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CAPÍTULO 52

—Súbete. —Franco tomó a Vittoria del brazo y la empujó para que se subiera al auto.

—No, nada de eso —interrumpió Koslov empleando su lengua natal—. Nadie subirá a ningún lado. —En esa ocasión habló un mal pronunciado italiano, otorgándole la imperiosidad de su acento.

Susanna se quedó a la mitad de subirse a su propio carro. Benedetto cerró la puerta con violencia. Y Franco ubicó a Vittoria detrás de él, creando una barrera protectora con su cuerpo.

Los guardias de Franco y los de Benedetto cargaron sus pistolas humillantemente y apuntaron hacia el líder Koslov, originando que todos sus hombres cargasen sus rifles y apuntaran a ellos. El sonido de esas armas fue una orquesta de música tétrica que retumbó en los tímpanos florentinos.

La circunferencia que creaban los sujetos de apariencia vulgar, describía el contraste entre la distinción de la mafia italiana y la burda mafia rusa.

—Me parece que te sobrevaloré, Jean Franco —dijo Koslov, de nuevo en italiano. La burla en sus palabras no pasó desapercibida—. ¿Tan pocos hombres como protección? Tal vez eres igual de soberbio que Dante. Deberías temer a acabar como él.

Franco se enervó al escuchar el nombre de su padre de la boca de uno de sus asesinos. Levantó la barbilla con prepotencia y giró los pocos grados que necesitaba para quedar de frente a él. Apenas un par de metros lo separaban, pero no hacía falta estar más cerca para darse cuenta de la malicia en la expresión del ruso. Franco sospechó la razón para que estuviera amenazándolo con doce hombres que parecían ex presidiarios o prófugos.

—Mi perspectiva es diferente —dijo Franco, enfrentando la mirada rusa—. Me temes y necesitas a todos estos hombres para amedrentarme.

Benedetto tuvo ganas de decirle a Franco que omitiera cualquier tipo de comentario presuntuoso, pero se limitó al silencio. Aquella escena le recordó a su mejor amigo y al propio Koslov cerrando su acuerdo de narcóticos. Solo que, en esos tiempos, Matvey lucia más joven y no tenía la horrible cicatriz.

—Eres igual a él —dijo Matvey casi con admiración. Su sorpresa fue genuina, pues la última vez que tuvieron la necesidad de verse cara a cara había sido muchos años atrás, cuando Franco apenas pasaba los veintitrés años y aun no adquiría la dureza y madurez que había ahora en sus facciones. Desde entonces, cualquier asunto por tratar lo hicieron mediante terceros o por vía telefónica. Su asombro no era únicamente por su parecido físico, sin embargo. Hablaba y actuaba como Dante. Parecía su maldita reencarnación. Las revistas y el internet no le habían dado los suficientes créditos a su apariencia—. ¿Qué hubiera hecho tu padre en esta situación?

Como si se hubiese comunicado telepáticamente Koslov con sus esbirros, cuatro de ellos se acercaron a Benedetto y Susanna, les presionaron las puntas de las armas en la espalda y los obligaron a caminar.

Benedetto, por más que hubiese querido resistirse, obedeció pidiéndole a su esposa que también se sometiera, únicamente con verla. Vittoria se tapó la boca y se echó a llorar, observando como la vida de sus padres estaba siendo amenazada mientras eran forzados a caminar al centro del círculo donde se hallaban ella y Franco. Susanna también lloraba, negándose a mirar a su hija para que no descubriera el terror que la subyugaba.

—Mamá, papá —lloriqueó Vittoria desconsolada, refugiándose en la barrera que había hecho Franco para ella.

—Tranquila, cariño —le pidió Benedetto a su hija como digno representante de los Di Santis.

—Solo dime a que se debe tu visita tan hostil y así te dejas de espectáculos —demandó Franco. El sonido de los pasos de sus suegros sobre la arena le advirtió que habían llegado a sus espaldas. Tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para no voltear y asegurarse que estaban bien. Cualquier distracción sería catastrófica—. Y que sea breve, llevo prisa.

—Despreocúpate, seré breve—dijo Matvey—. Tráiganlo.

La puerta trasera de la camioneta de Matvey se abrió estrepitosamente. De allí, salieron dos esbirros arrastrando a un tercer hombre con las manos atadas a la espalda, al borde de la inconciencia.

La camiseta del hombre herido, que antes parecía haber sido blanca, estaba rasgada de diferentes lugares y salpicada por grandes manchas de sangre fresca. Su rostro era casi irreconocible debido a varios hematomas, a la hinchazón en un ojo, la herida en el puente de la nariz y varias laceraciones sangrándole en la boca.

"Casi", fue la palabra clave. Los tatuajes del Dios Zeus y Medusa le quitaron valor a esa palabra.

—Giulio... —exhaló Franco dando un paso adelante. Una buena cantidad de sangre abandonó su cuerpo al mismo tiempo que advertía un gran vacío de inquietud en el pecho.

Para evitar que Franco avanzara más y prolongara lo inevitable, dos esbirros con tatuajes en la cara y con el cabello a rapa lo atraparon por los brazos, se los retorcieron hacía la espalda y con fuerza lo sostuvieron para que no se desprendiera del amarre. Franco, obviamente, luchó por zafarse.

—No, Jean —sollozó Vittoria. Quiso sujetarlo del brazo, pero uno de los tipos que sometía a Franco la empujó con violencia empleando un fuerte brazo y ella cayó hacia atrás, chocándose la espalda contra la carrocería del Maserati.

Susanna ahogó un grito cubriéndose la boca con ambas manos y Benedetto tomó una respiración profunda, procurando mantener la compostura.

Los rusos forzaron a Giulio a caminar. Lo hizo apenas, arrastrando sus débiles pies y procurando mantener la cabeza en su sitio sin mucho éxito. Lo aventaron sin ningún tipo de decoros, justo en el medio del campo de batalla, precisamente en la periferia central de Franco y a escasa distancia. Uno de los esbirros con tatuajes en los nudillos tomó a Giulio del cabello y le tiró de la cabeza hacia atrás, restregándole en la cara a Franco el estado tan deplorable de su leal compañero.

—Suéltalo —exigió Franco sin dejar de zarandearse con violencia. Su voz fue un murmullo tan desgarrador como amenazante. Ira y pánico en una mezcla homogénea que sacudieron todo su cuerpo.

Franco no quería ser libre de opresiones solo por recuperar el control, necesitaba llegar a Giulio y ponerlo a salvo. Todo en su entorno se había coloreado de rojo desde el instante que lo vio. A pesar del mundo en el que se movían, Giulio jamás había estado en peligro tan inminente.

—¿Por qué no arreglamos esto como personas civilizadas? —Benedetto intercedió, temiendo por toda su familia. Con la situación y el estado de Giulio, Franco sería una bomba de tiempo que ponía en riesgo de muerte a todos.

—Yo fui lo suficiente civilizado contigo cuando decidiste deshacer la alianza que tenían conmigo tras la muerte de Dante —gruñó Matvey, señalando con su pistola a Benedetto. Nadie se dio cuenta del momento en que la sacó—. No me pidas más.

—Te pones en riesgo —añadió Benedetto mientras observaba con impotencia como su hijo se había quedado muy quieto con la vista fija en Giulio—. Puede haber gente en los rededores y llamaran a la policía.

—No te preocupes por eso —aclaró Matvey. Seguía pronunciando un muy mal italiano y parecía disfrutarlo—. El dinero fue un buen incentivo para el portero. Nadie entra y nadie sale sin mi consentimiento.

—¿Qué quieres? —preguntó Franco duramente. Su cuerpo vibraba emanando colera, los ojos se le habían enrojecido y las fosas nasales se le dilataban bruscamente gracias a su respiración descontrolada.

—Vine a cobrarme con uno de los tuyos todas las prostitutas que me estuviste robando durante todo este tiempo —contestó Matvey. La sonrisa maligna que se dibujó en su cara resaltó la cicatriz en su mejilla izquierda, regalándole un aspecto repugnante—. No lo tomes personal. Lo que pasa es que, aunque me hiciste perder mucho dinero, lo que me interesa es limpiar mi reputación. Tú sabes que es lo más importante.

Confirmadas las sospechas de Franco, una pregunta lo abordó. ¿Cómo lo supo?

—Te dije que nos caería la mierda encima —dijo Giulio en tono burlón arrastrando las palabras.

—Tú mataste a mis padres y secuestraste a mi hermana. —Franco alzó la vista hacia Koslov, convirtiendo sus zafiros en dos armas letales sobre él.

—Yo tenía que matar a tu familia porque, como tú, Dante se estuvo burlando de mí —dijo Matvey. En sincronía a sus palabras, un par de fusiles apuntaron a la cabeza de Giulio.

Franco fue inundado por inmensas ganas de vomitar. Nunca creyó que experimentaría el temor de perder a Giulio en una situación así. Cada molécula en su cuerpo le exigía seguir luchando para liberarse y ponerlo a salvo.

—No podía dejar impune su traición con Mustafá —añadió Matvey—. Son negocios. Tal vez lo hubiera dejado llegar tan alto como yo si no hubiera sido a costa mía. Con sinceridad, los quería a todos muertos. Desafortunadamente, tuve que pagarle a Liandro la información que me dio entregándole a tu hermana viva.

—Pero yo sobreviví y los Casiraghi ya no te debemos nada —dijo Franco trémulamente. Sus intentos por no revelar el pánico fueron nulos—. Ni un ciento de tus prostitutas valen la vida de mis padres.

—Ni con las seis niñas que me vendiste tu deuda queda saldada conmigo —aclaró Matvey.

—Ese asunto no compete ahora —aseveró Franco—. Dime que es lo que deseas y te lo doy, pero él no.

—Ya es mío. —Matvey se acercó a Giulio. Entonces, para corroborar que, en efecto, Giulio ya estaba en sus manos, le dio una patada en la mandíbula, otra en el estómago y terminó pegándole con la culata de la pistola en la sien.

Giulio ni siquiera tuvo fuerzas para quejarse; recibió los golpes en silencio. Lo único que hizo, fue toser cuando el aire que se le escapó de los pulmones regresó a él en una fuerte inhalación.

—Estás llevando esto demasiado lejos —gruñó Franco al borde de la desesperación.

A él sí pareció haberle dolido cada uno de los golpes que recibió Giulio. El modo en que volvió a agitarse para liberarse de quien lo sujetaba tomó más fuerza. Nunca midió el poder que Giulio tenía sobre él. Que lo lastimaran no solo lo encolerizaba, le laceraba en lo más profundo de su atormentado ser.

—Te regresaré a todas tus prostitutas, pero a él déjalo fuera de esto —añadió Franco en una fuerte y desesperada exigencia. La rabia y desesperación colorearon de rojo su rostro y la vena en el centro de la frente se le hinchó.

—No estoy ni de cerca de llevarlo lejos —ratificó Matvey, consiguiendo que su acento sonara mucho más imponente sobre la elegante lengua romance que no sabía pronunciar correctamente—. Esto es solo una advertencia para que no oses volver a burlarte de mí. Hazlo de nuevo, y quien esté en su lugar será tu hermana.

—Tócale un solo pelo a mi hermana y haré tu miserable vida un infierno. Ya estoy planeando hacerlo —amenazó Franco. Por puro instinto seguía intentando quitarse de encima las manos de esos repugnantes secuaces rusos, pero de nada le servía alzar la voz y perder el control. Eso solo debía estar alimentando el ego de Matvey.

—Te creo, pero ella ya estaría muerta. —Matvey fingió dispararle a Franco creando con la boca el sonido de la detonación—. A mí no me gustan los rodeos.

—Entonces acaba con esto de una puta vez —sugirió Franco con la mandíbula en tensión.

Los hombres que lo sometían lo empujaron unos pasos más cerca de Koslov, y así Giulio le quedó a escasos centímetros de distancia. Si conseguía liberarse...

—Yo te ofendí, cóbrate conmigo, no con él. —En ese ofrecimiento de Franco no hubo ningún atisbo de miedo o titubeo. Para él, la vida de Giulio era mucho más valiosa que la suya.

En ese instante, un guardia ruso se le acercó a Matvey y le susurró algo al oído que nadie más logró escuchar. Matvey entrecerró los ojos concentrándose en la información que le daba su empleado, asintiendo un par de veces.

—Tu oferta me agrada —dijo Matvey, recibiendo de su hombre una hoja doblada por la mitad. La desdobló y la leyó—. Discúlpame un segundo. El deber me llama. —Giró sobre sus talones y dejó a Franco para reunirse con tres más de sus secuaces.

Vittoria hizo el amago de levantarse en cuanto se fue Matvey, pero Benedetto le suplicó que no lo hiciera con una negación de cabeza apenas perceptible.

Ella obedeció a su padre y se quedó en su sitio, rodeándose el vientre con ambos brazos. Tenía un pequeño dolor punzante en el centro del abdomen, uno que no había sentido antes, y no parecía ser solo por su estado emocional desconsolado.

Franco sufrió un inoportuno sentimiento de humillación por el desinterés de Matvey ante su ofrecimiento. Él mismo empleaba esas acciones con sus víctimas para darle énfasis al poder que tenía sobre ellos. La espera, el tiempo, la impotencia y la incertidumbre de lo que pasaría en el siguiente instante no dejaba espacio de duda para mostrar quien era el que poseía el control absoluto.

De súbito y con crueldad, Franco aceptó la realidad que se cernía sobre ellos. No había salida. Los hombres de Matvey los superaban en gran cantidad. A él lo tenían subyugado, y, aunque lograra liberarse entregándole el alma al diablo, actuarían en respuesta contra ellos con tantas armas apuntándoles. Tampoco tenían opción para traer refuerzos. Vito, Claudio, Lorenzo y los otros dos hombres de Benedetto también estaban siendo amenazados a punta de pistola.

Su subconsciente lo había aceptado desde el segundo en que vio a Giulio salir por la puerta de la camioneta, pero se estuvo negando a ver la veracidad de los hechos con tanta claridad porque llevaba consigo la soberbia impregnada en la piel.

Ni siquiera tenían oportunidad de recibir algún milagro. Aunque Koslov no hubiese sobornado al encargado del campo santo, las puertas de ese sitio se cerraban para el público a las seis de la tarde, y el cielo de Florencia ya había despedido a los últimos rayos del sol. Y, por encima de todo, hombres como ellos no podían mostrar benevolencia o aceptar negociar con el avasallado, o, de lo contrario, perderían credibilidad.

Bien lo había dicho Matvey, el dinero pasa a segundo término cuando se ve amenazada la reputación. Si no eres firme, pierdes autonomía y respeto. Así fue Dante... Así era Benedetto... Así era Franco... Así era Matvey Koslov. Así debían ser los que querían sobrevivir dentro del mundo de la mafia.

—Giulio —lo llamó Franco rindiéndose a que los hombres de Koslov, claramente, no lo liberarían. Que idiota había sido al estar luchando sin sentido—. Giulio, mírame.

—Nadie te ha permitido hablar —dijo en ruso uno de sus opresores, estirándole más los brazos hacia la espalda.

—Nadie me dijo que no podía hacerlo, pedazo de mierda —dijo Franco también en ruso, ignorando el doloroso tirón en los músculos de sus brazos y hombros.

Los dos tipos que lo sujetaban se miraron entre sí, confundidos, y después miraron al compañero que tenían en frente. Entonces, los tres se encogieron de hombros y uno de los que aprisionaba a Franco le propinó un puñetazo en el abdomen, sacándole el aire.

Franco ahogó un gruñido, incapaz de doblarse sobre su estómago por el modo en que lo tenían agarrado.

—Puedes hablar —dijo en ruso el que tenía sujeto a Giulio por el cabello y en seguida se largó a carcajear junto con sus otros dos compañeros.

Detrás de Franco, se advertían los lamentos de Vittoria y Susanna, mientras que Benedetto aceptaba con resignación la cruda verdad que los rodeaba.

El jefe de gobierno solo miraba en silencio y con impotencia la escena que se desarrollaba frente a él. Estaba a punto de perder a un miembro importante de su familia porque, si Giulio perecía, una gran parte de Franco lo haría con él. Lo peor era que no podía hacer nada para ayudarlo. Nunca vieron venir aquel encuentro... Eso encaminó a Benedetto hacia a la misma pregunta que se hacía Franco. ¿Cómo lo supo Matvey?

—Mierda, Giulio. Solo abre los ojos. —Franco volvió a suplicar, ignorando lo espantosa que sonaba una risa rusa.

Segundo tras segundo, el aspecto de Giulio se deterioraba más. Uno de los ojos ya lo tenía completamente cerrado por la hinchazón, de las heridas en la nariz y los labios no dejaba de brotarle sangre y los hematomas en toda el área del rostro comenzaban a adquirir un peligroso tono negro. A través de la tela rasgada de la camiseta blanca, se podían notar algunos cortes que, aunque no eran muy profundos, si rasgaron la piel lo suficiente para que siguieran sangrado y no hiciera costra totalmente. Si se mantenía sobre sus rodillas se debía únicamente a que el esbirro ruso lo seguía sujetando de la cabeza.

No hacía falta que Giulio muriera para que Franco perdiera una parte de su alma, extravió un gran trozo cuando lo vio salir por la camioneta y lo seguía haciendo con cada lesión que descubría. Y es que, hubiera dado cualquier cosa por haber estado en su lugar.

Franco asumía, por el lamentable estado de Giulio, que la tortura a la que debieron haberlo sometido no fue solo externa. No pudo evitar imaginar cuantas cosas debieron haberle hecho y por cuantas horas. Fue así que recordó las palabras que le dijo su padre cuando lo obligó a matar a Cerbero. ¿Hubiese sido capaz de matar a Giulio para evitar que sufriera? Sí. No. No lo sabía. Pero sin lugar a dudas hubiera dado la vida por él.

Pánico aprisionó a Franco entre sus terribles garras. No le tenía miedo a morir, le temía al infierno en el que estuvo viviendo. Lo atemorizaba la soledad, los remordimientos y la pérdida. Le daba terror ver sufrir a quienes amaba... Esa era su triste realidad. Si tan solo no lo hubiera echado del edificio...

—Giulio, maldita sea. Mírame. —Franco insistió. Necesitaba darle consuelo, pero también buscaba que se lo dieran. Solo la vez que tuvo a Isis en riesgo a manos de Paolo se sintió tan aterrado como en esos momentos.

Giulio por fin atendió la demanda de Franco. Abrió el único ojo que fue capaz, y lo estacionó en los de Franco. En ese momento prefirió morir al instante que haber visto el dolor y la angustia en la mirada de su hermano.

—Bien —dijo Franco, tragándose el fustigante nudo que se le formó en la garganta—. No dejes de hacerlo.

—No tengo miedo —dijo Giulio débilmente. Su voz fue apenas un sonido raposo.

—Pero yo sí —confesó Franco. Se odió a sí mismo por la resignación que escuchó en su voz.

—Nunca perdí los dos euros —expuso extrañamente Giulio. Aun con todos los moretones en la cara y el dolor que le quitaba la energía, fue irritante al sonreír de modo jocoso.

—¿Qué? —Franco se mostró confuso.

—Los dos euros... el taxi... —Giulio tosió. Un hilo de sangre mezclada con muy poca cantidad de saliva salpicó de su boca—. Me resultaste muy mandón... y no quise dártelos.

Franco comprendió entonces a lo que se refería Giulio. Las memorias de ese día regresaron a él con fuerza, lastimándole más la situación actual.

—Sabía que tenía que volver a la calle —prosiguió Giulio. Tuvo que tomar una respiración profunda que creó un vil sonido de asfixia para poder continuar—. Necesitaba el dinero. Pero tú... tú nunca más me dejaste volver a estar sólo. Te lo debo... te lo debo todo, amigo.

—¿Qué hiciste con el dinero? —preguntó Franco con el fin de prolongar su pequeña conversación. Giulio se estaba despidiendo y no quería despedirse.

No podía ser posible que toda una vida de unidad se terminara con una miserable despedida en medio de un montón de hombres que no sabían nada sobre ellos. No obstante, tenían que decirse adiós. El futuro era inequívoco... Los dos estaban al corriente de ello.

—Compré... compré cigarros... —contestó Giulio.

Por primera vez en su vida, Franco odió la idea de estar siendo observado desde abajo. Giulio no debía verlo desde ninguna posición inferior. Eran iguales, siempre lo fueron. El ático también debió ser de Giulio. Se cuidaban las espaldas y se protegían de sí mismos. Discutían con el afán de limar asperezas y fortalecer su alianza que iba más allá de meros asuntos de negocios. Se necesitaban por igual. Ambos eran el cimiento que mantenía de pie el imperio Casiraghi...

—Perdóname —le rogó Franco con solemnidad y una amarga tristeza que tocó el corazón de los dos—. Debía protegerte.

—No empieces —lo amonestó Giulio volviendo a toser. Más sangre escurrió de su boca y una mueca de dolor se hizo presente, aunque no se notó del todo entre todo la hinchazón y los moretones—. Eres mi hermano, no tengo nada que perdonarte.

La voz del pequeño Giulio de nueve años, preguntando si eran hermanos, abordó a Franco con gran saña y le perforó el corazón hasta el punto de quitarle el aliento. Le había respondido que no, pese a que siempre quiso decir que sí.

—Somos hermanos —decretó Franco. La convicción en su voz resultó arrolladora para ambos. Fue una declaración llena de fe y seguridad—. Siempre lo fuimos.

Para Giulio, más que una sorpresa, le resultó un molesto milagro. Solo al borde de la muerte conseguía que Franco aceptara lo que eran y lo que siempre serían. Aunque, para ser sinceros, en su corazón siempre supo que toda la vida lo vio como su familia.

—Qué cabrón eres. —Giulio bufó.

Franco advirtió a Matvey acercarse de regreso a ellos. El pánico en su mirada fue la señal que le confirmó a Giulio el desenlace.

Evidentemente, Giulio no quería morir, pero tampoco rezaba para sobrevivir. No podía aferrarse a un futuro que ya no le pertenecía, o hubiese sido muy vergonzoso. A la hora en que lo abordaron por la madrugada, saliendo del edificio para fumar un cigarrillo y lo subieron a la camioneta, comprendió que no habría marcha atrás.

—Dile a Isis...

—Me hubiera gustado sopesar más tu ofrecimiento y entender por qué te importa tanto este hombre —dijo Matvey, interrumpiendo la próxima declaración de Giulio—, pero no tengo tiempo. —Entonces le disparó a Giulio en la cabeza. Lo hizo de un modo casual, sumamente sencillo, presumiendo que lo hacía con regularidad y que nunca tuvo intenciones de sopesar nada.

El sonido de la detonación le robó un gruñido a Franco y un jadeo a todos los que atestiguaron una de las escenas más crueles que vieron en su vida.

—Oh por Dios —chilló Vittoria cubriéndose la cara con ambas manos. El llanto que la invadió fue desgarrador, sacudiéndole el pecho y los hombros. Le dolió la garganta y la existencia misma.

Susanna también se cubrió la cara y se volteó, incapaz de soportar ver la muerte tan de cerca, y de uno de los chicos más nobles y leales que conoció jamás. Le dolió su muerte, pero también le dolió Franco.

Benedetto, por su parte, se restringió a cerrar los ojos, bajar la cabeza y negar. Era indiscutible que se había desatado el infierno en la tierra.

El hombre de Matvey soltó el cabello de Giulio.

Giulio cayó al suelo casi lentamente frente a los ojos de Franco, quedando sobre su estómago con un ojo abierto.

La devastación tomó a Franco de súbito.

En ese instante, cualquier noción de tiempo y espacio se desvaneció para él, envuelto en una sensación imprevisible que lo paralizó por completo. Experimentaba como el pecho se le hundía hasta el punto de la asfixia, mientras la capacidad de razonar le era arrebatada, sumiéndolo en una oscuridad opresiva. Y la sangre en las venas se le heló, llevándolo al límite de la insensibilidad.

Siempre se dice que se ve nuestra vida pasar en un segundo y frente a nuestros ojos cuando estamos cerca de la muerte. Pero nadie, nunca, explicó si era a causa de tu propia muerte o por la de alguien más. Franco vio pasar toda su vida junto a Giulio en menos de un segundo. Lo vivió de una manera tan cruel, que se le debilitaron las rodillas. De no haber sido por los rusos que lo seguían sujetando, hubiese caído. No era justo que años y años de complicidad terminaran en algo irreversible y en cuestión de un chasquido.

Matvey sacó a Franco de su estado de estupor abruptamente, tomándolo con violencia de la mandíbula. Enseguida le giró la cabeza un par de veces, analizándolo con curiosidad, a la vez que sonreía con entretenimiento.

—Pensé que los demonios no lloraban. —Matvey se burló atrapando la lágrima que le escapó a Franco por la comisura de uno de los ojos, evitando que terminara su trayecto a través de la mejilla. Siendo cruel la extinguió frotándola entre el pulgar y el índice.

—No sabes lo que acabas de hacer —susurró Franco, enfrentado sus demoniacos zafiros con los de Matvey. Su voz fue peligrosamente llana. Parecía no estar sintiendo nada, pero estaba sintiendo todo.

—Te sugiero que no gastes tu tiempo buscando vengarte de mí —comentó Matvey apretándole con saña la mandíbula—. Puede que haya sido yo quien tiró del gatillo, pero fue alguien más quien apuntó hacia ustedes.

—Te voy a cortar la lengua para que dejes de hablar —amenazó Franco.

—Si lo hicieras, entonces no podría decirte quien delató tus actividades extracurriculares. —Matvey soltó a Franco sin gentileza y dio un paso hacia atrás. La mirada la desvió fugazmente hacia las espaldas de Jean.

El llanto de Vittoria sonó con más ímpetu en ese instante.

Entre tanto, la mente de Franco viajó velozmente entorno a las palabras de Matvey. Además de Giulio, solo dos personas más sabían sobre los robos de las prostitutas. La incredulidad que atravesó por su mirada no pasó desapercibida para el ruso.

—Tu inteligencia me pareció admirable hasta que confiaste en la persona equivocada —continuó Matvey—. Estoy seguro de que, si no me lo hubiesen dicho, jamás me hubiera dado cuenta, ¿verdad, Vittoria Di Santis?

La perplejidad de Franco fue a proporción con el llanto en ascenso de Vittoria.

—Vittoria... —exhaló Benedetto, estupefacto.

—¿Vittoria? —Susanna dejó de llorar y volteó a ver a su hija con los ojos abiertos desmesuradamente. En su voz se notó un matiz de reproche.

—Lo lamento... Lo lamento tanto —chilló Vittoria mirando a sus dos padres con pesar, remordimiento y angustia.

Franco quedó inmóvil con la mirada perdida. Vittoria lo quería. Ella nunca...

—¡Bienvenido al mundo de las esposas insatisfechas! —exclamó Matvey Koslov representando a un divertido jefe de pista de circo—. Quedas advertido, Demonio. Hazme cualquier cosa y la próxima que sufrirá las consecuencias será tu adorable hermanita. —Como despedida, le dio dos duras palmadas en las mejillas. Posteriormente, dio media vuelta y en un par de segundos se montó en la camioneta.

Para el momento en que Matvey cerró la puerta de su medio de transporte, sus vulgares guardias se subieron a sus respectivos vehículos. En sincronía dieron marcha atrás y emprendieron su camino fuera del estacionamiento formando una hilera.

Mientras tanto, Franco bloqueó cualquier cosa que estuviese ocurriendo a su alrededor. Dejó de escuchar el llanto y las disculpas de Vittoria. Se olvidó de Benedetto y de Susanna a sus espaldas. Sus propios guardias, quienes esperaban la orden de seguir a Matvey, dejaron de tener importancia para él. La traición le sumaba más dolor a su pérdida, pero Giulio se había convertido en su foco de atención.

Profundamente trastornado, se agachó lentamente a un lado de Giulio. Tuvo que recargar una rodilla en el piso con el objetivo de estabilizar su propio cuerpo afligido, y con extremada sutileza, giró el cuerpo inerte de su hermano. Lo hizo como si temiera darle más dolor, hasta finalmente colocarlo boca arriba, revelando por completo su rostro.

La desfigurada expresión de Giulio, con un ojo todavía abierto, se grabó en su mente como una pintura hecha de lágrimas y sangre. Una imagen tan perturbadora como desgarradora que perpetuaría en su memoria.

Le cerró el ojo empleando la mano derecha mientras tomaba una respiración profunda que le sacudió el pecho. Necesitaba llorar, pero no podía. No sabía cómo hacerlo y estaba completamente seguro de que Giulio Marchetti merecía cada una de esas lagrimas que se negaban a ceder.

—Franco... —Se escuchó la voz llena de pena de Vito.

Franco no atendió. Se quitó el saco, le cubrió el rostro a Giulio con él y enseguida le presionó la mano en el centro del pecho. Tal vez era algo estúpido, pero esperaba poder sentir el latido de su corazón. No podía estar muerto. Eso no era parte del plan.

Toda su vida, Franco se preparó para matar con armas de fuego y blancas. Tenía excelente entrenamiento incluso para asesinar usando solo alguna parte de su cuerpo. Se acostumbró a ver la muerte como algo natural y sin importancia. Se volvió frío y desinteresado. Siempre estuvo consciente de que perecer era parte del ciclo de la vida, y, por eso, cuando tomaba una vida, no suponía culpa alguna para él. Con regularidad se decía a sí mismo que no actuaba en contra de ninguna ley de Dios, puesto que nacer ya suponía morir.

Sin embargo, nunca tomó medidas para ser partícipe de un evento de esa índole. Jamás entrenó para volver a vivir la muerte de alguien a quien amaba. La única vez que tuvo que experimentar tan devastadora emoción fue cuando murieron sus padres. Por eso se había esforzado en aislarse emocionalmente, porque sabía cómo dolía. Conocía de ese sentimiento hiriente que te acompañaría hasta el último de tus días. Esa fue la razón por la que nunca quiso poder amar. No obstante, Giulio nunca le dejó opción, pues le resultó demasiado fácil quererlo desde que se ayudaron mutuamente esa noche de su cumpleaños número diez.

Y ahora, no sabía cómo sería su vida sin él.

Giulio no solo era su mano derecha. Fue quien le arrebató los insomnios con su tranquilizante y molesta compañía y quien le enseñó a disfrutar y a apreciar un simple vaso de leche y una rebanada de pastel. Ese hombre de tan irritante personalidad le ponía los pies sobre la tierra cuando estaba perdiendo el piso y lo regresaba al camino cuando se sentía extraviado. Lo complementaba.

Franco y Giulio habían nacido para existir en armonía y sincronía, siempre orbitando como satélites. Se suponía que uno no debía vivir sin el otro. Eran seres con una profunda y natural afinidad, y nunca nada entre ellos sucedió a la fuerza, solo fluyeron. Los comentarios sarcásticos, las burlas y las quejas, los reproches y las felicitaciones, eran su manera de coexistir en equilibrio. Ellos le quitaron el sentido romántico al concepto de un alma gemela y lo moldearon a su conveniencia.

Que lamentable para Franco que ya no habría burlas sobre su ridículo seudónimo y ya no recibiría cientos de mensajes para tratar solo un asunto. Jamás volverían a compartir las cenas y las comidas. No habría quien le diera una mano amiga cuando todo se volvía oscuro.

Tristemente, los cigarrillos mentolados se estancarían en las repisas de las tiendas. La máquina de afeitar quedaría abandonada en lo profundo de un cajón. BMNW'S, armas, botas, pantalones de mezclilla y camisetas de algodón ya no lucirían tan bien como lucían en Giulio. Hasta los dioses griego sufrirían su partida... Zeus, Ares y Hades también estarían de luto.

Giulio y Franco, el dúo dinámico del foso y de la mafia, se había terminado.

—No —murmuró Franco, cerrando en el puño una parte de la camiseta rota de Giulio. Solo habían pasado unos segundos desde que le tapó el rostro a su amigo, pero para él fue como una eternidad—. Esto no debía suceder así. —Se impulsó de la rodilla recargada en el piso y se levantó. La devastación estaba siendo suplantada vigorosamente por ira. Una rabia tan profunda como mortal.

—Franco —advirtió Vito presintiendo lo próximo a suceder.

—¡Lorenzo! ¡Saca a Vittoria de aquí! —demandó Benedetto con la misma certeza que tuvo Vito.

Franco dio media vuelta y sentenció a Vittoria con la mirada. Le dictó dolor y venganza—. Tú. —Apresuradamente sacó su arma y apuntó hacia ella.

Vittoria se tapó la boca para no gritar de terror, paralizada. En sus preciosos ojos esmeralda se notaba que, de todos ahí, era la que más miedo tenía de morir. Y es que, no solo se trataba de ella, si no del pequeño bebé que crecía en su vientre.

Lorenzo se quedó a mitad de camino de alcanzar a la hija de su jefe.

—¡Franco, no! —Susanna chilló. Lágrimas de miedo surcaban sus mejillas.

Los otros dos guardias de Benedetto guiaron sus armas en dirección a Franco. Vito y Claudio actuaron en respuesta apuntando hacia ellos.

Solamente Lorenzo y Benedetto se quedaron estoicos en su lugar. Lo inverosímil de la situación les complicó poder pensar claramente. Todos vivían preparados para cualquier tipo de enfrentamiento, a excepción de una guerra entre los Casiraghi y los Di Santis. Benedetto se esmeraba en encontrar una salida sabia y sin afectados, mientras que Lorenzo no podía tomar la decisión de si ir en contra de Franco o no.

—Lo lamento. Por dios, lo lamento tanto —sollozó Vittoria, presa del pánico, sin poder evitar sumergirse en la mirada cruel que le estaba dando Franco.

—¿Cuándo? —exigió saber Franco. Estaba tan cegado por el dolor y el odio, que ni siquiera notó que dos armas le apuntaban. No advertía nada, más que a la mujer que se estuvo burlando de él. La alianza Casiraghi-Di Santis estaba en un momento crítico y no le interesó.

—Franco, baja el arma —pidió Benedetto cuidadosamente. Como lo predijo, aunque no imaginó que sucedería así, Franco era una granada que necesitaba ser tratada con cuidado. Estaba sorprendido por la revelación y una parte de él se sentía traicionado, pero, era su hija. Carajo.

—La noche que nos casamos —confesó Vittoria falta de aire—. Me dijiste que era libre de ti... Te deshiciste de mi con mucha facilidad. Me sentí tan humillada y tan poca cosa. ¡Me casé contigo para que obtuvieras la candidatura y no te importó perderla! ¡Me humillé por ti y no te importó! Acabábamos de casarnos... Quería mostrarles a ti y a mi papá que era igual de valiosa y poderosa como ustedes. No entendí lo que realmente estabas haciendo. No lo pensé... Por favor, perdóname.

—Me entregaste, ¿y no lo pensaste? —La mano de Franco se presionó con más ahínco en la culata de la pistola. El imperioso anhelo de acabar con la vida de Vittoria era tan intenso como el deseo que sintió por ella la noche anterior mientras la tomaba en la intimidad de su habitación.

En sincronía con su mirada apreciando la indudable belleza de su esposa, el corazón de Franco sufría las consecuencias del desamor. Solo con el corazón roto comprendía que estuvo enamorado de ella desde la adolescencia. Si no, por qué le dolía tanto saber que lo había traicionado. Y no solo la quería... la amaba. Jamás debió permitirle acercarse a él. Cuanto se había equivocado.

—Las hubiera matado por ti —añadió Franco, levitando entre el adolescente inestable que fue y el hombre duró en el que se había convertido.

Vittoria lloró con más potencia porque Franco le decía nuevamente a su sangriento modo que la quería. Pero ya no tenía caso que lo hiciera. El arrepentimiento solo consiguió que lo que sentía por él creciera hasta la dolencia. Lo había herido vilmente...

Franco cargó el arma y se acercó a ella dando un paso lento y calculado

—Era mi hermano... ¡Y tú solo un maldito y vacío negocio! ¡Deseo que mueras, Vittoria! —sentenció Franco llevando el dedo al gatillo. La desolación y el sufrimiento convirtió sus fríos zafiros en un huracán en la cima de la destrucción. Miles de emociones se asomaron a través de ellos, demostrando lo extraviado que se sentía. No solo había perdido a su compañero de toda la vida, sino también a Vittoria. Esa pequeña flama de esperanza que ella había encendido con su cariño en las últimas semanas se había apagado. Ella misma la extinguió.

Vittoria empezó a luchar por aire, pues el llanto y el terror la asfixiaban, pero no hizo más. Sabía que, en manos del demonio de Florencia, ya fuese esa noche o en otra ocasión, moriría. Se lo merecía, aunque, ciertamente, jamás creyó que ocurriría algo así. Había asumido mal que Matvey le temía a Franco lo suficiente para no hacer nada en su contra.

—¡Franco! ¡Ya basta! —volvió a suplicar Susanna. Corrió hasta su hija, se agachó y la cobijó entre sus brazos para alejarla de la impetuosidad y furia de Franco—. ¡Está embarazada! ¡Dios mío! —vociferó mirándolo por encima del hombro. Quería seguir aferrándose a su absurda y romántica idea del villano y la debilidad por su amada. Tristemente, en el fondo, sabía que Franco era un villano bastante peculiar. La única debilidad de ese hombre eran Giulio Marchetti e Isis Casiraghi. Lo leyó en el azul profundo de su mirada.

—Está esperando un hijo tuyo —dijo Benedetto sombríamente—. Y es mi hija.

Vittoria abrazó a su madre, devastada. No solo lloraba por Giulio o por el miedo que le infundía Franco. Se lamentaba entre lágrimas haberlo perdido para siempre. Y la incertidumbre por el bienestar de su bebé empeoró su estado.

Franco recibió la noticia como un valde de agua fría, su férreo agarre sobre la pistola titubeó. Descolocado, volteó a ver a Benedetto, buscando en él la imagen paterna que se le negó tener desde los nueve años. Necesitaba el consuelo y el consejo de un padre, y Benedetto era lo más parecido que tenía a uno. ¿Qué hubiera hecho su propio padre? Los amó intensamente y los protegió, a pesar de que acabaron huérfanos y envueltos en la mafia. Asimismo, los recuerdos que tenía sobre Dante eran los de un hombre estricto, pero también amoroso, dedicado y nunca ausente. Sin importar que había sido uno de los más temidos criminales de su época, nunca desestimó la importancia de su familia. Dante Casiraghi fue un grandioso padre y marido. Franco Casiraghi ya no tenía deseos de ser un buen marido, pero sí anhelaba ser tan extraordinario padre como el suyo.

—Un hijo mío —repitió Franco, saboreando el gusto agridulce que le provocó.

—Comprendo lo delicado de la situación —comentó Benedetto con calma. El desconsuelo que mostraba Jean Franco le partía el alma. Como en algunas ocasiones, logró ver al niño angustiado y perdido que refugió bajo su protección y cariño—. Pero necesitas enfriar tu cabeza y pensar con claridad, hijo. Yo no puedo permitir que lastimes a mi hija y tú debes pensar en la vida de tu hijo.

—Tu hija me traicionó. Nos traicionó. Sabes cómo se paga la traición —farfulló Franco—. Por su causa Giulio está muerto. ¿Qué hubiera hecho mi padre si por culpa de mi madre te hubiesen asesinado a ti?

Benedetto volteó a ver a su hija fugazmente, aceptando que ella había cometido el peor de los actos contra los suyos. Su resignación se mostró en la forma que dejó caer los hombros y negó, incapaz de encontrar algo objetivo para ayudarla. Se pasó una mano por la cara y volvió la vista a Franco.

—Lo lamento, no tengo la respuesta. Yo nunca estuve por encima de los sentimientos que tu padre tenía por Caterina —expuso Benedetto—. Y Caterina nunca hubiera traicionado a Dante. Tu madre fue una digna esposa de un digno capo... Tenías una asombrosa familia, Franco. Entenderás que tengo que proteger a la mía.

—Giulio también era mi familia... —Franco tragó con dificultad. El nombre de Giulio le ocasionaba espinas en la garganta. El gatillo estaba siendo como un imán para su dedo—. ¿En qué mundo de mierda ella vive, pero él no?

—Giulio hubiera amado a tu hijo tanto como te amó a ti—dijo Benedetto, mostrando afecto y respeto. De alguna manera siempre sabía cómo llegar a la conciencia de Franco, pero esa vez no era su razón la que quería alcanzar. Necesitaba tocar su corazón.

Las palabras de Benedetto sí tocaron el corazón de Franco, guiándolo a su punto de quiebre. Por fin, después de tantos años, se derrumbó emocionalmente.

Dejó de apuntarle a Vittoria y dio un par de traspiés en reversa, completamente desorbitado. Permitió que el dolor lo invadiera con intensidad, entregándole a su alma el control total de sus emociones. Por supuesto que Giulio hubiera amado a su hijo. Él hubiera sido el primero en abogar por la vida de Vittoria con el único objetivo de poner a salvo a ese bebé. Un bebé que jamás conocería al hombre más leal que alguna vez existió. El mejor hombre, el mejor amigo, el mejor hermano... Su hermano, su compañero, su cómplice. Un ser que no merecía morir y que, irónicamente, hubiera dado la vida por ese pequeño.

—Vete lejos de mí. —Franco llevó la mirada otra vez hacía Vittoria, dándole su veredicto final. Qué jugada tan cruel de la vida. Giulio acababa de salvarle la vida—. Escóndete lo más lejos posible en donde no tenga que volver a verte. ¡Lárgate! ¡Te conviene que ese hijo sea mío o voy a destruirte Vittoria Di Santis! ¡Maldita la hora en que naciste! —Dio otro paso en reversa, golpeando sin querer el cuerpo inerte de Giulio—. ¡Márchense todos! —El dolor que experimentaba retorció su rostro, dándole una apariencia casi demencial.

—Susanna, sube a Vittoria al auto —demandó Benedetto, aprovechando la oportunidad que Franco estaba otorgando. Tuvo que reprimir las ansias que tuvo por abrazarlo y calmar su dolor. Independiente a las circunstancias, seguiría amándolo tanto como a su hija... Se avecinaban duros y fatídicos tiempos de tempestad.

Susanna y Vittoria se levantaron y corrieron a resguardarse en el auto de Benedetto. A su vez, los dos guardias de la cúpula Di Santis bajaron sus armas y se subieron a sus respectivos vehículos. Vito y Claudio también abandonaron su posición de ataque y guardaron las glock en la cinturilla del pantalón. Le dieron una mirada a Lorenzo, y este se las regresó, los tres todavía incrédulos por los acontecimientos.

—Eres un buen hombre, Franco. Dante estaría orgulloso de ti. —Benedetto giró sobre sus talones y emprendió camino hacia su familia.

—Vuelve a decirlo cuando me entregues una prueba de paternidad —dijo Franco trémulamente, dejando caer la pistola a sus pies.

Benedetto aceptó la amenaza con un ligero asentimiento mientras caminaba.

Por su parte, Lorenzo le dio una mirada a Franco, le hizo una leve reverencia mostrándole su empatía y se marchó detrás de su jefe.

—Franco —lo llamó Vito, colocándose a su lado. El suplicio en su voz delató lo mucho que le dolía la pérdida de uno de los suyos. Siempre se perdían vidas, pero jamás se imaginaron que tenían que vivir el desenlace de Giulio. Se conocían desde niños y se formaron juntos... Todo el foso iba a sufrir las consecuencias y los embargaría la pena.

—Váyanse... quiero estar solo —exigió Franco.

—Estaremos cerca por si nos necesitas —dijo Claudio.

Él y Vito se marcharon yendo en contra de todos sus instintos. Ambos se subieron a sus autos y salieron del cementerio, pensando la mejor manera de pedirle a sus compañeros que buscaran sus más elegantes trajes de luto.

En cuanto estuvo sólo, Franco se sentó a un lado del cuerpo de Giulio. Flexionó las rodillas y se abrazó las piernas, necesitando más que nunca abrazar y que alguien lo abrazara. Ojalá Giulio hubiera podido darle ese consuelo. De a poco, dejó que las emociones se liberaran. Primero una lágrima, y luego otra. Un segundo más tarde, tres más. Después, ya no pudo controlarlo.

Le regaló un rugido al cielo hiriendo a las hermosas estrellas con su dolor. La luna, testigo de ese tormento, se escondió detrás de un par de nubes, negándose a verlo llorar. El Demonio de Florencia no lloraba nunca, pero Jean Franco Casiraghi Santoro, un hombre que había perdido una gran parte de él, sí.

¡HASTA PRONTO, GIULIO MARCHETTI! FLORENCIA TE VA A EXTRAÑAR...

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