PRÓLOGO
12 de octubre del 2002.
Bosque Balcánico, al Noroeste de Grecia.
No aprendemos de Shakespeare que el odio entre apellidos termina matando a los más vulnerables, obviando la estupidez adolescente, ni entendemos de Santo Tomás de Aquino que la razón y la fe van de la mano.
Qué podría saber de eso un niño de nueve años, si unos minutos atrás mataron a sus padres a sangre fría frente a él, interrumpiendo su agradable comida familiar. Y unos instantes más tarde, le arrebataron a su hermana Isis, robándole sus risas y alegrías.
Por alguna increíble razón, sabía que, aunque unos hombres encapuchados se la habían llevado, ella seguía con vida. En su corazón lo presentía.
Ese pequeño asustado se hallaba escondido bajo la cama, mientras temblaba y lloraba de miedo, mojando sus pantalones de color café. Rezaba fervientemente que, por algún extraño milagro, su madre le tendiera la mano para ayudarlo a salir de allí, o su padre.
Su aterrada mirada estaba siendo testigo, entre la neblina de las lágrimas y el humo, de cómo el pasillo se teñía de naranja debido al fuego que consumía el interior de la cabaña. Sus pulmones poco a poco se llenaban de tizne, y las llamas seguían creciendo hacia su habitación. ¿Morir de asfixia o consumido por el fuego? Cualquier opción era demasiado perversa para que un niño pereciera.
Franco se sentía demasiado débil y cobarde, puesto que no podía para de llorar. Su mente inocente le gritaba que él debía morir también. Necesitaba alcanzar a sus padres a donde sea que sus almas hubieran viajado, porque no sabía cómo sería su vida sin ellos. No obstante, un insistente pensamiento lo obligaba a mantenerse con vida: Isis. El presentimiento de que estaba con vida y la convicción de que debía rescatarla, se habían arraigado fieramente en su mente.
Aunque sus pulmones estaban por colapsar, el pequeño Casiraghi se arrastró hasta salir de su escondite.
Obligándose a dejar de llorar, de la cama tomó su morral de cuero café y se lo colgó a través del pecho. Con desesperación, buscó a su alrededor, hasta que encontró la navaja suiza que le regaló su papá y el collar de una luna y un sol que había comprado con sus ahorros para regalárselo de cumpleaños a su hermana esa misma noche. Los cogió y los guardó.
Decidido, rompió el cristal del alfeizar usando la silla frente a su escritorio, y con destreza salió por la ventana de aquella habitación que en cuestión de minutos quedaría calcinada. El calor cada vez era más sofocante, ocasionando que su respiración fuese en ascenso errática.
Gracias a Dios, Jean era un gran trepador de árboles. Esa habilidad adquirida en su casi década, lo ayudó a descender desde el segundo piso aferrándose a las maderas de la fachada, hasta que de un salto tocó suelo firme.
La adrenalina en su sistema ke ayudó a tomar camino lejos de la humareda y del fuego incandescente. Corrió a la parte frontal de la cabaña en llamas, y descubrió con horror a todos los hombres que custodiaban el refugio vacacional y sus alrededores, caídos sin vida en el piso- Algunos tenían el cuello roto y otros tenían cuchillos enterrados en la garganta.
Se tragó el vómito que amenazó con salir y siguió avanzando.
Más adelante, la Ranger negra en la que habían viajado a ese bosque de Grecia apareció en su campo de visión. Entonces, pensó que ahí encontraría algo de utilidad.
Al llegar a la camioneta, vio a Carlo, el chofer de la familia, tendido fuera del vehículo. Lo encontró sentado con la cabeza caída hacia adelante, a un costado de la puerta abierta del conductor. En consecuencia, más vómito amenazó la garganta del pequeño, obligándolo en arcadas a doblarse sobre su abdomen.
Unos pocos segundos más tarde, cuando terminó de devolver, se arrodilló frente al chofer. El terror invadió sus facciones al descubrir el uniforme azul marino lleno de manchas oscuras y la camisa blanca teñida de rojo. Eran visibles varias puñaladas en sus brazos y piernas, y había un extenso corte en su garganta que, afortunadamente, no era tan profundo.
Franco lo sacudió con la peligrosa esperanza de no estar solo. Parecía extraño que se ensañaran de esa forma con Carlo. Fue como si supieran que era una parte importante de los Casiraghi, porque todos los demás esbirros no sufrieron tan sádicamente la muerte.
El hombre mayor de tez pálida se sacudió, tosiendo fuera de su boca hilos y gotas de sangre. Levantó con mucha dificultad la cabeza y en su mirada gris de unos cincuenta años se asomó el asombro.
Jean volvió a sentirse débil por las lágrimas surcando sus mejillas.
—Joven Franco. —El chofer tosió las palabras, logrando sonreír—. Siempre supe que era demasiado astuto. —Intentó incorporarse, pero la vida se le seguía escapando y no logró hacerlo.
—Se llevaron a Isis —sollozó Jean, limpiándose con el dorso de las manos las gotas saladas que escocían en su piel—. Papá y mamá están muertos. Tenemos que ir por mi hermana. —Tembló y un extraño hipido salió por su garganta.
—Niño Franco. —El hombre desahuciado, invadido por temblores, escupió más sangre—. Ya no le soy útil. Entorpecería su destino. ¿Recuerda las cabañas que quedan de paso?
Jean asintió. Su cuerpo también se sacudía. —Están al sur —recordó.
—Son cinco kilómetros —exhaló Carlo—. Corra y no se detenga, por favor. Pida ayuda, pero no de mucha información. Escóndase. —Tosió ahogándose con su propia sangre.
—No pienso dejarte, Carlo —lloró Jean Franco, desconsolado. Su padre le enseñó que no se abandonaba a un amigo.
Carlo había servido lealmente a los Casiraghi por más de veinte años; era parte de la familia. Se encarga de llevar a Franco al colegio, lo regresaba a casa al salir, y le contaba extraordinarias historias florentinas mientras se aseguraba de que el pequeño no se hiera daño al trepar árboles. Inclusive, le preparaba malteadas de nuez y vainilla al atardecer, antes de la merienda. Con eso y mucho más, se había ganado el corazón del niño de ojos azules que lo veía en esos momentos con profundo dolor.
—Tienes que irse ahora —aseveró Carlo con voz ronca. Sacó una pistola del interior de su saco, con la culata envuelta en un pañuelo blanco, y se la tendió a su pequeño jefe.
Jean se asustó al ver el arma y sus ojos se abrieron desmesuradamente, incapaz de entender qué estaba ocurriendo con exactitud. Tal vez iba a matarlo...
—Tómela, joven Franco —masculló jadeante el chofer, acercando más el arma a Jean—. Nunca tire del gatillo con el corazón, tire de él con la cabeza. —Tocó con el índice la sien del asustado niño.
Jean Franco cogió la pistola con ambas manos. El material frio y pasado le dio una gran descarga de adrenalina, como si esa arma, en ese preciso momento, se hubiese convertido en una extensión de su cuerpo.
Mientras que el hombre de ojos grises dejó caer su cabeza hacia adelante, las manos del niño vibraron de aceptación.
Franco podía apreciar su piel fundirse con el metal, a la vez que sus bellos y enrojecidos ojos observaban el objeto angular con rabia y admiración. Irrefutablemente, algo dentro de Jean había cambiado, sembrando una semilla peligrosa y oscura en su corazón.
Lleno de miedo, y con una nueva y pequeña sensación de determinación, Franco se levantó. El arma en sus manos le recordó una ocasión en la que Dante, su padre, terminó con la vida de su perro Golden retriever después de que un dóberman lo atacara. El pobre animal no había tenido esperanzas, y no merecía una muerte tan larga y dolorosa.
Las palabras de un padre retumbaron en la mente de un hijo que había quedado huérfano. «Todo depende de tu intención, Jean Franco. Llegará el momento en que tengas en tus manos el alivio a la miseria de un amigo o la victoria frente a tu adversario.»
Danta había sido un excelente padre y espeso, pero, también, uno de los más temidos mafiosos de Europa. Había logrado que Sicilia temblara al escuchar el apellido Casiraghi.
Con ese pensamiento, Jean Franco se colocó frente a Carlo y le apuntó con manos temblorosas, al mismo tiempo que con el índice rozaba el gatillo. Su pequeño cuerpo se sacudió de miedo y desesperanza, consciente de que tenia que disparar.
—Ca... Carlo —lo llamó. Su voz titubeó.
Débilmente, Carlo levantó la cabeza, y su mirada gris se enfrentó con la azul. El respeto y la admiración desbordaron de sus veteranos ojos, mientras que una sonrisa le estiraba los labios.
—Seños Casiraghi. Con obediencia, Carlo le dio un asentimiento a Jean—. Fue un honor trabajar para usted y su familia. O espera un gran imperio —juró, como su hubiese bendecido a Franco. O, tal vez, le lanzó una maldición.
Aquellas palabras alimentaron más la oscuridad creciente del pequeño corazón de Franco. Se esforzaría para levantar de las cenizas el imperio Casiraghi que había caído junto con su padre. Ya no era el joven ni el niño. Justo en ese momento, se convirtió de súbito en el señor.
—También voy a vengarte, amigo —decretó Jean. Aunque el sonido de su voz seguía siendo la de un infante aterrorizado y muriendo de dolor, la convicción de sus palabras se asemejó a la de un hombre maduro.
Franco tiró del gatillo. No se di permiso de cerrar los ojos cuando el disparo tronó en sus oídos. Su deber era mirar a un amigo o aliado a los ojos, como símbolo de respeto por su gran valentía al aceptar una muerte honorable. Su puntería no fue tan precisa, pero alivió el dolor y la agonía de su leal compañero atravesando su cráneo por encima de la ceja derecha.
Esa primera bala que disparó, fue acompañada de la última lágrima que derramó. Bastaron simples segundos para que su alma se quebrantara, su espíritu se corrompiera y su corazón se endureciera.
Si bien, poseía un bello y aniñado rostro, junto con unos preciosos ojos azules como el cielo al mediodía, en sus facciones se grabó la muerte. Y su mirada se vio desprovista de cualquier brillo alegre y travieso, abriéndole paso a un matiz oscuro, letal y calculador.
Una antigua cabaña convirtiéndose en cenizas, el bosque a su alrededor, la madera crujir y el excepcional sonido del fuego arder, fueron testigos de cómo murió el adorable Jean Franco Casiraghi Santoro, y vieron nacer al Demonio de Florencia.
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