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CAPÍTULO 6

Jean Franco estacionó el Maserati en uno de los tres lugares de aparcamiento que le correspondía al haber comprado el ático de lujo de un edificio sobre Via Maggio.

En realidad, había adquirido todo el edificio, pero él usaba únicamente los cajones del ático. Los otros dos sitios restantes estaban ocupados por un Ferrari F8 Tributo color rojo, que utilizaba solo para alimentar su adrenalina en días aburridos, y un Tesla modelo 3 color azul profundo, que esperaba impaciente ser usado por Isis Casiraghi para cuando estuviera de regreso. Decidió obtener ese auto un par de años atrás al deshacerse de un Audi que también había conseguido para ella.

Eran pasadas las nueve de la noche, hacía frío y parecía más oscuro.

Giulio, como su acompañante, no dijo una palabra en todo el trayecto. Existía una espesa bruma en el ambiente, y no era hostilidad entre ellos.

A pesar de llevar años en ese mundo violento, siempre quedaba un innegable sabor amargo tras un enfrentamiento de esa índole. La reyerta con los rebeldes les arrebató cinco hombres, entre ellos, Antonio, uno de los individuos que entrenó con los dos, desde pequeños, y de los primeros en pertenecer a la guardia de Franco. También cobró la vida de Luigi, uno de los gemelos expertos detrás del volante. Las perdidas sinceramente no fueron en cantidad, pero sí en calidad, y eso trastocaba un poco a Franco y Giulio.

Tenían trabajo que hacer. Habían conseguido quedarse en posesión de tres rebeldes antes de que la policía llegara a la residencia Di Santis, y aguardaban en un sótano para ser sondeados. Estaban heridos, pero si se atendían sus lesiones y se les alimentaba bien, no existiría problema para que sobrevivieran. No obstante, no había lugar en la mente de Franco para un interrogatorio en esos momentos. Necesitaba estar tranquilo para no ensañarse desde el principio y quitarles la vida sin torturarlos un poco, como tanto disfrutaba. Requería obtener información sobre el líder rebelde, ya fuese que lo eliminara o intentara llegar a un tipo de negociación con él o ellos, aunque parecía más probable la primera opción. Si acababa con el corazón de la organización insurgente, se debilitarían y Franco tendría un problema menos.

Por otro lado, mientras Franco pensaba en su próximo movimiento, sin bajar aún del Maserati, Giulio se lamentó haber viajado con él. Hubiese preferido conducir por su cuenta la BMW XM verde militar que se compró unos seis meses atrás, y escuchar un poco de Heavy Metal en el camino, que soportar esa estúpida música instrumental tenebrosa que siempre oía Franco cuando se ponía ridículamente siniestro. Pero era tan imbécil, que decidió acompañarlo porque quería tener una conversación algo incomoda con él, ya que necesitaba dormir después de siete días de no hacerlo. Y no le había dado oportunidad, porque desde que se montaron al auto, Franco los aturdió con esas misas lúgubres. Encima, iba a tener que ir por su camioneta a la residencia Di Santis al siguiente día por la mañana.

Tras unos minutos de cavilaciones y lamentaciones entre aquel horrible sonido de instrumentos, Giulio decidió poner fin a su tortura y apagó la música, ganándose una mirada fibrosa por parte de Franco.

—Quiero dormir tranquilo esta noche —dijo Giulio enseguida, sin evitar su toque dramático—. ¿Cuenta cómo traición acostarme con la chica a la que has querido follarte desde adolescente y que yo lo haya hecho primero? —Sin vergüenza, subió un pie al tablero bien encerado y reluciente del auto.

—No importa —contestó Franco, aventando la pierna de Giulio con un fuerte golpe en el muslo—. Te voy a cortar la lengua de todos modos. —Le regaló una sonrisa carente de emociones, aunque, por dentro, se estaba entreteniendo bastante.

—Estoy hablando en serio, viejo —se quejó Giulio, acomodando sus anchas piernas en el reducido espacio bajo el asiento.

—Yo también —aseguró Franco, volviendo la vista al frente. Por fin apagó el motor y quitó los seguros de las puertas—. Cuando te la tiraste, ¿pensabas en que me traicionabas?

—No, estaba muy receptiva. No me dio ni tiempo de quitarme los calcetines —contestó Giulio.

Ambos se miraron de soslayo, dedicándose una sutil mueca cómplice y maliciosa, admitiendo que Vittoria podía hacer olvidar a cualquiera hasta de su nombre con esos labios y ese cuerpo. Y, aunque Franco siempre se resistió a caer en su embrujo, porque no necesitaba a Benedetto encima de él, suponía que podía pasar un muy buen rato con ella si no abría la boca más que para hacer sonidos eróticos. Su voz era irritante.

Lo que a Franco le pareció infrecuente, fue que le preocupara ese hecho a Giulio. Su complicidad no era banal y una mujer no tenía la suficiente importancia como para poner en duda sus lealtades. Lo que ellos tenían, y para lo que trabajaban codo a codo, no podía disolverse por una cuestión de bragas y corazones. Eso podían dejárselo a los adolescentes que solo debían preocuparse por sus notas, o a los hombres conformistas que buscaban una pequeña casa con dos hijos, una esposa abnegada y una factura que pagar. Giulio y Franco existían para hacer historia.

—¿La quieres? —inquirió Franco. Esa podría ser la única razón para que Giulio se inquietara. Por un momento temió que su respuesta fuera un sí.

Giulio frunció el ceño, sacó un cigarro mentolado y lo encendió, consciente de que impacientaría Franco.

—Sí. Pero no así —contestó Giulio, soltando el humo—. Es mi amiga. La quiero y pronto la perdonaré por confundirme contigo, pero eso no es lo que me preocupa. ¿La quieres tú?

Maldición. Giulio tomó a Franco completamente por sorpresa. ¿La quería?

Su cuerpo reaccionaba a la imagen de Vittoria, y a veces imaginaba que le quitaba el vestido o le subía la falda. También, se daba permiso de pensar en cómo se sentiría besarla y acariciar su piel que siempre le pareció muy suave incluso si se le miraba de lejos. Sus ojos le resultaban preciosos y disfrutaba que lo mirara, por la razón que fuera. Y se preocupaba por ella de algún modo. Él resentía el saber que estaba atrapada en un mundo del que probablemente hubiese alejado a Isis desde el primer día, y realmente deseaba poder convencer a Benedetto de dejarla hacer su vida a su modo, pero eso no era amor.

Franco no sabía amar. Nadie le había enseñado como hacerlo. Solo creía que se debía ver como lo que un día tuvieron sus padres. Y el único sentimiento noble, puro y agradable que conocía era el que se arraigaba en su pecho cuando recordaba a su familia o pensaba en su hermana. Para él, esa era la única emoción que podía permitirse. Por ello aceptaba que apreciaba al hombre sentado justo a su lado, porque le generaba algo identico, pero nunca le daba voz.

Asimismo, odiaba ver a Vittoria con Paolo. Y, quizá, sintió que le sacaban el aire cuando Giulio le confesó que se había acostado con ella.

—Cierra bien todas las puertas antes de irte a dormir —le advirtió Franco a Giulio, dándole unas severas palmadas en el pecho. Se bajó del auto, aventó una vez las llaves al aire, y al atraparlas, guardó ambas manos en los bolsillos del pantalón. Su andar fue lento y calculado en dirección al ascensor. Sus pasos hicieron eco siniestramente en el estacionamiento.

Por su parte, Giulio terminó el cigarro dentro del Maserati, pensando en la cantidad de seguros que tendría que poner esa noche. No le gustó que Franco dejara esa amenaza tácita. ¿Eso había sido un "sí" a su inquisición? Esa noche no lo sabría, claramente.

Irritado, salió del carro. Casi descuadra la puerta al cerrarla con más fuerza de la necesaria, y se metió a su hogar. Una vivienda que, no por casualidad, era el primer piso de lujo del mismo edificio en el que vivía Franco.

Las razones para que vivieran cerca eran más que evidentes. No podían perder tiempo en un viaje de algunos minutos si acaso ocurría alguna eventualidad en contra del jefe Casiraghi. Por ende, fueron astutos al construir unas escaleras ocultas que conectaban el ático de Franco con el piso de Giulio. La diseñaron exclusivamente para alguna emergencia, según Franco. Pero, para Giulio, existía una razón mucho más sentimental. De cualquier modo, no era momento de sentimentalismo.

Inquieto, Giulio meditó la probabilidad de tener que clausurar esa entrada con algunas maderas, por si al imbécil de su jefe y amigo se le ocurría hacerle una visita usando ese apartado.

A cada uno los recibió la soledad en sus respectivas residencias.

Hades, un dóberman negro, corrió al escuchar entrar por la puerta principal a Franco. Le dio la bienvenida con algunos ladridos desesperados y un par de vueltas sobre su propio eje.

Franco se agachó y le dedicó unos minutos de su tiempo acariciándole bajo las orejas y la mandíbula, apreciando el buen gusto que tuvo al elegir esa raza de perro. Hades era un animal fuerte y de carácter enérgico. Desde luego, para darle más énfasis a su personalidad, demandó que de cachorro le levantaran las orejas. Tenía que mantener el mismo porte engreído que su amo.

Tras un buen momento de convivencia entre mascota y dueño, Franco dejó a Hades en su estancia exclusiva de entrenamiento donde todos los días era adiestrado como guardián. En seguida, se metió a su habitación. Allí, se entretuvo cambiando su elegante traje por un pantalón deportivo, una camiseta blanca de algodón y unas deportivas. Entonces, se encerró en su propio recinto de entrenamiento. Requería con apremio entrenar su cuerpo para liberar su mente.

Los acontecimientos del día habían ocasionado estragos en su convicción para obtener todo por lo que había estado luchando. Las circunstancias ya no parecían muy a su favor. La pelirroja se había instalado en su mente gracias a la inquisición de Giulio. El suceso con el tema de su hermana no dejaba de hacer mella en él. Y, por si no estuviera siendo suficiente, le habían declarado la guerra al gobierno y él tenía mucho que perder si los rebeldes conseguían su objetivo.

Encendió el equipo de música y enseguida retumbó con fuerza la "3a. Sequientia: Dies rae" del Réquiem de Mozart.

Con esa melodía de fondo, antes de poner a trabajar cada músculo firme, observó su reflejo en uno de los altos cristales. Con el pulgar, se frotó la herida en el pómulo y su antigua cicatriz. Esa vieja marca le recordaba con frecuencia uno de los días con mayor trascendencia en su vida después de que perdió a su familia. Era un tatuaje natural que inmortalizó un vínculo inquebrantable.

Siguiendo el movimiento del pulgar con la mirada, gozando de una determinación atemorizante en sus pupilas, se convenció audazmente de que Florencia sería suya sin importar el precio. Y, después de tomarla, se apoderaría de Italia por completo.

Para el miércoles, tres días después del ataque de los rebeldes, Franco decidió hacer una visita laboral al sótano en la propiedad Di Santis antes de presentarse al cumpleaños de Benedetto, el cual, se celebraría en el gran chalé dentro de la misma finca.

Como su protector les sugirió, Giulio y él se vistieron de smoking. En esas reuniones siempre existirían rigurosas reglas de presentación.

A Jean Franco nunca le molestaba vestir con elegancia; le complacía portar ese estilo de vestimenta. A causa de sus extraordinarios genes, lo hacían lucir mucho más atractivo para el sexo femenino e imponente para el sexo masculino. Un hombre digno de admirar con esos fríos ojos azules que intimidaban hasta al más valiente. Su personalidad se elevaba con gran ímpetu vestido de ese modo, emanando supremacía y provocando envidia.

Por el contrario, Giulio siempre renegaría de esos trapos ajustados que, según él, eran demasiado ajustados para el gran tributo que tenía entre las piernas. Todo el tiempo protestaba que las corbatas o moños le asfixiaban, y amenazaba con que rompería los sacos con cualquier movimiento brusco. Los odiaba, pero, si iba a acompañar a Franco a esa celebración, tenía que ir a la altura. De cualquier manera, siempre provocaba suspiros al sexo femenino como sea que estuviera vestido. Él era una invitación explicita a una noche de sexo divertido entre más de dos integrantes.

Franco bajó fluidamente por unas escaleras de paredes pintadas en color crema, adornadas por candelabros pequeños y encendidos que alumbraban el camino. Giulio lo siguió por detrás. Vito y Fabio secundaron a Giulio, yendo a sus espaldas. Con el fallecimiento de Antonio, Fabio tuvo que ocupar el lugar como compañero de Vito en la guardia principal de Franco.

Frente a Jean se mostró una puerta de acero con una ventanilla, custodiada por dos sujetos en traje negro. Ambos protegían el sótano sosteniendo contra su torso un fusil de asalto. Uno de ellos abrió la puerta para su jefe.

Franco entró sin rectificar si Giulio y los otros dos hombres iban detrás de él. Tenía prisa por acabar con eso. Pese a que le gustaba usar smoking, odiaba las aglomeraciones. Mientras más rápido asistiera al evento en conmemoración del cumpleaños de
Benedetto, más rápido regresaría a su solitario ático.

Detrás de la puerta, lo recibió un sótano totalmente fuera de lo común, sin ratas ni goteras. No olía a humedad ni las paredes eran de ladrillo sin revestir.

El espacio de aproximadamente seis metros cuadrados se postraba elegante con un par de pinturas abstractas adornando las paredes color crema, armonizando con unas cuantas lámparas de pared retro europeas. Del techo colgaba una lámpara de araña encendida, y sus cristales conseguían un peculiar efecto óptico en los cuatro muros. Cualquiera pensaría que era una simple habitación dispuesta para un estudio. Sin embargo, lo que le daba el toque retorcido, digno de una cámara de tortura e interrogatorio, eran las cuatro armellas incrustadas en el techo, dos a cada lado de la lámpara de araña con cadenas ajustadas colgando hasta rozar el piso. Como requerimiento, en medio de ese lugar, se hallaba una mesa de madera con una silla de sujeción de un lado y una de cuero beige al otro. Una mesilla de servicio con una pila de artilugios filosos se ubicaba en uno de los costados de dicha mesa. Por añadidura, como un regalo especial para sus visitantes, había un barril de agua y otro de ácido esperando impacientes por sus víctimas.

A Casiraghi y Di Santis les gustaba derramar sangre rodeados de un poco de la ostentosidad que gozaban. ¿Para qué sufrir de malos olores y una fea vista mientras se entretenían?

La puerta de acero se cerró detrás de Franco, justo en el momento que Giulio, Vito y Fabio ingresaron al lugar.

Dentro, había seis esbirros más vestidos de negro, todos ellos con fusiles de asalto. Dos de esos guardias resguardaban la puerta, dos más estaban de pie en las esquinas vigilando a un par de hombres colgando de las cadenas, y los otros restantes custodiaban al moribundo que se encontraba sentado en la silla de sujeción con las manos atadas por grilletes a las maderas laterales.

Con Giulio siguiendo cada uno de sus pasos, Franco se posicionó frente a la mesa. Metió una mano al bolsillo de su pantalón y tamborileó los dedos de la otra sobre la superficie de madera, analizando al rebelde atado.

El insurgente aún llevaba las ropas blancas de ese día en que atacaron la Villa, con la diferencia que ahora tenían manchas de sangre seca y fresca. Uno de sus ojos estaba hinchado y cerrado completamente, coloreado en horribles tonos negros y verdes. Tenía los labios agrietados, la nariz rota y la cabeza le caía flácida hacia atrás.

Aun cuando a Franco le complacía la vista, el rostro de uno de los hombres que colgaban de las cadenas parecía exigir su atención. Creyó haberlo visto en algún lugar. Su mente se apuró en intentar encontrar el origen del recuerdo de esa cara, pero le fue imposible en ese momento. La distancia que los separaba, más el rostro deforme como el de los otros dos sujetos rebeldes, le complicaron la labor.

Jean insistió en regresar su interés al hombre en la silla. Rodeó la mesa de madera en un andar escalofriantemente lento, y, en el trayecto, cogió un bisturí de la mesilla de servicio con el que empezó a jugar entre sus dedos, girándolo como si fuese un bastón de porrista. Se detuvo frente al rebelde en deplorable estado de salud, y se recargó a la orilla de la mesa, cruzando los tobillos. Le dio un par de golpes en las espinillas con la punta del pie, analizándole minuciosamente las manos amarradas.

No iba a hacer falta preguntar si había confesado cualquier cosa. No lo haría por más que insistieran en mutilarlo. Le habían arrancado tres uñas de la mano derecha y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Qué lamentable. Franco se perdió un poco de diversión.

—Agua —demandó Franco, sin dejar de entretenerse con el bisturí.

Inmediatamente, un esbirro de cabello peinando en punta y una cicatriz cruzando todo el costado izquierdo de su cara le entregó un vaso de vidrio lleno de agua.

Franco se felicitó internamente por recordar el nombre de su esbirro. Bruno había llegado a la guardia Casiraghi un par de años atrás. Era muy joven para estar ahí, pero prefirió eso a seguir sufriendo los abusos de su padrastro.

En cuanto Franco cogió el vaso, le aventó al rebelde malherido el agua en la cara. Este dio una sacudida violente, tosió estrepitosamente salpicando liquido en el fino smoking de Jean, e intentó levantar la cabeza. Lo único que consiguió fue que le cayera hacia adelante.

Eso no le gustó al capo Casiraghi. Era aburrido mantenerlos tan idiotizados. Debía acuclillarse para poder enfrentar al rebelde cara a cara. Quería que lo mirara a los ojos y demostrar el poder que poseía sobre él, pero no lo haría. Jamás se arrodillaba ni se situaba en una posición que lo sugiriera inferior.

Desde muchos años atrás, Franco se juró que no se agacharía nunca. Bajo esa promesa, fue que enterró al niño que estuvo subyugado bajo la cama, temeroso a las llamas de fuego que consumieron su cabaña. Desde entonces, nunca más mostró sumisión ni le permitió a nadie mirarlo hacia abajo. Ni siquiera en su época de entrenamiento permitió que sus contrincantes llegaran hasta tal punto. Antes muerto que recibir una mirada desde un punto más alto que él.

Franco tomó al prisionero del cabello y tiró de su cabeza con brusquedad hacia atrás, dejando ante él un rostro mallugado y casi irreconocible. El agua no había sido suficiente, estaba casi inconsciente. Iba a comenzar a frustrarse, y quizá tendría que sancionar a sus torturadores. En ese estado ya no podría dolerle mucho cualquier lesión. Igualmente, lo intentaría. Empuñó el bisturí y lo enterró con fuerza en el dorso de la mano del insurgente.

El hombre gritó roncamente y de súbito logró abrir un ojo. Tembló y apretó la mandíbula, salpicando saliva entre cada resoplido trémulo que daba.

Los dos se sostuvieron la mirada. La frialdad en los ojos azules de Franco se pronunció más y los orbes del otro hombre se llenaron de determinación.

—Eres fiel a tu causa y por eso tienes mi respeto —declaró Franco, acercando el rostro al del hombre bajo su dominio—. Pero, eso supone un problema para mí, y mayormente para ti. —Giró el objeto punzocortante, provocándole una herida más grande en el dorso de la mano.

Eso ocasionó que el sujeto temblara y apretara con más fuerza la mandíbula.

—Eres un traidor a tu nación —escupió el insurgente entre dientes, con voz pastosa—. Yo peleo por igualdad.

Aquello le hizo gracia a Franco. No entendía como un grupo de sublevados se creían con la capacidad de lograr cambiar un sistema de gobierno que existió desde que Italia nació. No tenía razón, mucho menos si se conocía que la corrupción formaba parte de ese régimen desde tiempos inmemorables. Los rebeldes no solo luchaban contra una organización de demócratas parlamentarios y aristócratas, también se aventuraban a desafiar a grupos corruptos que obtenían poder sin importar el precio, el cual, era su único propósito. Llevaban las de perder... ¿Cuál sería su verdadera motivación?

Franco desenterró el bisturí y volvió a encajárselo, logrando hacer otro agujero en la piel. Lo disfrutó tanto, que apreció un cálido estremecimiento por la columna vertebral.

—Dime quién te lidera y donde puedo encontrarlo —exigió saber Franco, repitiendo la anterior acción con el objeto afilado—. De cualquier modo, ya estás muerto.

—Traemos una nueva era... —aseguró el rebelde, torciendo su boca agrietada en una sonrisa—. Púdrete. —Le escupió sangre mezclada con saliva en la cara.

Los ojos de Franco se convirtieron en dos peligrosas rendijas mientras se limpiaba los fluidos que cayeron en su mandíbula. Se enderezó, retirando el bisturí, y lo dejó casualmente sobre la superficie de la mesa. Entonces, soltó el cabello del rebelde con brusquedad, ocasionando que la cabeza le rebotara de un lado a otro.

Alejándose, Franco meditó en dejarlo unos días más con vida y seguir torturándolo solo por entretenimiento, pero no había tiempo para esos juegos. Si el hombre tenía familia, seguramente empezarían a buscarlo. Mantenerlo en cautiverio podría exponerlos a ser descubiertos. Aún existía parte de la policía sin ser seducida por la mafia, y los rebeldes también actuaban de incognito.

—Mátenlo —ordenó Franco en tono profundo, posicionándose a un costado de su segundo.

Giulio iba a disfrutarlo. Sacó la pistola de la cinturilla de su estorboso pantalón de smoking y con gracia fulminó de un tiro en la frente al rebelde.

El rebelde murió con un ojo abierto.

—¿Tienen su nombre? —demandó saber Franco, limpiándose la palma de la mano con el pañuelo blanco que sacó del bolsillo.

—Renzo Neri —contestó Bruno.

—Era camarero en el Palazzuolo —informó Giovanni, el compañero de Bruno. Otra víctima de abuso doméstico.

Si se cuestionaba, a Franco le gustaba darles un gran propósito a niños que parecían no tenerlo. Una motivación más grande que los desafiara a salir de su miseria para que su determinación fuera impecable a la hora de servirle. ¿Esa vida en comparación al sufrimiento y humillación? Una tontería no aceptarla.

—Quiero todos sus datos: familia, amigos, negocios, propiedades..., todo —ordenó—. Al ácido y échenlo al pozo de la colina.

Bruno y Giovanni aceptaron con un asentimiento.

Franco dio media vuelta dispuesto a salir de ahí para por fin presentarse a la celebración del mes. Vito y Fabio se apartaron y le abrieron la puerta de acero. Giulio tiró de la tela de su pantalón, acomodando su entrepierna entre un par de maldiciones, antes de seguir a Franco fuera.

—Vas a caer por el lado que sea, Casiraghi —amenazó una voz ronca y cansada, deteniendo a todos en sus actividades.

El sobreviviente Casiraghi ni siquiera tuvo oportunidad de poner un pie fuera de aquel sótano; sus pasos se interrumpieron a mitad de camino.

Todos los esbirros reaccionaron con excelencia al apuntar sus armas en dirección al dueño de aquella voz.

Entonces, Giulio y Franco se dedicaron una mirada confusa. Franco giró sobre sus talones, descubriendo que el hombre que lo amenazó era nada más y nada menos el mismo que demandó su interés por recordarlo de algún lugar. A la vez que caminaba en dirección al sujeto, se dedicó a estudiarlo, en la labor de encontrar el motivo para que su mente le gritara que lo conocía. Presumía de una buena memoria, por eso le frustró no poder reconocerlo.

—¿Quién eres? —le preguntó Franco, intrigado, sujetándolo violentamente de la quijada. Las cadenas se sacudieron junto con el sujeto atado.

—Mataste a mi hijo. —El sujeto, mostrándose un tanto perturbado, levantó la cara, enfrentando la mirada glacial de Franco.

Por su parte, Franco se asomó en el color café de esos orbes. Después, rastrilló su mirada por todo el rostro lacerado, donde encontró heridas profundas en las mejillas, las cejas y la nariz. Tenía el torso desnudo y conservaba los pantalones blancos. Calculó que tendría como unos cincuenta años o un poco más.

De pronto, lo supo. Sí, había matado a su hijo en un desafortunado enfrentamiento en Siena por la adquisición de ese territorio y la distribución de estupefacientes un año atrás. Fue una reyerta contra los hombres de Cavalcanti. Esa noche, la gente de Paolo los había sorprendido en una reunión con los sieneses, argumentando un mejor negocio con su jefe. Por supuesto terminó bien. Ese viejo perdió a su hijo con una bala en el pecho y otra en el corazón, y Franco se quedó con el territorio sienés. Sin embargo... ¿Qué hacía un hombre de Cavalcanti con los insurgentes?

—No puedes culparme por tu intransigencia. Tu hijo era un ingenuo principiante—comentó Franco casualmente, estrujándole con fuerza la mandíbula—. Estoy intrigado. ¿Tan mal te trató Paolo para que lo dejaras? ¿Qué haces con los rebeldes?

—¿Crees que eres el único astuto aquí? —se burló el sujeto encadenado.

—Eres tú el que está atado a unas cadenas —rectificó Franco, soltándole la quijada con brusquedad.

Las cadenas volvieron a chocar entre sí, con el hombre meciéndose de un lado a otro. Fue inevitable que no gimiera por el dolor que el movimiento causó en sus muñecas.

—Estoy justo donde quería estar. Tan cerca para acabar contigo —advirtió el rehén. Un hilo de saliva teñida de rojo se escurrió por una de las comisuras de su boca. Era admirable que, aun en ese estado, conservara fuerzas para mantener la cabeza en alto sin dejar de enfrentar con convicción insana a su opresor.

—Lo hiciste un poco mal. —Franco le encontró una laceración profunda en las costillas, y encajó con divertida saña el índice en ese lugar. Le gustó la sensación húmeda y caliente que envolvió su dedo.

El tipo gruñó entre dientes, removiéndose fuera del alcance de Franco. Algo estúpido, ya que solo le dolió más la piel abierta en las muñecas.

—Pecas de soberbio, Casiraghi.

—Y tú de imbécil. Es evidente que te gusta la mierda. Primero Paolo y ahora esto.

—No te confundas... —Volvió a gruñir el rebelde.

Franco no dejaba de jugar con su herida; era como un pequeño con juguete nuevo. Lamentablemente, iba a tener que cambiarse la camisa

—Encontré la oportunidad perfecta para llegar a ti —prosiguió el insurgente—. Jamás me uniría a ellos, pero localicé a su líder. ¿No es lo que estás buscando? No eres tan bueno como crees. —Un repentino temblor sacudió su cuerpo por completo, tosió un hilo de sangre y regresó a enfrentar los ojos de Franco—. Ya que te gusta hacer buenos negocios, traje uno para ti.

La mirada de Franco se estrechó. Si poseía ese tipo de información, claramente no se la daría, al menos no sin algo a cambio. Y si no estaba con los rebeldes o pensaba en traicionarlos, ¿qué buscaba con él?

—Estás muy por debajo de mis intereses como para hacer un trato contigo —aseguró Franco con aburrimiento. Posterior, hundió más el dedo en el interior de la herida, consiguiendo que sangrara. Ya ni siquiera lo veía a los ojos. Empezaba a fastidiarse. Prefirió observar cómo su dedo desaparecía dentro de las costillas que se marcaban en el torso de ese otro sujeto dado a la posición.

—¿El nombre del líder o la ubicación de tu hermana? —le sugirió a Franco, con malicia.

La lesión perdió el interés de Jean a la velocidad de la luz. Levantó abruptamente la cabeza y, por un segundo, dejó de respirar, invadido por una fuerte sacudida en la boca del estómago. Isis... Un destello de los hermosos ojos azules de su hermana apareció detrás de sus parpados.

—¿Qué sabes tú de mi hermana? —inquirió Franco entre dientes, estacionando tóxicamente la mirada en la de su adversario. ¿Qué diablos estaba pasando? Se suponía que nadie sabía que Isis podía estar con vida. Todo mundo creía que había muerto en el incendio. Y, de pronto, el hombre de Vecchio, y ahora esto...

—Mucho más que tú. —El sujetó tuvo la osadía de reírse en su cara.

—¿Dónde está mi hermana? —Franco sacó la navaja suiza que siempre llevaba, la abrió y presionó la afilada punta bajo el mentón del osado hombre de Paolo. No pudo evitar el temblor que le arrebató el dominio de su extremidad. Su rostro se sumergió en un escandaloso tono rojo a la vez que una vena en medio de su frente resaltó, palpitando.

—Pensé que no querías hacer tratos conmigo —le recordó el rebelde con arrogancia, levantando la barbilla con altivez.

—¡¿Dime qué mierda sabes de Isis?! —bramó Franco, perdiendo toda la autoridad sobre sí mismo. Hundió la punta de la navaja en la piel de aquel hombre, ocasionando que un chorro de sangre escurriera a lo largo de su mano y que se colara por debajo de la manga de su saco.

El sujeto sin instintos de supervivencia escupió a los pies de Jean Franco, evidentemente satisfecho, manchando la reluciente piel de sus zapatos.

—Que sabe muy bien una dulce luna. —Sonrió el malnacido, mostrando uno de sus dientes superiores en estado de putrefacción, quizá por el consumo nocivo del cigarro.

Franco comenzó a ver todo rojo. Eso ya no era parte de su trabajo. Estaba jugando con él, con su mente, con su hermana... ¿Quién mierda sabía sobre ella? ¿Por qué de pronto le sugerían información? Eso lo desestabilizaba. Seguramente, quien estuviera detrás, estaba al corriente del efecto que eso ocasionaría en él. Conocían que Isis era su punto de quiebre, pero ¿por qué? ¿Cómo? ¿Sería posible que Paolo estuviera involucrado? Parecía más que probable si tenía ahí a uno de sus hombres con ese tipo de información.

Los Cavalcanti ya figuraban en la aristocracia cuando Francesco Casiraghi se convirtió en presidente del Senado al mismo tiempo que Dante comenzó a abrirse paso entre la gente más destacada y empezó a buscar su candidatura a la alcaldía. Sin embargo, nunca fueron amigos ni mantuvieron una relación estrecha como para tener ese tipo de datos sobre ellos. El sol. La luna. En la guerra todo se vale...

Giulio en seguida se posicionó a espaldas de Franco, en alerta.

—¡Dime dónde está o voy a matarte! —vociferó Franco, temblando de pies a cabeza. Le propinó un buen golpe con el puño cerrado en la quijada y con inquina le encajó la navaja en el abdomen un par de veces. Sangre salpicó y manchó su ostentoso smoking, sobre todo la camisa blanca.

El tipo encadenado gritó de dolor, removiéndose contra las cadenas que lo sujetaban. Esa vez, la sangre que escupió fue a dar directamente en la cara de Franco.

—¡Mátame y no sabrás donde está! —lo retó—. ¡Mátame! ¡Desde el infierno voy a verte suplicando! ¡Mátame ahora o voy a salir de aquí y voy a follar a tu hermana como la maldita perra en celo que es!

Eso fue todo para Franco. Se echó hacia atrás un par de pasos con el cuerpo invadido por temblores descontrolados, y desfundó su pistola apuntando hacia el sujeto. Su pecho y sus manos se le sacudían, y las fosas nasales se le dilataban bruscamente. Apretó tanto los dientes, que pudo escuchar como rechinaron. Ese no era el capo de una organización poderosa. Era un hombre roto que solo quería de vuelta a la persona que más amaba en la vida.

—¿Dónde. Está. Isis? —La voz de Franco fue tan baja, lenta y letal, que se opuso totalmente a la manera en que su cuerpo estaba reaccionando. Su vista se nubló. La ira y la impotencia estaban amenazando su maldita entereza para no llorar.

—En donde debería estar una zorra como ella —decretó el hombre en un susurró ahogado, y dejó que su cabeza cayera lánguida. La sangre que escurría de su estómago, y que aterrizaba en el piso, casi pareció que lo hacía en cámara lenta.

—¡Vete al infierno! —bramó dolorosamente Franco. Sin meditarlo, apretó el gatillo una, dos, tres veces...

El cuerpo encadenado vibró con cada misil que se inyectó en su cuerpo.

Un hermano quebrantado siguió presionando el gatillo, hasta que terminó con el cartucho. Y, aun insatisfecho, continuó disparando. El chasquido hueco del mecanismo de la pistola fue un sonido perturbador, lleno de suplicio; un eco lúgubre. No podía dejar de presionar el maldito detonador.

Todos los hombres en ese cuarto titubearon en su lugar, dudando en si acercarse a Franco o no. Detestaron ver a su jefe, un hombre fuerte e imperioso, en ese estado. Él los había sacado de la miseria de las calles o de una familia que los humillaba y maltrataba, querían hacer lo mismo por él, pero no sería correcto.

No obstante, Franco sí necesitaba un amigo. Giulio dejó de ser la mano derecha de un capo y se convirtió en el amigo de un hombre solitario que le dio el mejor propósito de toda su puta existencia. Se acercó a él, e intentó detener el modo en que seguía disparando sin municiones, envolviendo sus brazos entorno al torso de Franco.

—¡Ya está bien! ¡Joder! —gruñó Giulio. Luchaba contra el modo en que Franco tiraba de sus brazos para poder liberarse.

—¡Suéltame! ¡Mierda! —rugió Franco. Empujó un codo hacia atrás y acertó un golpe en las costillas de su amigo. De ese modo, logró zafarse.

Sin una palabra, se apresuró a salir del sótano. Mientras subía las escaleras se arrancó el moño del smoking, lo aventó abandonándolo en alguno de los escalones y se metió detrás de una puerta que había al inicio de las escalinatas, por la que se ingresaba a un sencillo baño.

Dentro, recargó las manos en el lavabo y apretó los ojos al cerrarlos, regresando la humedad al sitio donde debían estar, muy hondo en su alma. Su cuerpo entero seguía temblando. Un poco de bilis le amargó la saliva, ocasionándole unas horribles nauseas.

Sencillamente, algo estaba pasando. Algo fuera de su entendimiento. Se sentía perdido, y, al mismo tiempo, percibía cada una de sus emociones como si las reconociera, pero no quisiera aceptarlas. Cada día sus deseos por tener a Isis con él se hacían más intensas y, a la vez, dolorosas, como si entendiera que jamás la recuperaría. Pero, incluso así, seguía manteniendo las esperanzas. Le dolía ese permanente hueco en el pecho que no lo dejaba respirar. Todos los recuerdos de ese día volvieron a atormentarlo. Ese era su castigo, mas no lo quería.

Cuando se sintió medianamente en control de su cuerpo, levantó la cabeza y encontró sus ojos en el reflejo del espejo. Habían tomado un tono de azul un tanto oscuro, como el de un zafiro bajo la luz de la luna. Tragó la enredadera que le escocia en la garganta, y tomó un par de respiraciones profundas, obligando a su ser más controlado regresar a habitar su cuerpo. Si perdía así su autonomía no llegaría a ningún lugar. Por eso, no se permitía derramar ni una sola lagrima. Sería una pérdida de tiempo y energía.

Tal vez unos quince o veinte minutos después, Giulio entró sin permiso al baño, llevando en sus manos un smoking limpio junto con su respectivo moño. El show debía continuar. Ambos lo sabían.

Franco no se movió de su posición. Seguía con las manos recargadas en el lavabo y la espalda encorvada. Únicamente encontró la mirada miel de Giulio a través del espejo.

—Encárgate de que se deshagan de los cuerpos con ácido —ordenó Franco. El sonido de su voz sonó como si llevara años sin utilizarla.

—Está en proceso —aclaró Giulio—. ¿Me vas a decir qué mierda está pasando? —Le acercó el smoking.

Jean Franco no estaba en condiciones de asistir a un evento en donde llamaría la atención de mujeres solteras, viudas o en busca de un amante que cumpliera con las obligaciones que sus maridos no desempeñaban. Tampoco tenía el humor para entablar conversaciones con hombres lame culos que se acercarían a él en busca de algo de poder entre los miembros más destacados de la estirpe Florentina. No quería hacer nada de eso, pero debía hacerlo. Si no se presentaba a la celebración de su protector, suscitaría dudas ante los miembros del Parlamento que seguramente estarían ahí la mayoría. Por otra parte, aunque estaba trastocado por lo sucedido en relación a su hermana, no podía dejar que su corazón lo doblegara ante su ambición de apodarse de tierras italianas desde el corazón de Florencia. Con más poder, más armas tendría para encontrar a Isis, y, en consecuencia, vengarse.

Se limpió la sangre de la cara con un poco de agua y se giró hacia Giulio, quien seguía sosteniendo para él el smoking.

—Es igual de jodido que lo que me dijeron en Vecchio —confesó Franco, quitándose el saco y el chaleco—. Y no me dice nada en concreto. Solo sé que alguien está al tanto de lo qué pasó con Isis en Grecia.

—No lo entiendo... nadie sabe que no murió ese día —meditó Giulio.

—Al parecer estamos equivocados. —Franco se quitó la camisa y después el pantalón.

—Ese hombre de Paolo... —dudó Giulio—. ¿Crees que ese cabrón esté metido en esta mierda?

—Seguro que sí —confirmó Franco, arrebatándole el smoking a Giulio. Se visitó tan rápido como pudo, sin preocuparse en acallar las voces de su mente gritándole que Paolo debía tener información sobre Isis.

De pronto, le pareció racional. Y se lamentó interiormente haber subestimado la astucia de su adversario, solo porque su apellido no poseía el mismo poder que el suyo dentro del gobierno de Florencia.

Paolo había logrado formar su propia red de crimen organizado. Su moribundo padre, Piero, también había sido ambicioso antes de caer enfermo de cáncer y dejar a su cargo el legado Cavalcanti, aunque, aparentemente, nada más se había dedicado a la política y no a la mafia. Piero Cavalcanti trabajaba en el senado cuando Dante fue electo como alcalde. Entonces, días después, asesinaron a Dante.

¿Por qué nunca se le ocurrió? Porque en aquel entonces, supuestamente, los Cavalcanti no estaban dentro de la mafia. Eran los rusos los que ya tenían negocios con los Casiraghi y los mismos que los habían traicionado. Por eso solo se enfocó en buscar a Isis dentro de esa red y extracurricularmente le robaba mujeres. Se limitaba a seguir manteniendo su alianza con ellos, con el fin de encontrarla sin alertarlos de su objetivo. Así como también, llegado el momento, les cobraría la vida de sus padres.

Franco caviló dos opciones. O Piero Cavalcanti sí estuvo dentro de la mafia y fue inteligente para no hacerlo notar, o ahora Paolo tenía tratos con Koslov y ellos le habían proporcionado información.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Giulio.

Franco se ajustó las solapas del saco, después de abrochar todos los botones, y se acomodó el moño que ya envolvía su cuello.

—Casarme con la media hermana de Paolo —confesó Franco saliendo del baño.

—¡Me estás jodiendo! —se sorprendió Giulio, yendo detrás de Franco. No fue discreto al volver a acomodar esa parte en su entrepierna que comenzaba a raspar—. ¿Paolo tiene una media hermana?

Por supuesto que la tenía. Una hija fuera de matrimonio que heredaría la mitad de los bienes de Piero. La mujer que Paolo mantenía oculta como su prima, en busca de apoderarse de lo que le correspondía. Una esposa a la que Franco expondría como legítima heredera ante la sociedad, y que, al dejarlo viudo, también le proporcionaría la parte de su herencia, porque para eso era encantador, persuasivo y seductor.

Ese sería su contraataque. Veneno siempre mataría veneno. Si Paolo usaba los secretos de Franco para debilitarlo, Franco también podía hacer lo mismo. Con él tomando posesión de todos los bienes de Paolo, este enloquecería, ya que seguía luchando para quedarse con todo. Además, usando esa alianza entre familias, aprovecharía ese apellido para obtener información de su hermana, así como, tal vez, terminaría quedándose con todo ese legado si Paolo muriera naturalmente tras la elección de Franco como alcalde.

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