SEGUNDA PARTE: CAPÍTULO 19
SEGUNDA PARTE
NO SIEMPRE TENEMOS QUE ELEGIR ENTRE EL BIEN Y EL MAL. EN OCASIONES, LA OSCURIDAD NOS ELIGE A NOSOTROS.
Cuando fallecemos, ¿qué criterios y razonamientos son empleados para justificar nuestra condena? ¿Cuán virtuosos tenemos que ser para que se nos redima del mal que hicimos a lo largo de nuestra vida?
Francamente, nadie estaría libre del infierno si se midieran de manera ecuánime nuestras transgresiones, y el paraíso no es un lugar seguro tomando en cuenta que todos los pecados y virtudes coexisten en oposición. Como la luz y la oscuridad. Como el negro y el blanco. Como la vida y la muerte. Sin bien no hay mal. Sin desconsuelo no seríamos conducidos hacia el júbilo. Sin el averno, la gloria no sería tan deseada. Pero... ¿Qué es la gloria? ¿La posesión de todas las virtudes o la ausencia de la mayoría de los pecados?
Haciendo a un lado la hipocresía, y meditando en todas nuestras fallas cometidas, sabríamos que es incierta y subjetiva dicha gloria. Sin embargo, cohabita con el fuego eterno. Una dualidad inherente a la naturaleza humana, necesaria para mantener controladas las acciones del hombre con el propósito de evitar la autodestrucción.
Si bien, existen horribles faltas que nos condenan irreversiblemente, también hay otras que pueden ser superadas por actos nobles a fin de otorgarnos derecho a la redención. La cuestión es si el sacrificio sería lo idóneo para eximir todos los pecados existentes. Si Franco era merecedor del reino celestial, ¿pondría aún más en duda la veracidad del paraíso, al residir ahí? Una carta de declinación y su propia vida no parecían ser motivos suficientes para salvar su alma.
Para Giulio era completamente suficiente ese sacrificio. El único problema caía en que no podría ser parte en el juicio final de Franco, porque cargaba casi las mismas injurias que él.
De cualquier modo, eso no le impidió observar ese maldito escrito de renuncia, como si quisiera incinerarlo únicamente con verlo, y así decretar la salvación de su compañero. No dejó de leerlo desde que llegaron al hospital, después de que ingresaran a Jean Franco al quirófano en estado crítico.
Afortunadamente, consiguieron resucitarlo en la ambulancia, pero había perdido demasiada sangre y su cerebro no estuvo recibiendo oxigeno por varios minutos. Ese hecho consiguió que, aunque su corazón latió de nuevo gracias al aterrador desfibrilador que sacudió su cuerpo repetidas veces, siguiera debatiéndose entre la vida y la muerte.
Por esa razón, Giulio Marchetti se empecinaba en buscar una grieta que le quitara a Franco la penitencia eterna a la que él mismo se había condenado. Deseaba que su compañero, en el lamentable caso de que feneciera, encontrara paz después de vivir lleno de oscuridad y tristeza. Aunque, de preferencia, lo quería vivo.
Él, junto con Benedetto e Isis, llevaban aguardando noticias de Franco por poco más de tres horas en la sala de espera del hospital, los tres con un terrible aspecto.
Giulio, tras un altercado violento con el personal de seguridad, quedó con el labio inferior lesionado y el ojo derecho hinchado.
Como era de esperarse en un hospital, los médicos que recibieron a Franco no le permitieron a Giulio seguir más allá de la sala de espera, llevándolo a perder la cordura. Una enfermera intentó calmarlo, pero, al no conseguirlo, entre tres guardias tuvieron que someterlo a base de un poco de violencia (los guardias también recibieron su merecido, cabría aclarar). Fabio, como el buen compañero que era, prescindió de su camisa y se la dio a Giulio para que no se viera más indecente de lo que ya lucía. No obstante, la camisa no le cerró y su aspecto no mejoró.
Así que, el mejor amigo de Franco destacaba entre la gente del hospital como un delincuente que acababa de salir de los separos después de una noche de copas y una pelea callejera.
Isis no fue la excepción, solo que con ella tuvieron que ser más afables.
Cuando los paramédicos levantaron a Franco del césped e intentaron separar a Isis de él, ella enloqueció. Perdió tanto la razón, que le administraron un par de calmantes. Por fortuna, Giulio se obstinó y logró que no fuese por vía intramuscular, y se comprometió a hacerse responsable de ella en el trayecto, ya que ambos acompañaron a Franco en la ambulancia. Las píldoras lograron tranquilizarla y también mantenerla despierta, con lo que consiguió tomar la mano de su hermano en cuanto lo resucitaron, y se mantuvo así el resto del camino. Después de que Giulio se tranquilizara en la clínica, ella se sentó a su lado y él la envolvió con un brazo, sosteniéndola contra sí todo ese tiempo.
Isis llevaba durmiendo de ese modo por tres horas. El mismo período que Jean llevaba luchando por su vida y Giulio leyendo inútilmente una renuncia.
Benedetto, por otra parte, a causa de su presión arterial elevada, tuvo que deshacerse de la corbata en algún momento del camino en el que siguió a la ambulancia. Gracias a su glaucoma, no pudo desprenderse de los lentes de sol rigurosos, y su vista se le había nublado más de lo normal. Con todo, debido a que era el más controlado, se hizo cargo de los documentos de ingreso al hospital y contestó una serie de preguntas necesarias para el informe médico. Había meditado por un momento el mantener privado el asunto, pero no lo hizo, sencillamente cambió un poco los hechos. Argumentó que Franco le hizo una llamada tan pronto como lo hirieron, y fue en ese momento que envió una ambulancia y él salió también hacia el lugar. No dio los detalles verídicos, ya que no poseían pruebas para acusar a Paolo y, encima, todo el acontecimiento se debía a asuntos turbios que podrían poner en evidencia a su protegido.
En el transcurso de tres horas, Benedetto fue adquiriendo un semblante que lo hacía lucir más viejo y enfermo. Con el cabello desordenado, la frente perlada en gotas de sudor, y sus facciones rígidas por la impotencia y la furia, parecía un excelente padre preocupado por el bienestar de un amado hijo.
—Llevas leyendo esa mierda desde que llegamos —le dijo Benedetto a Giulio. Se levantó las pinzas del pantalón y se sentó en la silla a su costado.
—No tiene validez sin la firma del Parlamento —expuso Giulio, ofreciéndole la hoja arrugada y manchada de sangre. Entre todo el revuelo, dejó de prestarle atención a la carta, hasta que llegaron al hospital y la encontró en el bolso del pantalón—. Ese cabrón ni siquiera la vio. Si no la presenta... Creo que fue una trampa. Su objetivo desde el inicio siempre fue eliminarlo —conjeturó, endureciendo el tono de su voz.
Giulio quería ir a buscar a Paolo para torturarlo y que le suplicara piedad, pero no iba a dejar a Franco mientras se debatía entre la vida y la muerte. Si acaso en su ausencia pasaba lo peor, no se lo perdonaría. Ya suficiente tenía con la culpa que cargaba por no haber cumplido la promesa de protegerlo.
Benedetto aceptó la hoja, la arrugó y la aventó al bote de basura que estaba a unos metros frente a él. Se aborrecía por haber sido él quien consiguió en menos de dos horas las firmas necesarias para poder presentarla al alto mando. En correspondencia, él también tuvo que firmarla. No estuvo de acuerdo desde que se lo pidió Jean Franco, pero tampoco tenía muchas opciones. Si no lo apoyaba, tratándose de Isis, hubiese hecho las cosas sin mantener la cabeza fría.
—¡Papá! —Vittoria llegó corriendo, interrumpiendo lo que Benedetto estuvo por revelarle a Giulio. Aún portaba el vestido de novia y se le veía tan desesperada como muerta de dolor. No había rastros de maquillaje en su rostro y el cabello lo llevaba suelto, con las ondas pelirrojas desalineadas. Parecía una pobre esposa salida de ultratumba para vengar al amor de su vida—. ¿Cómo está? —exigió saber entre sollozos lastimeros que le sacudían el pecho y los hombros.
Benedetto se levantó de inmediato y recibió a su hija en un abrazo que, aunque pretendía darle consuelo, la dirigió a un llanto inconsolable que le desgarró el alma. Se preguntaba cuál sería la razón para que siguiera vestida de ese modo. Eso la hacía lucir mucho más devastada.
—Cariño —susurró Benedetto acariciándole espalda.—. Me tenías preocupado. No respondiste a mis llamadas y te dejé varios mensajes —la reprendió con dulzura, sujetándola con más fuerza. Para tranquilizarla, le obsequió una serie de besos en la cima de la cabeza. No era posible que estuviera así de herida. Incluso le parecía pequeña y frágil, lo que nunca.
La razón para que Vittoria no respondiera a esas llamadas y mensajes, era la misma por la que seguía llevando el vestido de novia.
No había podido dormir en toda la madrugada, pensando en lo poco que entendía todo lo acontecido. Entre la situación de Franco y su hermana, su propia realidad con él y lo mucho que le dolía que la dejara el mismo día de su boda, la tristeza se convirtió en insomnio.
Por momentos se había sentido como un objeto fácil de desechar, y, cuando más o menos recordaba que era una mujer madura e inteligente, intentó convencerse de que Franco no la desechó, sino que le regaló algo preciado: la libertad. Y, mientras se flagelaba con todos esos pensamientos, paseó de un lado al otro en su dormitorio de la villa, amando como la hacía resplandecer ese precioso vestido. Lo había disfrutado tan poco que quiso llevarlo puesto un poquito más, por si Franco en cualquier momento se arrepentía e iba a buscarla para encontrarla sublime, como se lo había confesado cuando le mostró su faceta dulce y despreocupada. De hecho, bailó con su sombra una buena cantidad de vals, poseyendo razones suficientes para caer en una demencia temporal.
Al entrar el amanecer, vencida por el cansancio físico, mental y emocional, se había sumergido en un sueño profundo que le robó la noción del tiempo y el espacio. Entonces, cuando logró despertar, leyó los mensajes de su papá en donde le explicaba lo ocurrido, y salió rauda sin pensar en lo que llevaba puesto.
—Quiero verlo, papá—le suplicó Vittoria a su padre, sin dejar de derramar lágrimas de dolor y desconcierto—. Sé que tú puedes hacer que me dejen verlo. Quiero saber cómo está. Lo lamento. Le creí, no quería hacerlo. —Lloró aferrándose al cuerpo de Benedetto como si fuese una tabla salvavidas.
—Está en quirófano, cariño —informó Benedetto en un bajo susurro que le dolió. Nunca imaginó verse en una situación de esa magnitud. Su hija, llorando tan dolorosamente, porque su protegido a quien quería como un hijo, estaba intentando vencer a la muerte, jamás estuvo en sus planes—. Vamos a ser pacientes. Tranquilízate. Va a estar bien, Vittoria.
Giulio se apreció como un intruso al estar observando la escena que protagonizaban su amiga pelirroja y su padre.
Los Di Santis eran una familia, a pesar del empecinamiento de Benedetto por mantener a su hija dentro de la mafia. La amaba y cuidaba, aunque en ocasiones se valiera de ella para los negocios. No obstante, se tenían el uno al otro para superar cualquier tipo de adversidad.
Pero, si Franco no lo lograba, ¿con quién iba a superar Giulio lo que se aproximara? Jean Franco era su única familia. Tenía a los chicos del foso, por supesto, pero ellos no eran su compañero de aventuras. Ellos no le dieron la oportunidad de una buena vida y de experimentar el privilegio de tener un hermano. Franco sí.
Isis se despertó sobresaltada por el llanto atroz e incontrolable de una mujer. Aclaró su visión, con un par de rápidos parpadeos, y se encontró con que la dueña de ese desconsuelo era la esposa de su hermano. En consecuencia, regresando a la conciencia de lo que estaba sucediendo, se echó a llorar en silencio.
Giulio se dio cuenta y se giró para prestarle toda su atención, pero fue interrumpido por un médico que se presentó ante ellos.
—¿Acompañantes de Jean Franco Casiraghi? —preguntó el doctor, leyendo un par de hojas que sostenía sobre una tabla de apoyo.
Isis y Giulio se levantaron inmediatamente, a la vez que Vittoria y Benedetto se acercaron al doctor.
—Somos nosotros. ¿Cómo está? —preguntó abruptamente Vittoria, limpiándose la cara.
—Terminamos con la cirugía y logramos estabilizarlo, pero sigue en estado crítico —comenzó a informar el médico—. Tuvimos que reconstruir parte del hígado que fue perforado, sufrió un paro cardiaco durante la intervención y perdió más sangre en el proceso. Requiere una transfusión con urgencia. ¿Hay algún familiar de él aquí?
Las cuatro personas ahí presentes, atentas y angustiadas ante la información, tuvieron un fuerte impulso de decir "yo". Asimismo, solo dos de esos individuos tenían derecho a decirlo por legalidad, y únicamente una por biología. Esa única persona fue la que atendió a sus impulsos.
—Yo soy su familiar —exhibió Isis, adelantándose un paso.
—¿Sabe su tipo de sangre, señorita? —inquirió amablemente el médico.
Ella se limitó a negar, cabizbaja.
—Bien. Le haremos un examen de compatibilidad —aclaró el doctor, mientras anotaba algo sobre una de las hojas que sostenía—. Es mi deber informarles que el tipo de sangre del paciente es difícil de conseguir. Siendo O negativo no puede recibir otro grupo de Rh, y aunque es donador universal, solo el siete por ciento de la población la tiene. Alguno de ustedes podría ser compatible, en caso de que ella no lo sea. Pero les sugiero que avisen al resto de su familia. No tenemos muchos donadores voluntarios y por el momento no contamos con ella en el banco de sangre de este hospital ni en los más cercanos. —Terminó de exponer, haciéndose a un lado para abrirle paso a Isis—. ¿Me acompaña? —El experto fue cortes, pero frío. La eterna personalidad de un médico ante las adversidades clínicas.
Isis en seguida llevó su asustada mirada hacia Giulio, interrogándolo en silencio. No quería estar a solas con nadie. No le gustaban los espacios cerrados y no deseaba apartarse de la única persona que en esos momentos le brindaba un poco de cordura. Se estremeció y se abrazó por el estómago, aparentando estar suplicando algo de confianza al mejor amigo de su hermano.
Por alguna inaudita razón, intuyó una especie de conexión con él desde su baile. Además, le parecía en extremo guapo, varonil y fuerte con esa musculatura que la embaucaba, sin ignorar el tatuaje en su pectoral derecho que aumentaba esa hipnosis probablemente permanente. Por otro lado, también lo encontraba dulce, confiable y protector gracias a sus bonitos ojos llenos de vivacidad, independientemente de que en esos instantes se mostraban tristes y agobiados. Era un niño adulto para ella.
Qué inapropiado. No debía prestarles atención a esas banalidades mientras la vida de su hermano pendía de un hilo.
A Giulio, en el momento menos oportuno, le brincó el corazón con gran ímpetu. Ella era tan adorable, y no cabía duda que le generaba instintos de protección. Encima, era preciosa. Incluso con los ojos hinchados, la nariz rosada y los labios ligeramente resecos, parecía una ninfa griega o la mismísima Diosa Isis del antiguo Egipto. Sufrió un importante impulso por besarla. Nadie en el mundo experimentaba algo así en situaciones tan duras como esa. Evidentemente, desde que la vio por primera vez, cayó en el efecto priming.
—Está bien, bonita —la animó Giulio, acariciándole el mentón suavemente con el pulgar. Ese gesto fue con la intención de tranquilizarla y, de paso, mitigar su necesidad de besarla—. Ve. Yo te espero aquí, ¿de acuerdo?
Ella asintió, le dedicó una sonrisa tímida y se adelantó al médico que le indicaba el camino con una mano extendida.
Antes de que el doctor se marchara, Giulio lo sujetó del brazo, reclamando su atención. —Sin test de preguntas —advirtió en voz baja—. Únicamente la prueba de compatibilidad —exigió. Aún no sabían cuan peligroso sería exponer a Isis como la hermana de Franco después de tantos años bajo la falsa verdad de su fallecimiento.
—Pero es necesario saber la relación que tiene con el paciente —amonestó el doctor.
—No —aseveró Giulio—. Esto es asunto del gobierno. Tú nada más necesitas salvarle la vida a mi hermano. —Discretamente, leyó el nombre en el gafete del doctor—. ¿Entendido, Alessandro? —Sus palabras fueron una advertencia implícita. Hubiese sido más práctico, eficiente y seguro que hubieran utilizado a alguno de los médicos que trabajaban para ellos.
—De acuerdo —aceptó el doctor, liberando su brazo con brusquedad. Y enseguida se marchó detrás de Isis.
Benedetto, al mismo tiempo, se sentó en el sofá más próximo. Dejó caer la cabeza hacía atrás y se quitó las gafas para limpiarse el sudor que se le había acumulado en el puente de la nariz. Lucía bastante agobiado y agotado.
Giulio siguió con la mirada a Isis, hasta que ella y el doctor doblaron en la esquina del pasillo y la perdió de vista. Percibiendo un hueco de inquietud en el estómago, se preguntó si estaría bien. No tenía ni idea de lo que ella vivió, en dónde estuvo y cómo la trataron durante todos esos años. Seguramente estaría aterrada y consternada por todo lo que pasaba a su alrededor.
Para estar en alerta, se quedó en esa misma ubicación con los brazos cruzados y la espalda recargada en la pared bajo un cartel que prohibía fumar. De inmediato, advirtió la presencia de Vittoria a su lado. Volteó y la analizó, arrugando ligeramente el entrecejo.
—¿Por qué sigues vestida así? —le preguntó Giulio con voz ronca. Dolía verla en ese estado de conmoción.
—Tú te ves ridículo vestido así —respondió Vittoria hostilmente. De la nada, su labio inferior tembló, y se largó a llorar cubriéndose la cara con ambas manos. Tuvo que doblarse por el estómago, buscando alivio al dolor que se arraigó en ese sitio desde que se enteró de lo ocurrido.
Inmediatamente, Giulio la envolvió en sus fuertes brazos y le acarició la espalda, intentando trasmitirle la calma que él no poseía. Cada uno de ellos estaba a punto de perder una parte importante de sus vidas. Una pieza invaluable e irremplazable.
—Dios, qué hice —se lamentó Vittoria, resguardando la cara en el pecho de Giulio. Lo abrazó con vehemencia y se sostuvo de él, buscando inútilmente confort—. Me sentí un maldito objeto desechable cuando me dejó. Le creí. Le creí que era un monstruo. ¿Por qué le creí? —Se silenció y tomó una respiración entrecortada, hipando y sollozando—. Pero no me dejó. Se despidió de mí. Maldita sea. Sé que se despidió de mí. Lo lamento tanto...
Sobresaltado por las palabras y el llanto perturbador de su amiga, Giulio se enderezó, tomó la cara de Vittoria entre ambas manos y la instó a mirarlo.
—¿De qué hablas? —le preguntó a Vittoria, sacudiéndole la cabeza suavemente—. ¿Cómo que se despidió de ti?
—No me dejó. Sí me quiere —siguió lamentándose ella, y se agarró a las muñecas de Giulio como si estuviese trastornada—. Me quiere. Sé que me quiere.
—Maldita sea, pelirroja —gruñó Giulio en voz baja, volviendo a sacudirle la cabeza siendo sumamente delicado—. ¿Por qué dices que se despidió de ti? —insistió. Eso redujo las dudas sobre un pensamiento que lo molestó desde que llegaron al hospital.
Vittoria estacionó la mirada en la de Giulio, aunque le costó un poco enfocarla. Cuando lo logró, se pasó las manos por el cabello y se apartó de las manos que le sostenían el rostro.
—No lo entendí hasta que leí los mensajes de mi papá —explicó la pelirroja dentro de una agotadora labor por dejar de llorar—. A su idiota manera se despidió de mí. —Soltó un bufido lleno de sátira. Eso la hizo lucir más cómo ella—. Me dijo que era libre de él. Me aseguró que en otras circunstancias él me hubiese suplicado que fuera su esposa. Me dijo que saliera de esta vida. —Su mirada se endureció y tomó una respiración profunda—. Estoy casi segura de que sabía lo que iba a pasar. Franco no es conocido por ser un filósofo romántico. Sé quién es ella y lo qué iba a hacer con Paolo. ¿No es lógico?
Por supuesto que era lógico. El presentimiento de Giulio, desde que Franco le informó todo lo que habló con ese pedazo de mierda de Paolo y lo que haría, nunca fue en vano. Le había dado las gracias con tanta solemnidad, que le provocó un estremecimiento cuando lo hizo. Y también le reiteró que la situación de Isis volvía a ser asunto suyo después de negárselo en la boda, sugiriendo que lo dejaba a cargo de ella. Por eso Franco tampoco quiso llevar a más hombres...
Inequívocamente, al igual que con Vittoria, Franco se había despedido de él. El problema de Giulio, fue que no quiso aceptarlo antes, porque entonces iba a enfadarse mucho con su jefe y no era momento de odiarlo por entregarse.
—Hijo de puta —gruñó roncamente Giulio. Alzó la vista, a las espaldas de Vittoria, encontrándose con la de Benedetto. Lucía igual de enfadado que él—. El cabrón también se despidió de mí.
—También se despidió de mí —confesó Benedetto, soltando una risa amarga. Recordó, vívidamente, como Franco le aseguró que la mafia se sacudiría un poco. Se debió a eso. Porque el Demonio de Florencia, el gran capo Casiraghi, probablemente perecería y el bajo mundo colapsaría un poco ante esa pérdida—. Fue muy astuto al hacerlo, por cierto —Se enorgulleció y al mismo tiempo lo maldijo. Pudieron haber buscado otras alternativas.
Antes de que pudieran seguir alimentando su rabia contra Franco, Isis apareció colocándose a un costado de Giulio.
—No soy compatible —anunció la rubia, limpiándose una lágrima rebelde que se le escapó.
Giulio, Benedetto y Vittoria se dedicaron una mirada angustiada. No, angustiada no. Desquiciada. Franco no tenía más familia consanguínea. Si Isis, que era su hermana, no podía donarle, entonces las probabilidades de encontrar a alguien que sí lo fuera eran casi nulas.
—Descuida, ángel. Encontraremos a alguien. —Giulio intentó tranquilizar a Isis, limpiándole otra lágrima que le corría lenta por la mejilla.
Isis asintió, cabizbaja, agradeciendo ese dulce gesto. A su vez le afligió, así como le gustó, que la llamara por segunda vez "ángel". Quiso abrazarlo, pero ignoró esa necesidad. Los brazos de su hermano era lo que más anhelaba. Le dolía tenerlo tan cerca y, aun con todo, no poder tocarlo. Encima, no podía salvarle la vida. Era una inútil.
Benedetto y Vittoria se sorprendieron por la manera en que Giulio la llamó. Les intrigaba el modo en que se comportaba con ella. No era común en él esa actitud, aunque seguramente se debía a que se trataba de la hermana de Franco.
Vittoria, intentando trasmitirle algo de apoyo a Isis, pese a su propio estado emocional, le sonrió dulcemente.
Isis la ignoró, prefiriendo enfocar su mirada en el hombre mayor. Era la segunda vez que le prestaba atención. Le parecía muy familiar, pero la desesperaba no encontrar de dónde. No lo guardaba en memorias recientes. Sin embargo, le provocaba curiosidad, y algo de sosiego, como si lo conociera de mucho, mucho, tiempo atrás.
—Creo que no le caes bien —le dijo Giulio a Vittoria, en un susurro burlón al oído.
Vittoria le respondió rodando los ojos.
—Con permiso —musitó Isis. Posterior, se retiró de las dos miradas curiosas y de la dulce que tenía sobre ella.
Estaba tan acostumbrada a la soledad, que le abrumaba estar rodeada de gente, aunque fuese en una mínima cantidad. Se sentó en el sofá más alejado, abrazó sus piernas y escondió la cara entre las rodillas, abandonándose a un llanto silencioso y flagelante. Todo aquello estaba llevándola en espiral hacia el abismo.
Unos instantes después, el doctor se volvió a presentar ante ellos, apurado.
—La señorita no tiene el mismo grupo sanguíneo —les informó, desconociendo que ya estaban al tanto—. Lamentablemente, contamos con máximo hora y media para hacer la trasfusión. De lo contrario, no sobrevivirá.
—Yo me haré la prueba —dijo inmediatamente Vittoria, dando un paso adelante.
—De acuerdo. ¿Tomaré datos? —preguntó el doctor, dándole una mirada suspicaz a Giulio.
—No hay problema con ella —aseguró Benedetto, dedicándola a su hija una sonrisa alentadora.
El doctor asintió y le indicó a Vittoria el camino, yendo detrás de ella.
Giulio tomó una distancia prudente de Isis para no preocuparla incluso más, y le pidió a Benedetto que se acercara, empleando un aspaviento rápido de cabeza.
—¿Por qué no llamaste a alguno de nuestros médicos? —le preguntó a Benedetto en voz baja cuando este se acercó.
—Ya debería estar de camino —respondió Benedetto—. Ninguno estaba disponible cuando todo ocurrió.
—¿Qué vamos a hacer si Vittoria no es compatible y yo tampoco? —dijo Giulio, lleno de ansiedad—. Aunque tú lo seas, no puedes donar. Estás viejo y enfermo.
Benedetto le dio una mirada mordaz.
—No tenemos muchas opciones —lamentó el hombre mayor, quitándose las gafas. Se arrastró las manos por la cara y el cabello, y después descansó las manos en la cintura. El peculiar y regular gesto que hacía cuando se concentraba.
—Tenemos a todos los hombres de la guardia —sugirió Giulio, poco convencido.
—Perderíamos casi veinte minutos en lo que llegan y cinco entre cada prueba que se haga. Sin mencionar que no es una apuesta segura —argumentó Benedetto.
—¿Entonces qué propones? —inquirió Giulio, rayando la histeria.
—Comprarla —contestó Benedetto, como si fuera cualquier cosa. Conocía a un par de personas que se dedicaban al mercado de órganos dentro de La Toscana, y le sería fácil conseguir ese tipo de sangre. Por supuesto, como era un Rh difícil de encontrar, su precio se elevaría al triple. Pero el costo no sería el problema...
—¿Qué? —Se consternó Giulio, observándolo como si estuviera loco—. No —aseveró.
—Si tienes alguna idea mejor, te pongo atención —dijo Benedetto sombríamente.
—Franco no aprueba nada que se asocie con la trata —le recordó Giulio, mostrándose inflexible.
Ese iba a ser el conflicto.
—Por favor —resopló Benedetto—. Te contrata prostitutas.
—¿Quieres callarte? —exigió Giulio en un susurro alarmado. Para asegurarse que Isis no escuchó semejante barbaridad, le echó un rápido vistazo—. Eso no tiene nada que ver. A esas les gusta —afirmó, evidentemente, inseguro. Se aclaró la garganta, incómodo, y volvió a fijarse en Isis fugazmente. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan indigno por haber acudido a ese tipo de placeres como hasta ese momento—. Además, eran un mal necesario para lo que hacía Franco.
—Por supuesto. Y tú lo aprovechabas —se mofó Benedetto.
—Ese no es el punto —murmuró Giulio, nervioso. Le preocupaba lo que Isis pudiera pensar de él si es que llegó a escuchar cualquier cosa sobre el asunto —. Aquí la cuestión es que sabes por qué Franco no acepta nada que tenga que ver con ese estilo de tráfico.
En efecto, lo sabía. Y era más que evidente. En resumen: Isis Casiraghi.
—La tendríamos en menos de media hora —señaló Benedetto, sugerentemente. Era la mejor apuesta que poseían.
Giulio comenzó a sopesar la opción. No tenían otra alternativa. Si era para salvarle la vida a la misma persona que lo salvó a él, aunque lo despidiera cuando se despertara y se enterara, valdría la pena. Aquello iba en contra de todos los ideales de Jean Franco y no iba a ser una decisión fácil de tomar.
Franco era un hombre siniestro, pero también conservaba claros sus códigos. Le gustaba el poder, eso sin duda, pero mantenerse alejado de ese negocio siempre fue imperativo para él. De haber entrado a esa industria para el objetivo que fuera, habría consentido la venta de su hermana, ya fuese entera o en partes. Entonces, ¿qué diablos se hacía en esa situación?
Vittoria llegó en ese momento, interrumpiendo el lapso moralista de Giulio.
Ambos la observaron, expectantes. Lucia diferente, y no en un buen sentido. Se veía descolocada y mucho más herida que antes de marcharse para el análisis de compatibilidad. Se abrazaba a sí misma con ambos brazos cubriendo su abdomen, y lloraba en un silencio espeluznante.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Giulio, impaciente.
La esposa de Franco negó en respuesta. Después, dio media vuelta y se refugió en el rincón más oculto de la sala de estar. Se arrastró hasta el suelo, con la espalda contra la pared, y se presionó con más brío los brazos en el estómago.
Todos sufrían inconsolablemente por Franco, pero algo en la actitud de Vittoria había cambiado. Ni su padre ni su amigo entendían por qué tal transformación. ¿Y si se debía a que Franco había muerto?
—¿Alguien más? —preguntó de repente el doctor, interrumpiendo el camino que habían tomado sus pensamientos.
—Decide, Giulio —lo exhortó Benedetto, retomando el tema que les apremiaba.
—Decide tú —rebatió Giulio.
—A ti te dejó a cargo. Decide —le insistió Benedetto, endureciendo el tono de su voz.
—Por favor, ¿alguien más? —solicitó el doctor nuevamente—. No tenemos mucho tiempo.
Giulio observó a Isis sabiéndose un traidor con ella y su hermano, por lo que estaba a punto de decidir.
—Mierda —musitó Giulio entre dientes, enfrentando la afligida mirada de Benedetto.
—No hay tiempo —presionó Benedetto, luciendo derrotado. A él tampoco le había gustado tomar ese camino, pero, en ocasiones, el corazón debía dejarse a un lado. Así como siempre lo decretó su protegido.
—Contacta. Si no soy compatible, lo haremos —aceptó Giulio, dando un firme asentimiento de cabeza. Haría lo que fuera por salvar a Franco. Aunque se condenara, no iba a permitirse perderlo—. Y no pierdas de vista a Isis, por favor. —Tras esa petición, se marchó junto con el doctor.
Benedetto se quedó con un regusto amargo en la boca. Siempre respetaba todas las decisiones de Franco y sus motivos. Sin embargo, siendo hombres de negocios que debían resolver con la cabeza fría, se convenció de que se había tomado la decisión correcta. Entonces, con eso en mente, hizo la llamada preventiva.
Al terminar, se alarmó al escuchar los lamentos de Vittoria. Se colocó los lentes de sol y se acercó a ella, sin saber si tocarla, abrazarla o llevársela lejos de allí. En ese momento lamentaba el terrible padre que había sido. Le atemorizó imaginar a su hija en la misma situación que Franco. Perderla lo devastaría porque, sobre todas las cosas, ella era su vida. Su única hija. De pronto, su angustia se potencializó.
Por fin, a causa de ese evento inaudito, obtuvo la capacidad de entender que debía dejar fuera de esa vida a su hija. Se había empecinado tanto en que se convirtiera en alguien como él, porque realmente le veía un gran futuro en ese rubro, que se cegó ante el hecho de lo mucho que la había puesto en riesgo. Incluso había ignorado las sugerencias que le hizo Jean Franco en un par de ocasiones.
Se prometió que sería un padre mejor.
Como prueba de su juramento, se sentó a un lado de ella y la envolvió con ambos brazos protectoramente.
Vittoria se dejó consentir por su padre, amando que la abrazara de ese modo. Había sido tan duro con ella en los últimos años, que olvidó lo dulce y tierno que podía llegar a ser. Se permitió llorar en su hombro, esperando que de esa manera el suplicio por el que estaba pasando mitigara un poco. Ese amor que le entregaba su padre debía ser suficiente para que ya no le doliera, pero no llegó a reducirlo ni a la mitad.
—Está bien, cariño —le susurró Benedetto, arrullándola como cuando era una pequeña dulce y desobediente—. Franco es fuerte y obstinado. Tú lo sabes tan bien como yo.
Vittoria sollozó, encogiendo todo el cuerpo contra el costado de su padre. Franco tenía que resistir. Lo amaba. Él sí la quería, aunque no supiera como aceptarlo. ¿Qué haría sin pelear con él y sin ver sus asombrosos e imponentes zafiros?
¿Qué iba a hacer con el resultado de la prueba de orina que le hicieron?
—Papá, estoy embarazada —confesó Vittoria sin previo aviso, presionándose las manos amorosamente en el vientre.
Benedetto se quedó completamente inmóvil.
Ella lloró con engrandecido dolor—. No puede morirse —le rezó a nadie en específico—. Va a ser papá...
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