CAPÍTULO 8
Posterior a lo que, probablemente, debió haber sido el mejor orgasmo de sus vidas, a causa de la tensión acumulada por años, no hubo nada más. Ni una caricia o un beso fugaz, ni siquiera una pregunta de cortesía. El frío los envolvió después de que el calor que consumió sus cuerpos los traicionara. Lo único que se logró escuchar, bajo la armoniosa sinfonía instrumental desconocida, fueron las palabras de Vittoria.
«No dejes que mi papá me case con Paolo» había dicho ella, mientras Franco se retiraba de su interior, quizá anhelando volver a entrar.
Él regresó al salón, donde la celebración parecía estar subiendo de nivel, sin dejar de acomodar el moño de su smoking. Imaginaba que en algún momento cualquier invitado lo vería y adivinaría que acababa de tener sexo adolescente en el baño con Vittoria Di Santis.
No fue mucho el tiempo que pasó encerrado con ella, pero al ver a toda esa gente animada, le pareció que habían transcurrido horas. No se sentía a gusto en su propia piel. El aroma de Vittoria perforaba sus fosas nasales con insistencia, ya que se había impregnado con fuerza en su ropa y en su cuerpo, como si deseara quedarse ahí para siempre.
Muchas veces imaginó infinidad de escenas parecidas a lo que ocurrió unos minutos atrás, pero jamás creyó que alguna vez sucedería. ¿En qué diablos estaba pensando? ¿Sería que él quería borrar los recuerdos de Paolo y Giulio, y dejar solo los suyos? No lo sabía. Lo único que tenía, era la certeza de que no volvería a suceder. No la tomaría nunca más, o volvería a sentir ese extraño calor que se arraigó en el centro de su pecho mientras la poseía. Fue un calor que dolió y que no debía haber aparecido jamás. Una sensación que no le correspondía experimentar, mucho menos por la mujer a la que se había dedicado a repugnar por años y que, además, era la hija de su protector.
Su marcha fue lenta mientras se acercaba a la muchedumbre, deseando nunca alcanzarla. Por eso agradeció ver a Giulio caminando en su dirección.
Ambos detuvieron sus pasos cuando se encontraron frente a frente.
—¿Cómo está Vittoria? —le preguntó Giulio a Franco, con el ceño medianamente fruncido. Él también se había dado cuenta del estado emocional de la pelirroja. Pudo deducir enseguida, al igual que Franco, que ella no estaba al tanto de los planes de Benedetto.
—¿Qué te hace pensar que fui con ella? —inquirió Franco, insistiendo en el moño rodeando su cuello.
—No me dejaste mucho espacio de duda... —Los ojos de Giulio se estrecharon, enfocándose en una mancha roja que encontró en la barbilla de Franco. Raspó el pulgar justo en ese punto, y analizó el material carmín que había dejado marca sobre su dedo. Lentamente, una sonrisa socarrona le estiró la boca—. Tantos años de conocerte y apenas descubro que te gusta el maquillaje. Y, además, no sabes dónde va —se jactó negando con fingida compasión.
Franco se lamentó en silencio no haber verificado mejor su rostro en el espejo antes de salir del baño. La urgencia por escapar de ese asfixiante lugar fue más grande que su prudencia.
—Yo acabo de descubrir que no entiendo por qué te tengo como mi segundo —se quejó Franco. Sacó el pañuelo blanco que llevaba en el pantalón y se limpió la barbilla, decepcionado de sí mismo al ver que, efectivamente, tenía labial.
—Te besaste con ella —añadió rápidamente Giulio. Se le ocurrieron un centenar de comentarios sarcásticos para burlarse de él, pero se le olvidó cada uno de ellos en el instante que advirtió la presencia de Vittoria a unos pocos metros de distancia detrás de Franco. La encontró con el cabello desordenado, los labios hinchados e irritados, y sin labial.
Ambos se sostuvieron la mirada, comunicándose en silencio.
Sin previo aviso, una lágrima sigilosa, cargada de rabia e impotencia, corrió lenta por la mejilla de Vittoria. Esa gota salada fue la representación de lo decepcionada que se sentía de sí misma por haber pisoteado su dignidad en ese sanitario para damas. Se había jurado que con Jean Franco nunca. Inmediatamente levantó la barbilla, presumiendo aún la cantidad de orgullo que le quedaba, y se marchó.
A Giulio le bastó solo un segundo para comprender lo que había ocurrido. Lo angustió verla así.
Ya se habían dado la oportunidad de hablar sobre lo que pasó en el hotel de Lucca, y ambos quedaron satisfechos con el resultado al asegurarse que eso no debía arruinar su amistad. Los dos gozaban del sexo y, ese encuentro casual, sin importar el desenlace que tuvo, lo habían disfrutado. Eran adultos conscientes y responsables, no unos adolescentes emocionales.
El corazón de Vittoria no corría ningún peligro con Giulio, porque ella no sentía nada más que cariño fraternal por él. Por otro lado, en manos de Franco, las posibilidades de un corazón roto eran grandes. No existía diferencia entre el daño que podía hacerse por odio o por amor. Coexistían como dos sentimientos tan distintos, pero igual de poderosos. La cuestión era, cuál predominaba. Se mirara por donde se mirara, no parecía avecinarse nada bueno.
—Te acostaste con ella —se aventuró a decir Giulio, asombrado y, tal vez, un poco perturbado. Eso fue un giro inesperado. Lo molestó por tanto tiempo con ese asunto que se había convencido que jamás pasaría.
—En teoría —exhibió Franco, introduciendo el pañuelo con restos de labial en el portapañuelos del saco de Giulio. Ya descubierto el lobo...—. Puedes conservarlo.
—La quieres —intentó adivinar Giulio, inoportunamente emocionado.
—No tengo tiempo para ambigüedades —declaró Franco, impasible, sacando su caja de cigarros.
—La quieres y estás cagado de miedo.
Como Franco ya no conservaba cigarros, regresó la caja a su sitio.
—¿Qué mierda quieres, Giulio? Si deseas saber si puedes volver a joder con ella...
—Quiero que aceptes que la quieres —interrumpió Giulio—. Tal vez así dejes de verte como si siempre tuvieras un palo en el culo.
¿La quería? De nuevo esa insignificante pregunta volvía a hacer eco en la mente de Franco, consiguiendo que olvidara el inadecuado tono que se estaba empleando con un capo. Ambos sabían, sin embargo, que ese no era un asunto de negocios ni la planeación de una operación. Franco y Giulio solo estaban siendo dos hombres con un lazo de amistad inquebrantable.
Jean se preguntó si esa sensación que advirtió en el pecho, cálida y vertiginosa, mientras estaba con Vittoria, sería amor o algo parecido. No se entretuvo en buscar una respuesta. Metió la mano al bolsillo que protegía la cadena de Isis, y la envolvió en su palma. Esa era la respuesta exclusiva que tenía. Una certeza que le quemaba al rojo vivo y que dolía, como la soledad cuando todos se van. Era lo único que tenía merecido sentir, y se lo recordaba constantemente.
—Tú, de entre todos, eres quien debería entenderlo mejor. —Franco fijó la vista en una pareja que charlaba a unos buenos metros de distancia de ellos—. No quiero ni puedo sentir nada mientras no sepa dónde está mi hermana, cómo está o qué mierda puedan estar haciendo con ella. —Tragó saliva y giró la cabeza hacia Giulio, enfrentando sus miradas—. No quiero tener algo que Isis no tenga. Y cuando la tenga de regreso conmigo, no habrá lugar para nada más.
Giulio lo entendía. Honestamente, siempre lo comprendió sin la necesidad de una explicación, pero no impidió que le afligiera escucharlo. Y no solo le afligía, le hería. No era justo que el hombre que le dio una familia, sin comprenderlo del todo, tuviera que sufrir ese infierno que él mismo creó.
—No fue tu culpa, Franco —manifestó Giulio con solemnidad. Podía ser el sujeto más imprudente en muchas ocasiones, mas no olvidaba que había situaciones en que se necesitaba un oído amigo y no una boca burlona—. Eras un niño, joder.
Franco se burló de sí mismo, al recordarse corriendo escaleras arriba mientras se llevaban a Isis. Ni siquiera había regresado cuando ella comenzó a gritar su nombre llorando con desesperación. Solamente se detuvo un momento para mirar hacia atrás y descubrir que, mientras ya casi la tenían fuera de la cabaña que empezaba a incendiarse, alguien iba tras de él. Entonces corrió y se escondió como un maldito cobarde.
Sí, fue su culpa. Había decepcionado a sus padres, y sobre todo a su luna.
La mano la cerró con más fuerza entorno a la cadena. Las afiladas puntas, que representaban los rayos del sol, laceraron su piel.
—¿Alguna vez has visto que los rayos del sol dejen de iluminar a la luna? —cuestionó Franco, aunque no pareció ser una pregunta para la que necesitara respuesta. Durante esos instantes dejó de lucir como el hombre imponente y desalmado que la mayoría del tiempo era. Ante los ojos de Giulio, dolorosamente, se reveló el pequeño Jean.
Esa no era la primera vez que Giulio presenciaba como Jean Franco se trasformaba por completo. Él era la única persona a la que le permitía ver esa parte. Ni siquiera Benedetto había tenido el honor de verlo de ese modo, ni cuando Franco realmente era solo un niño. Ese era su modo silencioso para pedirle ayuda, sin dejarse en evidencia y perder todo lo demás que lo caracterizaba. Y, también, fue la manera, tan inconsciente como venenosa, de mandarlo a la mierda por haber sacado el tema de Vittoria.
A Giulio no le valieron los tatuajes que lo hacían lucir rudo, ni el que a diario se pasara la máquina para afeitar por los costados de su cabellera. Tampoco importó que tuviera más músculos que sentido común. Experimentó ganas de llorar como una princesa. Igualmente, no era una pena que le correspondía lamentar; no le pertenecía. Se tragó el nudo en la garganta y cuadró los hombros.
—Si no puedes dejar de culparte, al menos intenta perdonarte —le pidió a Franco. Tuvo que apretar las manos en puño para no sucumbir a los deseos de abrazarlo. No iba a arriesgarse a perder su puesto.
La fragilidad expuesta, a través de los ojos de Franco, desapareció en una demostración del mejor acto de magia de la historia. El azul de sus ojos volvió a lucir como un duro y frío zafiro, y su expresión se afiló. Lo hizo con una facilidad que dio miedo. Aparentó haber sido devorado por un ente oscuro que dejó al mando a un hombre sin espíritu. Inclusive, dejó de mostrar que estuvo pensando en Isis apenas unos segundos atrás.
—Quiero informes de la operación con los franceses en cinco minutos. Y si quieres puedes volver a revolcarte con Di Santis —expresó Franco sin emoción alguna—. Esta vez asegúrate de que no sea mi nombre el que grite. —Con esa última declaración, que extinguió ese atisbo de sensación virtuosa que le provocó esa insolente pelirroja, se marchó.
Entre tanto, Giulio se quedó de pie, observando a su nuevamente jefe marchándose. Durante ese periodo, en el que el capo Casiraghi se fue perdiendo entre los invitados, la certidumbre lo abordó con saña.
Comprendió, con inmensa tristeza, que rescatar a su hermana era la única manera que Franco tenía para ponerse a salvo de sí mismo. Su pena se convertía gradualmente en algo más siniestro. Cuanto más tiempo tardaran en recuperar a Isis, más partes de su alma se desvanecerían. Lentamente o de súbito, pero sin duda, "El Demonio de Florencia" podría dejar de ser un seudónimo, con una alta probabilidad de convertirse en una atemorizante realidad.
La oficina de Benedetto Di Santis era la estancia más pequeña de toda la Villa. Poseía una austeridad impropia de un jefe de Gobierno y hombre de la mafia.
Franco respetaba esa mínima inclinación hacia lo modesto, porque también la tenía.
Era una idea un tanto perversa. Él podía tener una Villa tan grande como la de los Di Santis, o incluso reconstruir las ruinas de la suya, pero nunca le interesó. Prefería su pequeño pero ostentoso ático, sin jardines que podar o una fuente a la cual acudir en episodios de introspección. Para sujetos como ellos, existían sucesos que se quedaban en sus memorias, y requerían de un lugar tranquilo y apartado en donde podían ser subyugados al convertirse en esa clase de demonios que trastornan hasta al ser más siniestro.
Ese hecho explicaba por qué Benedetto solo le permitía entrar a una cantidad limitada de personas a su cueva. Un sitio decorado con sillones de cuero beige, un escritorio de diseño posterior a la época medieval y tres grandiosas sillas del mismo estilo flanqueando el escritorio. Del mismo modo se podían apreciar las estanterías repletas de libros, unas cortinas de las telas más costosas y una alfombra de color café. El sótano de interrogatorios parecía más lujoso que el sitio en donde Benedetto pasaba la mayoría de su tiempo.
Franco era una de esas pocas personas que tenían autorización de estar ahí. Por ende, cuando dejó la fiesta, incapaz de volver a estar entre tanta gente repulsiva, se encerró en ese lugar. Necesitaba hablar con su protector urgentemente; no le importaría esperarlo hasta el amanecer. Y, solo en ese sitio, iba a poder estar lejos de imprudencias o recuerdos. Crónicas candentes y excitantes. Episodios que serían difíciles de olvidar. No obstante, si se ponía el empeño suficiente, se alcanzaba el objetivo.
Consiguió su propósito al repasar una y otra vez la historia detrás de lo ocurrido en la isla de Grecia, protagonizada por Dante Casiraghi y Matvey Koslov, que se le reveló cuando cumplió la mayoría de edad.
Benedetto intentó guardarle esos eventos tanto como pudo, pero Jean siempre fue demasiado obstinado, y le insistió por años con el único propósito de encontrar a su hermana. Entonces, Benedetto no tuvo más remedio que contarle.
Francesco Casiraghi y Giuseppe Di Santis fundaron la alianza Casiraghi-Di Santis. Fueron parte de las familias más destacadas de aquella época. Cuando descubrieron el lado oscuro del poder, no dudaron en usarlo a su favor, utilizando como arma secreta su gran amistad. Pronto, Giuseppe logró ser jefe de Gobierno y Francesco presidente del Senado. Y, entre tanto, tuvieron la fortuna de ver entre la opulencia y la mafia como se convertían en hombres sus hijos: Dante Casiraghi, Benedetto Di Santis y Liandro Di Santis.
Como un legado, siguieron honrando la unión de esos poderosos apellidos. Benedetto y Dante se hermanaron, como sus progenitores, y se unieron al clan. Juntos, llevaron mucho más cerca de la cima ese imperio. Con sus padres a cargo de los puestos más importantes en el gobierno, tuvieron acceso a casi cualquier lugar dentro de las organizaciones políticas, y no les fue tan complicado manipular esa área en sincronía con la mafia. Eran cuatro cabezas prodigiosas y ambiciosas en un entorno que se basaba en el interés aristocrático. Pan comido.
Con los años, Giuseppe y Francesco fallecieron, y Dante y Benedetto se quedaron a cargo. Elevaron su emporio estrepitosamente hasta el punto de ensombrecer a una de las capitales de la mafia: Sicilia.
Desafortunadamente, su ambición alimentó insanamente su soberbia, sobre todo la de Dante. No se conformó con tener gran parte de territorio italiano; quería más. Y aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron. Benedetto, por otra parte, se obligó a ser más precavido, aunque nunca se negó a seguir disfrutando de su poder.
Una de las circunstancias de las que se valió Dante, fue de la fuerza que estaba tomando la venta de órganos y la trata de personas. En contra de los consejos de su amigo, hizo tratos con el nuevo líder de una banda rusa dedicada, principalmente, al tráfico de personas, y, como segunda actividad, la distribución de drogas. Su nombre, Matvey Koslov.
Dante negoció entregarle veinte recién nacidos y diez niñas al mes, sin importar nacionalidad, a cambio de una ganancia del cuarenta por ciento. Para Koslov, fue una buena prebenda. No había llegado a tocar ese territorio, y eso lo catapultó como la organización más fuerte y peligrosa de la prostitución y el mercado negro de órganos en todo el norte de Europa. Dante también comenzó a comprarle estupefacientes al mayoreo, extendiendo su territorio de distribución dentro de Italia. Esto sucedió en el tiempo que nació Jean Franco.
De esta manera, Benedetto y Dante aumentaron su poderío en menos de dos años. Por lo tanto, Benedetto tuvo que aceptar que tal vez su amigo no se había equivocado. Di Santis se postuló a la candidatura para miembro del Senado y Casiraghi lo hizo para la alcaldía. Una época en la que llegó al mundo Vittoria Di Santis.
Para cuando Isis Casiraghi iluminó con su nacimiento la vida de Franco, su padre todavía no había sido electo como alcalde, y eso consiguió frustrarlo. Más cuando Benedetto ya estaba dentro del senado. Sin un lugar dentro del gobierno, la única manera que Dante tenía de seguir aumentando su poder era a través de su segunda vida. De ahí que hizo negocios en Albania, la capital de Europa en la producción de drogas.
Este país llevaba una buena temporada en reyertas territoriales con Montenegro, Kosovo, Bulgaria y Macedonia, dificultando el traslado de mercancía por vía terrestre y aérea. Por ello, empezó a perder en gran cantidad mercadería y clientes, llevando a su principal productor, Merkush Mustafá, en declive. Un narcotraficante que, casualmente, era el principal proveedor de los Koslov.
Dante, al tanto de la situación, le ofreció a Merkush un trato por vía marítima. Benedetto y Dante poseían gran parte del territorio de Emilia-Romaña, una región colindante de La Toscana, ubicada sobre el Mar Adriático. Por ese beneficio, Casiraghi le propuso a Mustafá recibir su mercancía en los puertos de la provincia de Ferrara que estaban bajo su dominio, y trasladarla a sus países consumidores, con la condición de abandonar el proveerle sustancias en grandes cuantías a Koslov, dejándolo como su cliente principal.
Esa fue una bendición para Mustafá. Un negocio que no dudó en aceptar. En retrospectiva, había perdido muchas ganancias al mantener sus actividades comerciales con los rusos, y le favorecía que la guerra territorial con los países colindantes de Albania fuera de conocimiento público. Así, se evitaría la fatiga de tener un desacuerdo con Matvey por reducirle la cantidad de producto.
Dante Casiraghi manipuló todo a la perfección. Siguió consumiéndole a Koslov, pero en poca suma, argumentando que la guerra territorial estaba cerca de llegar a Italia. Situación que fue cierta, hasta que él mismo lo arregló con ese trato, pero que definitivamente Koslov no sabía. Y, para no alertarlo, conservó su alianza en el tráfico de personas.
Todo trascendió con una fluidez impresionante. Pocos años después, eligieron a Dante como alcalde.
Entonces, El Gran Imperio Casiraghi cayó unos días antes de que Dante tomara la Alcaldía.
El resto de la historia fue una conclusión a la que llegó Benedetto, gracias a Franco.
Algunos días después de que Jean comenzara a vivir con los Di Santis, le contó lo que ocurrió en Grecia. Le informó que los hombres que irrumpieron en esa cabaña hablaban en ruso. Además, con total convicción, le confesó que el apellido Koslov había sido nombrado en varias ocasiones mientras terminaban con sus padres y se llevaban a Isis con vida.
Lo único que pudo especular Benedetto, al tanto de las decisiones de Dante, fue que Koslov descubrió la sucia jugada que le hizo al desmantelar su negocio con Mustafá. En consecuencia, los rusos cobraron esa gran pérdida acabando con todo lo que construyó, incluso su familia, quedándose en posesión de Isis para ingresarla a la red de prostitución o quizá de venta de órganos.
Franco siempre viviría, engañándose o no, en la certidumbre de la prostitución. Algo que ya por sí solo era demasiado siniestro.
A Benedetto le preocupó que Jean siguiera en peligro. Por esa razón, mantuvieron en secreto todo lo que Franco escuchó ese trágico día. ¿Quién iba a imaginar que un niño de nueve años entendería a la perfección un idioma tan imperativo como lo era el ruso? Desde entonces, Franco vivió con la misma protección que cualquier integrante de esa familia, esperando que, si Koslov se enteraba de su sobrevivencia, actuaría para remediarlo.
Benedetto hizo que sus hombres le dieran clases de defensa personal a Franco, lo ejercitó física y mentalmente, y lo convirtió en un experto en armas desde niño. Si era el único superviviente Casiraghi, entonces su obligación era portar el apellido con supremacía, como lo había hecho su gran amigo finado.
Durante horas, Franco se contó esa historia, sentado en el sillón individual de cuero beige que formaba parte de la mueblería de la oficina de Benedetto. Acabó con los cigarros de la nueva cajetilla que consiguió, e hizo a un lado el ron. No necesitaba nublar su razón. Lo que requería con urgencia, era encontrar el mínimo dato que pudiera implicar a los Cavalcanti con todo ese evento en tiempos de Francesco o en tiempos de Dante. Pero, no importaba cuantas veces la repitiera en su cabeza, jamás encontraba nada, ni siquiera un dato por casualidad o de sugerencia. Ni Piero, el padre de Paolo, o algún antecesor Cavalcanti, parecían haberse involucrado con los Di Santis ni los Casiraghi en el pasado. Por consecuente, si Paolo tenía información, eran datos que había adquirido recientemente. ¿De quién?
Franco levantó la mirada hacia la puerta. Esta se había abierto, revelando a Benedetto con el moño del smoking volteado, el saco y el chaleco desabrochados, y sus gafas de sol inclinadas cómicamente.
—Hijo. —Benedetto se sorprendió al descubrir a Franco en su oficina—. ¿Qué haces aquí? Parece que no disfrutaste de la fiesta —dijo, aplicando la suficiente sátira para burlarse amistosamente de Franco. En seguida entró arrastrando los pies.
—¿Qué tan ebrio estás? —inquirió Franco con la mirada afilada, estudiando a su protector. Entendió perfecto su comentario. Benedetto tenía razón. No disfrutó la fiesta, sobre todo después de que anunciara las futuras nupcias de Vittoria.
—Nunca se termina lo suficientemente ebrio en una celebración como esta. —Benedetto se aventó con poco cuidado al sofá perpendicular al de Franco, y dejó caer la cabeza hacia atrás—. ¿Quieres algo?
—Quiero que me cuentas otra vez lo que pasó con mi padre y Koslov —demandó Franco, encendiendo el último cigarro que le quedaba para esa noche.
Benedetto se quejó, se quitó los lentes de sol y se apretó el puente de la nariz. Entrando en ese camino, nunca existía forma de disuadir a Franco para que olvidara el tema. Sin importar la ocasión, insistía hasta que lograba su cometido.
De todos modos, nada perdía con intentar convencerlo de que no era momento.
—¿Otra vez, Franco? —Benedetto se incorporó, ignorando el modo en que su alrededor comenzó a dar vueltas, y recargó los codos en las rodillas—. Podrías ser considerado conmigo y esperar a mañana, después de que supere el horrible dolor de cabeza que voy a tener.
—No —aseveró—. Quiero que me lo cuentes ahora.
Los ojos de Benedetto se estrecharon sobre Franco, evidenciando una clara advertencia por el modo que empleó para exigirle cualquier cosa. No era algo que lo enfadara viniendo de él. Sencillamente, le sorprendía el grado autodestructivo que poseía el joven que conoció el día que nació.
—Desde niño has tenido esa singular capacidad para convertir un berrinche en una amenaza —exhibió Benedetto, entre la fascinación y el escepticismo.
—Por favor —añadió Franco, con cierto tinte irónico.
Benedetto se restregó la cara con ambas manos, en una clara señal de frustración, y se levantó del sofá. Si iba a pasar más tiempo despierto, entonces tendría que mantener su estado etílico. Se sirvió un trago de whisky frente a su pequeña cava ubicada junto al escritorio, y se lo bebió en menos de un segundo. Al instante se valió de un poco más de alcohol, esta vez con el doble de contenido, y regresó a ocupar su pasado sitio junto a Franco.
—Francesco Casiraghi y Giuseppe Di Santis fundaron la alianza Casiraghi-Di Santis...
Y así, Benedetto relató de nuevo aquella historia sobre un padre ambicioso, a un hijo que escuchaba atento como si se le estuviera contando una leyenda o un cuento para dormir antes de que las luces se apagaran. Una novela lúgubre, escrita con sangre. Historias que la mayoría de los niños nacidos en ese mundo tenían que escuchar, en lugar de un mundo fantástico lleno de héroes, princesas, gigantes y nobles caballos.
Que irónico sentido del humor tenía la vida. Aquellos que soñaban con un banquete lleno de caviar y langosta, niños que deseaban el carro a control remoto más costoso o una mansión con piscina, no sabían que eran inmensamente ricos al poder vivir por un momento en un mundo de ensueño. Entre tanto, los niños y hombres que poseían todos esos bienes materiales y podían limpiarse el trasero con sus billetes, no sabían de arcoíris ni de besos del verdadero amor. Había quienes se negaban a escuchar a sus padres contarles cursis historia sobre una varita mágica o colas de sirena. Y existían otros que suplicaban en silencio que sus padres estuvieran vivos para que les relataran esas historias llenas de purpurina y colores, besaran sus frentes y los arroparan para dormir.
A Benedetto a veces le parecía ver a Franco como un pequeño de nueve o diez años, aunque el mismo Franco creyera que lo ocultaba con excelencia.
Franco poseía una fragilidad que nadie lograba ver, excepto Giulio, y en secreto Benedetto. Por eso se ocultaba en su personalidad impasible y dura. Tuvo que encerrar bajo llave al Franco que quedó huérfano sin darle oportunidad de crecer. Era un niño jugando con un ejército de soldados, comprando el mejor carro deportivo y volando con una capa de superhéroe rota en busca de la damisela en peligro. No obstante, su área de juego era un entorno oscuro, en donde, por lo regular, no existía un final feliz.
—Y ahora que tú has empezado esto— dijo Benedetto, al terminar la historia Casiraghi—, voy a recordarte de nuevo que creo que estás cometiendo el mismo error que cometió tu padre. Tener negocios con Koslov, y encima robarle a sus damas, me parece incluso más estúpido que lo que hizo tu padre.
Benedetto respetó y siguió con el negocio que había iniciado Dante con Mustafá hasta que Franco tuvo la capacidad de hacerse cargo de esa alianza, pero nunca hizo ningún acuerdo más con el clan ruso. No obstante, el heredero Casiraghi sí se aventuró y se asoció con Matvey Koslov, tras asegurarse que no haría nada en su contra.
Era una jugada peligrosa, pero una de las maneras más factibles que encontró Franco para hallar a su hermana. De igual modo, a esas alturas, a los rusos no les convenía tener a Franco como enemigo, así que ya no les temía. En dado caso que Matvey buscara terminar con lo que empezó, tenía a varios hombres infiltrados en su organización, y, si algo le pasaba en manos de los rusos, tenían estrictas ordenes confidenciales para contraatacar. Lo habría hecho desde muchos años atrás, de no ser porque aún no encontraba a su hermana.
—¿En ningún momento tuvieron cualquier trato, relación o contacto con los Cavalcanti? —inquirió Franco, ignorando el consejo de Benedetto.
Di Santis frunció el ceño. Esa fue una pregunta inesperada. Era la primera vez que Franco los nombraba respecto a ese tema.
—No que yo estuviera al tanto —contestó Benedetto, confundido—. No creo que tu padre se haya rebajado así. Nunca tuvieron el suficiente poder para que nos interesara alguna especie de alianza. ¿Por qué?
—Uno de los insurgentes que recuperamos tras el ataque a la villa no era precisamente un rebelde —confesó Franco—. ¿Tienes un cigarro?
—¿A qué te refieres? —preguntó Benedetto, sin entender por completo. Sacó un cigarro sin filtro y se lo entregó a Franco.
—Era un hombre de Paolo y sabía sobre Isis —reveló Franco, encendiendo el cigarro. Odiaba los cigarros sin filtro porque el tabaco le quedaba en la punta de la lengua, pero no podía dejar de fumar. Su sistema nervioso requería de ese efecto placebo.
Las cejas de Benedetto se alzaron con evidente sorpresa. Se recompuso en cuestión de segundos y se recargó contra el respaldo del sofá, meditando la nueva información. Buscó en su memoria algún dato que pudiera relacionar a los Cavalcanti con ellos, pero no había nada. Hasta que Piero enfermó, y Paolo se puso al frente, el apellido Cavalcanti se mezcló en la mafia.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le reprochó Benedetto.
—Acaba de ocurrir hace unas horas —rebatió Franco—. Como convertiste tu cumpleaños en un show circense al anunciar el compromiso de tu hija, verás que no tuve oportunidad.
Benedetto sonrió, como si se hubiese contado un gracioso chiste.
—Entonces debemos pensar que los Cavalcanti están involucrados —meditó Benedetto, poniéndose de pie—. Ven. Quiero mostrarte algo. —Comenzó a caminar hacia su escritorio.
—Es posible que él tenga a Isis —sugirió Franco fríamente. Enseguida obedeció a Benedetto, poniéndose de pie.
—Si es así, entonces vamos a tener que ir con cuidado —aseguró Benedetto, colocándose detrás de su escritorio.
Con ironía, Franco pensó en lo hipócrita que sonó Benedetto.
—¿Cómo lo sabrían? —Se ofuscó más Franco, llegando al escritorio unos segundos después que Benedetto—. Quizá tuvieron negocios con Matvey y ustedes nunca se dieron cuenta.
—O no los tenían antes, pero ahora sí —caviló Benedetto, abriendo el primer cajón del escritorio. Allí, se entretuvo unos segundos buscando en el interior.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Por qué o para qué me revelaría o daría indicios? —exigió saber Franco, como si Benedetto tuviera todas las respuestas—. Está jugando conmigo.
—Un arma de fuego o un plan de ataque no es la única manera de debilitar al enemigo —dijo Benedetto, por fin encontrando lo que buscaba. Sacó del cajón un sobre blanco y lo deslizó hacia Franco por la superficie del escritorio—. A veces hay que poner a prueba su estabilidad mental, recalcar sus inseguridades y aprovechar un momento vulnerable para atacar. Pero eso ya lo sabes, Franco. No me decepciones.
Franco observó a Benedetto con suspicacia, y después enfocó su atención en el sobre que le ofreció.
—¿Qué es esto? —Franco cogió el sobre. Al abrirlo, sacó de su interior un cuarto de hoja de opalina con letras grabadas en color dorado.
¿Qué demonios? Era una invitación para boda. En concreto, era la invitación para las nupcias de Vittoria. El nombre de la pelirroja estaba escrito a la derecha del lugar; sin embargo, el sitio dispuesto para el nombre del novio aparecía vacío.
—¿Ni siquiera dejarás que Vittoria elija el diseño de las invitaciones? —preguntó Franco, sombríamente. De pronto, experimentó un ramalazo de ansiedad que creció en el centro de su vientre.
—Primero dejaré que tú escojas el nombre del novio —anunció Benedetto, en un tono de voz que asomó una satisfacción inentendible.
—No te estoy entendiendo. —Franco devolvió la invitación al interior del sobre y lo deslizó del mismo modo que Benedetto, regresándoselo—. Acabas de anunciar su futuro compromiso con Paolo enfrente de toda esa gente. No lo consultaste conmigo y sabes perfectamente que unirlo con tu apellido le daría un poder que a mí no me conviene.
—Nunca dije el nombre del prometido, hijo —recalcó Benedetto misteriosamente.
—Pero es evidente que... —Franco enmudeció abruptamente. Sus cejas se juntaron con confusión, mientras estudiaba el sobre que aún no guardaba Benedetto. Un segundo después, sus ojos azules se llenaron de entendimiento. De súbito, levantó la vista hacia Benedetto—. ¿Qué estás insinuando?
—El Parlamento extendió el periodo a cuatro meses para elegir al nuevo alcalde —empezó a explicar Benedetto, provocando que Franco se ofuscara más de lo que ya estaba—. Abrieron una investigación en tu contra por el homicidio de Conti.
—Me estás jodiendo —exhaló Franco, sentándose en el sillón frente al escritorio—. ¿Cuándo pasó? ¿Por qué?
—Esta mañana. —Benedetto volvió a deslizar el sobre en dirección a Franco—. Con o sin infiltrados rebeldes, el Parlamento es celoso de su reputación. No van a poner a un asesino o sospechoso de asesinato en la alcaldía.
—¿Y Paolo? —inquirió Franco secamente.
—También está en proceso —respondió Benedetto—. Y si se casa con mi Vittoria, ganará una ventaja ante los miembros. Es una alianza que ven conveniente. El apellido Di Santis ha sido implacable por generaciones, y si el jefe de Gobierno confía en un hombre, hasta el punto de dejar a su hija en sus manos, entonces se moverá la balanza a su favor.
—El apellido Casiraghi también ha sido implacable por generaciones —aseveró Franco, poniéndose de pie bruscamente—. ¿Sabiendo todo esto, la prometiste con ese imbécil? ¿A qué estás jugando?
—Ahora tu apellido está un poco en duda, y yo soy el único que puede limpiarlo por el momento —explicó Benedetto con calma, dándole un par de golpecitos con el índice al sobre frente a Franco—. Aparte de Paolo, ¿qué otro nombre pondrías tú?
Franco lo entendió por completo. Pese a que, en el mundo entero se manejaba de diversas formas el estatus de la aristocracia, el objetivo siempre sería el mismo. Reyes y reinas buscaban sangre azul para conservar su poder. Duques, Vizcondes, Condes, toda clase de títulos nobiliarios tenían como propósito conservar su honorabilidad y respeto ante la sociedad. Y, la mejor forma para lograrlo, era emparentando dos familias destacadas y dignas para así engrandecer sus poderíos por medio de apellidos y proezas.
Cavalcanti y Di Santis adquirirían cierto poder al mezclarse. Casiraghi y Di Santis sería trascendental. Desde épocas antiguas, esos apellidos estuvieron en la parte más alta de la distinción italiana. Unirlos sería un suceso épico.
—No deseo casarme con Vittoria —aseguró Franco, con total convicción. Maldición. Sus planes con Alessia Cavalcanti ni siquiera había empezado a ejecutarlos y ya se le complicaban—. Debiste haber consultado esto conmigo y no exponer a Paolo como tu futuro yerno. Ahora tiene la ventaja. Pudimos haber encontrado otra forma.
—¿Qué piensas que podríamos hacer? ¿Un acto altruista con la iglesia? ¿Recoger perritos de la calle? —Benedetto fue impropiamente irónico.
—Me estás acorralando, Di Santis —murmuró Franco entre dientes.
—Por supuesto —confirmó Benedetto—, pero porque tú mismo te pusiste en esta situación. En el momento que decidiste sin consultarme que mi hija tendría que enredarse con ese imbécil de Cavalcanti, le diste la puta ventaja. El simple hecho de verlos confraternizar le dio a Paolo poder ante el Parlamento. No lo viste venir, Jean Franco. ¿Y todo lo que te enseñé de estar siempre un paso adelante? Vittoria es ese paso adelante y tú lo retrocediste. No pensaste en que ese maldito puesto que, supuestamente, yo podría ofrecerle por estar con Vittoria para que abandonara la candidatura a la alcaldía, solo lo implicaba con mi apellido.
—¿Cómo íbamos a saber que me iban a someter a investigación? —cuestionó Franco, duramente.
—¡Un paso adelante, carajo! —Benedetto golpeó el escritorio con el puño—. Estás distraído, hijo. Pierdes el enfoque. ¿Y sabes por qué? Por tu puta confusión disfrazada de enemistad que tienes con mi hija. Prefieres ponerla como carnada a usarla a tu maldito favor.
—Tú complicaste las cosas al anunciar su compromiso —lo acusó Franco, señalándolo descortésmente con el dedo.
—Decide, Franco —pidió Benedetto, dejando una pluma encima de la invitación—. Paolo o tú.
Infiernos. Benedetto tenía razón y había manipulado todo para que Franco no tuviera otra opción, más que casarse con Vittoria Di Santis. Ya no había otra manera. Si no se casaba con ella, dejaría a Paolo por encima ya que se les había visto públicamente relacionados. Aunque no se unieran en matrimonio, ella y Cavalcanti, tendría ese antecedente a su favor.
Curiosamente, Franco no pudo evitar el admirarse de Benedetto por más que estuviera enfadado con él.
Dado que, Di Santis odiaba a los Cavalcanti, no lo habría hecho de ese modo si al menos hubiese dudado un segundo de la decisión que terminaría tomando Franco. De haberlo consultado antes con él, se hubiera negado. Por eso Benedetto se adelantó presionándolo con un compromiso prematuro. Sin omitir que también había acertado en lo demás.
En el momento en que Franco decidió que Vittoria engatusaría a Paolo, solo pensó en mantenerla alejada lo más posible. Había tomado esa decisión con su entrepierna doliente. Sí, efectivamente, estaba perdiendo el maldito enfoque.
—¿No te preocupa lo que vayan a pensar de tu hija? —Franco agarró el bolígrafo, lo giró grácilmente y descubrió la punta de metal.
—No —aseguró Benedetto—. Un día fue la niña rebelde que intentó escaparse de su casa, y al otro una drogadicta ante la prensa. ¿Los escándalos te alimentan?
—No —contestó entre dientes Franco. Benedetto estaba siendo un hijo de puta con él.
—De cualquier modo, no creo que tengan ningún problema en consumar su matrimonio —expuso inesperadamente Benedetto.
Joder...
—Me estás jodiendo otra vez —se lamentó Franco, rastrillándose las manos por el cabello. Se aflojó el moño en el cuello y se lo quitó de un fuerte tirón que pudo haber lastimado su piel.
No le hizo falta a Franco preguntar a qué se refería. La respuesta se la dio con anticipación, por el modo en que la mirada del hombre mayor lo acusó.
—¿En el baño, Franco? —Lo censuró Benedetto—. El lugar más indigno para tomar a una Di Santis. No le daré importancia porque fue un Casiraghi. Además, tampoco mi hija es un alma pura.
Por supuesto, Franco no se iba a disculpar. Ese episodio en el baño estaría grabado como uno de los mejores orgasmos de su vida, y jamás lo desestimaría con una disculpa llena de falsedad.
Se observaron directamente a los ojos en completo silencio por varios segundos. Tiempo que le dejó comprender a Franco algo más que Benedetto le expuso sutilmente con anterioridad.
Sí, probablemente habría hecho un poco mal las cosas, pero siempre existirían situaciones que se podrían aprovechar. Humillar a Paolo públicamente como un novio plantado, por causa de su mayor adversario, era la estrategia perfecta para tomar la delantera. Poner a prueba la estabilidad mental del enemigo, recalcar sus inseguridades y aprovechar un momento vulnerable para atacar.
Por su parte, el respeto y afecto que Benedetto sentía por Franco aumentó. Ambos sabían ponerse los pies sobre la tierra cuando el otro la estaba fastidiando. Fue una de las cosas que fortaleció la amistad que tuvo con Dante hasta que este se cegó por el poder, y, aun así, Benedetto jamás lo abandonó. Así como nunca abandonaría a Franco. Seguramente pronto sería Franco el que le diera una lección; contaba con ello. Hacían un equipo increíble.
Más allá de favorecerse con el apellido Casiraghi, porque también eso pasaría, a Benedetto le alegraría que de ese modo Franco sintiera que por fin formaba parte de una familia, aunque no fuera la que estaba buscando. Estaría más que orgulloso de tenerlo como hijo político.
Ambos se dijeron lo que tenían que decirse a través de la mirada.
Como la primera ley de Newton, la situación de Franco parecía estar en un estado de estancamiento del que no podría salir si no hacía algo al respecto. A pesar de todo lo que estuvo haciendo para beneficiarse, no había podido alcanzar ninguno de sus objetivos. De pronto, se sintió estancado. Y nada cambiaría, a menos que...
Sacó la invitación de la boda y escribió "Jean Franco Casiraghi Santoro" en el espacio vacío que, de un momento a otro, le figuró tenía el espacio perfecto para que cupiera su nombre completo. Por último, como un soberbio aditivo Casiraghi, colocó la fecha en la parte inferior de la invitación: 10 de junio del 2023. Qué cómico. Franco había otorgado un regalo de bodas sin saber que sería también para él.
Aproximadamente en dos semanas, Florencia estaría celebrando una unión sin precedentes de dos dinastías llenas de supremacía.
¡LAS MÁS SINCERAS FELICITACIONES DE PARTE DE TODOS LOS FLORENTINOS PARA LOS NOVIOS!
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