Capítulo 14.
"La Parca"
—Muy bien Edith, es hora de hablar —dijo Ian secándose el cabello al pasar sus manos por el. Vaya truco.
—¿De que tenemos que hablar tú y yo? —pregunté recostada en el sofá—. ¿Ya te aburriste de mi?
—No —respondió y dio una risa nasal—. Eso jamás, no te librarías de mi ni estando muerta y tómalo como chiste pero es verdad.
—Si me voy al cielo no nos veríamos —dije mirando como se sentaba debajo de mis piernas.
—¿Y tú crees que irás al cielo después de haber estado conmigo? Pregúntatelo.
No le respondí.
Alcé las cejas en un gesto de buena jugada e hice una mueca con la boca. Ian rió aún más y procedió a seguir hablando.
—Bueno, he de presentarte a una persona muy cercana a mi... —dijo y juntó las manos—. Pero por desgracia no tiene tiempo libre, es difícil pillarlo, es muy buen trabajador. No se toma los días de descanso, lleva así toda la vida.
—¿Es una especie de adivinanza? —pregunté al darme cuenta que se daba muchas vueltas.
—No, solo le doy una introducción bastante digna. Su nombre es La Parca.
—Oh, hablas de La Muerte —dije y chasqueé los dedos—. ¡La adivinanza estaba clara!
—¡Que no era una adivinanza! —gritó igual que yo. Vaya genio corto. Pasó una mano por su cabello otra vez y me miró más relajado—. Él y yo no nos llevamos bien, no quiere decir que no lo respete, al contrario, siempre hablo cosas buenas de él. Pero con respecto al trabajo... es un hijo de puta, ¿sabes?
—Es un ladrón... —susurré recordando a un familiar que había perdido por culpa suya.
—Es un ladrón —confirmó—. No sabes cuantas veces me lo han dicho las almas al llegar allá y encontrarse conmigo.
—¿En el infierno qué haces tú? Aparte de ver el papeleo.
—Todo, yo tengo que acompañarlos en todo el proceso desde que llegan y están en shock hasta el momento en que les doy su castigo como trabajo hasta el final de los tiempos.
—Pero son muchas almas a la vez, ¿cómo lo haces sin cansarte? —pregunté curiosa.
—Tienen que hacer fila, pero ya a estas alturas hay una sección en el infierno en donde las almas pueden vagar tranquilas mientras esperan su turno —explicó.
—¿Y cómo está funcionando eso allá abajo si tú estás acá arriba?
—He dejado a alguien a cargo de todo eso, una vez al mes me deja los documentos por firmar sobre mi escritorio. Como lo hice hace un rato —dijo con un movimiento de brazo apuntándome con el dedo pulgar el escritorio.
—Eres una persona muy relajada, déjame decirte —le respondí con sinceridad—. Esto se te saldrá de las manos en cualquier momento.
—No, soy el dueño del infierno... nadie se atreve a decirme algo. Además, es un constante trabajo de oficina, nadie tiene tiempo para andar chismoseando o pensando en otra cosa que no sea sobre las almas malditas.
—Cuando yo vaya allá abajo...
—No es allá abajo, ¿que les enseñan en la escuela? —preguntó—. El infierno es allá abajo, Jesucristo... —susurró con una risa sin ganas—. Perdón, Satanás... Yo —corrigió con la voz aún baja dando vueltas los ojos.
—CUANDO VAYA ALLÁ ABAJO —repetí levantando la voz—. Habrán muchos cambios, puede que estén condenados pero son trabajadores y por ley necesitan un descanso.
—Suerte con eso, abuela —respondió.
—Eres muy falta se respeto, eh —dije pegándole un empujón con uno de mis pies. Él se apuntó como si fuese obvio. "Soy el Diablo, duh" me dijo mentalmente. "Cállate" le respondí—. Volvamos al tema de La Parca, que más me tienes que contar. Lo sacaste a colación, debe tener alguna relevancia.
—De acuerdo —dijo poniéndose serio otra vez. Carraspeó—. La Parca me ha estado jugando sucio, ha estado cosechando almas más rapido de lo acostumbrado. Ha estado quitándole la vida a personas que aún les falta un mes, ha estado acelerando sus tareas y eso no me cae para nada bien. Estoy seguro de que me quiere mandar de vuelta al infierno.
—¿Y eso por qué?
—Porque no le conviene que yo esté acá, sé muchos de sus secretos... —explicó—. Puedo ser todo lo que quieras, pero una persona que anda divulgando los secretos que se me han pedido guardar, jamás. Eso es algo con lo que yo no juego. Me está dando una advertencia.
—Ya, pero si fuese una advertencia ¿no debería dejar de estar jugando sucio? Con quitar una o dos almas inocentes es suficiente. Creo yo, no lo sé.
—Exacto —dijo chasqueando los dedos—. Al parecer le gustó quitar almas inocentes. Hay que detenerlo.
—Oh, tengo a Dios frente a mi... se te fueron los cuernos y la cola, mi estimado.
—No quiero jugar a ser dios, pero así como va, el trabajo allá abajo va a au...
—¡Dijiste "allá abajo", entonces si es allá abajo! —grité como si fuesen a quitarme la respuesta.
—Edith... —suspiró agarrando el puente de su nariz muy estresado—. ¿Podrías, mi niña linda, ponerte seria al menos un momento? —preguntó—. Esto es importante.
Asentí con los labios hundidos.
—Gracias —continuó—. Como te decía, si las cosas van así, en una semana el infierno estaría a explotar y tendría que volver allá por un largo tiempo.
Lo pensé.
¿Se iría? ¿Sentiría un vacío por su ausencia? ¿Qué haría después de él? Hay muchas preguntas en mi cabeza que no quería responder. Poco a poco creaba una dependencia emocional hacia él que con el simple hecho de pensar en que haría sola otra vez me asustaba. Mis manos tenían un temblor muy leve, apreté mis puños para que Ian no lo notara. No debía saber que me había afectado ese comentario.
—¿Entonces que sugieres que hagamos? —pregunté. Ian se levanto del sofa corriendo mis piernas lentamente y se acercó a su escritorio. Lo miré atentamente. Sacó la chaqueta puesta en su silla y se la cargó en el cuerpo.
—Como te dije hace un rato, hay que detenerlo.
—Dijiste al comenzar nuestra charla que era muy difícil pillarlo... —dije sentándome mejor, con los pies en el suelo.
—Me refiero a detenerlo, detener el proceso, detener las muertes —explicó—. Tengo una lista de las personas que deberían morir esta semana, con la hora incluida, podremos evitarlas.
—¿Como puedes tenerla? —pregunté sorprendida.
—Tengo mis contactos —respondió, hizo un movimiento con su muñeca y apareció la hoja de papel en su mano con un efecto de fuego en las puntas de la misma.
—Dispara, cuál es la primera que podemos evitar —dije cruzando las piernas y tragando saliva, estaba intrigada.
—Veamos... —estiró los labios como si fuese a dar un beso mientras pasaba los ojos por las líneas, se movían de un lado al otro—. Tenemos dos adolescentes esta noche y un repartidor.
—Tienes mi atención, suena como una película porno —dije y reí—. Tiene un comienzo donde piensas que tendrá un contexto y de la nada comienzan a follar. Los creadores y directores creen que somos adivinos y entenderemos el contexto como si lo estuviera escrito el sujeto en las nalgas —expliqué y reí aún más.
—¿Ves que te pones sucia inmediatamente? —preguntó mirándome coqueto con una sonrisa. Reí aún más, me iba a molestar mucho por eso.
—Alguien tenía que decirlo.
Me encogí de hombros e Ian me hizo un "grrr" con los labios mostrándome un poco sus dientes. No se puede ser más perfecto, ¡oh, Dios!
Volvió a la hoja de papel y prosiguió:
—Los adolescentes pedirán una pizza, mentirán al llamar de nuevo a la pizzería diciendo que no era con lo que ellos han pedido solo para que les lleven otra y así quedarse con las dos... blah blah blah... —dijo y chasqueó la lengua bajando aún más la mirada en busca de lo relevante—. Se van a desesperar y le van a disparar... —finalizó y dejó de inspeccionar el papel—. Son adolescentes en situación de pobreza.
—Ya veo... —respondí mirando un punto fijo pensando en que podíamos hacer—. ¿Y cuál es la idea? —pregunté levantando nuevamente la mirada. Él se rió. Una risa muy extraña, diferentes a las que escuchaba.
—No puedo creer que me hayas convencido de disfrazarme de repartidora y asaltar al verdadero —me quejé mirando la camiseta ancha—. Entonces tú te disfrazas del repartidor que entrega la pizza, yo estoy junto a ti... ¿para? —pregunté mirándolo de pies a cabeza. Hasta con eso se veía bien el maldito.
Suspiró.
—Edith, te lo he explicado dos veces —se agarró los ojos—. Yo le entregaré la pizza al chico y le pediré devuelta la que no quería. En ese momento me dirán que por qué no pueden quedársela, ahí les digo que por reglas de la empresa no se puede. O quizás les diga "porque se me canta el hoyo".
—Ordinario —lo interrumpí.
—Ahí uno de ellos me dispara, no puedo morir... eso significaría que la bala se la estaría metiendo él. Voy a evitar eso y dejaré mi cuerpo expuesto para que me dispare y a la hora posterior despertaré. En ese momento el otro chico le quitará el arma y querrá dispararse por la insoportable culpa de matar a otro ser humano, blah blah... tema de humanos.
—¿Podrías por una vez no ser tan hiriente con mi raza? A veces tus palabras duelen.
—No quiero hacerte sentir mal, a veces olvido que lo eres —respondió acercándose, poniendo su mano en mi barbilla y tirándola a su rostro suavemente—. Eres mucho mejor que todos ellos, si, tú lo eres —prosiguió a hablarme como si fuese una mascota.
—Ian, por favor.
—Solo intento hacerte reír, esto será muy fuerte para ti y prefiero aminorar el sentimiento que tendrás —explicó y dejó un pequeño beso en los labios—. Mi humor es negro e hiriente, lamento si no logro nada. No estoy acostumbrado, ¿si? —dijo mirándome con unos ojitos de perrito—. Prométeme que no te desmayarás.
Asentí lentamente con los ojos cerrados y un suspiro profundo.
—Esa es mi chica —dijo acariciando su nariz con la mía—. Vamos a salvar vidas.
—Provenir de ti, eso suena bonito.
Me guiñó un ojo y me soltó.
—Como te decía, en ese momento tú le quitas el arma después de que me dispare y así evitamos que se quite la vida. Tú finges que estás de su lado y haces que escapen haciéndote responsable de mi muerte. Pero asegúrate de que no tengan miedo, que confíen en ti o sino la culpa se los comerá vivos y no quiero ver a esos dos cobardes en mi infierno. No todavía.
—De acuerdo.
Ian se arregló la camiseta y el gorro.
—¿Qué haremos con el repartidor de verdad? —pregunté mirando al chico tirado en el callejón.
—No te preocupes, terminaremos antes de que despierte y para tu tranquilidad nadie se acercará y le hará algo. Lo están vigilando.
Asentí.
Ian se cargó el bolso y caminamos por la calle a oscuras. Sin pensarlo acerqué mi mano a la suya en busca de protección, al darme cuenta abrí los ojos bien grandes e intenté alejarme pero Ian me agarró la mano entrelazando nuestros dedos, sus uñas acariciaron mi piel un par de veces. Ninguno dijo nada.
Caminamos hasta llegar al edificio, el ascensor no funcionaba y debíamos ir al octavo. Subimos escaleras, una por una conversando de mi primera vez en esto. Estaba asustada, muchas preguntas venían a mi como por ejemplo, ¿qué pasaría si no despertaba? O ¿que hago si no se quieren ir de ahí? O ¿que hago si prefieren socorrerlo y llamar una ambulancia? Muchas preguntas sin respuestas. Me estaba quedando sola con todo el peso de la situación en la espalda. Por un momento creí que no lo lograría.
Pero Ian tenía todas las respuestas.
—Toma —me dijo y me estiró la mano. Lo miré extrañada y estiré mi mano de igual manera, me entregó un pequeño paquete rosado, me quedé mirándolo—. Es chicle.
—¿Mágico?
—Si te refieres a que si tiene alucinógenos, no, no es esa clase de chicle —rió—. ¿Por qué? ¿Quieres un poco? Porque si lo quieres prefiero que lo hagas conmigo.
—No, tonto —respondí y lo empujé. Había cambiado de voz para decirme lo último, había sido gracioso.
—Si, es un chicle que he tenido guardado mucho tiempo. No vence, para que no te preocupes. Es... es un chicle que usé cuando apenas había llegado al infierno y tenía que liderar todo un mundo, estaba asustado y muy ansioso. Este chicle calma todo sentimiento negativo y te hace sentir en una zona de confort increíble, como si estuvieras en los brazos de tu madre.
—Lamento decirte que nunca sentí tranquilidad en los brazos de mi madre, falló esa referencia.
—Oh, bueno, fue lo único que se me ocurrió. Los humanos suelen entender el sentimiento con esa frase —balbuceó—. Pero tu piensa en lo que te da comodidad.
Sonreí y abrí el paquetito.
—Comételo ahora, te hará efecto en el momento en que suceda todo.
—Gracias.
Seguimos subiendo y a estas alturas ya solo nos quedaban dos pisos. No nos dijimos nada, yo solo masticaba el chicle y sentía el sabor a fresas frescas. Como recién sacadas y lavadas.
Llegamos arriba y nos paramos frente a la puerta. Ian dejó el bolso en el suelo y tocó tres veces.
Inmediatamente dos adolescentes abrieron la puerta, tenían entre diecisiete y dieciocho años.
Uno de ellos nos saludó.
—¿Me entrega la pizza? —preguntó.
—Solo puedo entregártela si me devuelves la otra para llevarla como prueba a mi jefe —respondió Ian.
—¿No estas muy viejo para trabajar de repartidor? —preguntó el otro chico que estaba de la misma manera que yo, haciendo presencia.
—Si —respondió con una sonrisa forzada—. ¿Me entregan la pizza?
—¿Por qué no podemos quedárnosla? —preguntó el que había hablado primero.
—Ya te dije chico, tengo que llevarla de vuelta para que mi jefe la vea y pueda desecharla. Reglas son reglas.
El chico delante de nosotros se impacientó y el de al lado lo miraba diciéndole que no lo hiciera. La cara de los dos se desfiguró. Mi empatía salió a flote, tenían hambre, estaban desesperados, no tenían dinero, no tenían familia y por lo visto se habían metido al departamento sin autorización.
Miré a Ian, miré su mano izquierda, la que estaba en mi dirección y vi como juntaba el dedo pulgar con el anular; con el pulgar hizo una pequeña presión en las tres partes del dedo y al llegar a la base arrastró la uña lentamente hasta llegar a la punta, donde se empujó el pulgar con el anular como si estuviera tirando algo lejos. "Ahí va su protección" pensé.
A los minutos el chico sacó el arma y le apuntó al pecho. Ian levantó las manos y yo también.
El chico dudó en apuntarlo y se giró a mi.
—Eh, no, ella no tiene nada que ver en esto —dijo Ian con una voz fuerte y feroz. Prácticamente le había gruñido—. Apúntame acá, yo tengo el bolso y yo te estoy negando la comida.
El chico volvió a él.
—Eso es —susurró.
—Me vas a entregar esa pizza inmediatamente viejo, es una orden —le exigió. Detrás le decía el otro chico todo el rato, casi automático, "deja eso, por favor, vámonos". Una y otra vez como disco rallado.
—Tendrás que quitármela, porque no te la entregaré, no perderé mi trabajo por ustedes, par de idiotas sin dinero.
—¡Entrégamela, el idiota eres tú! —le gritó casi con lágrimas en los ojos. "Deja eso, por favor, vámonos".
—No perderé mi tiempo, esa arma no está cargada, no soy tan tonto. Adiós, idiotas —dijo Ian y se agachó a tomar el bolso. Se dio la vuelta y en ese momento el chico le disparó. Todos gritaron excepto yo que escuché como Ian decía: "Demonios, no recordaba que doliera tanto" y cayó al piso en un golpe estrepitoso.
Mastiqué el chicle sin parar hasta que mi corazón bajó sus revoluciones. Inhalé y exhalé.
Miré a los dos chicos, el que portaba el arma la tiró al suelo y el otro la empujó junto al cuerpo de Ian. Me acerqué, la tomé del suelo y me paré delante de ellos.
—Tranquilos —dije mirándolos a los ojos—. No pasará nada, ustedes tomarán la pizza del bolso, la que tienen ahí adentro y se marcharán de acá. Yo me encargaré del problema.
—Iremos a la cárcel, ¡no quiero ir allá! —sollozó el más tranquilo.
—¡Mis huellas están en el arma! —gritó el otro mirándose las manos temblorosas.
—Escúchenme, todo saldrá bien... yo me haré cargo de la situación. Además, él se lo buscó, no debió haberlos tratado así —expliqué—. Yo no quiero que ustedes la pasen mal, son muy jóvenes, así que toman sus cosas y se van. Nadie los buscará.
—¿Estás segura?
—Absolutamente —confirmé.
—Pero tú irás a la cárcel.
—No, descuiden, un accidente lo comete cualquiera... y tengo gente conocida en la policía, todo está cubierto. A este no lo conocían ni en su casa.
Ambos se limpiaron los ojos y asintieron.
Se metieron de vuelta, yo agarré la pizza del bolso y los seguí. Observé cómo guardaban sus cosas en sus mochilas desesperados, uno con los pantalones mojados del miedo. Sentí pena, mucha pena. Pero me tranquilizaba el hecho de que ninguno de los dos resultó muerto. Ni el verdadero repartidor.
—Gracias —dijo el líder de la fechoría que acaban de cometer—. No sé qué hubiéramos hecho sin ti.
—No se preocupen y váyanse antes de que los vecinos llamen a la policía. Yo les diré que solo fue un aparato doméstico que explotó, me llevaré el cuerpo a otro lado para poder tirarlo y enterraré el arma —les expliqué lo que haría—. Cuídense y no vuelvan a ser impulsivos, no, no vuelvan a conseguir un arma.
—¡No, después de este accidente no quiero tener nada que ver con las armas! —exclamó limpiando sus manos como si tuviera sangre. El otro asintió cargándose la mochila.
—Si vuelven a recurrir a estas acciones desesperadas los buscaré y no seré tan simpática —amenacé. Ambos asintieron aún más, miraron bien antes de salir del departamento y cuando no vieron a testigos salieron corriendo.
Cerré los ojos y me sobé el rostro.
—Dios santo... —susurré.
Fui en busca del cuerpo de Ian y lo arrastré dentro del departamento, escondí también el bolso. Cerré la puerta con seguro y a Ian lo dejé como estrella tirado en la alfombra. Me senté al lado, había una silla rosada con celeste, muy pequeña, me senté ahí, vi una cajetilla con cigarros y un encendedor. "Estos niños si que son un problema, ya Ian les dará un susto si vuelven a hacer esta estupidez" me dije calmándome.
Tomé las dos cosas, saqué un cigarro y lo encendí. Esto había sido fuerte, debía hacerlo.
Le di la primera calada y cerré los ojos por unos segundos tirando mi cabeza hacia atrás.
Una larga noche.
Ian se levantó de golpe respirando con desesperación. Se sentó quedando frente a mi. Di un brinco del susto.
—¿Cuanto tiempo pasó? —preguntó.
—Una hora, puntual.
—¿Qué pasó? —preguntó otra vez y se agarró el pecho—. Ese bastardo —gruñó e hizo el mismo gesto que había hecho con su mano una hora antes pero al revés.
—Los dejé escapar, tomaron sus cosas y bueno... yo me fumé toda la cajetilla —respondí apagando la colilla en la mesa junto a las demás—. Y ahora la policía viene subiendo las escaleras.
Ian se giró bruscamente quedando en cuatro patas. Se puso de pie de un salto y con un aplauso al igual que una hada madrina puso todo en su lugar.
—Vámonos —ordenó.
—¿Y como lo haremos, genio? —pregunté parándome de la silla diminuta. Él me cargó en su espalda cuál mochila y salió por la ventana, la facilidad que tenía para escabullirse como una araña—. ¿Donde dejaste la mochila del repartidor?
—El chico ya va de vuelta a la pizzería con la pizza que debía devolver, pan comido.
Tocó el piso ya estando en la calle y me bajó de su espalda. Se tocó el pecho, la bala había entrado por detrás pero adelante también tenía el agujero, me lo mostró. Tenía una mancha entre negra con tonos grises.
—Tendrás que suturar —ordenó.
—No, yo no haré eso... ¿hay otra manera? —pregunté.
—Con fuego.
—De acuerdo, esa usaré —accedí—. ¿Ahora nos vamos? Tengo que tomar una ducha. Esto ha sido... mucho para mi —confesé.
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