PRIMERA PARTE: CAPÍTULO 1
PRIMERA PARTE
EL RESULTADO DE LA SIMBIOSIS ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO SE LLAMA HUMANIDAD
Casi dos décadas después...
La ciudad de Florencia, semillero de las artes en el renacimiento y presumida por su historia y cultura, no veía pasar el tiempo. Las tradiciones de siglos atrás seguían viviendo en sus avenidas, puentes y edificaciones, ignorando que el mundo seguía evolucionando. Parecía no importarle nada. Se empecinaba en portar esa elegancia antigua que la caracterizaba como uno de los lugares icónicos de Italia. Se daba permiso de ignorar lo que ocurría con su población cuando la luna alumbraba el adoquín de sus calles y se filtraba a través de las ventanas de sus importantes museos, palacios e iglesias.
Jean Franco admiró la belleza de esa ciudad al abrir la puerta hacia la terraza de la habitación de hotel que alquiló para esa noche, llevando un vaso de whisky en la mano. La luz de la luna iluminó su cabello negro junto con el discreto mechón que le caía sobre un costado de la frente, regalándole un destello peligroso a sus ojos azules. Orbes que manifestaban más sabiduría y frialdad que los de un hombre de casi treinta años debían mostrar.
Dejó el vaso en la pequeña mesita rustica dispuesta en el balcón y encendió un cigarro. Un par de nubes ocultaron a la luna por unos instantes, ocasionando que su rostro se ensombreciera, creando en él un aspecto perverso. Su mandíbula ligeramente cuadrada, la nariz recta, los pómulos altos y un par de cejas pobladas, crearon unas sombras siniestras sobre su piel clara y bronceada. La tenue cicatriz en el pómulo izquierdo enfatizaba más sus rasgos duros.
Desde el Hotel David, ubicado a espaldas de la Piazza F. Ferruchi, se podía alcanzar a apreciar la cúpula de la Piazza del Duomo. Esa característica de la ciudad le gustaba a Jean Franco en particular. Casi desde cualquier ángulo en Florencia se podía admirar el Duomo, dándole ese toque personal de poderío a la capital.
Mientras dejaba escapar el humo del cigarro con lentitud, se aflojó el nudo de la corbata y se desajustó la camisa de los primeros botones, exponiendo una afilada clavícula. Por fin se permitía respirar con alivio. Amaba los trajes de firma, pero odiaba llevar corbata.
Casi a finales de marzo, el clima en Florencia ascendía unos buenos grados, ocasionando que los días fuesen más húmedos de lo normal y que por las noches se abochornara el ambiente. Franco sufría por ese insano calor, y el whisky en las rocas no parecía refrescarlo.
Se abrió el saco y el chaleco, se quitó los zapatos y volvió a fumar. Quería desprenderse de toda la ropa y quedar únicamente en calzoncillos, pero hubiera sido inadecuado para lo que planeaba hacer esa noche.
«Florencia, pronto serás completamente mía», pensó, con la mirada fija en la cúpula del Duomo. Estaba tan seguro de ello como lo estaba de que encontraría a su hermana, sin importar el precio o las vidas que tuviera que tomar para lograr su cometido.
El timbre de su celular lo arrebató de sus cavilaciones. Arrugó ligeramente el entrecejo cuando leyó el nombre en la pantalla, confirmó la hora y aceptó la llamada.
—¿Qué puede ser tan importante para que interrumpas tu cena familiar de los viernes, Benedetto? —dijo Jean, genuinamente confundido.
Benedetto Di Santis era el presidente del Concejo de ministros de la Toscana y el mejor amigo del difunto padre de Jean Franco.
Franco conocía perfectamente los hábitos de Benedetto, ya que, por muchos años, compartió las cenas de inicio de fin de semana con él y su familia. Por ello, le contrarió que le estuviese llamando en ese momento. Eran las diez de la noche y debían estar por el postre o el champagne.
—Leonardo Conti ganó las elecciones para la alcaldía —respondió el hombre de sesenta años al otro lado de la línea.
—Bien —aceptó Franco sin más.
—Y tú quedaste en segundo.
—Perfecto.
—¿No te entristece haber quedado en segundo lugar? —preguntó Benedetto, empleando un matiz irónico y cómplice a sus palabras.
Eso ocasionó que una de las comisuras de los labios de Jean Franco se curvara en un gesto complacido y sumamente arrogante.
—Ganó honorablemente con sus promesas progresistas. El Parlamento es cursi —comentó Franco simplemente, cogiendo el vaso de whisky de la mesa. De inmediato, entró a la habitación—. ¿Ya está todo listo? —Bebió un poco del líquido ámbar.
—Tu pregunta me ofende, Franco —reprochó Benedetto en tono jocoso—. Ya tengo la cepa que mutó Vittoria. El domingo será el evento para el nombramiento de Leonardo...
—... Y el lunes asistiremos a su funeral —terminó de decir Franco por él, apagando el cigarro en el cenicero ubicado sobre la mesa de noche a un costado de la cama.
Como presidente del Concejo de ministros, uno de los cargos más importantes del poder ejecutivo de La Toscana, Benedetto tenía acceso a toda la información sobre las elecciones de cada una de las provincias; era el jefe de Gobierno. Por consiguiente, poseía más poder del que cualquiera podía imaginar.
Benedetto Di Santis no era un simple hombre de la tercera edad detrás de una gran mesa rodeada de los miembros del concejo de ministro. No. Era un hombre visionario, y, junto con Jean Franco, tenían pensado tomar Florencia. Desde la presidencia del Concejo eso sería muy sencillo.
Él y Dante Casiraghi fueron la alianza más temida entre la mafia siciliana y de La Toscana, antes de que Dante muriera, y también fueron aristócratas respetados y admirados. Desafortunadamente, el clan Di Santis decayó por diez años tras la muerte del jefe Casiraghi. No obstante, cuando Jean Franco tuvo la edad suficiente para presentar de nuevo el apellido de su familia al crimen organizado y a la sociedad por separado, comenzaron a ganar de nuevo poder y escalaron velozmente.
Las cosas estaban saliendo a pedir de boca, sin importar que estuvieran en medio de una revolución sin precedentes. Los rebeldes ganaban poder con sus ideas liberales en contra del gobierno capitalista de Italia, y la mitad del Parlamento estaba en alianza con esta nueva organización. Sin embargo, con Leonardo Conti ganando las elecciones y Jean en segundo lugar, la muerte por causas naturales de este nuevo alcalde de Florencia elevaría a Jean al puesto y no habría ninguna sospecha.
Benedetto tenía en sus manos una cepa mutada que atacaba los pulmones en aproximadamente treinta minutos, inflamándolos gradualmente, hasta ocasionar un paro respiratorio. Nadie sospecharía de un homicidio por intereses si la muerte parecía natural ante el forense. La cepa es abordada por el sistema inmunológico después de quince minutos de haber sido introducida en el sistema respiratorio y muere en menos de media hora sin dejar rastro. Y, para ser contagiado, solo se necesitaba beber una copa de vino infectada. Vittoria Di Santis era extremadamente inteligente y capaz. El virus "V-DF23" podía llegar a hacer historia.
—Para renegar tanto de su sangre, Vittoria lo hace bastante bien —agregó Jean.
—Ya terminará aceptándolo —aseguró Benedetto—. Mi hija no podrá negarse por mucho tiempo a sus genes.
Jean estuvo a punto de replicar, pero un par de golpes en la puerta de la habitación de hotel interrumpieron sus palabras.
—Dame un segundo —pidió Franco.
Se apartó el teléfono de la oreja y abrió la puerta, revelando en el pasillo a la mujer que había estado esperando. Una por la que pagó una buena cantidad de euros para que lo acompañara esa noche.
—Adelante. —Jean se hizo a un lado, dándole espacio para entrar—. No te lo quites —añadió enseguida, cuando la mujer hizo el amago de quitarse el abrigo.
La mujer aceptó haciendo un leve asentimiento y entró a la habitación, inspeccionando sutilmente la estancia. Era la suite, por lo que, probablemente, la chica debió haberse sorprendido. Rara vez los clientes que contrataban a una prostituta usaban ese tipo de cuartos tan lujosos.
Jean le colocó una mano en la espalda y la guio hacia una puerta que conectaba con la habitación contigua. La abrió y la empujó sutilmente a su interior.
—Ponte cómoda. En unos momentos regreso contigo —comentó Franco estudiando minuciosamente el rostro de la dama de compañía. Sí figuraba tener veintiséis años, tal como exigió.
Cerró la puerta y salió de nuevo a la terraza, encendiendo un nuevo cigarro. —Discúlpame —dijo, volviendo a la conversación al teléfono con Benedetto.
—¿Otra, Franco? —inquirió severamente Benedetto, provocando que Jean, por un segundo, se sintiera reprendido por su padre—. Si Koslov lo descubre...
—Ponme en la alcaldía y los rusos van a suplicar besarnos el culo —espetó Franco, inesperadamente molesto con Benedetto. Lo respetaba y apreciaba, pero no le gustaba que cuestionaran o juzgaran sus decisiones.
—Ten cuidado —le pidió el hombre mayor con preocupación.
—Hablamos después...
—Un segundo, hijo. Necesito que hagas algo por mí.
—Dime.
—Me harías un gran favor si sacas mañana a Vittoria de Florencia a primera hora del día y la llevas a Lucca —pidió Benedetto gravemente. Fue una petición que no le dejó mucho espacio de réplica a Jean—. Y quédate con ella hasta el lunes.
—Bien —aceptó Franco, apretando la mandíbula al hablar—. Pero dime para qué.
—La altanería de Vittoria le fascina a la prensa. La quiero fuera de los reflectores y lejos de lo que va a pasar el domingo —expuso Benedetto, casi sonando frustrado.
—Yo que tú, mejor la encerraba en un búnker —sugirió Jean, dándole una larga calada al cigarro—. Que esté lista a las siete de la mañana. Ni un minuto más o yo mismo la encerraré. Buenas noches, Di Santis. —Colgó.
Pensar en que iba a tener que pasar una hora encerrado en un carro con la hija de Benedetto, alteró su estado de ánimo. Ella podía llegar a ser lo suficientemente irritante, como para terminar dejándola a medio camino o amordazarla para que no lo molestara. Había planeado pasar buena parte del sábado alimentando ciertas necesidades fisiológicas, e iba a terminar de niñera de una pelirroja de ojos verdes que le hacía perder la gran paciencia que tenía.
Terminó su cigarro, maquinando algún buen plan para ponerle cinta en la boca a Vittoria sin que ella pudiera impedírselo, y regresó al interior de la habitación.
Vittoria fue desechada de sus pensamientos en cuestión de un segundo. Ahora, tenía algo mucho más importante qué hacer.
Deshizo por completo el nudo de la corbata y abrió la puerta de la habitación contigua. Encontró a la prostituta ya sin abrigo, sentada a la orilla de la cama tomando un vaso de agua. El vestido dorado que apenas le tapaba la parte superior de los muslos se le subió más, exponiendo un pequeño hueco entre sus piernas que dejaba al descubierto el color negro de la lencería.
La prostituta se paró en seguida cuando se percató de la presencia de Franco, y se situó al pie de la cama, cruzando las manos delante de ella.
Una de las cosas fundamentales que aprendió Franco a lo largo de su vida, fue la utilidad que se le podía dar a la habilidad de leer el lenguaje corporal para descubrir a un traidor, un posible aliado o un peligroso enemigo.
Se detuvo en medio de la habitación; la alfombra amortiguó sus pasos descalzos. Entonces, recorrió lentamente a la chica con la mirada, analizando cada movimiento y postura. Necesitaba entenderla para saber si procedería o no a lo que planeó hacer cuando pagó una cantidad absurda de dinero por ella.
Las manos cruzadas delante de ella, consiguiendo que sus brazos cubrieran parte de su escote, mostraban timidez y cierta reticencia, lo cual, le sugirió a Franco, no estaba segura de su cuerpo. La cabeza gacha y los hombros ligeramente caídos eran símbolo de sumisión y no de estar ahí por voluntad propia; él había pedido una prostituta común y corriente, no una fan del BDSM. Y, por último, las femeninas piernas posaban completamente pegadas y rectas. En resumen, esa no era una postura seductora o insinuante.
Pudo haber sido suficiente con esa inspección, pero el lenguaje corporal podía ser educado para transmitir al receptor una idea errónea.
Algo más en lo que se instruyó Jean Franco, fue en la imagen. Las personas se ven obligadas a adoptar el perfil perfecto para cumplir con la función requerida de un oficio, una profesión o una actividad casual. Nadie iría a un despacho de abogados vistiendo ropa deportiva, o asistiría al gimnasio con traje o vestido de coctel.
La mujer portaba el estilo de una dama de compañía, efectivamente. Y su maquillaje era lo suficiente exagerado para dar esa impresión. Sin embargo, su cuerpo menudo sin curvas insinuantes, la opacidad de su cabello y la resequedad de su piel, alertaban de no tener una buena alimentación y de no cuidarse lo indispensable para hacer ese tipo de trabajo. Las prostitutas a las que les gustaba su empleo o lo necesitaban, tenían que cuidar todos esos detalles, sobre todo por la red a la que pertenecían.
De cualquier modo, Franco no podía confiarse del todo con sus deducciones tan prematuras. Debía seguir con su indagación, y la parte que venía era la que menos disfrutaba.
Se puede dar una impresión equivocada con la postura, y la imagen puede ser algo ambiguo. Pero, existe una cosa que no se puede controlar por más que uno trabaje para hacerlo: las reacciones del cuerpo humano.
Se acercó a ella lentamente, intencionado el sonido de sus manos al desabrochar su camisa hasta que dejó descubierto por completo su torso. Las líneas de su abdomen perfectamente bien definidas, y la insinuante V coronando la cinturilla del pantalón, quedaron a la vista de la mujer en el instante que se ubicó frente a ella. Se quitó el saco y lo dejó caer, ocasionando un suave susurro de la tela al golpear la alfombra.
Franco se fijó en que el pecho femenino comenzó a subir y bajar con brusquedad.
Siempre fue consiente de las dos reacciones que provocaba en las mujeres: intimidación o atracción. No había más. Su cuerpo esbelto y bien marcado era una invitación directa a la cama. Y su estatura le daba el último toque que se necesitaba para caer en la tentación.
Se inclinó hacia ella y, con lentitud, deslizó el tirante del vestido, rozando en el proceso la piel expuesta con la yema del dedo, hasta que el delicado hombro quedó desnudo. Le acerco los labios al cuello y los presionó en el pulso. Sus movimientos siempre serian demasiado seductores sin importar la razón o el objetivo.
La mujer tembló, dio un pequeño paso en reversa y se encogió lo suficiente para dar a entender que esa caricia no fue bienvenida. En consecuencia, su respiración golpeó violentamente la oreja de Jean.
Satisfecho con su indagación se apartó, aunque no lo necesario para dejar de intimidarla, acomodándole el tirante de nuevo en su lugar. Le colocó un dedo bajo el mentón y, siendo gentil, le alzó rostro, obligándola a mirarlo a los ojos.
Ella estaba a punto de llorar. Franco especuló que no llevaba más de seis meses en esa mierda.
Seguramente, muchos hubiesen disfrutado hasta el punto de la perversidad con esa situación. Por esa razón Jean estaba en medio de esa habitación de hotel, estudiando los ojos caoba asustados de la chica. Logró percatarse de diminutas pecas del color del café con leche salpicando su piel, de sus labios rosados y delgados, y de cómo la nariz respingada se le dilataba gracias a su respiración errática. Su rostro, pequeño y ovalado, le daba un aspecto inocente y muy tierno. El tráfico de personas nunca discriminaba.
—¿Hablas italiano? —le preguntó Franco amablemente.
—Sí, señor —respondió automáticamente la chica, revelando un acento portugués. Estaban entrenadas para no hablar hasta que el cliente lo ordenara.
—¿Tienes familia?
—No.
—¿Te gusta tu trabajo? —inquirió Franco. Sin querer, el tono de su voz se engrosó, pero no por excitación.
—No —sollozó ella y se tapó la cara con ambas manos. Sus jefes la reprenderían por su comportamiento. Los clientes solían quejarse de las novatas como ella.
—Tranquila. —Franco la tomó con delicadeza de las muñecas y le apartó las manos del rostro. —Ordenaré para ti algo de cenar. Date un baño mientras llega tu comida y duerme. Es lo que quiero hagas por ahora, ¿de acuerdo? —demandó amablemente. Por veinticuatro horas tenía que hacer lo que él deseara.
La mujer asintió decaída. Probablemente era uno de esos tipos que disfrutaban el juego de la expectación y tomaba a su presa cuando menos lo esperaba.
Jean salió del cuarto, cerró la puerta a sus espaldas y pidió en recepción la cena de la mujer, quitándose en el proceso el estorboso chaleco. Momentos más tarde hizo la llamada obligatoria, parándose bajo el umbral de la puerta del balcón.
Dos tonos después contestaron.
—Espero que lo que tengas que decirme sea importante. Tengo a una chica esposada e impaciente en mi cama —dijo la voz masculina, entretenida y agitada que atendió la llamada.
—Giulio, tengo otra —exhibió Franco fríamente.
—Mierda. ¿Ya es el día? —dijo sorprendido el mejor amigo y mano derecha de Jean Franco. Un par de maldiciones, golpes, susurros y el sonido de una puerta más tarde, volvió a hablar—. ¿Ya estás completamente seguro?
—Sí —contestó llanamente Franco, acariciando el filo del vaso con el labio inferior.
—¿Nacionalidad? —interrogó Giulio adoptando un tono de voz más serio. El chico jovial y excitado que había respondido segundos atrás quedó rápidamente enterrado.
—Francia.
—Odio que elijas Francia, Rusia o Alemania. ¿Sabes lo complicado que es aprender esos idiomas en seis meses? —En un segundo resucitó el chico vivaz.
—Si lo que le vas a ofrecer mañana le interesa, no tendrá problema en aprender —lo reprendió Franco, sonando un tanto aliviado. La jovialidad y descaro de su amigo le gustaba. Era un respiro de aire fresco. Asimismo, cuando Giulio tenía que hacer su trabajo, se comprometía al cien por ciento—. Y de paso no te haría daño aprender algo de francés a ti.
—No. Gracias. El de la mente prodigiosa aquí eres tú —rebatió—. ¿Nombre? —Así de versátil como era Giulio, volvió a adoptar su personalidad profesional.
—Tú elígelo —respondió Franco y bebió un trago de su licor.
—Bien. ¿Casa franca? —prosiguió Giulio.
—Prato.
—¿En dónde la voy a recoger?
—Hotel David.
—Hijo de puta —gruñó Giulio—. No debes hacer esto en Florencia.
—No podía salir de aquí durante las elecciones —aseveró Franco, dejando el vaso sobre la mesita del balcón. Se sentó en una de las sillas a juego con la mueblería, y cruzó las piernas recargando un tobillo en la rodilla. El viento cálido golpeó agradablemente su torso desnudo. Cerrando los ojos, se permitió disfrutar la sensación reconfortante.
—Pudiste haber esperado a que terminaran.
—No —contestó tajante Casiraghi.
—Bien. Tú sabes lo que haces y cómo lo haces —aceptó con resignación el mejor amigo de Jean.
—Qué bueno que lo entiendas —apuntilló Jean Franco, clavando la vista en el cielo estrellado de Florencia. —¿El dispositivo de rastreo de la de hace un mes? —Obligó a Giulio retomar el motivo de la llamada. Requería con urgencia acabar con eso y dormir.
—Detrás de la oreja derecha. Hace un año que no cambian la ubicación —respondió Giulio, denotando nerviosismo—. Franco, si los rusos saben lo que estás haciendo nos va a caer la mierda encima.
—Relájate —dijo Jean, impasible—. Asegúrate de quitarle el dispositivo antes de llevártela y revisa que no le hayan implantado más. Tengo todo bajo control. —Su confianza rozó la soberbia.
—Estaré ahí a las cinco de la mañana —confirmó Giulio.
—Gracias.
—Si sabes que esto siempre tiene un precio, ¿verdad?
—¿Dos o tres? —preguntó Franco, resignándose a que su amigo jamás cambiaría.
—Dos —respondió Giulio.
—Dentro de una semana —advirtió Jean Franco.
—¿Tengo opción? —dijo un desanimado Giulio.
—No —respondió Franco y colgó.
Antes de dejar el teléfono celular sobre la mesa frente a él, descubrió un mensaje en la bandeja de entrada el cual leyó instantáneamente.
Graciella: ¿Estás libre esta noche?
Graciella era una mujer de clase media y nacionalidad española que viajó a Italia buscando mejor suerte que en su país, y terminó trabajando en un hotel como gerente. Jean Franco la conoció por casualidad en un restaurante, una noche en que ambos habían recurrido a la melancolía de su soledad, y terminaron desnudos y enredados en una cama de hotel. Eso ocurrió dos años atrás. Desde entonces, empezaron a tener encuentros casuales. Ella lo buscaba, y él atendía la demanda de su cuerpo por un poco de liberación sexual.
Esa noche los astros jugaron a su favor al mandarle a Graciella. Sabía que el día de mañana iba a ser duro y que, después de su nombramiento, las cosas se pondrían más turbias. Apenas si tendría tiempo de satisfacer una de las necesidades básicas del ser humano.
Curiosamente, él jamás tenía la necesidad de buscar a una mujer para un poco de actividades extracurriculares. Le llegaban, y aprovechaba la ocasión, siempre y cuando cumplieran con sus estándares que eran bastante exigentes.
Franco: Hotel David. Máximo dos horas.
Graciella: Estaré en media.
Media horas después, Jean Franco entrenó sus proezas sexuales y, de paso, alimentó su estado de ánimo y su paciencia por noventa minutos. Vittoria seguramente le complicaría la existencia durante el fin de semana completo, sobre todo porque era una bruja provocativa, engreída y fastidiosamente atractiva. Un dolor de muelas y de algo más...
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