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CAPÍTULO 48

—Vaya, Vaya... El hijo prodigo ha vuelto —dijo Liandro con voz ronca y distorsionada, dejando aún más en evidencia su estado etílico.

De pronto, notó el objeto veneciano que Franco llevaba en una de las manos. Un atisbo de miedo, fugaz y casi imperceptible, surcó a través de su mirada. Fue tan efímera la emoción, que le dio tiempo de ocultarla detrás de una horrible sonrisa que desfiguró su ebrio rostro.

—No sabía que, además de huérfano, eras un sucio ladrón— añadió Liandro siendo sarcástico.

Como se ha mencionado antes, Jean Franco siempre se caracterizó por el temple que empleaba en cualquier tipo de situación, ganando así ventaja al no exhibir sus emociones y no delatar sus intenciones. Ese instante fue crucial para el autodominio que practicó por años. Fue suficiente con escuchar el timbre de voz de Liandro para que todos sus demonios se desataran y comenzaran a exigir ser libres. Pero se mantuvo en potestad de sí mismo. Alterarse solo lo hubiese expuesto vulnerable.

—Eres parte del movimiento rebelde —dijo Franco, aventándole la máscara a Liandro. Su voz fue llana, como si hubiera estado practicando esa frase durante mucho tiempo.

Liandro no atrapó la máscara, prefirió seguir bebiendo. En esa ocasión sí tuvo éxito al agarrar el vaso y beber todo el contenido restante.

—Para ser más exactos, soy el líder del movimiento rebelde —dijo Liandro enorgullecido, limpiándose la boca con la manga de la camisa.

Bien, esa información fue inesperada y algo hilarante para el cerebro de Franco. No se descompuso por la noticia, sin embargo. Dejó el sobre encima del estante más próximo a él, y dio un par de pasos calculados.

—Yo seré más preciso. Eras el líder—. Franco sacó el arma que llevaba dentro del saco y apuntó en seguida hacía Liandro.

Liandro también empuñó un arma que sacó del bolso de su pantalón y apuntó en dirección a Franco. En su ebrio rostro se podía advertir una nota burlesca que hacía brillar su desenfocada mirada.

Giovanni sacó también su arma, direccionándola hacia el menor de los Di Santis. Liandro podría no estar siendo una amenaza de verdad, ya que su puntería era inestable, pero también era un gran peligro pues sus acciones eran imprevisibles.

—¿Qué haces? —le preguntó Franco a Liandro. El tinte de su voz fue casi condescendiente.

—Sabía que era cuestión de tiempo para que descubrieras toda la verdad. —Liandro dio un par de pasos en reversa, ubicándose detrás del escritorio. La mano con la que sostenía la pistola le temblaba ligeramente, pero el dedo índice lo llevó al gatillo y con el pulgar le quitó el seguro—. No voy a darte la satisfacción de matarme o torturarme. Sé quién eres, Jean Franco, y lo que quieres.

Giovanni se preparó para disparar, adelantando algunos pasos a su jefe.

—Deberías bajar la pistola, te ves ridículo —dijo Franco con calma. Dos contra uno era una apuesta segura a su favor—. No pienso que seas capaz de matarme, Liandro. Solo te estás avergonzando.

—¡Cállate!! —De un segundo a otro, Liandro enloqueció. Su rostro se contrajo de furia y el cuerpo entero comenzó a sacudírsele como si tuviera pequeñas convulsiones. Podía ser síntoma de su estado de ebriedad, pero había algo más. El miedo disfrazado de valentía se mostró a través de sus fosas nasales dilatándose bruscamente. La piel en su cara disipó una buena cantidad de color. Y había perdido casi por completo el enfoque en la mirada—. ¡Paolo arruinó mis planes! Él es la vergüenza. Le dije que harías cualquier cosa por tu hermana cuando descubrieras que estaba con vida. Solo tenía que esperar un poco para que le entregaras toda tu fortuna, ¡y después tenía que eliminarlos a los dos! Nunca debió dejarla libre. ¡Y tú ni siquiera moriste, maldita cucaracha! ¡Aléjense de mí porque no me van a poner ni una mano encima! ¡Mis dos hijos están muertos! ¡No me importa lo que pueda hacer Benedetto en mi contra!

­—Me pregunto quién pudo estarle suministrando cocaína gratis a Renato ­—dijo Franco, retando la inestabilidad emocional de Liandro con su cinismo.

—¡Fuiste tú! ¡Eres un hijo de puta! ­

Franco estrechó la mirada sobre Liandro sin bajar el arma. Como, obviamente, Liandro había enloquecido, era capaz de tirar del gatillo sin querer y herirlo en alguna parte del cuerpo. Eso arruinaría todos los procedimientos de tortura que maquinó en su mente de camino a la Villa. De igual manera, se regocijó con una media sonrisa maliciosa. Por supuesto que era un hijo de puta, y muy inteligente y calculador también. Renato murió por su causa y le satisfacía tanto como odiaba al hombre frente a él.

Con cuidado de no alertar al menor de los Di Santis, Franco bajó la dirección con que apuntaba el arma hacia la pierna de Liandro. Le sería suficiente un minuto de distracción para atinarle una bala en la rodilla y que así dejara de jugar al homicida valiente.

—¿Realmente creíste que Paolo cumpliría con cualquier parte de su trato? —inquirió Franco, quitándole muy sutilmente el seguro al arma. Rezó para que no se escuchara el pequeño chasquido que ocasionó—. Aunque yo le hubiese entregado todo, tú jamás hubieras visto ni un solo euro mío en tus manos. Paolo no es de fiar. Te equivocaste de bando.

—¡Eso ya no importa! —Liandro liberó una risa demente, al mismo tiempo que presionaba con más fuerza la culata de la pistola. La mano no dejaba de temblarle y se alcanzaban a notar pequeñas gotas de sudor adornándole la frente—. ¡Yo gano! ¡Sigo ganándote!

—Es evidente que no. —El modo en que Franco pronunció las palabras dejó entrever lo bien dominado que tenía el campo de autocontrol. Que Liandro le estuviese dando algunos detalles de lo que había planeado hacer con él y con su hermana lo alteró, y lo notó en el ritmo errático con que comenzó a bombear su corazón. Pero, seguía impasible, como si nada pudiera afectarlo—. Por eso dejaste esos videos de mi hermana para mí con todo lo que hicieron, lo que tú le hiciste. Me parece un acto demasiado pobre y desesperado de un miserable conformista y perdedor.

Liandro volvió a reírse, en esa ocasión con más potencia, y sus ojos se afilaron en dirección a Jean Franco, como si un demonio menor se hubiera apoderado de él.

—¡¿Lo que yo le hice?! ¡Lo que tú le hiciste! ¡Si hubieras muerto en Grecia ella no hubiera sufrido así! —confesó Liandro fuera de sí.

—Jefe... Solo mátelo —le dijo Giovanni a Franco al oído. Aunque no pudo ver la furia de Franco, sí la percibió. Nadie ignoraba que el tema de Isis perturbaba a su líder.

—¡Ella iba a estar tan agradecida conmigo porque casualmente la encontré vagando por las calles! —vociferó Liandro, luciendo más desquiciado que segundos atrás. Ahora gotas de sudor corrían rápidas sobre toda su cara—. Me hubiera amado como a un padre y yo la hubiera amado como a una hija. ¡Juntos íbamos a hacernos cargo del imperio Casiraghi en ruinas! ¡Pero tú no moriste!

A Franco comenzó a trastornarle el rumbo de las confesiones de Liandro. No temía de ese aspecto desquiciado que exhibía. No. Tuvo miedo de lo próximo que podría escuchar. Se le formó un nudo en la garganta y los zafiros que eran sus ojos casi tomaron la misma apariencia demente que mostraban los de Liandro. La mano que tenía entorno a la pistola la presionó con más ímpetu en la culata, ocasionando que la fuerza hiciera temblar su extremidad.

—Todos los lujos, las comodidades y la libertad de la que gozaste todos estos años los destiné para tu hermana —continuó Liandro, entre cacofonías de ligeras risas irónicas—. Y tú se lo arrebataste. ¿No te parece gracioso, Jean Franco? El mismo día que iba a fingir que la encontraba vagando por las calles, Benedetto recibió esa maldita llamada de servicio social. Un niño de ojos azules que decía llamarse Franco había dado sus datos. ¿No es lamentable también? Arruinaste mis planes y la vida de tu hermana.

—Cállate... —dijo Franco en un susurró amenazante. Remembranzas de aquella época lo abordaron.

Todos los días de su miserable y triste vida, rememoraba aquel fatídico día en Grecia y lo días siguientes. Al despertar, al medio día, a la hora de la comida o en la ducha, siempre lo invadía un flashazo de lo que sucedió. El pasado lo torturaba día y noche, pero había aprendido a vivir con ello y, en consecuencia, nunca exhibió su sufrimiento a los demás. No obstante, que Liandro lo retara de ese modo, como si fuese un juego entretenido, lo trastocó. Escuchar lo inimaginable convirtió sus recuerdos en algo mucho más retorcido.

¿Cómo se combatía a lo desconocido? Franco nunca se había sentido tan lleno de impotencia, rabia y dolor como en ese momento. El odio que mantuvo su sangre hirviendo por tantos años comenzó a consumirlo, mas no podía darle la satisfacción a Liandro de verlo perder la razón y aquella guerra. Ese vil ser humano no debía descubrir que sus palabras parecían lograr el propósito de alterar lo, supuestamente, inalterable.

El menor de los Di Santis nunca tendría que saber que, con esas viles confesiones, había guiado a Franco a través de un túnel del tiempo, transformándolo en aquel niño de nueve años.

Por algunos segundos, Franco se sintió como ese huérfano que perdió casi el alma entera con la muerte de sus padres y de su amigo Carlo. En ese instante únicamente estaba siendo el hermano al que le arrebataron el más grande amor de su vida. No hubiera sido extraño si se hubiese orinado en los pantalones. Recordaba el terror, la asfixia, el calor, el dolor, la soledad... Inclusive pudo ver el día exacto en que llegó a la villa de los Di Santis, lleno de pena y desesperanza.

Aunque el cuerpo de Franco quedó inmóvil mientras volvía a vivir la experiencia casi en carne viva, sus ojos sí delataron el calvario que sufría.

Liandro logró ver ese atisbo de tempestad en las pupilas tintineantes de unos zafiros como un iceberg. Casi se vanaglorió al haber logrado su cometido. Jean Franco Casiraghi estaba perdiendo la última batalla. Su objetivo ahora era quebrar la esencia de ese sucio huérfano prepotente. Lo que más odiaba Liandro de los Casiraghi era esa ponderación que los caracterizaba. Para lo único que vivió todos esos años fue para ver extinguirse esa majestuosidad que siempre presumieron los integrantes de esa familia maldita. Ya no necesitaba más.

—Isis Casiraghi debía ser la protegida de los Di Santis, no tú —dijo Liandro, burlándose de la amenaza de Franco. Su necesidad de dar explicaciones nacía de sus vehementes anhelos por herir a Jean Franco—. Tú nunca ibas a poder verme como a un padre y a mi hermano se le dio la oportunidad perfecta de tener el hijo que siempre deseó. Tú me orillaste a ser despiadado con tu hermana—. El beneplácito en sus palabras fue casi genuino—. Pero resultó mejor de lo que creí. La convertí en una hermosa dama elegante, educada, y digna de ser desposada por el mejor postor. Ella valía una fortuna con o sin apellido distinguido. Pero, Franco, lo hiciste mucho más divertido, interesante y conveniente cuando empezaste a engrandecer el imperio que dejó de tu padre. Elevaste su cuantía para mí, y me diste la oportunidad perfecta para terminar con lo que empecé.

Franco no supo en qué momento sus pies comenzaron a moverse en dirección a Liandro. Su mente estaba un poco extraviada entre las revelaciones y la culpa incrementándose. No podía ignorar las palabras dichas. Su cerebro y su roto corazón no se lo permitían. Vivió una vida llena de facilidades a costa de la tranquilidad de su hermana. Liandro tenía razón, siempre ganó desde que incendiaron la cabaña de Grecia y todas las propiedades. Y engrandeció su victoria en el transcurso de los años, con Isis libre o no.

Por otro lado, Liandro había dado pasos en reversa, y tampoco lo noto. Inconscientemente, se alejaba de la amenaza que la existencia de Franco suponía. Pese a que mostraba osadía, por dentro estaba aterrado.

Franco dejó de apuntarle con la pistola y recargó ambas manos en la superficie del escritorio. Se había inclinado lo suficiente para mostrarle al hermano de su protector, a través de la mirada, lo mucho que lo odiaba

—Hazlo, Liandro —dijo Franco, como si realmente le estuviese dando permiso—. Bendícete con mi muerte porque te juro que, si no lo haces, te daré veinte años de sufrimiento. Y cuando mueras te buscaré en el infierno para seguir torturándote. Haz hecho que me lamente no haber muerto en ese incendio, pero en mis manos tú vas a lamentar haber nacido.

Las pupilas de Liandro temblaron de miedo sobre la mirada llena de promesas tortuosas de Franco. Tragó saliva con gran dificultad y siguió caminando en reversa. Si bien, seguía sin bajar el arma como muestra de su cobardía, en su boca se grabó un gesto de placer que ni él hubiese creído de haber tenido la oportunidad de verse en un espejo. Su mirar no armonizaba con su sonrisa.

—Mejor baja aja el arma, Di Santis —exigió Giovanni entre dientes.

Franco se irguió en todo su poderío. Su pistola descansando sobre la mueblería se presentó como una extraordinaria alegoría de su soberbia. Sí, muy probablemente admitía en silencio que Liandro había conseguido una victoria desde el incendio, pero él tampoco perdía del todo. Una vez se humilló con el propósito de recuperar a su hermana, mas no pasaría de nuevo. No iba a mostrar sumisión frente a un cobarde que se valió de dos pequeños inocentes para lograr sus cometidos. Su mayor satisfacción, lo que podría ser un gran triunfo para una de tantas batallas, era ver a sus enemigos temblando de miedo por su simple cercanía.

—Asesíname —retó nuevamente Franco, obsequiándole una sonrisa siniestra—. Existe alguien más que desea torturarte por veinte años y una eternidad. Si me matas, le darás la excusa perfecta. ¿No te parece irónico? Soy la única razón por la que no te ha puesto una mano encima. Y yo voy a disfrutar desde el infierno ver cómo te arranca la piel... Él es un poco menos ortodoxo.

—Tu perro tatuado —dijo Liandro entre dientes.

—Él no le debe nada a Benedetto —aclaró Franco—. Y todos mis hombres me respaldan. ¿Quién te respalda a ti?

El gesto arrogante y lleno de cinismo de Franco, le recordó a Liandro la conversación hostil que mantuvieron en el cumpleaños de Benedetto. Con esas sencillas palabras le cercioró que estaba solo, porque ni siquiera su propio hermano metería las manos al fuego por él. Si asesinaba a Franco, de todos modos, viviría bajo su sombra. Aunque se escondiera, no podría hacerlo lo suficiente. El clan Casiraghi-Di Santis lo perseguiría hasta darle el infierno en la tierra.

—Mi hermano me aborrece por culpa de Dante —gruñó Liandro. Al mismo tiempo, sus pasos se pausaron cuando chocó de espaldas contra uno de los estantes—. Me lo quitó todo, por eso yo se lo quité todo a él.

—Tus celos por mi padre son una enfermiza y miserable excusa para todo lo que nos hiciste —dijo Franco, contenido.

—¿De verdad crees que todo esto fue por celos? —cuestionó Liandro. En un segundo cualquier tipo de emoción de desvaneció de su rostro—. Dante asesinó a mi madre.

—Eso es mentira. Vittoria Ferro murió por una bala perdida —aclaró Franco, un tanto desconcertado. Por alguna razón, la revelación de dudosa procedencia lo hizo titubear un poco. Su padre nunca hubiese sido capaz de hacer algo así.

—Una bala perdida siempre es muy conveniente para los que vivimos en este mundo —anunció Liandro llanamente. Ahora lucia como un robot. Incluso sus iris se opacaron, quitando cualquier tipo de resplandor—. Dante mató a Vittoria Ferro y le hizo creer a Benedetto que fui yo. Mi hermano me odia por su culpa.

—Mi padre era honorable con sus amigos —aseveró Franco. La mandíbula se le tensó al proclamar aquella frase. Nadie debía osar ensuciar la memoria de su amado y respetado progenitor.

—Ten cuidado, Jean Franco —dijo Liandro. Sabía que estaba en vísperas de vivir la vida más miserable de la existencia si quedaba en manos del Demonio de Florencia. Revelar o no secretos del pasado ya no tenía importancia para él—. Eres la perfecta versión de Dante y vas a traicionar a un amigo. Me encantaría quedarme para respaldar a mi hermano. —Volvió a sonreír, pero su gesto no expresaba ninguna clase de sentimientos.

Entonces, desvió la dirección del arma y se disparó en la sien.

El atronador ruido del disparo retumbó en las ventanas de la biblioteca y el lánguido cuerpo de Liandro cayó estrepitosamente sobre el costoso piso.

—¡No! —clamó Jean Franco justo después de escuchar el ensordecedor sonido de la detonación. Se meció ligeramente hacia adelante, como si con eso hubiese podido evitar lo inevitable.

—Pero qué mierda pasó —se escuchó decir a Giulio inesperadamente, a la vez que se adentraba en la estancia. Recién entrando a la biblioteca logró ver el modo en que Liandro se quitó la vida.

El desconcierto y la incredulidad envolviendo a Franco lo imposibilitaron para darle sentido a lo ocurrido. No podía creer que todo se redujera a una bala, a un segundo de duda y a un instante de distracción. Ciertamente, no lo vio venir.

Giovanni bajó el arma, también desconcertado. No le impactó la muerte sucediendo ante sus ojos, ya lo había presenciado incontables veces. Lo que le resultó inverosímil, fue el modo en que le arrebataron a Franco su posibilidad de venganza. Sus compañeros habían estado trabajando en acondicionar en sótano para el uso exclusivo de Franco y Liandro.

En tanto la mente de Franco procuraba procesar lo sucedido, Giulio terminó de entrar a la biblioteca.

Había llegado en el preciso instante para atestiguar cómo Liandro se suicidaba, lo que le hacía cuestionarse si llegó tarde o en el mejor momento. De igual manera, no pudo evitar ese cosquilleo de regocijo en el estómago al ver el cuerpo sin vida de Liandro. Y al instante, se sintió culpable porque sabía que Jean Franco deseaba torturarlo tras averiguar la verdad. Él mismo había imaginado las infinitas posibilidades para darle dolor hasta que rogara por la muerte. Así funcionaba el proceso de venganza por daños personales dentro de la mafia. Ojo por ojo... Encima, no había sido Franco quien tiró del gatillo. Eso estaba monumentalmente mal. Sin duda, no existía ningún tipo de cobro de factura.

—Más de quince años terminaron en cuestión de un segundo —musitó Franco ásperamente para sí mismos—. No debía acabar tan rápido.

—¿Pero qué carajo pasó? —inquirió Giulio, inclinándose por encima del escritorio. No encontró nada relevante, más que el cuerpo de Liandro y la pistola en el suelo, pero el morbo incrementó al estar dentro de ese lamentable escenario. Asimismo, la necesidad de causar dolor, ocasionó que deseara irse sobre el cuerpo de Liandro y golpearlo hasta liberar todo el odio e impotencia. Ese miserable había lastimado no solo a su mejor amigo, si no al más bonito ángel.

Fue entonces que, Franco, al ver a Giulio por su periferia izquierda, comprendió que no existía razón para que estuviera allí. Su subconsciente había normalizado escucharlo, pues parecía lo correcto.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Franco sin poder apartar la mirada del cuerpo sin vida de Liandro. Comenzaba a dolerle su muerte, y no por la falta que le haría en sus próximos años. Le dolía por su hermana, porque de ninguna manera pudo cobrar todo lo que le hicieron por tanto tiempo. Ella merecía justicia, y solo había conseguido más perturbación para sí mismo. Viviría con una nueva culpa aferrándose sobre sus hombros.

Desde el inicio se juró que destrozaría el alma del autor de la muerte de sus padres y del secuestro de Isis. Koslov sufriría las consecuencias a su debido tiempo, porque también participó. Pero Liandro no debió haber perecido así. Tuvo que haberlo hecho lenta y agonizantemente.

—Pensé que llegaría a tiempo para acompañarte. —Giulio arrugó la frente y volteó a ver a Franco. También le dolía por ambos que las cosas se hubiesen suscitado de esa manera. Él había jurado ayudarle a Franco con su venganza. Vivió todos esos años deseándola, y, ahora, ya no tenían nada—. ¿Qué pasó, amigo?

Franco le dedicó una mirada de soslayo a Giulio, antes de regresarla a Liandro. Su espíritu indomable exigía que al menos le pegara un disparo o le golpeara en cualquier parte del cuerpo. Era lo menos que merecía la luna. Sin embargo, eso solo lo trastocaría más, porque el menor de los Di Santis no sentiría nada. Estaba muerto... Muerto. Y él no fue quien lo asesinó.

Las cuencas de sus ojos se colmaron de agua salada frente a la realidad. Un llanto interno y silencioso de impotencia y desprecio por sí mismo. Liandro sí había ganado. Le quitó dos de las cosas que más apreciaba en su vida: poder y control.

—No has respondido mi pregunta —acusó Franco con escalofriante frialdad—. Tú no deberías estar aquí.

—De hecho, debí haber estado aquí desde el inicio —aseguró Giulio, elevando el tono de su voz—. ¿En qué puta madre estabas pensando al dejarme fuera de esto? ¡Te acompañé todos estos años en la búsqueda de tu hermana y de los implicados, y no me dijiste nada de esto! ¡Eres un cabrón! —Su reproché fue el único modo que encontró para liberar todas esas emociones agraviantes que inundaban su ser. También quería venganza. Quería vengar a la mujer que amaba con toda su alma.

—No lo compliques —exigió Franco, colisionando su mirada herida con la de Giulio—. Se acabó. Ahora dime qué haces aquí y no hagas que te lo pregunte otra vez. Entenderás que no estoy de humor.

Giulio se rastrilló las manos por el cabello, al mismo tiempo que soltaba el aire con brusquedad.

—Benedetto y yo estuvimos buscándote desde que desapareciste hace quince días —empezó a explicar Giulio con la voz quebrada. Si se echaba a llorar de coraje, que no lo culparan—. Hoy recibimos en la mañana una foto tuya en Rufina. Los dos fuimos a tu propiedad ahí, esperando encontrarte, pero solo encontramos los alrededores hechos mierda, cenizas. Tú la incendiaste, ¿verdad?

—Yo hago las preguntas, no tú —dijo Franco, obsequiándole una sonrisa de lo más arrogante.

—Eres un idiota miserable —lo acusó Giulio—. Había un inspector o lo que sea merodeando por ahí. Investigaba el incendio y cree que fue provocado. Yo estoy seguro que fuiste tú. Entonces... Franco, creo que esto no te va a gustar—. Titubeó volviendo a rastrillarse la cabeza con las manos.

—Sorpréndeme —ironizó Franco, soltando una risa nasal de lo más amarga y sarcástica.

—El detective nos dijo que esa propiedad estaba a nombre de Liandro —dijo Giulio—. Supe enseguida la verdad detrás de lo de Isis. —Se aclaró la garganta y se humedeció los labios—. Sé que me hiciste jurar que no le diría a nadie sobre lo que pasó con tu hermana y esa casa, pero tuve que decirle a Benedetto. Él tenía que saberlo y yo tenía que protegerte. Aunque, si lo pienso bien, no lo mereces.

—¿Qué dijo Benedetto? —preguntó Franco, esforzándose en ignorar la desobediencia de Giulio y su verborrea. A fin de cuentas, sí lo había hecho para su protección, como lo estuvo haciendo desde que se conocieron.

En resumidas cuentas, lo que Liandro había hecho era suficiente razón para que dejaran de considerar que tenía la misma sangre que Benedetto... Aunque, en realidad, lo que hizo Giulio, Franco solo lo vio como un aviso de cortesía. Lo aceptara o no Benedetto, su decisión de matar a Liandro hubiese sido irrevocable.

—Dijo que no quería saber nada de lo que le hicieras a su hermano —respondió Giulio—. ¿No estás molesto conmigo?

Franco negó.

—Eso es raro —comentó Giulio rascándose la nuca—. En fin, después le llamó a Susanna y quedó con ella para comer o una mierda así. Ambos sabíamos que venías hacia la villa, por eso estoy aquí. Creí que ibas a necesitarme, aunque me doy cuenta que no.

—Así que Benedetto siguió eligiéndome sobre la vida de su hermano. —Franco meditó los eventos y sus propias palabras, siendo azorado por la dudosa revelación de Liandro.

—Siempre ha sido así —dijo Giulio, obviando la situación—. ¿Te sorprende?

Como un acto de liberación, Franco empujó el escritorio con el pie, soltando un gruñido que le raspó la garganta. El escritorio cayó sobre las piernas de Liandro, y su pistola se deslizó hasta quedar junto a su cabeza con un agujero en la sien. Fue gracioso, a decir verdad.

Para no reírse de su propia miseria, Franco fijó la vista en el techo.

—Liandro me dijo que mi padre mató a Vittoria Ferro —confesó.

—¿Vittoria Ferro? ¿La mamá de Liandro y Benedetto? —preguntó Giulio, mostrándose confundido.

Franco asintió regresando la cabeza a su sitio.

—Eso no es posible... —aseguró Giulio—. Dante nunca hubiera hecho algo así contra los Di Santis.

Franco le dedicó una mirada llena de dudas a Giulio.

—¿Le creíste? —inquirió Giulio, sorprendido.

—No lo sé —contestó Franco.

—¿Cómo que no lo sabes? —Giulio seguía sin entender.

—No lo sé, puta madre. —Si Franco decía palabras malsonantes, significaba que estaba realmente desorientado o muy enfadado—. Piensa... Para qué gastarte toda una vida en todo lo que nos hizo Liandro a Isis y mí. Es ir demasiado lejos por una simple enemistad por envidia.

—No dejes que se meta en tu cabeza, ya está muerto —dijo Giulio entre dientes—. Además, Benedetto nunca te mencionó nada sobre eso.

—Exactamente. —Franco estuvo de acuerdo—. Liandro dijo que mi padre convenció a Benedetto de no haber sido él quien la mató, sino Liandro. Por eso lo odia tanto. Ahora no creo que solo lo aborrezca porque intentó estafar a Giuseppe.

—Si acaso es verdad, no tiene sentido que Benedetto te lo haya ocultado... Liandro mintió, Franco —expuso Giulio. Necesitaba hacer entrar en razón al jefe de la mafia Casiraghi. Si no lo hacía, las próximas semanas iban a ser un poco turbias para todos. Cuando a Franco se le metía algo en la cabeza, no existía poder humano que lo sacara de ahí.

—Ya veremos —dijo Franco, rebosante de convicción. En seguida, giró sobre sus talones y comenzó a andar hacia la puerta de la biblioteca. En el camino tomó el sobre que había dejado encima de uno de los estantes, lo enrolló y lo guardó en la cinturilla del pantalón.

—Si es que piensas hacer un interrogatorio, te recuerdo que Liandro ya está muerto —dijo Giulio yendo detrás de Franco.

—No es necesario que me recuerdes que yo no lo asesiné. —Franco miró a Giulio por encima del hombro, dándole una mirada severa—. Giovanni, vuelve al foso y que los demás dejen lo que estaban haciendo en el sótano. Tómense el día libre. Voy a necesitar a la mayoría en un par de días.

—Jefe. —Giovanni aceptó y salió inmediatamente de la biblioteca.

—¿Cómo que vas a necesitarlos? —preguntó Giulio colocándose a un costado de Franco. Tuvo que adaptarse al ritmo acelerado de sus pasos.

Franco siguió caminando sin ocupar energías en contestarle a Giulio.

—Mierda, ¿piensas dejarme de nuevo fuera? —lo acusó Giulio. Más allá de sonar enfadado, sonó herido y decepcionado—. Somos un puto equipo.

—Quiero ver a Isis. —Franco ignoró lo mucho que le hirió el tono de voz de Giulio—. ¿Cómo está ella?

—¿En serio lo preguntas? —Giulio fue ofensivo a la hora de preguntar—. Ha estado angustiada por ti. Piensa que no volverá a verte, imbécil. ¡Cree que ese maldito asesino serial pudo haberte hecho algo! ¿Tampoco me dirás donde estuviste todo este tiempo? ¿Al menos sabes todo lo que ha estado ocurriendo en Florencia desde que te largaste sin decir nada? Hay mucha gente muerta y todo apunta que son los insurgentes.

Franco se detuvo bajo el umbral de la puerta, ocasionando que Giulio frenara sus pasos abruptamente antes de chocar contra su espalda.

—Liandro era el líder de los insurgentes. Eso también se acabó, ¿entendido? —demandó Franco—. No quiero volver a escuchar nada acerca de ese asesino o de los rebeldes.

—¿Liandro era el líder de los insurgentes? —preguntó Giulio, incrédulo.

—Nunca me escuchas —exhaló Franco—-. No quiero saber más sobre el asunto.

—Pero yo sí quiero saber cómo es que lo sabes. —Giulio parecía empecinado en hacer enfurecer todavía más a su jefe.

Por experiencia, Jean Franco sabía que, si no aclaraba las dudas de Giulio, le seguiría insistiendo hasta que le respondiera, y no tenía humor para estarlo escuchando. Con un ligero movimiento de cabeza señaló en dirección a la máscara veneciana que había quedado abandonada cerca del librero.

Giulio miró en esa dirección. Con el ceño ligeramente fruncido, avanzó hasta que alcanzó el artilugio de arlequín y lo levantó, reconociéndolo al instante. Esa maldita imagen le había estado dando pesadillas desde que la vio gracias a Vittoria—. ¿De dónde salió esto?

—La encontré en la habitación de Liandro —respondió Franco.

—¿Él hizo el video? —preguntó Giulio entre la incredulidad y la furia. De inmediato alzó la vista hacia Franco.

Jean respondió con un asentimiento.

—Hijo de puta... —farfulló Giulio, mientras regresaba a la ubicación de Franco.

Tener ese objeto tan de cerca, y además poder tocarlo, le provocó a Giulio una sensación amarga. Esa mascara lo llevó no muy atrás en el tiempo, recordándole lo mucho que sufrió al creer que Franco no sobreviviría. Fueron unos días infernales, y no podía imaginar lo que Franco debía sentir al respecto. Liandro destrozó de muchos modos la vida de los Casiraghi.

—¿Ya terminaste? —Franco, sumamente irritado, retomó su andar y salió de la biblioteca.

—No —dijo Giulio, saliendo abruptamente de sus cavilaciones. Se guardó la máscara en la parte trasera del pantalón y siguió a Franco—. Todavía tengo muchas preguntas.

—Yo también —comentó Franco—. ¿Has sabido algo de Vittoria?

Giulio dudó ante esa inesperada inquisición. Cada vez le era más complicado guardar el secreto de la paternidad de Franco. Aunque Vittoria todavía no mostraba signos fisiológicos que delataran su estado de gestación, no tardaría mucho tiempo en comenzar a crecerle el vientre. No quería estar presente para el momento en que Franco se enterara. Seguramente se desataría otro pequeño infierno.

—¿Ahora no hablas? —Franco elevó una ceja interrogante.

—¿Eh? Ah... Vittoria... —Giulio carraspeó y tragó saliva—. Desde que volvió de Nápoles se ha estado quedando en el ático esperando noticias tuyas. Hermano... ella te ama.

—Ya lo sé —confirmó Franco llanamente—. Ponte en contacto con nuestros infiltrados dentro de la red Koslov. Que estén preparados para cualquier cambio u orden.

—¿Qué carajo estás diciendo? —El estómago de Giulio sufrió una sacudida y su ritmo cardiaco se aceleró. Mierda. Eso solo significaba una cosa...

—Necesito respuestas —dijo Franco sombríamente—. Y todavía quiero venganza.

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