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CAPÍTULO 5

Las ruinas Casiraghi seguramente se unirían a la historia escrita de Florencia. Fue el lugar en donde residieron los antepasados de Jean Franco; una familia florentina distinguida por generaciones.

Antes, el apellido solo era parte de la alta sociedad. Pero Francesco Casiraghi, el abuelo de Franco, descubrió el poder de la mafia y llevó más lejos su linaje.

Aquellas ruinas antiguamente existieron como una hermosa y lujosa villa. Franco poseía en sus memorias los felices días en que él vivió ahí con su madre, Caterina Santoro; su padre, Dante Casiraghi; y su hermana, Isis Casiraghi. Habían sido privilegiados al haber nacido en una de las mejores cunas de La Toscana. Sin embargo, también fueron desventurados al llegar a una época en donde el crimen organizado se postulaba como una rama más poderosa e importante que un título aristocrático.

Algunas propiedades Casiraghi fueron incineradas al mismo tiempo que la cabaña de Grecia. Esas eran las consecuencias de pertenecer a un mundo oscuro, en donde el poder se adquiría mediante la violencia, y no por el modo en que uno porta un traje fino o porque sabe hablar con propiedad.

Las ruinas de esa familia, al ser una finca privada, Franco decidió que no se reconstruirían. Seguiría siendo un lugar en donde escombros de madera, metal y cemento, se habían derrumbado. Y así permanecería. Un modo perturbador de recordar sus orígenes y de lo que tenía que cuidarse.

Particularmente, después del encuentro infructífero con el encapuchado, Jean estuvo yendo durante siete días a esa zona. Lo sentía como una especie de duelo hacia sus padres porque una gran parte de sus recuerdos fueron exhumados, y debía volver a enterrarlos si quería recuperar todo el control de sus emociones.

Aquel día en Vecchio, algo dentro de Jean Franco se movió. Necesitaba encontrar la manera de distinguirlo y unirlo al resto de lo que él constituía. En realidad, se sentía perdido. La dirección que tomó para buscar a su hermana no era la correcta. Estaba completamente seguro de haber escuchado el apellido Koslov mientras asesinaban a su familia. Un clan ruso de tráfico de personas que, con los años, aprendió era uno de los más peligrosos. Y ahora, un nuevo dato había enredado todo.

Seguía pensando en las palabras de la última persona a la que le arrebató la vida. ¿Qué parte de su pasado estaría vinculado con la desaparición de Isis? Existían tantos trozos repartidos, entre vivencias dichosas y turbulentas. Conversaciones que se escucharon a escondidas, personas desconocidas y un mundo entero de secretos que de pequeño no tuvo la experiencia para poder descifrar. Eso le estaba cobrando una alta factura. Volvía a sentirse como el Franco de nueve años que llegó a Florencia sin saber a quién le importaba y por cual camino lo llevaría su destino. Un futuro que creyó tenía planeado, pero que parecía escaparse de sus manos.

¿Y si Isis estaba muerta? Ese pensamiento se le atascó en la garganta y en la mente, mientras abandonaba las ruinas.

Al subirse al Maserati, encendió el estéreo. La siguiente canción en la lista de reproducción sonó con gran ímpetu, vibrando en sus oídos y en su pecho. La melodía que se quedó en pausa cuando apagó su auto, y que volvía a escucharse como una marcha fúnebre, atormentó con violencia a sus ya alterados demonios. "Agnus Dei" del álbum Requiem in D minor de Mozart golpeó su corazón.

Era un poco perturbador el modo en que Franco usaba ese estilo de música para encontrarse frente a frente con el diablo y el infierno que habitaban dentro de él. Sombras que lo perseguían, y lo hacían olvidar como se sonreía o se disfrutaba de un día de lluvia detrás de una chimenea encendida, parecían tener una batalla a muerte contra la autoridad que conservaba sobre sí mismo. Le gustaba autolesionarse interiormente. Así se entrenaba el dolor para poder hacerlo más tolerable con el paso del tiempo. Ese era El Demonio de Florencia; un retorcido hombre que jugaba con cantos de misa. Por ello, cuando se encontraba en ese estado mental tan turbio, escuchaba el álbum de Réquiem completo. Una buena adición a su naturaleza oscura.

Y así, entre la armonía lúgubre del coro, el violonchelo, el bajo, el órgano y el violín, viajó desde Bellosguardo hasta donde lo esperaba la familia Di Santis para compartir la comida en su lujosa Villa.

Llegó puntual como siempre, una característica admirable. Le aliviaba saber que Vittoria no comería con ellos.

En apariencia, la pelirroja estaba haciendo un trabajo excelente embaucando a Paolo Cavalcanti. A esas horas, ya debían estar en una reunión de amigos y colegas graduados en derecho. Vittoria no iba a divertirse mucho en esa comida, y eso complacía soberanamente a Franco.

Mientras disfrutaban de sus alimentos, Franco estudió al matrimonio en la mesa.

Siempre se admiraba de lo bien conservado que se veía Benedetto. A pesar de portar una cabellera plateada, barba, y tener sesenta años, no aparentaba esa edad. El ser delgado y alto, le regalaba la oportunidad de mostrarse un par de años más joven. Continuamente usaba lentes de sol, aunque estuviese en casa, por un problema en sus retinas. Fue un hombre atractivo en sus mejores épocas, y seguían quedando resquicios de esa persona que una vez asistió a la universidad con Dante.

La esposa de Benedetto, Susanna Cavalli, seguía manteniendo una belleza dominante sin importar sus cincuenta y cinco años. Era la versión longeva de Vittoria, aunque ella nunca se deshizo del castaño en su cabello. Compartían el mismo color de ojos y casi la misma altanería. Sin embargo, la madre de Vittoria, siempre trató a Franco con mucho cariño desde que Benedetto le dio lugar entre los miembros Di Santis. Nunca lo excluyó ni lo trató de manera indiferente. Por eso le daba pena su situación. Fue obligada a casarse a muy temprana edad, y esa era la razón del por qué solo existía una heredera. Ni siquiera se dieron la oportunidad de buscar un varón para seguir con el apellido de la familia. Dudaba que algún día los hijos de Liandro Di Santis se ganaran un lugar respetable entre la aristocracia o la mafia.

Los Cavalli eran dueños de uno de los más destacados laboratorios farmacéuticos de Italia. De ahí la pasión por la microbiología de Vittoria, y también el motivo de esa unión forzada.

De este modo, mientras Franco analizaba a sus protectores, se dio cuenta de algo extraño. Susanna se estaba comportando de manera diferente en esa ocasión. Apenas si le había dirigido un par de frases educadas y rehuía de su mirada azul cada que se encontraban. Se le veía algo enfadada.

Al final de la comida, Susanna se disculpó y se retiró de la mesa antes del postre.

—Está molesta —le aclaró Benedetto antes de que Franco cuestionara ese comportamiento—. No le agrada que emparejáramos a Vittoria con Paolo. Ya se le pasara.

—¿Y tú? —inquirió Franco, dejando la servilleta de tela a un lado de su plato vacío.

—Tú sabes cómo hacerte cargo. No tengo nada que comentar —aseguró Benedetto.

—¿Y ya pensaste sobre dejarla fuera de esto? —quiso saber Franco.

—¿Brandy? —ofreció Benedetto, terminando discretamente el tema de conversación.

—No. Gracias —respondió Franco y se levantó—. Iré a tomar aire. Te veo en un momento. —Se bebió el último trago de vino y abandonó el comedor.

El jardín de la Villa tenía una vista digna de admirar. No era de extrañar que fuera una de las propiedades más caras de la zona. Con sus grandes hectáreas de pasto, sus árboles y campos de flores, las columnas de estilo grecorromano y la fabulosa fuente entre la vereda de acceso para autos y el gran porche de entrada, daban ganas de quedarse ahí por un buen par de horas.

Franco encendió un cigarrillo al detenerse cerca de la gran fuente que adornaba el centro del extenso jardín, y sacó su celular; le gustaba estar al corriente de las noticias.

Curiosamente, en esa ocasión, no revisó los datos importantes. Se enfocó en la información de espectáculos. En concreto, volvió a examinar la foto de Vittoria y Paolo besándose fuera de un club nocturno y leyó de nuevo el pie de la imagen que decía: "Cavalcanti y Di Santis; ahora amor no se escribe al revés."

Tal vez debió aceptar ese brandy.

—Háblame, amigo —se anunció Giulio.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Franco con la vista fija en el horizonte, mientras guardaba el teléfono en el bolsillo interior de su saco.

Qué peculiar manera de oponerse. Ambos tenían diferentes estilos de vestir, pero ninguno de los dos lo cambiaba nunca. Franco siempre vestía de traje y Giulio nunca dejaba de usar esas camisetas de algodón, pantalones de mezclilla y botas de motociclista. Los dos se ejercitaban, pero mientras que Giulio era puro músculo, Franco conservaba una figura esbelta y atlética.

Giulio se ubicó a un costado de su jefe y cruzó los brazos, frunciendo el ceño con la cabeza gacha. Después de siete días de que Franco no respondiera sus llamadas y mensajes, esperaba que por fin le diera un saludo de cortesía.

—Entrenaba a los chicos —respondió Giulio.

Una de sus tareas, aparte de ser la mano derecha de Jean Franco, consistía en entrenar a los jóvenes que sacaban de las calles. Los instruía en el uso de armas y les daba clases de defensa personal para convertirlos en parte de la guardia Casiraghi. Y con los hombres que ya tenían dentro, cuando no estaban de turno, perfeccionaba sus conocimientos y de vez en cuando hacían apuestas. Rezaban para que Franco nunca descubriera ese último dato.

El área de entrenamiento se ubicaba a un kilómetro de distancia de las edificaciones de la Villa, bajo tierra, dentro de la propiedad de los Di Santis. Franco en su momento también entrenó dentro de ese foso junto con Giulio.

Ambos se quedaron en silencio por varios minutos. Giulio se meció sobre sus pies en tanto que Franco se dedicó a terminar su cigarro.

—Sé que dudas de mí —confesó inesperadamente Giulio, en tono grave.

Franco arrugó el entrecejo y volteó para observarlo, sin entender a qué se refería.

—¿De qué hablas? —preguntó Jean, genuinamente confundido.

—No logré entender hasta que Vittoria se durmió. No dejó de quejarse en todo el jodido camino hasta el San Marcos —comenzó a explicar Giulio—. Me dijiste que yo era el único que sabía sobre la luna y el sol ese día en Palazzo Vecchio. Creo que estabas acusándome. Por eso te largaste y no contestas mis llamadas. ¿Crees que yo estoy metido en esa mierda? ¿Por eso desapareciste por siete días? Pudiste darme la cara y hablarlo conmigo. ¿Desconfías de mí? —Giulio elevó el tono de su voz conforme expulsaba sus inconformidades.

Para empezar, Franco pensó que su compañero estaba actuando como una esposa celosa. Por otra parte, no esperaba dicha confesión. En realidad, nunca le pasó por la mente una teoría así de descabellada. La verdadera razón de sus palabras aquel día, se debía a que ese dato le dio la certeza de que algo más sobre su pasado tenía que ver con el secuestro de Isis. Pero, ya que lo mencionaba...

—¿Debería? —inquirió Franco, elevando una ceja.

—Sí. Deberías —respondió Giulio, encontrando su mirada con la de Franco—. Y lo entendería.

Franco sufrió de un repentino vacío en el estómago y se enderezó cuan alto era, en alerta.

—¿Qué quieres decir? —preguntó en voz ronca.

—Que, si yo fuera tú y tú mi hermano desaparecido, desconfiaría hasta de mi sombra —argumentó Giulio con solemnidad, sin apartar la mirada de Franco—. Y te buscaría como lo haces tú con ella. Por eso necesito saber que confías en mí, porque me está matando esta mierda.

El motivo por el que Franco volvió a sentir un tirón en el estómago fue por una razón completamente diferente a la primera. En esa ocasión, fue un dolor que lo empujó a decirle que lo quería. Sí, quería a ese idiota como un hermano y no podía pensar en que Isis se sintiera traicionada por ese hecho. Ella amaría el modo en que Giulio lo cuidaba y lo quería.

Franco le sostuvo la mirada, obligado a tragar saliva, debido el maldito nudo que se le formó. No, no iba a decirle que lo quería, ni le daría un abrazo y besaría sus mejillas. Ese no era su estilo.

—Eres un imbécil, Giulio —dijo Franco, recuperando la compostura. Regresó la vista al horizonte, al tiempo que metía las manos a los bolsillos del pantalón, estrechando los ojos por los rayos del sol. Ese era su modo de querer—. Tú y Benedetto son lo único que realmente he tenido durante este tiempo. Mi relación con él es estrecha, pero tenemos un objetivo en común: poder. Nuestra lealtad y respeto tienen una justificación basada en algo superficial y por gratitud. Además, no soy estúpido. Mi apellido representa soberanía para él. —Miró a su amigo fugazmente por el rabillo del ojo, descubriendo que lo estaba observando con confusión—. Lo que tienes conmigo es diferente. Tú eras un huérfano que sufría de hambre y frío cuando te conocí. Y yo era un huérfano que venía de ver cómo asesinaron a sus padres a sangre fría. Nos unió y nos une la soledad. A estas alturas, no puedo esperar que hagas algo en mi contra. Quizá pueda ser un error y esté pecando de ingenuo o soberbio, pero confío en ti, porque si no me respetas y me guardas lealtad, al menos espero que me tengas miedo. Y no me gustaría que estuvieras conmigo por temor... A ti también te buscaría hasta el cansancio si alguna vez te perdiera. —Terminó de exponer Franco.

Para asombro del propio Giulio, no se emocionó con las palabras de Franco. Al contrario, se enfureció. ¡Todo el tiempo estuvo preocupado y ni siquiera había podido tener sexo por estar pensando en eso!

—Mierda. ¿Entonces nunca desconfiaste de mí? —preguntó Giulio totalmente asombrado y rabioso.

—No —respondió Franco sencillamente.

—¿Y por qué no me lo dijiste? ¿Entiendes que no he dormido por siete días y seis noches esperando que llegues a mi cuarto amenazándome a punta de pistola? —dijo Giulio, rayando el dramatismo—. Al menos pudiste haber atendido a una de mis llamadas o decirme qué mierda hablaste con ese tipo.

—No sabía que necesitabas una aclaración —dijo Franco con tranquilidad—. Y deja de exagerar. ¿No escuchaste lo que me dijo por el auricular?

—No. Jodiste el micrófono con tu sadismo —reprochó Giulio.

—Solo para que quede claro. —Franco sacó la navaja del pantalón, la abrió y señaló a Giulio con esta—. Así como no dudaría en buscarte, tampoco dudaría en matarte si me traicionas. ¿Lo entiendes?

Giulio estrechó los ojos, oscilando la mirada entre la navaja y Franco. A continuación, de la nada, sonrió completamente complacido. No le tenía miedo. Y no solo lo respetaba, admiraba su carácter.

—Lo entiendo —gruñó Giulio y apartó de un golpe la mano de Franco—Dime qué hablaste con ese hombre. ¿Por qué desapareciste tanto tiempo?

—Ahora no. —Jean guardó la navaja y le ofreció un cigarro a Giulio.

—No. Gracias. Prefiero los mentolados —dijo Giulio, sacando sus propios cigarrillos.

—Te vas a quedar estéril —le advirtió Franco, un tanto entretenido.

—Que Dios me bendiga. Odio los condones.

De pronto, el sonido de un disparo retumbó en los alrededores, y una bala golpeó la estatuilla de un ángel en medio de la fuente, despostillando el mármol. Eso ocasionó que Franco y Giulio instintivamente se agazaparan.

Y entonces, más balas comenzaron a caer en su dirección.

—Mierda —gruñeron al unísono. Apenas alcanzaron a ver a los intrusos.

Ambos se aventaron detrás de la fuente, cubriéndose de los nuevos tiros que arremetieron cerca. Algunos otros disparos llegaron a las columnas de mármol y de granito en el porche, y otros a la puerta de la Villa.

Más de una docena de hombres vestidos de blanco, con la cara cubierta con máscaras venecianas, corrían a través del gran jardín apuntando y tirando. La mayoría de los intrusos se escondió detrás de unas estatuas antes de cruzar la vereda para el uso de los vehículos.

—Rebeldes. —Franco se encogió cuando una bala golpeó el suelo a un lado de él—. Espero que no tengas hambre —ironizó. Asomó la cabeza rápidamente por un lado de la fuente y la volvió a su sitio. Ese periodo de tiempo le dio oportunidad de contar a siete insurgentes en el flanco derecho. Iba a necesitar una cuenta por parte de Giulio.

Quince hombres vestidos pulcramente de negro salieron por la puerta principal de la villa, en defensiva; entre ellos estaban Vito y Antonio. Con destreza, comenzaron a contraatacar. Vito iba al frente de esos hombres, dándoles instrucciones y gritando posiciones. Se agachó cuando una munición casi lo alcanza, y la bala terminó haciendo un agujero en la puerta de madera detrás de él.

Los tiros de la guardia Casiraghi parecían precisos. Se podía apreciar la fluidez de los hombres de Franco mientras corrían, se cubrían y disparaban. Asimismo, las detonaciones del enemigo incrementaron.

Vito se agachó, cubriéndose detrás de un pequeño muro, y Antonio se resguardó detrás de una columna. Todos sus demás hombres se agazaparon y comenzaron a correr por los flancos cubiertos de arbustos y árboles.

Giulio se asomó por encima de la fuente e hizo su conteo.

—Tengo nueve a las tres. —Giulio volví a encogerse, dentro del apuro en sacar su arma del bolsillo trasero del pantalón. La cargó y volvió a echar un vistazo hacia el terreno en batalla. En ese momento, vio como un hombre enmascarado cayó sobre su estómago, gracias a dos municiones que impactaron asertivamente en su pecho. Encontró a otro enmascarado apuntando en su dirección. Con precisión le proyectó una bala en el pecho y otra en el brazo, fulminándolo.

—Me cago en la puta —rugió Franco palpándose el pantalón y el saco, entendiendo con rabia que no llevaba encima su arma. Estúpidamente la había dejado en el auto. No esperaba esa intromisión. Y solo decía palabras malsonantes cuando la ocasión lo ameritaba.

—No tienes puta pistola —reprochó Giulio regresando a su lugar de resguardo. Se apuró en colocarse el auricular, que sacó del pantalón, y encendió el micrófono que siempre llevaba puesto en el cuello de la camiseta.

—¡Franco! —gritó Vito.

Eso llamó rápidamente la atención de Franco.

Vito le lanzó un revolver que aventó con la punta del pie. Esta se deslizó por las escaleras y se detuvo a unos buenos metros de distancia de Franco. Varios misiles colisionaron cerca del objeto angular.

A esas alturas, el aroma a pólvora ya era más que evidente.

Giulio volvió a salir de su escondite, y analizó con rapidez el perímetro, identificando a los hombres fuera de resguardo que seguían disparando.

—¡Ve! ¡Ve! ¡Te cubro! —le gritó Giulio a Franco, asesinando de un tiro en la cabeza al hombre que había desviado la puntería de su arma hacia ellos.

Franco se arrastró por el adoquín de la vereda hasta que logró alcanzar el arma. Para cuando la tuvo en sus manos, regresó detrás de la fuente. En ese instante una bala impactó a pocos milímetros de su rodilla.

—¡Vienen más! —gritó un guardia saliendo de la Villa.

Otros cuatro hombres salieron detrás de él, apuntando y disparando. Del lado enemigo se sumaron más proyectiles.

Franco tuvo que desatarse el nudo de la corbata, con apremió, y se desajustó buena parte de los botones del saco. Cargó su arma y se asomó por el filo de la fuente. Con destreza, impactó un misil en la frente de un hombre que corría hacia uno de sus esbirros. El hombre enmascarado cayó y el esbirro disparó a otro insurgente que había salido de detrás de una estatua.

A partir de ahí, ya fue casi imposible distinguir desde que ubicación llegaban los disparos.

Limaduras del mármol de la fuente cayeron sobre las cabezas de Franco y Giulio. Y una tanda de disparos llegó mucho más cerca de ellos.

—¡Tenemos que entrar! —bramó Franco, encogiéndose ante el proyectil que impactó en el árbol que tenían enfrente.

—¡No te escuchan en el canal! —exhibió Giulio, acuclillándose. Se puso de pie, se giró y acabó de inmediato con un enmascarado que disparaba en su dirección—. ¡Vito! ¡Fabio! ¡Cúbranme! —ordenó a través del micrófono—. ¡Voy a llevar al jefe dentro! —Se agachó esquivando una bala y dio un par de pasos hacia atrás, con la espalda ligeramente encorvada —. ¡Antonio, por el flanco izquierdo! —volvió a ordenar—. ¡¿Dónde está tu equipo de comunicación, Franco?!

—¡No estaba en operación! —Franco se asomó de nuevo por un lado de la fuente. Con una puntería admirable, acabó con tres enmascarados que habían puesto su atención en Giulio—. ¡Vamos! —gritó. Se levantó y comenzó a correr hacia el lateral izquierdo del jardín.

Giulio lo siguió, trotando en reversa para cubrir a su jefe de cualquier bala que pudiera impactar contra él. Como el excelente segundo que era, acabó con otros dos hombres. Uno cayó cerca de la fuente y el otro se desplomó sobre una jardinera.

—¡Creo que estás perdiendo tu toque! —se atrevió a decir Giulio por encima del sonido de los disparos, sin dejar de prestar atención a los enmascarados. Miró hacia atrás rápidamente, para asegurarse que su jefe y amigo siguiera corriendo y a salvo, y volvió inmediatamente la vista al frente. Lo alivió ver que había más hombres vestidos de blanco en el piso.

Para esto, Franco advirtió a un hombre por su periferia izquierda. Proyectó un misil en esa dirección, pero el enmascarado evadió la bala, y apenas rozó su brazo.

Giulio y Franco se escondieron detrás de un manzano cerca del porche de la villa, quedando hombro a hombro. Ambos respiraban agitados. Tenían que entrar a la Villa lo antes posible, pero los disparos viajaban por doquier. Un par de sujetos de negro yacían inmóviles muy cerca de ellos; eran sus hombres.

—Estoy pensando seriamente en cambiarme de bando. —Giulio recargó la cabeza en el árbol, tomando un respiro.

Franco, como respuesta, disparó a los pies de Giulio. El agredido saltó en su lugar.

—Serás hijo de puta... —gruñó Giulio.

—¡Tenemos la entrada cubierta! —vociferó Antonio al tanto de que Franco no llevaba su auricular y micrófono.

Franco y Giulio corrieron agazapados a lo largo del porche. Hubiesen podido rodear la Villa para evitar los proyectiles de esa zona, pero así solo hubieran quedado más expuestos. La mayoría de los guardias estaban concentrados en la parte frontal de la residencia. La puerta de la entrada se abrió y los dos avanzaron al interior, apresurados.

El sonido de los proyectiles quedó amortiguado cuando la puerta se cerró.

Franco encontró a Benedetto al pie de las escaleras, dando indicaciones a una parte de la guardia Di Santis.

—¿Dónde está Susanna? —lo interrogó Franco, llegando hasta él.

Giulio se quedó detrás de Franco, escuchando y dando órdenes por el micrófono que casi había perdido entre tanta agitación.

—En el cuarto aislado —contestó Benedetto. Estaba alterado y se había quitado los lentes de sol, mostrando sus ojos castaños llenos de frustración—. ¿Cómo demonios pasaron la primera guardia? Y tú... —gruñó enviando su rabia hacia Giulio. Lo tomó del cuello de la camiseta violentamente y lo sacudió, dejando su rostro tan pegado que casi rozó su nariz—. Me expuse para salvar tu culo. Tu cara estaba en los informes de la jefatura como implicado. —Ya había perdido toda la templanza por la que se caracterizaba.

Giulio se cuadro cuan alto era, sin permitirle a Benedetto amedrentarlo. Estrechó los ojos, levantó la barbilla y chirrió los dientes.

—Ey, cuidado. —Franco se colocó de cara a Benedetto. Giró hábilmente la pistola entre sus manos y, con la culata, presionó el pecho del adulto mayor—. Es mi hombre, no tuyo. Suéltalo —demandó en voz baja y sumamente peligrosa, estacionando esos ojos azules en los de su veterano protector.

Podían ser aliados y tener una relación casi fraternal, mas el dominio de Franco sobre sus hombres era exclusivo de él, y no le gustaba que nadie, ni siquiera el mejor amigo de su padre, pusiera en duda la autoridad que tenía sobre ellos. Y, por encima de todo, Giulio era de suma importancia en su vida, y merecía el mismo respeto que él.

Ambos sostuvieron una batalla silenciosa por varios segundos, hasta que Benedetto soltó bruscamente a Giulio, liberando un gruñido exasperado.

—Ponte al frente del escuadrón que está en el foso y que resguarden a los jóvenes —le ordenó Franco a Giulio sin apartar la mirada de la de Benedetto.

—Entendido. —Giulio le dio una mirada de advertencia a Benedetto, antes de correr hacia la parte trasera de la Villa. Ya después se darían tiempo para limar asperezas.

—Esto es por Cavalcanti —le recordó Franco a Benedetto, acomodándose la pistola en la cinturilla del pantalón—. Del modo que fuera nos iba a salpicar la mierda.

Uno de los cristales más grandes de la ventana estalló y miles de esquirlas volaron por los aires. Muchas de ellas golpearon los rostros de Benedetto y Franco. Franco se cubrió con un brazo y Benedetto se agachó, maldiciendo que le dolieran las rodillas.

—¡Arriba, jefe! —gritó el guardia principal de Benedetto, llamado Lorenzo, desde la parte superior de las escaleras—. Tenemos cubierta la zona trasera. ¡Franco! ¡Tus hombres están de camino!

Benedetto corrió escaleras arriba, cubriéndose la cabeza con el brazo.

Franco corrió detrás de él, echando una rápida mirada hacia sus espaldas. Le agobiaba la dirección que estaban tomando las cosas. Gruñó de impotencia y regresó los pocos escalones que había ascendido, empuñando nuevamente el arma.

—Dame municiones —exigió Franco al esbirro de Benedetto.

—¿Qué haces? —le preguntó Benedetto, deteniéndose a mitad de las escaleras.

—Tomar el control —aseveró Franco. De inmediato, atrapó en el aire el peine lineal que le lanzó Lorenzo, quien seguía esperando a Benedetto en la planta alta.

Lorenzo y Franco se dedicaron una sonrisa cómplice. El señor Casiraghi era admirado y respetado no solo por sus hombres. Cabría resaltar que Lorenzo era hijo de Carlo, el antiguo y difunto chofer de los Casiraghi.

Franco corrió hacia una de las ventanas que explotaron segundos atrás, y se asomó fugazmente, contando tres sujetos enmascarados cerca de la fuente. Dos de los suyos le dificultaban una puntería perfecta. Tomó aire y volvió a asomarse por la ventana. Primero disparó al disfrazado más expuesto y este cayó inmediatamente en el interior de la fuente, salpicando agua. Después, se centró en uno que intentaba apuntar al mismo tiempo que se sostenía un brazo manando sangre. Apretó el gatillo y le dio en el pecho, ocasionando que el insurgente cayera sobre su espalda. Al tercero lo fulminó con una bala en el ojo, aprovechando que Vito, el que interrumpía su periferia, se había hecho a un lado. Tras eso, terminó con la vida de cuatro más, pero le encrespó que parecía no terminarse esa horda de rebeldes.

Imprevisiblemente, una cuadrilla de hombres de negro arribó en el jardín, por los dos costados, procedentes de la parte trasera. Franco alcanzó a escuchar la voz de Giulio al mando.

Uno a uno los enmascarados fueron cayendo. El jardín se llenó de siluetas negras corriendo y ocultándose. La precisión de cada tiro consiguió que el número de rebeldes disminuyera considerablemente. En ese momento, Franco pensó que el sonido de cada proyectil era música para sus oídos.

Así que, como disfrutaba más de lo que parecía el tomar vidas ajenas, lanzó el último disparo. Le dio justo en la nuca al hombre de blanco que corría en retirada. La cabeza del tipo dio una sacudida hacia atrás y, de inmediato, cayó con las piernas dobladas bajo su cuerpo, ensuciando el perfecto adoquín con un gran charco de sangre que se extendió rápidamente.

La pequeña cantidad de rebeldes que quedaron con vida salieron corriendo del recinto, cubriéndose de los disparos que todavía estaban recibiendo.

Franco se desplomó contra la pared y se sujetó la cabeza. El pecho le subía y bajaba con brusquedad, y un mechón de cabello le caía sobre la frente, dándole un aire más vulnerable. Entonces, se restregó los ojos con el talón de las manos, soltando inmediatamente su arma.

Cada vez veía más difícil poder lograr sus planes. Entre su reyerta por la alcaldía, los rebeldes intentando apoderarse del sistema de gobierno, y la situación de su hermana, le parecía que se estaba alejando de su propósito y de él mismo. Lo único que deseaba era encerrase en su ático, cerrar los ojos y recordar como su madre le cantaba lindas canciones antes de dormir. Siempre la echaba de menos, y a Dante. Extrañaba a su padre arropándolo y diciéndole que sería su orgullo cuando se convirtiera en un hombre, después de apagar la luz y dejarlo dormir. ¿Cómo hubiera sido su vida si sus padres siguieran vivos? No tuvo tiempo de responderse.

Giulio entró sosteniendo una máscara, con Vito a sus espaldas. En cuanto descubrió a Franco tirado en el piso se la aventó, dándole una patada en una de las rodillas.

—Joder. Ahora ya no eres tan guapo. —Se asombró Giulio al ver el aspecto de Franco. Con entretenimiento, se acuclilló a su lado y le presionó con saña el pulgar en una lesión que le sangraba sobre el pómulo casi a la altura de la cicatriz. Su actitud despreocupada lo hizo lucir como si recién llegara de un día de campo.

Franco le dedicó una mirada asesina, apartándole de un golpe la mano.

—Deja de jugar y ponte a trabajar —exigió Franco. Se puso de pie y le aventó la máscara en el pecho—. Dame números. Los insurgentes que encuentren con vida los quiero en el sótano, seguro la policía viene de camino. Tienes cinco minutos para hacerlo. Somos miembros del gobierno, no hay nada que ocultar de lo ocurrido ante las autoridades. Y cierra el foso.

Giulio aceptó sin rechistar y se llevó a Vito con él de regreso al jardín.

Benedetto bajó en ese momento por las escaleras, colocándose los lentes de sol. Su andar era fluido y elegante en cada escalón que bajaba, como si unos segundos atrás no hubiesen estado a punto de acabar con su propiedad. Ni siquiera parecía preocupado. Habían ido ahí por él, por haber expuesto al alcalde finado, y no le interesaba. O al menos intentaba aparentar que no lo hacía.

—Hombres caídos —le exigió Benedetto a Lorenzo.

Lorenzo asintió y salió por el mismo lugar que Giulio y los demás.

—Estuviste desaparecido por siete días, Franco —expuso Benedetto con cierto matiz de reproche—. Y eso nos ha dejado un poco vulnerables.

Jean siguió con la mirada los pasos de Benedetto, guardando silencio, hasta que lo tuvo frente a él.

—No quiero que pienses que estoy culpándote —prosiguió el hombre mayor, colocándole afectivamente una mano a Franco en el hombro—. En la comida te vi ausente. Lo que quiero decir es que, cualquier cosa que te esté perturbando, la solucionemos o la guardes para después, hijo. Hemos trabajado por años para esto.

Sí. Franco sabía que el hecho de haber estado oculto por tantos días traería consecuencias, pero en su momento no tuvo oportunidad de comprenderlo. Tan oscuro fue su infierno de una semana, que incluso perdió la noción del tiempo. Solo se dio cuenta de ello, hasta que uno de los encargados de trasportar con los sicilianos la mercancía al norte de Europa le envió un mensaje confirmando la transacción. De no haber sido por eso, tal vez seguiría en las sombras. Con honestidad, y muy probablemente, aquel encuentro hostil hubiese tenido un desenlace menos alentador si se hubiera ausentado por más tiempo.

En efecto, Franco estaba perdido.

—Recibí una nota sobre mi hermana —confesó inesperadamente Franco.

—¿Qué? —preguntó Benedetto quitándose las gafas, evidenciando su asombro—. ¿Una nota sobre qué? Nunca...

—Me citaron para darme información de ella —lo interrumpió Franco—, pero no tenían nada para mí. Al menos nada en concreto.

—Si fuiste solo a ese encuentro te confieso que me parece muy impropio de ti... —masculló Benedetto.

—Parece que no me conoces —amonestó Franco—. Giulio fue conmigo. Y ahora no sé en dónde estamos. Necesito que me ayudes a saber si había alguien más trabajando con los Koslov en ese entonces.

—Ya cruzamos por ese camino, Franco —le recordó Benedetto con aflicción. No olvidaba al niño indefenso que llevó a su casa, y lo mucho que le dolió ver así al hijo de su mejor amigo y aliado. Había hecho de todo para dar con algún dato importante que los guiara hacia Isis, pero jamás encontraron nada. Él también había deseado vengar la muerte de los Casiraghi—. Veré que puedo encontrar... A lo mejor damos con algún clan en enemistad y puedan vendernos un poco de información. Pero, Franco, no me dejes fuera. Estamos juntos en esto, ¿de acuerdo? —le reprendió paternalmente, dándole unas suaves palmadas en la espalda.

—Bien —aceptó con solemnidad, dándole un asentimiento de cabeza—. Gracias.

—No eres mi hijo... pero te quiero como a uno —confesó el hombre mayor. No se dio cuenta de que Vittoria había entrado en ese momento a la residencia y logró escucharlo.

La pelirroja se guardó las ganas de llorar, levantó la barbilla y dio un par de pasos más dentro de la residencia.

—Papá... —lo llamó con un hilo de voz. Simultáneamente, lo estudió de pies a cabeza, verificando que no tuviera ningún daño.

Benedetto y Franco voltearon al mismo tiempo hacia ella.

—Cariño. ¿Qué haces aquí? —preguntó su padre, acercándose a ella.

—Estaba cerca de aquí cuando me enteré de lo que estaba pasando —confesó ella. No pudo reprimir más sus ganas por echarse a llorar. Lo abrazó escondiendo el rostro en su pecho y apretó, tanto como le resultó posible, los brazos entorno a él—. ¿Estás bien?

Franco apartó la vista de aquel encuentro, incapaz de soportar la fragilidad de Vittoria en esos momentos. La prefería odiosa porque así era mucho más fácil aborrecerla.

—Estoy bien, cariño. —Benedetto la tranquilizó besando su frente. Le tomó el rostro con ternura y lo alzó hacia él, instándola a que lo mirara—. Pero no debiste acercarte todavía, Vittoria.

—No piensas —interfirió Franco—. Si hubieras llegado cuando seguíamos en batalla...

—¡Ya lo sé! —Vittoria explotó y soltó a su padre—. Sí pienso, idiota. Esperé a que estuviera despejado —informó como si tuviera grandes conocimientos sobre ello.

Franco elevó una ceja llena de sarcasmo, y la observó, regalándole una seductora sonrisa arrogante que solo curvó un lado de su boca. Sus ojos se encontraron y se quedaron así por varios segundos. El esmeralda contra el zafiro, una batalla digna de dos duras piedras preciosas.

A Jean Franco siempre le gustó como se coloreaba de rosado la nariz de Vittoria cuando lloraba. Tuvo un inoportuno impulso por acariciar esa zona y hacer que el sonrojo fuese por otro motivo.

Entre tanto, Vittoria descubrió la herida en el pómulo de Franco. Siendo imprudente, pensó que lucía demasiado atractivo con esa marca; le daba un aspecto muchísimo más seductor. Ciertamente, la cicatriz que Franco mostraba en esa misma zona, siempre enfatizó ese aire peligroso que presumía. Las yemas de los dedos le picaron por acariciarle la herida y sanarla.

Vittoria perdió esa contienda contra Franco desviando la mirada, y volvió a centrar su atención en su papá.

—¿Dónde está mamá? —pidió saber ella, tomando del brazo a Benedetto.

—Arriba. Llevémosle un té de tila. Creo que no ha terminado de acostumbrase —dijo Benedetto caminando del brazo de su hija, rumbo a las escaleras.

Giulio entró en ese instante, apresurado, y se encontró frente a frente con Vittoria y Benedetto. Aún seguía llevando esa estúpida máscara veneciana en las manos. Ignoró la mirada del hombre y se le quedó viendo a Vittoria de un modo extraño, como si le estuviera reclamando algo en silencio.

Vittoria bufó deshaciéndose de la mirada de Giulio y subió las escaleras, haciendo una cómica rabieta. El modo en que sonaron sus tacones en los escalones la convirtió de nuevo en la niña berrinchuda y terca que Franco odiaba.

Benedetto siguió a su hija, pero se detuvo a mitad de las escaleras, y dijo—: Espero que ambos usen smoking el miércoles. Este año mi cumpleaños será especial. —Y con eso, retomó su camino, dejando a Franco y Giulio a solas en el vestíbulo.

—¿En serio celebrará su cumpleaños? —preguntó un incrédulo Giulio, acercándose a Franco—. Casi lo dejan sin Villa.

A Jean no le sorprendió que Benedetto siguiera planeando su cumpleaños número sesenta y uno, le hubiese asombrado que no lo hiciera.

La vida para ellos seguía sin importar el número de muertos en un enfrentamiento, la cantidad de daños a sus viviendas, o lo que tuvieran detrás, como unos rebeldes que ahora estarían en inferioridad de ventaja. Habían declarado abiertamente la guerra al atacar la residencia del jefe de Gobierno. Era frívolo, pero su estilo de vida los obligaba a seguir con su día a día como si nada les afectara. En realidad, no deberían empatizar con la mayoría de la gente a su alrededor ni tomarles mucho cariño a sus propiedades, pues en cuestión de segundos podrían quedar calcinadas, como la Villa Casiraghi.

De todos modos, no le parecía apropiado que, al estar en el ojo de los liberales, Benedetto celebrara ese evento. Sería volver a ponerse como un blanco fácil, a menos que, estuviera tramando algo que no había hecho aun de su conocimiento. Ya tendría ocasión para indagar en el asunto. Por el momento, le intrigaba otra situación un tanto curiosa.

—¿Qué te pasa con Vittoria? —le preguntó Franco a su segundo, demostrando que se dio cuenta del modo en que se miraron. La mayoría de las veces Franco era muy observador, y eso le facilitaba su labor.

—¿Qué me pasa de qué? —preguntó Giulio, cubriéndose la cara con la máscara.

—Te miró del mismo modo en que me ha estado mirando a mí desde hace muchos años—argumentó Franco—. Siempre han sido buenos amigos.

—Ah. Eso. —Giulio se quitó la máscara—. Es que nos acostamos —contestó tranquilamente—. El San Marcos es algo afrodisiaco. Me hubiera gustado repetir, pero fue un poco deprimente el modo en que todo acabó. Cuando la hice venir, gritó tu nombre. ¿Ya quieres tus informes?

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