CAPÍTULO 51
Franco y Vittoria se presentaron al entierro de Liandro sin asistir a la misa previa. Ambos habían aceptado no tener ánimos para escuchar la ceremonia del oficiante ni para aguantar los elogios fúnebres hacia el fallecido. Para ser sinceros, ninguno de los dos creyó que realmente existiera un amigo de Liandro con la suficiente estima para dedicarle algunas palabras. Pero, también, sabían de la hipocresía aristocrática y, seguramente, si alguien dio algún sermón, solo lo hizo con la intención de empatizar con el hermano en duelo.
A medida que caminaban a través del panteón sorteando algunos hermosos mausoleos, las miradas de la mayoría de los presentes se posaron sobre ellos a pesar de la gran distancia que aun los separaba del sitio donde se enterraría el cuerpo de Liandro.
Era la primera vez que se les veía juntos públicamente desde la boda, y eso había levantado algunos rumores sobre su inestable relación por lo apresurado de su casamiento. Sin olvidar que se seguían escuchando habladurías a cerca de la hermosa rubia que se vio del brazo de Franco semanas atrás.
Presentarse allí parecía estar siendo una sorpresa para todos. Miradas de envidia, admiración y una mezcla de ambos, prejuiciaban a la feliz pareja de recién casados. Y no era para menos.
Vittoria lucia extremadamente bella con el vestido negro ceñido que remarcaba sus insinuantes curvas. Los zapatos negros de tacón le daban una altura que casi alcanzaba la estatura de Franco, prolongando la extensión de sus estilizadas piernas. Y su exótica melena rojiza iba adornada por un elegante sombrero negro que le tapaba los ojos de los rayos del sol. Los lentes oscuros solo eran un aditivo para ocultar que no existía ningún tipo de tristeza en su mirar.
Franco, por su parte, iba vestido impecablemente con un traje negro, una camisa negra con un par de botones desajustados y sin corbata. Las gafas de aviador polarizadas las llevaba con el único propósito de no irritar sus ojos con el sol. Su andar prepotente solo confirmaba que ni un cementerio era digno de su presencia. Quienes yacían ahí, seguro estarían ofendidos o resucitando de envidia.
El Cimitero delle Porte Sante, un cementerio monumental ubicado dentro del bastión de la Basílica de San Miniato al Monte, estaba siendo testigo de cómo ni un evento lamentable conseguía que las lenguas viperinas de la alta sociedad se silenciasen.
Los murmullos de la gente parecían más importantes que el rezo del sacerdote despidiendo a un amado hermano y padre, y se veían algunas cabezas oscilar desde de los recién llegados hacía su compañero de al lado. Las mujeres, sobre todo, eran quienes protagonizaban las pequeñas escenas de escándalo silencioso. Al parecer, les irritaba ver de la mano de Vittoria a uno de los hombres más cotizados de Italia. Los hombres en trajes elegantes, por otro lado, eran más discretos en su escrutinio, quizá envidando el lugar de Jean Franco a un costado de la hija del jefe de gobierno. Se mirase por donde se mirase, eran la pareja perfecta tanto fisiológica como políticamente.
Detrás del cuadro icónico que representaban Franco y Vittoria, se hallaban Vito y Claudio custodiándolos. Ambos lucían su impoluto traje de escoltas, lentes de sol, un audífono en uno de los oídos y sus glock en la parte delantera de la cinturilla del pantalón a la vista de todos.
—Ya deja de agobiarte —dijo Vittoria a mitad de camino de llegar al sitio del entierro. Se había dado cuenta del músculo temblando en la mandíbula de Franco y de cómo la sujetaba de la mano con más fuerza de la necesaria.
—Isis y Giulio tuvieron sexo. Agobiado es poco —dijo Franco duramente con la vista fija al frente. Analizaba con disimulo al tumulto de gente que se reunía en el área circundante de la fosa destinada para Liandro, todos vestidos de un hipócrita negro.
—Oh... ¿es por eso que estás así? —indagó Vittoria confundida—. Pensé que era por el funeral.
—Sin importar como se suscitaron los hechos, me complace estar aquí —declaró Franco.
—Bueno, no importa. Igual deja de agobiarte —dijo Vittoria, ajustándose los lentes de sol con garbo—. No sabes si realmente hicieron el amor.
—Los encontré a los dos desnudos en la cama de Isis. Es suficiente prueba —dijo Franco endureciendo aún más el tono de voz. Odiaba como la imagen de su hermana y su segundo, desnudos y abrazados, invadía su mente a cada segundo. Fue la peor escena para despertar y dar los buenos días.
—Debiste tocar antes de entrar —rebatió Vittoria, casi divertida.
—No necesito tocar antes de entrar en mi hogar —aseveró Franco, dándole a Vittoria una mirada hostil que casi rompe los cristales de sus gafas.
—También es el hogar de Isis —defendió Vittoria su postura y el hermoso evento que posiblemente ocurrió entre dos personas que se amaban—. Pensé que aprobabas su relación.
Sin previo aviso, Franco se detuvo a unos pocos metros de llegar a la reunión fúnebre Di Santis, debajo de un árbol de ramas secas. Todas las personas vestidas de negro, fingiendo llantos silenciosos y pena en sus rostros, lo comenzaban a irritar. Él mismo estaba ahí por meros asuntos administrativos, pero la mayoría de los presentes no tenían una relación cercana con Benedetto, y él sentía como si de algún modo se estuviesen burlando sin saber exactamente el motivo y las circunstancias de la muerte de Liandro.
—Que apruebe su relación no quiere decir que permita que profanen mi casa —dijo Franco, acomodándose el cuello de la camisa. Fue una acción para disimular el mal rato que estaba pasando.
—Hablas como un viejo anticuado. —Vittoria soltó una risita divertida. Se ubicó frente a Franco, dándole la espalda a su fallecido tío, y le ayudó con el cuello de la camisa—. Era lógico que pasaría, Jean. Se aman...
—No era momento aún —dijo Franco sustituyendo la dureza en su voz por preocupación—. Isis es inestable. Sufrió abusos inimaginables y está yendo al psiquiatra. Pudo asustarla o traumatizarla más.
—Franco, Giulio acompañó a Isis a sus terapias mientras tú te ausentaste —decretó Vittoria, colocándole las manos suavemente sobre el pecho—. ¿Crees que haría cualquier cosa para herirla o darle más aflicción?
Franco bajó la mirada hacia Vittoria, quitándose las gafas. Así mostró la angustia que experimentaba al pensar en su hermana sufriendo todas esas crisis que a él le rompían el alma.
—Tú misma sabes qué tipo de sexo le gusta tener a Giulio —susurró Franco entre dientes. No se había puesto a pensar en que Giulio no solo se había acostado con su hermana, sino también con Vittoria. Qué retorcido.
—Ay, por favor —bufó Vittoria—. No seas ridículo, Jean Franco. Si te sirve de consuelo, fue amable conmigo. —Apretó los labios para no reírse de su propia valentía y de la cara enfurecida de Franco.
—Vittoria... —advirtió Franco volviendo a colocarse los lentes—. No me des más razones.
—Mira... tu no viste como Giulio cuidó de Isis todo el tiempo que estuviste inconsciente—. Vittoria fue dulce al hablar—. La cuidó más que a su propia vida. La protegía como si fuera su vida, Jean. Fue como si la hubiera amado desde siempre. No creo que exista alguien mejor para ella que el hombre que te ha seguido fielmente desde el primer día. Él es el indicado. No les quites esto a ninguno de los dos o lo vas a lamentar. —Le dio un suave y rápido besó en los labios.
—No me agradan tus lecciones —dijo Franco frunciendo el ceño.
—Pensé que sí —dijo Vittoria, sugerente.
—Algunas en particular —contestó Franco.
—Te ves muy apuesto de luto —expuso Vittoria intentando no sonreír. No era apropiado mostrase feliz y excitada en un funeral por las mil maneras en las que imaginaba como le quitaría el traje a su esposo.
—Tú no deberías llevar ropa nunca más. Ahora pienso que fue un error haber venido. —Franco se aclaró la garganta al ver detrás de sus parpados la gloriosa imagen de Vittoria desnuda en su cama, en el baño, en el alfeizar de su habitación y en la barra de la cocina. Habían utilizado todos esos lugares para tener intimidad durante toda la madrugada, y anhelaba volver a usarlos.
—Te lo dije. —Vittoria le guiñó un ojo y volvió a situarse a su costado.
Ambos regresaron a tomarse de la mano, alentando a la muchedumbre para hablar de ellos.
Durante el poco trayecto que les quedaba, Vittoria fue capaz de advertir las miradas lascivas que sus tres amigas (las mismas que la importunaron con sus comentarios despectivos el día de su boda) le estaban dando a Franco.
El trio de hienas estaba ubicado hasta el frente de una gran hilera de personas simulando pesar. Como hijas de los miembros del Parlamento, debían asistir a toda clase de eventos sociales para buscar la oportunidad de cazar a un millonario con buen apellido y enorgullecer a sus familias.
La hiena mayor le sonrió a Franco insinuantemente antes de darle una mirada desdeñosa a Vittoria. Las otras dos mujeres se taparon la boca con una mano escondiendo sus risillas infantiles, y se dispusieron a cuchichear entre ellas.
—Arpías —farfulló Vittoria levantando la barbilla. Aunque trataba de ocultarlo, esas actitudes la incomodaban pues sabía de buena fuente que seguían cosechando rumores sobre ella y su antigua relación con Paolo.
—Me pregunto en qué clase de cualidades te basas para elegir tus amistades —dijo Franco denotando en su voz irritación. Nunca comprendió por qué Vittoria fue amiga de esas tres durante tanto tiempo, si siempre le habían dado problemas.
En el presente, llevando su apellido y con la intención de decirle un "te quiero", Franco tuvo deseos de amenazarlas con arrancarles la lengua y los ojos si se atrevían a volver a incomodarla.
—En las mismas que tú te basas para hacer enemigos —dijo Vittoria arrugando la frente.
Franco torció los labios en una mueca divertida. No era el momento ni el lugar para pensar en ello, pero le gustaba ese tipo de interacción con su esposa. Seguía siendo la misma mujer de comentarios puntillosos, hostiles y osados, y eso le resultaba fascinante. El mismo modo de operación antiguo, pero con el aditivo de la complicidad y no de una reyerta. Se le avecinaba una vida de matrimonio bastante entretenida.
—Las mataría por ti de ser necesario —dijo Franco en un susurro hipnotizante y seductor, acercando la boca al oído de Vittoria. Y no mentía —. Solo pídelo... —Terminó dándole un beso cálido, húmedo y fugaz en la comisura de los labios.
Vittoria se tropezó con sus propios pies y comenzó a ahogarse con su propia saliva. Tuvo que sujetarse del brazo de Franco para no caer vergonzosamente, culpando a la graba por desestabilizar sus tacones. Se había sonrojado e hiperventilaba. Su esposo era arrolladoramente imprevisible.
—Si esa es tu manera de decir te quiero... —dijo Vittoria en un hilo de voz, al mismo tiempo que se acomodaba la zapatilla. Se esforzaba mucho en mantener la vista al frente y así no lanzarse al cuello de su marido y besarlo hasta que se arrancaran la ropa—... Ya no necesitas mis lecciones. Bien podrías hacerlo a tu sangriento modo.
—Entonces te quiero a mi sangriento modo —confesó Franco justo en el momento en que llegaron a su destino. Buscó a Benedetto y se encaminó enseguida hacia él cuando lo ubicó, dejando a Vittoria paralizada en su lugar.
Vittoria se quitó los lentes y siguió a Franco con la mirada, estupefacta. Si había escuchado mal... No, escuchó fuerte y claro.
Aguantando las miradas envidiosas de sus tres amigas, sonrió como una tonta colegiala, al mismo tiempo que la declaración sangrienta de amor de Franco hacía eco en su cabeza. Su corazón, entre tanto, había tomado un ritmo peligroso en su pecho amenazando con darle un infarto. No era momento para morir, sinceramente, aunque sí el lugar.
Y entonces, comprendió porque a veces las personas decían que morirían de amor. El cuerpo deja de pertenecerte y toma el control de tus órganos vitales. El cerebro, los pulmones, el corazón y el estómago actúan en contra de tu voluntad. Dejas de respirar. Ya no puedes pensar con claridad. En el pecho ocurre una majestuosa explosión caliente. Y el estómago se te hunde de vértigo simulando tener miles de insectos arañando sus paredes.
No parecía el lugar oportuno para que un hombre como Franco confesara algo de esa magnitud. No obstante, siendo Franco, por supuesto que iba a retorcer las cosas y darle su toque lúgubre. Encima, había tomado el control de la situación como tanto le gustaba. Hijo de...
—Vittoria, cariño. —Susanna sacó a Vittoria de su estado comatoso, tomándola gentilmente del hombro—. No deberías sonreír de ese modo en el funeral de tu tío.
—Oh, mamá—. Vittoria volteó en seguida hacia su madre y la abrazó. Como el sombrero estuvo a punto de caerse, lo mantuvo en su lugar presionándolo contra su cabeza usando una mano—. Lo siento. Bueno, no lo siento.
Susanna soltó una risita discreta, apretando a su hija entre sus maternales brazos.
—Se ven tan bien juntos, mi amor —declaró Susanna completamente emocionada—. Y tú te ves radiante y hermosa.
—Baja la voz —censuró Vittoria a su madre—. Me dijo que me quería. —El susurro de Vittoria llegó a unos cuantos oídos ajenos cerca de ella, aunque no con claridad.
—¿Te sorprende? —Susanna tomó a su hija de los brazos y la apartó cariñosamente para hacer contacto visual.
—Claro que sí —respondió Vittoria exasperada. Un murmullo a gritos que le raspó la garganta—. Es Jean Franco Casiraghi. ¿Alguna vez has escuchado que le diga te quiero a alguien? Es un duro e idiota iceberg.
Fue hasta ese momento que Vittoria se dio cuenta de lo preciosa que lucía su madre.
Habían optado por el mismo estilo de vestido, solo que el de Susanna era un poco más largo y menos provocativo. Asimismo, resaltaba su bella figura, consiguiendo que el esmeralda en sus ojos brillara con más intensidad. Ella no llevaba sombrero ni lentes de sol, pero se había puesto un pañuelo negro alrededor del cuello, presumiendo la elegancia que caracterizaba a su familia.
—Tú también te ves hermosa y radiante —meditó Vittoria, curiosa—. ¿Tienes un amante?
—Ay, por favor, Vittoria. No digas tonterías —la amonestó Susanna. Miró por encima del hombro hacia donde se hallaban Benedetto, Franco y Lorenzo conversando, y en seguida regresó su atención a Vittoria—. Tu padre ya me dijo lo de tu embarazo.
—Ay no...
—Eso es lo que me tiene tan entusiasmada, hermosa y radiante —declaró Susanna con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Ya se lo dijiste a Jean?
—No, mamá. Lo haré, pero no seas indiscreta ahora. —Vittoria se aclaró la garganta y miró con disimulo a su alrededor, asegurándose de que nadie hubiese escuchado nada de lo que se decía entre susurros.
—Hazlo pronto, tus pechos están creciendo —dijo Susanna con sencillez.
—Mamá... —Vittoria desvió la mirada en dirección a Jean Franco, esperando que no tuviera superpoderes auditivos y lograra escuchar su conversación. Fue así como se dio cuenta de que algo estaba ocurriendo.
Su padre, su marido, Lorenzo y otros dos guardias se habían apartado de la multitud una buena distancia y parecían preocupados. Jean había adquirido ese gesto impasible que ocultaba cualquier tipo de emoción, Benedetto se restrillaba el cabello con frustración y Lorenzo hablaba al teléfono con aspavientos nerviosos de las manos
—Algo anda mal...
—¿Qué? —Susanna observó en la misma dirección que su hija.
Ambas se apresuraron a llegar con sus respectivas parejas, procurando comprender lo que sucedía.
—Cariño —dijo Benedetto nada más ver a su hija. Le dio un abrazo y besó una de sus mejillas, procurando ocultar su desasosiego—. Te ves muy hermosa hoy.
—Gracias, papá. —Vittoria respondió al abrazó de Benedetto, aparentando darle el pésame por el fallecimiento de Liandro—. ¿Qué está ocurriendo? —preguntó con inquietud.
Susanna se colocó a un costado de su esposo, estudiando las miradas preocupadas que se dieron Franco y Benedetto.
—Hay reporteros intentando acceder al cementerio —reveló Franco duramente.
—Era de suponer —dijo Susanna, arreglándose el pañuelo en el cuello.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Vittoria apartándose de su padre.
—No me preocupa lo que quieran, sino lo que dicen —dijo Benedetto, dándole una sonrisa afligida a su querida hija.
—Están llegando más guardias —avisó Lorenzo, guardándose el teléfono en el bolsillo del pantalón—. Con su permiso. —Se retiró tras darles un asentimiento respetuoso, siendo secundado por sus dos compañeros.
—No lo entiendo —dijo Vittoria mirando con curiosidad hacia las verjas protectoras del cementerio.
—Con las recientes tres muertes en nuestra familia, se habla de un ajuste de cuentas con la mafia —expuso Benedetto, limpiándose la frente con la palma de la mano—. Hace un par de años tuvimos un altercado similar, no lo olvides.
—No lo olvido —dijo Vittoria a la defensiva. En aquella ocasión, ella había sido la culpable de todas esas noticias gracias a su descaro y su falta de prudencia al relacionarse con personas de dudosa reputación mientras se embriagaba de noche y de día—. Pero ahora no tiene sentido. Liandro se suicidó, Renato murió de sobredosis y Ronaldo tuvo un extraño... accidente. Oh...
—Sus mentes son hábiles, Vittoria —aclaró Franco tomándola posesivamente de la cintura. La presionó contra su costado y le dio un beso en la frente.
Vaya, qué sorprendente faceta de Jean Franco. Siendo inoportuna, Vittoria se regocijó en esa actitud. No estaba para nada mal, francamente era excitante. Con eso, también aceptó que quería estar con él hasta que la muerta los separara.
—Son muertes repentinas y poco comunes —dijo Susanna, dándole unos golpecitos afectivos en el brazo a su esposo—. Pero descuida, querido. Lo solucionaras.
—Los del concejo están por pausar mi puesto para investigarme —anunció Benedetto.
—Tenemos mucha gente dentro —aclaró Franco—. Eso no parece un problema.
—No la suficiente. No eres alcalde. Necesito seguridad y credibilidad de mi lugar en el gobierno si quieres quitarle la alcaldía a Paolo —dijo Benedetto, mostrándose hostil con Franco. Le exasperaba la tranquilidad con que tomaba las cosas.
—Paolo dejará de ser una dificultad pronto —mencionó Franco con orgullo. Soltó a su esposa y se paró frente a Benedetto, acomodándole la corbata y las solapas del saco negro como un hijo lo haría con su padre—. Ahora actúa como un hermano afligido y en duelo y no des más de que hablar. Es una pena que Liandro esté muerto, ¿cierto? —El odio en sus palabras fue difícil de ocultar, dando una impresión equivocada.
Vittoria y Susanna tomaron aquella confesión como un reproche directo a Benedetto. No era para menos que le guardara rencor, pues su hermano había sido el causante de todas las adversidades que tuvieron que pasar Franco e Isis. No obstante, les causó terror que en algún momento la situación los convirtiera en rivales. Franco era vengativo por naturaleza y Benedetto el mejor adversario para sus enemigos. Una guerra entre ambos sería un duelo de titanes en el que la victoria se la llevaría quien se mantuviera con vida.
Por otra parte, Benedetto fue sabio al aceptar la ira de Franco. Comprendía la impotencia que debía estar sintiendo. Lo crio como a un hijo, lo cuidó y protegió como se cuida a la familia y lo vio crecer entra las sombras de su pasado. Liandro le había dado más sufrimiento del que ya llevaba con esa aberración sin cimientos. Y, junto con el hecho de que fue quien mató a sus padres y secuestró a su hermana, no era de extrañar que su ira incrementara. De todos modos, supo que no había sido un comentario en su contra. Esa había sido la manera personalizada de Jean Franco para indagar en si seguían del mismo lado o no.
—Es una pena que no lo asesinaras tú, hijo —dijo Benedetto con solemnidad. Además de la ira, logró advertir la perturbación en los zafiros de Franco. Estaba vulnerable ante la situación, aunque intentara aparentar lo contrario. Eso le afligía, pues le dolía como duele el sufrimiento de a quien amas, llevase la misma sangre o no—. Yo sigo de tu lado.
Aquello ocasionó que Franco recordara una de las ultimas confesiones de Liandro antes de suicidarse, llevándolo de nuevo a la incertidumbre. O, para ser más exactos, casi a la certeza. Si la muerte de Liandro no estaba suponiendo un gran dolor para su hermano, y este seguía apoyándolo sin ningún titubeo, entonces posiblemente era verdad que Vittoria Ferro no murió por una bala pérdida y Benedetto sí creía que Liandro la asesinó. La apatía que mostraba Benedetto no se derivaba simplemente de un intento de estafa. Todos cometemos actos imperdonables y también algunos que nos dejan oportunidad de redimirnos. La muerte era irreversible en todos los aspectos... La irresolución recaía en una simple cuestión: ¿Quién asesinó a la madre de Benedetto realmente? ¿Un Casiraghi o un Di Santis?
—Yo también te respaldo —aclaró Franco, más implicado que nunca con Benedetto. Aunque resultara cierta la revelación de Liandro, y Dante sí fue quien asesinó a Vittoria, Benedetto ahora era parte de su vida y le debía demasiado. Jamás podría abandonarlo. No era su padre, pero aceptaba quererlo casi como si lo fuera—. Ahora ve y entierra a tu hermano. Más poder nos espera.
Benedetto le dio unas palmadas en la espalda a Franco antes de regresar al caótico lugar donde comenzaban a bajar el féretro de Liandro, con Susanna yendo detrás de él.
Vittoria y Franco se quedaron apartados, resguardándose del sol bajo un robusto árbol con algunas hojas desprendiéndose de sus ramas.
En silencio, Franco observó como Liandro descendía al infierno, pensando en que, cuando le llegara el momento de morir, lo buscaría en cada rincón para darle el sufrimiento que merecía. Conforme bajaba la caja fúnebre, el sentimiento de impotencia se arraigaba más en su interior, odiando el desenlace rápido e indoloro que tuvo su mayor adversario. No era justo perecer tan rápido después de todo el daño causado. Tantos años enterrados en una simple caja le parecían una humillación y una pérdida de recursos.
—Yo también te quiero —dijo de repente Vittoria, notando el estado de perturbación en el que se había sumergido Franco.
Franco volteó hacia ella, tragó saliva y se quitó las gafas oscuras. Ese fue su modo de declararle nuevamente a Vittoria que la quería. No iba a estar repitiendo las palabras como un cursi adolescente, pero fue sincero con su primera declaración. Le sonrió ligeramente y la envolvió con un brazo, esa vez con ternura y no con posesividad, protegiéndola en el costado de su tórax.
—Cuando esto termine tendremos nuestra luna miel —aseguró Franco regresando la vista al entierro.
—¿Cuándo termine exactamente qué? —Vittoria le recargó la mejilla a Franco en el pecho.
—Cuando sea alcalde tendremos nuestra luna de miel —se corrigió Franco.
—Eso suena bien —dijo Vittoria, adentrándose en su propio mundo lleno de algunas sombras y algunos rayos de luz. Como esposa de Franco, sabía que se le avecinaban grandes complicaciones por la manera hermética y voluble que tenía él de ser. Aunado a eso, reconocía que su codicia por más poder se volvería en contra de ella. Rezó por que algún día su demonio de Florencia optara por conformarse con lo que ya tenía y pudiera darle a ella y a su bebé una vida más tranquila.
Ya en las últimas oraciones de despedida de los presentes hacia Liandro, el celular de Franco vibró con un mensaje. Sin soltar a Vittoria sacó el teléfono empleando la mano libre y abrió su bandeja de entrada. Había esperado que fuera Isis quien le escribía, pero la decepción se dibujó en su rostro cuando leyó el nombre de Fabio.
Fabio: ¿Vas a tardar? Ella no para de llorar.
Franco enseguida abrió el chat con Isis y comenzó a teclear con ambas manos, estrujando a Vittoria incómodamente.
Franco: ¿Sigues molesta conmigo?
No hubo ninguna respuesta después de algunos segundos.
Franco: Responde.
Un minuto más sin respuesta alguna.
Franco: Vamos Isis, no puedes actuar de este modo.
Otro minuto más...
Franco: Estás en línea, Isis. Te veo.
—Sé más sutil —le pidió Vittoria a Franco, leyendo la conversación unilateral en el teléfono.
Franco soltó el aire bruscamente.
Franco: Lo siento. ¿Cuándo vas a dejar de estar molesta conmigo?
Isis: Cuando le pidas disculpas a Giulio y hagas que regrese.
Franco: No lo despedí, Isis. Solo le di las vacaciones que siempre me pidió.
Isis: Muy conveniente para ti.
Franco: Vamos, mi amor. Cuando llegue a casa hablaremos, pero deja de estar molesta.
Isis: Cuando Giulio vuelva. Ahora somos novios te guste o no. Por tu culpa no me responde los mensajes ni las llamadas.
Franco: Siempre obedece mis órdenes.
Isis: Entonces ordénale que me responda. Por favor, Jean. No he sabido nada de él desde en la mañana.
Franco: ¿Si le ordeno que te responda dejarás de estar molesta conmigo?
Isis: No. Dejaré de estar enojada cuando regrese a casa.
—Vaya... tiene tu carácter —dijo Vittoria incapaz de ocultar lo entretenida que estaba con la conversación vía mensajes.
—Muy graciosa —murmuró Franco con irritación.
—¿Qué harás? —inquirió Vittoria.
—¿Tengo opción? —Franco marcó enseguida al número de Giulio, tragándose el gran orgullo que poseía. Todo fuera por su hermana. Además, sabía que Giulio también debía estarla pasando mal—. No responde...
—No estás esperando lo suficiente —dijo Vittoria, quitándole a Franco el celular. De inmediato se lo llevó a la oreja, y esperó—. Bien, no responde. Debe estar muy enfadado contigo.
—O está siendo teatral como siempre. —Franco se hizo de nuevo con el teléfono y tecleó un mensaje para Giulio.
Franco: No mereces vacaciones. Vuelve al ático a trabajar.
—¿Por qué no le pides disculpas y asunto arreglado? —comentó Vittoria un tanto irritada.
Franco hizo caso omiso a la sugerencia de Vittoria, aunque sabía que debía pedirle disculpas a Giulio por cómo lo trató por la mañana y lo sacó del ático sin permitirle ponerse la ropa. Si bien era cierto que regularmente discutían, en esa ocasión fue una pelea un poco más ofensiva. Lo aceptara o no, le amargaba estar enemistado con él. No obstante, su orgullo era más grande y no iba a disculparse por mensaje. Tal vez ni siquiera lo haría en persona.
Sin volver a mencionar una palabra ninguno de los dos, esperaron a que todo el gentío abandonara el cementerio después de que el último tramo de tierra fuese vertido en la fosa donde yacía el peor de los Di Santis. No fue agradable la espera. Los últimos rayos del atardecer parecían más los del medio día. Quemaba y sofocaba consiguiendo que Vittoria se abanicara con el sombrero.
—Por fin logramos que los reporteros se marcharan —dijo Lorenzo acercándose a Franco y a Vittoria.
Benedetto y Susanna llegaron enseguida con ellos, luciendo igual de acalorados que su hija y su yerno.
—Por fin. Vámonos de aquí, necesito un Martini —dijo Susanna, quitándose el pañuelo del cuello.
—Y yo necesito un masaje en los pies —dijo Vittoria sonando igual de melodramática que su madre—. Estos zapatos me están matando.
—Eso no va a suceder —mencionó Franco ofreciéndole un brazo a Vittoria.
—Debería suceder. Hay un montón de maneras de decir te quiero. —La resignación en la voz de Vittoria resultó entretenida para todos. Entrelazó el brazo con el de Franco y así caminaron hacia el estacionamiento del cementerio con Vito y Claudio escoltándolos nuevamente.
Susanna y Benedetto los siguieron a pocos metros de distancia, con Lorenzo y los otros dos flanqueándolos, observando con orgullo y admiración lo bien que lucían juntos Franco y Vittoria. Ambos se complacían de ese matrimonio por diferentes razones.
Benedetto lo veía como si su familia por fin estuviera completa, en vísperas de poder rebelar que sería abuelo próximamente. Como adición, esa unión empoderaba a los Di Santis y a los Casiraghi en muchos aspectos. Le había estado preocupando que no se dieran la oportunidad de limar asperezas y que terminaran divorciándose, pero gracias a los dioses que parecía que lo habían solucionado. Ahora solo tenía que rogar para que Vittoria fuera inteligente a la hora de confesar la paternidad de Jean Franco.
Susanna, por otro lado, veía el matrimonio de Vittoria y Franco como su romance frustrado. Y también le gustaba presumir que su hija había conseguido enamorar a tan buen mozo y provocar envidia en sus amistades a la hora de las mimosas en el club o en el té con un toque de whisky por las tardes. Ella y Vittoria seguían siendo el tema principal de conversación, lo cual la ponía por encima de las otras damas de la aristocracia. Además, a ella no le interesaban las habladurías mal intencionadas que se hacían de Vittoria y Paolo, lo único que le importaba era que ahora un Casiraghi era parte de la familia. Y, por encima de todo, como el resultado de su instinto materno, le enternecía que estuvieran juntos. Siempre supo que ambos estuvieron enamorados, porque eso lo sabe una madre naturalmente, y deseaba que su hija fuese feliz. En sus románticos pensamientos, el oscuro villano siempre sería una mejor apuesta que un iluminado héroe. Hombres como Jean Franco no dudaban en matar para proteger a los suyos, y eso era suficiente para saber que su amada hija estaría siempre a salvo.
—Espero que tu madre sepa que siento cómo nos está mirando —comentó Franco a pocos metros de llegar al estacionamiento.
—Lo sabe, por eso lo hace —dijo Vittoria en tono cansino—. Estoy segura de que, si hubiera sido mi hermana mayor y no mi mamá, hubiera peleado para que te fijaras en ella y no en mí.
—Asumo lo mismo —dijo Franco, petulante.
—Qué creído —dijo Vittoria fingiendo repulsión.
—Por suerte, mi tipo son las hermanas menores. —Franco sacó las llaves del Maserati en el instante que llegaron al auto.
Benedetto y Susanna tomaron rumbo hacia su propio vehículo ubicado a un costado del de Franco. A su vez, los guardias como buenos profesionales que eran, esperaban a que sus jefes dejaran de planear una comida casual después de un funeral, y que por fin se subieran a sus autos para poder ocultarse del caer de la noche en las camionetas que ellos llevaban independientes.
Mientras Franco introducía la llave para abrir la puerta de Vittoria, seis camionetas cuatro por cuatro blancas de vidrios polarizados los rodearon inesperadamente, ocasionando que la tierra suelta del cementerio creara una nube espesa en toda el área.
Debido a eso, la piel en la nunca de Jean Franco se erizó. Se enderezó abruptamente y observó los medios de transporte ostentosos a su alrededor. Empuñó su pistola, pero no la sacó. Tenía que ser prudente con la posible amenaza.
Susanna y Benedetto quedaron inmóviles frente a sus respectivas puertas abiertas, en fusión a Lorenzo, Vito y Claudio empuñando sus armas.
—¿Qué está pasando? —preguntó Vittoria asustada, sujetándose del brazo de Franco con aprensión.
En ese momento, salieron tres sujetos de cada una de las camionetas, formando un círculo alrededor de ellos. De inmediato, y en sincronía, acomodaron sus fusiles de asalto al frente como una horda de policías cuestionando un banco. Todos vestían pantalones de mezclilla negros y camisas negras. Algunos llevaban cinturones de hebillas extravagantes, y otros portaban anillos desmesuradamente grandes en las manos. Los que llevaban las camisas abiertas por completo, presumían largas y ridículas cadenas de oro colgando de sus cuellos. Parecían jóvenes, y la mayoría tenía tatuajes en el rostro.
Casi enseguida, de la camioneta que quedó frente al auto de Franco, un hombre de traje gris salió de la puerta del copiloto, sosteniéndose de un bastón de agarradera de plata. El cabello, del color de las hojas en otoño, lo llevaba medianamente largo y peinado hacia atrás. Una gran cicatriz adornaba todo el lateral izquierdo de su rostro y en sus arrugas se leían los más de sesenta años de edad que llevaba encima.
Vittoria inmediatamente lo comparó con el Jocker, pero sin maquillaje y mucho más atemorizante.
—Jean Franco Casiraghi. —El fuerte e imponente acento ruso del hombre de gris sonó demasiado efusivo para los finos oídos italianos.
—Koslov.... —murmuraron Franco y Benedetto a la vez.
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