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EPÍLOGO

12 de agosto del 2033.

Colinas Bellosguardo, Florencia, Italia.

Las historias jamás se repetirán de la misma manera ni una sola vez. Por otro lado, el destino, tan ambiguo como exacto, está fuera de nuestras manos. No importa si es una teoría sobrenatural o la evasión de un error por nuestro libre albedrió, en ocasiones va a elegirte y no existe modo para huir de él.

Por qué le interesaría el destino a un niño de nueve años, si unos minutos atrás mataron a su padre y a su tía a sangre fría frente él, interrumpiendo su agradable desayuno familiar. Y, unos instantes más tarde, perdió de vista a su compañero de travesuras.

El pequeño asustado se hallaba escondido bajo la cama, mientras temblaba y lloraba de miedo, mojando sus pantalones de color negro. Rezaba fervientemente que, por algún extraño milagro, su padre le tendiera la mano para ayudarlo a salir de ahí.

Su aterrada mirada estaba siendo testigo, entre la neblina de las lágrimas y el humo, de cómo el pasillo se teñía de naranja debido al fuego que consumía el interior de so ostentosa residencia. Sus pulmones poco a poco se llenaban de tizne, y las llamas seguían creciendo hacia su habitación. ¿Morir de asfixia o ser consumido por el fuego? Cualquier opción era demasiado perversa para que un niño pereciera.

Franco se sentía demasiado débil y cobarde, puesto que no podía parar de llorar. Su mente inocente le gritaba que él debía morir también. Necesitaba alcanzar a su padre y a su tía a donde fuese que sus almas hubieran viajado, porque no sabía cómo sería su vida sin ellos.

No obstante, un insistente pensamiento lo obligaba a mantenerse con vida: su hermano. Lo había perdido en el trayecto que corrieron del comedor a las escaleras y, aunque creyó que no tardaría en encontrarse con él, nunca lo alcanzó en el dormitorio.

El pequeño Casiraghi se arrastró hasta salir de su escondite, pese a que sus pulmones estaban por colapsar.

Obligándose a dejar de llorar, de la cama tomó su morral de cuero negro y se lo colgó a través del pecho. En él siempre guardaba la navaja que le regaló su padre y la foto de su asombrosamente hermosa y cruel madre, quien lo había abandonado cuando nació.

Decidido, rompió el cristal del alfeizar usando la silla frente a su escritorio, y con destreza salió por la ventana de aquella habitación que en cuestión de minutos quedaría calcinada. El calor era cada vez más sofocante, logrando que la respiración del niño ojiazul fuese en ascenso errática. Gracias a Dios, Franco era un gran trepador de árboles. Esa habilidad adquirida en su casi década lo ayudó a descender desde el segundo piso, aferrándose a la enredadera de la fachada hasta que de un salto tocó suelo firme.

Una de las ventanas de la planta baja explotó en ese instante, ocasionando que miles de esquirlas de cristal salieran disparadas por todos lados. Se agachó y se cubrió con los brazos, pero un pequeño trozo de vidrio alcanzó a abrirle con profundidad la piel del pómulo izquierdo, y un hilo de sangre comenzó a brotar.

La adrenalina en su sistema le ayudó a levantarse y tomar camino lejos del fuego incandescente. Corrió a la parte frontal de la villa en llamas y allí descubrió a todos los hombres que la custodiaban caídos y sin vida. Algunos tenían el cuello roto y otros tenían cuchillos enterrados en la garganta. Se tragó el vómito que amenazó con salir y que revolvió su estómago, y siguió avanzando.

Más adelante, la Cadillac Escalade negra en la que siempre viajaban él y su familia apareció en su campo de visión. Entonces pensó que ahí encontraría algo de utilidad.

Al llegar a la camioneta vio a Lorenzo tirado fuera del vehículo. Lo encontró sentado con la cabeza caída hacia adelante a un costado de la puerta del conductor abierta. En consecuencia, más vómito amenazó su garganta, obligándolo en arcadas a doblarse por el abdomen.

Unos pocos segundos más tarde, cuando terminó de devolver, se arrodilló frente a Lorenzo. El terror invadió sus facciones al descubrir la perforación de una bala que tenía el guardia y amigo de la familia en el pecho. Rápidamente lo sacudió, con la peligrosa esperanza de no estar solo. Si todos estaban muertos... ¿Qué iba a hacer él?

Lorenzo se sacudió ligeramente y tosió a la vez que abría los ojos con lentitud y gran esfuerzo. Poco a poco intentó adaptar la vista a la luz de la mañana y procuró que su mente entendiera lo que estaba ocurriendo.

Franco volvió a sentirse débil por las lágrimas surcando sus mejillas.

—Franco —dijo Lorenzo cuando su desorbitada mirada logró enfocarlo. Solo le bastó un segundo más para recordar lo sucedido minutos atrás. Su piel perdió todo rastro de color y se abrió el sacó y la camisa bruscamente, revelando el chaleco antibalas que amortiguó la bala que le habían proyectado en el pecho—. ¿Estás bien? —Lo tomó de los brazos, analizando su aspecto.

—Sí, pero mataron a papá y a mi tía —sollozó Franco, limpiándose con el dorso de las manos las gotas saladas que escocían en la profunda laceración de su pómulo—. Papá está muerto y no sé dónde está mi hermano. —Tembló, y un extraño hipido se le escapó.

Lorenzo recibió la noticia como si le hubiesen clavado una daga en el corazón. Se levantó abruptamente y miró hacia el área del jardín, descubriendo con rabia e impotencia a muchos de sus compañeros caídos. Pudo distinguir a Claudio, Vito y Darío entre ellos. Gran parte de la vieja guardia, y algunos otros después añadidos, yacían sin vida frente a su incrédula mirada.

El sonido de una explosión capturó su atención y en seguida miró en esa dirección. La Villa Casiraghi se consumía en llamas rápida y aterradoramente.

—¿Estás seguro que Franco e... e I... Isis murieron? —Lorenzo tuvo dificultad para pronunciar el nombre de Isis, porque le dolió en la lengua, en la garganta y en todo el cuerpo. Se acuclilló frente a Franco y lo tomó con mucha gentileza de la cara, siendo cuidadoso al limpiarle un poco de sangre de la herida en representación de una disculpa por su antipatía. No era una pregunta que debería hacerle a un niño, y mucho menos en esas circunstancias, pero si aún podía hacer algo, necesitaba saber a ciencia cierta.

—Sí —contestó Franco—. Les dispararon en la cabeza. —Aunque seguía llorando, una emoción oscura surcó a través de su mirada por un fugaz segundo.

—Muy bien, amigo. —Lorenzo se puso de pie, dándole una rápida mirada a la villa—. Escóndete en la casa del árbol y yo buscaré a tu hermano.

—No. Yo debo ir contigo —aseguró Franco sin pizca de duda en sus palabras

En otras circunstancias, Lorenzo se hubiese reído de la exigencia del niño. Sin espacio para la duda, era el mismo tono que había estado empleando Jean Franco Casiraghi desde que lo conoció.

—Amigo, por favor...

—Yo debo ir contigo.

Carajo, no era momento para tener una discusión con ese pequeño demonio.

A punto de acceder a la demanda de Franco, Lorenzo escuchó a su costado izquierdo el sonido de algunas ramas crujir, provenientes del bosque que los rodeaba. Desenfundó su pistola y apuntó en esa dirección, aventando a Franco detrás de la puerta abierta como protección para que no alcanzaran a verlo.

Bajó el arma y dejó caer los hombros al ver que eran Fabio y un niño de ojos color miel quienes salían corriendo de entre los árboles.

A Lorenzo se le debilitaron las rodillas, casi al punto de desvanecerse, cuando vio a ese otro pequeño a salvo. Si bien, tenía una extraordinaria afinidad con el hijo de Jean Franco debido a sus personalidades similares, con Giulio existía una relación distinta, estrecha por asuntos personales.

El niño de ojos miel tomó más velocidad cuando notó a Lorenzo, al mismo tiempo que su llanto engrandecía. Simultáneamente, Lorenzo se acuclilló y así lo recibió en un abrazo vigoroso, protegiéndolo por completo con ambos brazos.

—Mi mami... el tío Jean —lloró el pequeño, aferrándose a la parte trasera de la camisa de Lorenzo.

—Lo siento, compañero —musitó Lorenzo devastado.

—Lo encontré en el jardín de Isis —dijo Fabio agitado, deteniéndose frente a Lorenzo—. Nadie más... No hay nadie.... No pude... No encontré a su hijo.

—Está conmigo —reveló Lorenzo, encontrando su mirada con la de Fabio desde su reducida altura.

—Bendito Dios—. Fabio se encorvó y descansó las manos en las rodillas para recuperar el aliento. No había visto dónde estaba Franco, pero fue un alivio saber que estaba vivo, o, al menos, eso le sugirió la confirmación de Lorenzo.

Fabio adoraba a Giulio, era un extraordinario y alegre niño, pero Franco se había convertido en su debilidad desde que llegó a su vida. Fue extraño, pero conectaron de inmediato. Nunca se casó ni tuvo hijos, por tanto, veía en el pequeño ojiazul al hijo que le hubiese encantado tener. Por esa razón lo mimó al extremo contra las órdenes de Jean Franco, y, en consecuencia, cuando aprendió a hablar, fue al primero que llamó tío.

Los dos hombres mayores mantuvieron una conversación exprés no verbal a través de sus orbes desconcertados, mientras que Franco se asomó por detrás de la puerta, revelándose con desconfianza.

Fabio logró verlo, y casi se desmaya.

El pequeño Casiraghi le dio una mueca triste a Fabio, delatando que no sabía qué hacer, con el labio inferior temblándole. Se negaba a llorar a todo pulmón.

Fabio, por su parte, le dio una sonrisa a Franco, procurando transmitirle calma y resistiéndose a sus impulsos de abrazarlo. Si lo abrazaba, iba a incomodarlo. El contacto físico no era una cualidad que tuviese el niño.

Y así sucedió que Franco y Giulio lograron verse. Giulio se olvidó de Lorenzo en cuestión de un nanosegundo, y ambos corrieron, se encontraron a mitad de camino y se abrazaron con ímpetu.

Franco enseguida recordó que estaba enfadado con Giulio y lo empujó.

—Te dije que me siguieras y no me hiciste caso —le reprochó Franco a Giulio, echándose a llorar sigilosamente—. ¿Por qué no me hiciste caso? Soy mayor que tú. —Volvió a empujarlo.

—¡Solo por dos meses! —vociferó Giulio, también empujando a Franco.

—Prometimos que siempre estaríamos juntos —le recordó Franco, apretando sus pequeñas manos en puños a los costados. Sus ojos se llenaron de furia a la vez que seguían brotando lágrimas sigilosas de ellos. Y de nuevo lo empujó—. ¡Los hermanos siempre están juntos!

Bien, Giulio siempre fue la excepción con eso del contacto físico, incluso para golpearse. Lo hacían a menudo, y una hora después de cada tipo de enfrentamiento parecía que no había pasado nada entre ellos.

—De acuerdo, después se pelean —anunció Lorenzo apresurado—. Tenemos que salir de aquí. —Cargó a Franco y lo subió a la parte trasera de la camioneta.

Fabio hizo lo mismo con Giulio, deslizando a Franco hacia el lado izquierdo, y cerró la puerta con fuerza. Entonces, miró hacia la villa en llamas, esperando que algunos de los suyos estuviesen corriendo en su dirección. Desafortunadamente, no vio a nadie. Sus compañeros de toda la vida, el hombre que le dio un propósito para vivir, y la mujer a la que nunca dejó de querer, no estaban.

—Fabio —lo llamó Lorenzo, conteniendo todas las emociones que lo abordaban. Aunque era un hombre duro, sus ojos estaban llenos de lágrimas no derramadas—. Vámonos.

Fabio le dio un golpe con el puño al cristal blindado de la camioneta y maldijo entre dientes. Rodeó el vehículo y se montó en el asiento delantero de copiloto, simultaneo a Lorenzo situándose detrás del volante.

Lorenzo encendió la camioneta y arrancó con prisa, chirriando las llantas. Una nube de humo se formó a su paso, dejando una estela triste de despedida a toda una vida de hermandad y poder.

—Rusos hijos de puta—maldijo Fabio con un gruñido, quitándose el auricular y el micrófono. Los aventó al tablero de la camioneta y dejó caer la espalda contra el asiento con brusquedad. Al siguiente segundo, un camino de humedad desde la comisura de sus ojos hasta la mandíbula le removieron un poco del tizne que le manchaba ligeramente la cara.

—Matvey murió en prisión —comentó Lorenzo, concentrando en el camino de terracería que tenía que atravesar.

—Fue su hijo —argumentó Fabio con la vista al frente como un buen copiloto—. Seguramente volvió a escapar o lo planeó desde el interior.

—Debimos verlo venir —dijo Lorenzo, aferrándose con fuerza al volante.

El silencio que le siguió a esa conversación los envolvió tétricamente, dándoles la oportunidad de procesar todo lo ocurrido. La guerra entre los rusos y los Casiraghi no terminó con la muerte de Giulio, claramente. Y, al parecer, jamás terminaría.

Mientras tanto, en la parte trasera de la camioneta, los pequeños Franco y Giulio seguían llorando la muerte de su familia. Ambos veían a través de sus respectivas ventanas desconsolados y extraviados.

Hasta que, de pronto, Franco advirtió una mano con la palma hacia arriba por su periferia izquierda. Giró la cabeza y puso más atención, descubriendo una moneda de euro sobre esa palma sucia y temblorosa.

—No te seguí porque tenía que ir por ella —confesó Giulio. Sorbió por la nariz y se la limpió con el dorso de la otra mano. Su adorable rostro quedó manchado por las lágrimas mezcladas con la suciedad en su piel.

Franco se quedó muy quieto con la vista fija en la moneda, asombrado y también más afligido. Un instante más tarde metió la mano al bolsillo del pantalón y sacó una moneda idéntica a la de Giulio. La dejó sobre su palma y se la mostró.

—Siempre la dejas en cualquier lado —le reprochó Franco, levantando la mirada hacia él—. Eres descuidado.

—Y tú siempre la llevas a todos lados —se defendió Giulio, muy ofendido, arrugando la frente—. Eres bobo.

—No soy bobo —rebatió Franco—. A ti te gusta pelear conmigo.

—Es divertido... —Giulio sonrió tristemente, rogándole en silencio a Franco que ya no siguiera. Le dolía tan solo respirar, y Franco era lo único que le quedaba. No quería que estuviesen enojados.

Franco se limpió la cara para apartarse las tontas lágrimas de su piel, aunque no sirvió de nada. Seguía brotando esa humedad en contra de su voluntad.

—Ya no estamos peleados —decretó Franco, procurando darle también un gesto dulce y amable. Sin embargo, no lo consiguió. Comenzaba a sentir una sensación rígida que corría con velocidad a través de su torrente sanguíneo.

—Por ahora. —Giulio guardó de regreso la moneda, y de ese mismo sitió sacó una foto doblada y arrugada. La extendió con cuidado y se le quedó mirando entre sollozos e hipidos incontrolables. Era una imagen de sus padres, en la cual, se apreciaba a Giulio e Isis sonriendo para la cámara en la terraza de un restaurante. De fondo se veía el Duomo de la catedral de Santa María del Fiore y el color ocaso del atardecer.

Por lo menos ahora sus papás estarían juntos y en el cielo. Pero no podía alcanzarlos aún, porque tenía que quedarse a cuidar a Franco.

Por su parte, Franco se quedó con la moneda en la mano, la envolvió con fuerza en su palma y se sumergió en algunos pensamientos turbios que empezaban a abordar su debilitada e inocente mente.

Entre tanto, Lorenzo recorrió el último tramo de terracería, hasta que los neumáticos pisaron el asfalto de la Via Piana con rumbo a Prato.

Medio kilómetro más adelante, se orilló sobre una vereda de graba y detuvo el auto. Todo había pasado tan rápido, que necesitaba tiempo y espacio para acomodarlo y darle sentido. Existía una parte de él que se negaba a aceptar la verdad. Nunca imaginó que las cosas terminarían de ese modo. Un gran tramo de su corazón se había quedado atrás en la villa, y no iba a poder recuperarlo nunca.

Cuando Benedetto murió y Lorenzo se unió al imperio Casiraghi, fue como si una nueva vida hubiese comenzado para él. Había sido un excelente inicio... Franco y él conectaron un poco más, aunque nunca, ninguno de los dos, dejaron que el recuerdo de Giulio se desvaneciera. En realidad, su relación fue agradable y comprometida, pero nunca se alcanzó ni se intentó la complicidad que existió entre Marchetti y Casiraghi.

Francamente, ningún ser humano sobre la tierra tendría la fortuna de vivir una hermandad tan profunda como la que tuvieron ellos.

De acuerdo, tal vez sí, y esas personitas se encontraban en la parte detrás de la camioneta.

De todos modos, no fue solo la relación que Lorenzo tuvo con el Demonio lo que mejoró su vida. Una melena rubia y los zafiros más preciosos...

Aunque Lorenzo apagó el motor, no dejó de sujetar el volante. Así podía seguir mirando la alianza de matrimonio que llevaba en la mano izquierda. Una argolla que iba a recordarle por el resto de sus días lo feliz que fue en los últimos años.

—Lo lamento —dijo Fabio notando el enfoque de la mirada de Lorenzo.

—En una semana era nuestro cuarto aniversario —dijo Lorenzo roncamente, girando con el pulgar la alianza en su dedo. Le quemaba...

—Deberíamos volver para asegurarnos...

—No —interrumpió Lorenzo, siendo demasiado tajante—. No tiene caso. Ellos preferirían que pusiéramos a sus hijos a salvo. —De repente, un cumulo de agua brotó de sus ojos, y fue incapaz de controlarla. El dolor que le envolvía las entrañas estaba siendo muy difícil de soportar. Hubiera querido controlarse hasta poder estar a solas con su miseria, pero necesitaba desbordarse para continuar. Si quería poner a los niños a salvo requería pensar con claridad, y la imagen de su hermosa esposa no le estaba poniendo fácil la tarea.

Fabio respetó el dolor de su compañero y amigo, quedándose en silencio. Él también tenía deseos de llorar a todo pulmón, pero hubiera sido impropio llorar la muerte de la mujer que amaba en frente de su esposo. Qué hilarante situación en un momento tan devastador.

—Sé que nunca dejaste de amarla —dijo inadvertidamente Lorenzo, rompiendo los segundos de silencio. Aún conservaba lágrimas en las mejillas y una expresión de dolor que podía matar de pena.

Fabio fue tomado totalmente desprevenido. Se tensó y volteó a verlo, desorientado. La sonrisa casi divertida que le obsequió Lorenzo lo relajó un poco.

—La verdad es que jamás entendí porque nunca se fijó en mí —dijo Fabio, un tanto irritado.

—Porque eres rubio.

—Pero tú no tienes tatuajes... —Fabio guardó silencio demasiado tarde.

Lorenzo dejó caer la cabeza entre los hombros, aparentemente rendido. Cerró los ojos, liberó las ultimas lagrimas por el momento y negó.

—Sé que nunca me amó como a él, pero me amó —susurró Lorenzo. Tragó saliva y regresó la cabeza a su sitio—. Nunca te pedí disculpas, ya sabes... por quedarme con la chica.

—Excelente contraataque.

Ambos colisionaron sus miradas con gran intensidad, comprendiendo lo que significaba quedarse con la chica. La chica la volvía a tener Giulio, y ya no existiría nada que los pudiera separar.

El teléfono de Fabio sonó interrumpiendo ese lapso melodramático y un tanto retorcido. Lo sacó de inmediato y Lorenzo, como buen curioso, se asomó en la pantalla para averiguar de quien se trataba.

—Ya te dije que Alessia Cavalcanti no me da buena espina —amonestó Lorenzo.

—¿Por qué crees que salgo con ella? —rebatió Fabio—. Además de que es muy buena en la cama. —Aventó el teléfono en el tablero de la camioneta, desinteresado en responderle—. La toma de la presidencia de Jean Franco iba a ser mañana. Todo se fue a la mierda. Deberíamos escondernos por un tiempo en la villa abandonada. —Si cambió de tema, fue porque Alessia en realidad no le interesaba en lo absoluto. Su corazón siempre estaría ocupado por su dama de la mafia Casiraghi.

—La Villa Di Santis le pertenece al niño —objetó Lorenzo, distante—. Sería riesgoso estar ahí.

—¿Entonces qué hacemos? —Fabio volteó a ver a los niños, descubriendo a Giulio durmiendo mientras abrazaba una fotografía, y a Franco con la mirada fija en una moneda que tenía en las manos. Como le dolió verlos de esa manera. Habían sido unos niños tan felices...

—Nos refugiaremos en Palermo —respondió Lorenzo, autoritario. Tenía que tomar el mando.

Aunque Vito ocupó el lugar de Giulio solo administrativamente como se debía, Lorenzo había quedado en medio de esa posición sin que les hubiese pesado a los demás. Todos habían tenido un lugar importante dentro de la cúpula Casiraghi y ahora se sentía con la obligación de llevar las riendas de la situación

­—Tengo una casa ahí —añadió.

—¿Por qué tienes una casa en Sicilia? ¿Serás traidor? —inquirió Fabio, suspicaz.

—¿Y tú idiota? Mi tatarabuelo fue siciliano, joder —mencionó Lorenzo, exasperado —. Pero eso que te importa. Mantendremos a los niños en bajo perfil por algún tiempo. —Encendió la camioneta con un determinante propósito por delante.

—¿Y después qué? —dijo Fabio, sonando un poco emocionado.

—Después nos desharemos de las telarañas del foso y reduciremos el índice de huérfanos de las calles de Florencia. —Lorenzo dio marcha al vehículo y a gran velocidad volvió a integrarse en la avenida asfaltada—. ¿Qué dices?

—Definitivamente sí —respondió Fabio, eufórico. Le dio un golpe entusiasmado con el puño al tablero y bajó el vidrió de la ventana.

El dolor por sus pérdidas jamás se extinguiría, pero el show debía continuar y ambos lo sabían.

Mientras tanto, en la parte trasera de la camioneta, un pequeño y nuevo huérfano de ojos azules también intentaba comprender que la vida seguía, aunque hubiese perdido a más de la mitad de su familia.

En tanto observaba la moneda en sus manos, recordó el día que su padre se las obsequió a él y a Giulio un par de años atrás. Les había dicho que la familia siempre sería lo más importante cuando se las entregó, e hizo énfasis en mencionarles que no importaba lo que tuvieran que hacer para mantenerla a salvo.

La vida qué imaginaba ahora sin su papá se le mostró triste y muy oscura.

Jean Franco había sido un extraordinario padre, el mejor de todos. Sin importar su trabajo, que le ocupaba a veces demasiado tiempo, siempre estuvo con él, con ellos... Nunca hizo distinción alguna entre su hijo y el hijo de su mejor amigo.

A ambos les enseñó a hablar varios idiomas; aunque Giulio siempre se resistió. Los había instruido en la cultura del arte musical con las melodías clásicas más hermosas que existían; pero Giulio siempre prefirió canciones grotescas que provocaban dolor de cabeza. También solía acompañarlos cuando trepaban árboles, les hacía videollamadas cuando tenía que trabajar fuera de la ciudad, los llevó a viajar por muchas partes del mundo y les construyó un castillo de oro. Asimismo, fue estricto a la hora de la educación. Les exigía notas excelentes, los inscribió en variadas actividades extra curriculares y los acompañaba a hacer sus tareas en cada oportunidad que se le daba. Además, no les permitía salir a jugar a las calles como los demás niños del colegio lo hacían, sin dar ninguna explicación pese a que se las exigían.

A pesar de que Jean Franco siempre se encaminó por el rumbo del poder, nunca dejó de priorizar a su familia... Y ahora, ya no estaba.

Y tampoco Isis, la tía que se convirtió en madre de dos hermosos niños que le ayudaron a sobrellevar los recuerdos amargos de su pasado. Lo amó desmesuradamente, como si también hubiese sido su hijo. Lo defendió muchas veces del mal humor de su papá y le compró gatos en contra de las órdenes de su hermano.

Sobre Vittoria se fundó una historia con pocas opciones para dudar. Había sido tan despiadada con el pequeño Franco por haberlo abandonado cuando nació, p

Habían constituido una hermosa y muy extraña familia que muchos no entendían y que otros tantos criticaban.

Jean Franco actuó como un padre para el pequeño Giulio, pero siempre se le enseñó que su verdadero papá era Giulio Marchetti y que no debía dejar de pensar en él como el hombre que le dio la vida y el mejor ser humano que lo hubiera amado incondicionalmente. Le contaron infinidad de historias sobre él, con la esperanza de poder darle a Giulio el lugar que merecía entre la familia, y lo lograron. Por eso, aunque Lorenzo era su padrastro y Jean Franco su segundo papá y el tío Jean, su progenitor era su ejemplo a seguir.

La situación del hijo del demonio había sido un poco más complicada.

Jean Franco se había empeñado en no hablarle de Vittoria a su hijo, pero, como Isis era un poco más bondadosa, intercedió. En realidad, fue la culpa la que se interpuso entre los deseos de su hermano, y por ello insistió en que su sobrino debía saber sobre su madre. Cabría resaltar, que esa culpa la sentía hacia el pequeño Franco, nunca por Vittoria. Jean Franco accedió a regañadientes después de varias discusiones, y desde entonces le permitió llevar esa foto a su primogénito, no sin antes haberle contado que su madre lo abandonó.

Conservando su atención en la moneda entre sus manos, el hijo del Demonio de Florencia adquirió una nueva perspectiva. Le habían arrebatado a su amorosa familia, hiriéndolo profunda y eternamente, y tenía que hacer algo en consecuencia.

El reflejó de algo metálico debajo de sus pies capturó su atención como un acto de magia del destino. Se agachó y cogió un objeto angular, revelando así que era una pistola. El material frío y pesado le dio una gran descarga de adrenalina, como si esa arma, en ese preciso momento, se hubiese convertido en una extensión de su cuerpo. Podía apreciar su piel fundirse con el metal, a la vez que sus bellos y enrojecidos ojos azules la observaban con rabia y admiración.

Irrefutablemente, algo dentro de Franco estaba cambiando, sembrando una semilla peligrosa y oscura en su corazón.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Giulio, adormilado. Qué oportuno era al despertar en ese preciso momento—. Yo también quiero una.

Franco levantó la mirada y sin querer se encontró con Fabio observándolo intensamente por el retrovisor. Una última lágrima se le escapó y de inmediato se guardó la pistola dentro del cinturón.

Fue más que suficiente la pérdida de su familia para que su alma se quebrantara, su espíritu se corrompiera y su corazón se endureciera.

Si bien, poseía un bello y aniñado rostro, junto con unos preciosos ojos azules como el cielo al mediodía, en sus facciones se grabó la muerte. Y su mirada se vio desprovista de cualquier brillo alegre y travieso, abriéndole paso a un matiz oscuro, letal y calculador.

El silencio de Franco fue la respuesta a la ingenua inquisición de Giulio.

Y así, Lorenzo, Fabio, Giulio y una solitaria avenida fueron testigos de cómo murió el adorable Franco Casiraghi Di Santis, y vieron nacer al nuevo Demonio de Florencia.

¡PRECAUCIÓN, ITALIANOS! EL CRIMEN ORGANIZADO NUNCA DESCANSA, ÚNICAMENTE CAMBIA EL HOMBRE DETRÁS DE LA MAFIA.

FIN

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