula. El ríe recordando la situación. Nunca me he roto una costilla pero supongo que no tiene nada de gracioso—luego de eso me llevo a urgencias. En cuanto recupere la conciencia volvimos a discutir y dijo algo como “¿Pedirte disculpas? Ni aunque te estuvieras muriendo. Definitivamente eres el mas estúpido de los gemelos Shomali. Considera esto como un regalo, con lo simpático que andas alguien más te hubiera dado una paliza y una costilla rota hubiera sido lo mínimo que hubieras sacado”.

Hace una pausa y me mira con algo de alegría en el rostro, se ve en paz.

—Luego de eso congele medicina y entre a diseño. Moraleja, amargarte la vida por que algo no te sale bien o porque no es tan fácil para ti como lo es para los demás no vale la pena. Lo importante es hacer lo que quieras sin importar cuánto tiempo te tome. Toma mis palabras Camila, a mi me costó una costilla entenderlo.

No sé porque pero mágicamente me siento mejor, puede ser que la longitud y magnitud de su relato me distrajeran de mi miseria o quizás hay algo de sabiduría en sus palabras.

—¡Ah! Nunca hagas enojar a Gabriel es una moraleja de esta historia también ¿Por qué sigo siendo amigo de ese tipo?

—Lo mismo iba a preguntarte.

Le saco una carcajada y sorpresivamente me atrapa los hombros con uno de sus brazos, mi día mejora considerablemente.

—Ha sido una tortura enojarme contigo, es muy difícil. Eres demasiado dulce… no sé. No te aproveches—dice con su cara pegada a la mía- arriba el ánimo, tienes que enfrentarte son Gabriel ¡Gánale las llaves!

En mi mente solo hay un pensamiento ¿Qué llaves?

Regresan Carmen y Gab con la grata noticia que son el uno para el otro, BFF, almas gemelas.

—Él es Gabriel Vernetti—dice Menchu. Le regalo mi mejor cara de desconcierto.

—Lo sé.

—El hijo de Lorenzo Vernetti.

—Y él es…

—El abogado del caso San Ramón, la mina que malversaba fondos. Ha salido en todas las noticias, lo vimos incluso en una clase—“de ahí me sonaba” pienso. Así que Gabriel es hijito de papá. Cada segundo se parece más a Claudio.

—Y ella es Menchita Monsalve—dice él.

—Ya…—le regalo desconcierto a él también.

—La hija de mi profesor de penal, todos sus ejemplos parten con “si Menchita…”, habla tanto de ella que siento que la conozco.

Carmen ríe, Gabriel ríe, Alejandro se ríe también, se me escapa un “ja” y contraataco.

—Ya lo decidí—todos hacen silencio—nos quedaremos acá hasta que me entregues las llaves. Alguien me dijo que luchara por lo que creo y eso es lo que hare.

Alex me mira con extrañeza. “No fue eso lo que dije” es su pensamiento más probable.

—La verdad amiga—acota Carmen—yo tengo que irme.

—No importa, yo y Alex…

—Alex también tiene que irse—agrega él en tercera persona—tengo un compromiso.

—Me quedare acá, sola, hasta que des tu prueba—susurro alicaída. Gabriel se mete las manos a los bolsillos, y sonríe de medio lado. Camina para preguntar en que letra van a sus compañeros. Antes de irse escucho “se me hacia tarde, ya me iba…” salir de su boca.

A eso de las cuatro despego mi trasero del banco, no veo a Gabriel por los alrededores y sinceramente no pienso pedirle que me acompañe a almorzar, lo único que lograría seria provocarme indigestión. Entro al casino y pido una ensalada cesar, de esas que venden embasadas. La pago y al sacar sal choco con alguien, mi ensalada cae al suelo, gracias al cielo aun está sellada.

—Discúlpame—me dice el muchacho y se agacha a recoger mi comida, lo reconozco por el pelo.

—¿Jomy?

—Sí, tú eres la amiga de Gab.

—En este segundo soy de todo menos su amiga—ríe y se le forman margaritas en las mejillas. Tiene una extraña belleza femenina—¿Diste ya el oral?—pregunto tratando de parecer cortes, ocultando así mi afán investigativo.

—Faltan cinco personas y me toca, algo así como cuarenta y cinco minutos—eso es bueno, pero no puedo saber cómo me afecta ya que no se su nombre.

—Que mal educada, ni siquiera he preguntado tu nombre.

—Eh… Benjamín Naranjo, un gusto—comparo su pelo con su apellido y me da tentación de risa. El se sonroja y mira en otra dirección.

—Disculpa es que…

—Lo sé, es mi estigma de vida.

—Benjamín ¿Puedo preguntarte algo?—parece nervioso y abre los ojos, asiente con lentitud—cuanta gente falta para que le toque a Gab—mira al techo y calcula.

—Cuarenta y cinco personas.

Suspiro con pereza observando como mi día se pasa frente mis ojos, sin poder detenerlo.

—Sho no sé donde va, sho no sé donde va mi vida…—canturrea Gabriel.

—Sho no sé donde va, pero tampoco creo que sepas vos—agrego.

Son las seis y cuarenta y seguimos ambos sentados en la misma banca. Hace rato ya que me rendí con las llaves y me quede solo para acompañar a Gab, la ira se transformó en pena. En mis años de universidad nunca he esperado desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde para dar una prueba, nunca, no puedo imaginarme como se sentirá él, yo después de tanta espera tendría las tripas hechas nudo. A eso de las cinco, se sentó a mi lado y desde ahí no ha parado con su popurrí de rock Argentino. Ya repasamos los grandes éxitos Soda Estéreo, Los fabulosos Cadillacs y Charlie García, volviendo finalmente a Fito Páez. A estas alturas no me queda más que hacerle los coros.

Saca las llaves de su bolsillo y las deja junto a mí. Yo las guardo en mi bolso pero me quedo sentada.

—¿Muy nervioso?

—No, estoy tan cansado que solo quiero dar el oral e irme.

—¿Siempre esperas hasta esta hora?

—No, a veces espero hasta el otro día.

Suspiramos al unisonó. Hace un par de horas el lucía un impecable terno, corbata y camisa, con el pasar de las horas se ha ido desvistiendo, va de pantalón y sudadera blanca sin mangas, tiene el cabello desordenado y una cara de fastidio que sobrepasa, y por mucho, a la mía.

—¿Qué te pasó a ti? ¿Por qué tan malo el día?

—Voy a reprobar un ramo, pero ya lo supere, Alex…

—No me digas, te conto una historia de cómo treinta minutos con una moraleja…—alzo la ceja—siempre hace los mismo, es del tipo meditativo, yo por el contrario, soy practico.

—¿A qué te refieres?

—Te ayudare con tu ramo.

—¿Por qué harías eso?—se encoge de hombros.

—Tómalo como agradecimiento por esperarme.

—¡Bah! No sabes nada de cálculo.

—No, no sé, pero conozco “El Método”

—¿Qué?

—Espera y veras…

A las diez cierran la lista de la prueba, solo cinco personas quedaron para el día siguiente. Gabriel es uno de ellos. Caminamos hasta el metro, se le ve exhausto. En el andén no se ve ni un alma, un día lunes a las diez es difícil ver a alguien. Entremos en el vagón y dejamos caer nuestros cuerpos pesadamente en un par de asientos.

—¿Entonces darás la prueba mañana?

—Aha—responde con los ojos cerrados

—Y estarás esperando desde la mañana nuevamente.

—Mmm…—recibo.

—¡Que terrible! ¡Deberías quejarte!—no me responde pero siento como su cabeza cae en mi hombro. Lo miro pero solo visualizo su nuca. Respira tranquilamente sumido en el más profundo de los sueños. Sin despertarlo meto mis dedos entres sus cabellos. ¡Es tan suave como me lo imaginaba! Lo acaricio con ternura y él lanza un suspiro. Nos quedamos quietos hasta llegar a salvador.

En mi cabeza se repite la misma frase de “A rodar mi vida” una y otra vez. “Si un corazón triste puedo ver la luz, si hice más liviano el peso de tu cruz…”

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