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CAPÍTULO 46

Es irrefutable que, en algún momento de nuestras vidas, todos nos hemos preguntado qué herencia recibiremos por parte de nuestros padres o abuelos. Cuánto dinero o cuantos inmuebles nos corresponden es una pregunta constante.

Qué cómico. Nuestro legado lo recibimos desde que nacemos. El color de nuestros ojos, la forma de nuestra nariz, el volumen de nuestros labios, el estilo de nuestro cabello o, incluso, nuestro carácter y personalidad, son obsequios que se nos dan sin necesitarlos ni demandarlos. Genes innegables, aunque, a veces, indeseados. Una sucesión que nos marca para siempre. Un regalo que nos da un lugar en la sociedad sin importar raza, posición económica o género.

Si bien, existe esa clase de herencia con la que todos soñamos, esa que podría sacarnos de nuestros problemas financieros y nos facilitaría la existencia, el concepto de esta palabra es mucho más complejo y extenso.

Genética, dinero, residencias, un auto, terrenos, deudas, poder, venganza... El legado de la mafia era todo eso en conjunto y más.

Pero, ¿qué ocurre con esas herencias llenas de sentimientos y significado que, por lo regular, no valoramos? La muñeca de la abuela, la brújula del abuelo que fue militar, la sortija de una madre o el reloj de un padre. Somos tan superficiales, y estamos hundidos en un mundo lleno de banalidades, que lo importante lo volvemos insignificante.

Muchos años atrás, un padre le construyó a su amado hijo una casa en el árbol. Era una de esas herencias que revelaban lo mucho que se esmera un ser querido por demostrar cuanto ama a su familia. No importa si esa persona, con la intención de dar ese obsequio, prefirió seguir el camino de la oscuridad. Siempre prevalecería un rayo de luz y de esperanza hasta en el corazón más protervo.

Desafortunadamente, nunca sabremos si con esos legados estamos recibiendo una bendición o una maldición.

Giulio pisó con más fuerza el acelerador de su BMW naranja cuando advirtió un cumulo de personas que se aglomeraban sobre la pista. Calculó que estaban a unos cien metros de distancia, misma distancia que le faltaba para llegar al sitio en donde, según recordaba, se encontraba la propiedad donde tuvieron secuestrada a Isis en Rufina.

Toda esa gente no fue lo único que lo alarmó. También había un camión de bomberos, dos patrullas y una ambulancia cerrando el paso. Policías y agentes de tránsito desviaban el camino de los pocos autos que transitaban por ese lugar, ocasionando que dieran vuelta y regresaran.

De improvisto, un fuerte aroma a hierba quemada inundó sus fosas nasales, dándole una razón más para saber que algo muy malo había ocurrido.

Un minuto después, se estacionó chirriando las llantas traseras a pocos metros detrás de todo ese pequeño caos, y descendió del auto sin preocuparse en cerrar la puerta. Tuvo un pensamiento aterrador. Si Franco había ido ahí como lo imaginó, entonces algo pudo haberle sucedido.

Se apresuró a llegar a ese rio de personas que murmuraban a los oídos de otras y que intentaban asomarse por encima de las cabezas de sus acompañantes morbosos. Todos parecían asombrados, y algunos hasta entretenidos.

Se abrió paso entre todos ellos, consiguiendo que algunos lo insultaran y que otros lo empujaran, pero también hubo algunos que murmuraban la palabra "incendio". ¿Qué carajo habría pasado?

El corazón le latía en los oídos para el momento en que logró atravesar todo ese mar de personas. Fue así como le dio sentido a todo.

En una gran cantidad del bosque que se tenía que cruzar para llegar a la propiedad, aún se podían apreciar los resquicios de un incendio. Los árboles carbonizados se alzaban como fantasmas retorcidos, y sus ramas desnudas y chamuscadas se extendían sin vida hacia el cielo. Pequeñas brazas seguían intentando seguir con vida y el humo todavía seguía presente. El suelo, antes cubierto por un manto de musgo y hojas, se mostraba descarnado y oscuro, marcado por huellas de fuego que habían arrasado con la vida que alguna vez floreció allí.

Giulio tosió mientras palidecía gradualmente. Aunque su estado de shock no le impidió avanzar dentro de todos esos escombros de naturaleza muerta. Sin embargo, alguien lo sujetó del brazo para que no continuara.

—No puede pasar —dijo una voz grave y autoritaria.

Giulio frunció el ceño con molestia y se giró, enfrentando a ese opresor que no tenía ni idea de a quien se atrevía hablarle de esa forma y tocarlos sin permiso.

—¿Porque lo dices tú? —preguntó Giulio, casi riéndose del entretenido mando.

El hombre que le prohibió el paso vestía de traje gris, anteojos con graduación y un gracioso bigote que lo hacía parecer un chef novato; pero no era un chef. En el saco llevaba una placa de detective y en una mano tenía una pequeña libreta y un bolígrafo. El cabello cano y pulcramente peinado revelaban que podía tener unos cuarenta años.

—Soy detective de oficio, y tengo potestad para obligarte a salir de aquí —advirtió el hombre canoso, analizando a Giulio de pies a cabeza. No le agradaba, se pudo notar en el modo desdeñoso que lo estudió. Siendo detective podía oler el mal en las personas.

Giulio agitó el brazo, liberándose del férreo amarre que tenía el detective sobre él. En seguida, se sacudió esa parte de piel que el inepto detective osó tocar, como si le hubiese pegado alguna enfermedad. De igual forma, tuvo que sosegarse. Su tarea principal era saber qué fue lo que ocurrió y, por encima de todo, si había heridos. De nuevo su corazón se agitó. Si Franco...

—¿Qué fue lo que pasó? —demandó saber Giulio, olvidando inmediatamente que ese hombre tenía autoridad gubernamental—. ¿Hay algún herido? —Con impaciencia y ansiedad, volvió la vista hacia los escombros. Sus ojos se movieron, casi desquiciados, en la búsqueda de algún cuerpo calcinado. ¿Dónde carajo estaba Franco?

—Soy detective de oficio, y tengo potestad para no darte ninguna clase de información. Eres un simple civil, niño. —El detective fue sumamente despectivo al hablar. Sus instintos nunca le fallaban, y sabía que ese chico daba problemas. ¿Tatuajes, músculos y aire de superioridad? Eran su especialidad.

—¿No te entrenaron para decir otra cosa? —Fue el turno de Giulio para tomar al detective del brazo. Sus nervios no estaban dando lo mejor de sí. A cada segundo se le arraigaba más la idea de que Franco estuviera herido por ese incendio—. Solo quiero saber si hay heridos, puta madre. Deberías hacer mejor tu trabajo.

El detective observó a Giulio con suspicacia.

—Largo o haré que te arresten como sospechoso —anunció el detective, liberándose del agarre del insolente tatuado.

—Giulio... —Benedetto llegó por detrás de Giulio, con esa voz y personalidad imponente, y le colocó amistosamente una mano en el hombro. El apretón que le dio no fue amistoso, sin embargo.

Giulio maldijo en silencio la intervención de Benedetto, pero fue oportuno al dar un paso en reversa. Le gustase o no, Benedetto tenía más templanza al tratar con esa clase de asuntos y de personas, quizá tanta como Franco.

Sintió vértigo al volver a pensar en su amigo. Solo quería saber dónde estaba y si se encontraba herido. De sobra se sabía que, si algo le ocurría al jefe de la dinastía Casiraghi, se perdía más que un imperio.

El detective ni siquiera tuvo la educación de mirar a Benedetto.

Por consiguiente, Di Santis se quitó los lentes de sol y le dio una mirada altiva al detective. De hecho, lo había empezado a estudiar desde que lo descubrió hablando con Giulio, y lo primero que advirtió de dicho análisis fue la placa que portaba casi con orgullo.

En definitiva, no le gustaba su presencia allí. Aparentemente era nuevo en esa área, porque nunca lo había visto. Lo que resultaba un problema, porque, si Franco estuvo ahí como sugirió Giulio antes, y estaba implicado con el incendio, se le dificultaría hacer algo para cubrirlo. No sabía de qué lado pudiese estar jugando ese detective. Y todo empeoraba con la situación de la masacre. Cualquiera con deseos de ascender se esmeraría en su labor y cabía la posibilidad de que estuviera del lado de los insurgentes o, peor aún, del lado de la justicia.

—Será mejor que se lleve a su hijo de aquí —le dijo el detective a Benedetto. Abrió la libreta y comenzó a escribir con rapidez en ella—. Los dos me están dando problemas.

—No es mi hijo —aseveró Benedetto—. Es un... conocido. —Le dio una mirada irritada a Giulio y regresó la vista al detective—. ¿Qué ocurrió aquí?

—Soy un detective de oficio, no puedo...

—Sé lo que eres —lo interrumpió Benedetto, procurando ocultar su mal humor—. Yo soy el jefe de gobierno, muchacho. Tengo toda la autoridad para exigirte que me digas que fue lo que ocurrió en este lugar.

El detective inmediatamente se irguió en tensión. Dejó de anotar en la libreta y por fin se dignó a mirarlo.

—¿Benedetto Di Santis? —La sorpresa y nerviosismo del detective fue evidente—. Lo siento, señor. —Se aclaró la garganta e intentó ignorar la mirada guasona que le estaba dando el molesto tatuado—. No sabía... Me llamo Pietro Bellucci. Soy el detective que está a cargo de la investigación de este incendio. —Respetuosamente, le ofreció una mano a Benedetto.

Benedetto estrechó la mirada con suspicacia sobre la mano que le ofrecían. Tuvo que mostrar la sangre aristócrata que corría por sus venas al aceptarla y darle un saludo cortés. No tenía tiempo para ese tipo de ceremonias, pero requería ser el jefe de gobierno para obtener información.

Estaba casi a ciegas con la situación de esa posesión inmueble, ya que, únicamente, conocía la poca información que le había dado Giulio al teléfono. Saber que era la propiedad que había comprado Dante para Franco, no era suficiente para entender. Y no podía actuar como un criminal. Necesitaba ser un hombre honorable y respetable.

—¿Hay algún herido? —preguntó Benedetto retirando la mano.

—No, señor. No encontramos ningún cuerpo —anunció el detective—. Lo que es extraño. Es el segundo incendio que ocurre en este lugar, por eso me enviaron a investigar. Es inusual. Creo que el incendio fue provocado, pero no he encontrado ninguna evidencia que lo justifique.

—¿Crees? —inquirió Benedetto, mostrando incredulidad. Creer no era lo mismo que asegurar. Ese hombre era incompetente. Estaba empezando a fastidiarlo su presencia—. ¿Cuánto tiempo llevas en el rubro?

—Un mes, señor —contestó el detective.

Si bien, la inquisición De Benedetto fue con el propósito de saber más acerca de ese sujeto, no le daba nada en concreto; lo único que sabia era que no formaba parte de los suyos. No obstante, el detective se dirigía a él con respeto y con un ligero aire de inferioridad, y no parecía una actuación. Eran altas las probabilidades de que estuviese del lado de la justicia porque, evidentemente, el jefe de gobierno era parte de la ecuanimidad para los que vivían en la ignorancia de su verdadero trabajo. En resumidas cuentas, ese investigador entendía la importancia del puesto que ocupaba Benedetto.

Giulio, como simple espectador nervioso, sacó un cigarrillo y lo encendió. No era esclarecedora la información que estaba obteniendo, y eso solo lo inquietaba más, aunque se supiera que no se encontró ningún cuerpo. Franco podía estar en cualquier lado, sufriendo heridas de tercer grado. Carajo...

—¿Qué hay del primer incendio que mencionaste? —Benedetto intentó sonar inalterado, pero la obviedad del asunto lo estaba llevando por el camino de la ansiedad. Como Giulio, su único propósito era saber sobre Franco. Ya después profundizaría en lo demás.

—Ese se expidió como un accidente —reveló el detective—. Una fuga de gas en la residencia.

—¿Hubo heridos en esa ocasión? —preguntó Benedetto—. ¿Alguien vivía ahí? —Ese interrogatorio nació de su subconsciente. Al ser una casa que había comprado su gran amigo del pasado, estaba obligado a saber que había ocurrido con ella todos esos años, pues Franco le mencionó que no tenía en posesión las escrituras. Quería saber qué debió haber ocurrido para que dejara de pertenecerle a los Casiraghi, si Dante la había adquirido con mucho amor y emoción para ese hijo del que siempre estuvo orgulloso. De algún modo se culpaba por no haber puesto más interés cuando su protegido se lo contó.

—Hay escasos testigos que aseguran haber visto a algunos hombres y dos mujeres en la propiedad —contestó profesionalmente el detective.

A Giulio se le cayó el cigarro de las manos y perdió todo color del rostro. Quizá esos testigos vieron a Isis alguna vez. Y, tal vez, sin saberlo exactamente, conocían al maldito que la tuvo secuestrada todos esos años. ¿Por qué nunca nadie denunció dicha actividad? Así la hubiesen encontrado antes y no hubiera sufrido tanto.

—¿Vieron a alguna mujer rubia? —preguntó Giulio abruptamente, interrumpiendo al detective y sorprendiendo a Benedetto—. ¿Nunca se denunció alguna actividad extraña?

Benedetto volteó a ver a Giulio con curiosidad. Esas preguntas no eran casuales, a decir verdad. Las hizo como si supiera más de lo que aparentaba. ¿Por qué una mujer? ¿Y por qué estaba tan pálido?

El detective se obligó a hacer a un lado la molestia por ese inadecuado interrogatorio. El jefe de gobierno tenía toda autoridad para pedirle información, pero ese hombre con apariencia de delincuente no. Como detective estaba muy por encima de un civil, pero muy por debajo del señor Di Santis. Entonces, no se podía negar a dar información.

—Antes de los incendios pudo haber parecido una actividad normal —informó el detective—. Pudieron haber sido indigentes buscando refugio por las noches, porque solo se les veía a esas horas en el recinto, o visitas ocasionales del propietario. Nunca hubo algún tipo de actividad extraordinaria. Ahora, con estos dos incendios, me parece que hay algo más. Casi estoy seguro de que este incendio fue provocado. Por alguna razón soy detective y tú no, muchacho. Déjame hacer a mí mi trabajo porque me estás dando motivos para sospechar de ti.

El propietario, según el razonamiento de Giulio y Franco, era Dante Casiraghi, y estaba muerto; por consiguiente, él no podría hacer visitas ocasionales.

Giulio estuvo a punto de decirle que no estaba siendo un buen detective, pero la melancolía de Benedetto le ganó.

—¿Sabe quién es el propietario? —preguntó el jefe de Gobierno. Su raciocinio era completamente diferente al de Giulio. Si Franco tenía razón, y las escrituras de ese terreno no estaban en las que tenía en su poder al haber reclamado todas las posesiones inmuebles de Dante, entonces debió haberla vendido. Pero, ¿por qué y a quién? ¿Cuándo? ¿Y por qué no se lo dijo? Habían sido un gran equipo, tanto como Giulio y Franco lo eran.

—Por supuesto que sí —dijo el detective con total convicción—. De hecho, con todo respeto, no esperaba verlo a usted aquí. Creí que vendría su hermano.

—¿Mi hermano? —cuestionó Benedetto, totalmente confundido—. ¿Por qué tendría que venir mi hermano?

—Liandro Di Santis es el titular de la propiedad... Lo hemos estado buscando...

Giulio dejó de escuchar todo lo demás que pudo haber dicho el detective, y Benedetto también. Ambos fueron trastocados por diferentes motivos, cada uno igual de perturbador.

Benedetto se preguntaba la razón para que Dante le vendiera esa residencia a Liandro, si se odiaron a muerte desde que se conocieron. Eso no tenía sentido, y menos si Dante nunca se lo dijo. ¿Qué pudo haber pasado?

En oposición, Giulio confirmó que esa casa le fue robada a Dante como lo imaginó Franco, y no solo eso...

Su cuerpo vibró por el reconocimiento de tan inverosímil revelación. Tan increíble como abominable. Ese ente asesino habitando en su interior rugió la exigencia de querer ser liberado. Asimismo, el shock le debilitó las rodillas y estuvo a punto de desvanecerse vergonzosamente.

—Hijo de puta —musitó Giulio, sujetándose del brazo de Benedetto para mantenerse sobre sus pies.

—¿Qué ocurre? —preguntó Benedetto, mirando de soslayo la expresión perspicaz del detective. —Es todo—. Benedetto despidió descortésmente al detective, tomó a Giulio del brazo y lo llevó lejos de toda esa aglomeración.

Giulio se soltó bruscamente del agarre de Benedetto y comenzó a caminar de un lado a otro, inquieto. Ira en su estado más puro comenzó a recorrer su torrente sanguíneo, evidenciándose en el tono carmín que adoptó su rostro y en las venas que comenzaron a palpitarle en la sien. Abría y cerraba las manos en puño, procurando tranquilizarse para poder darle voz a sus pensamientos.

Mientras tanto, Benedetto se desesperó al no obtener ninguna palabra de Giulio. Intentó esperarlo unos segundos, porque se veía igual de impactado por la nueva información, y posiblemente necesitaba procesarlo. No obstante, no entendía porque se hallaba en ese estado dan perturbado, si quien debía estar así era él.

Dante estuvo haciendo cosas a sus espaldas, y no encontraba un motivo coherente. Así que, siendo el hombre sabio y astuto que siempre fue, entendió que había algo más detrás. No le parecía que un intercambio de compra y venta fuese tan importante para llevar a Giulio a tan inquietante actitud. A menos, claro, que Giulio estuviese mostrando ese odio que Franco siempre tuvo por Liandro. Aunque tampoco le pareció muy probable.

—¿Quieres detenerte? —le pidió Benedetto entre dientes, enfurecido—. Me dirás ahora qué es lo que está pasando.

Giulio se detuvo ubicándose frente a frente con Benedetto. Cuadró los hombros y estacionó con gran ímpetu la mirada en los ojos cansados y aturdidos del jefe de gobierno.

Una nueva clase de infierno estaba a punto de desatarse en la tierra.

—Vas a tener que empezar a decidir a quién prefieres entre tu hermano y Franco —expuso Giulio roncamente. Estaba siendo muy complicado poder hablar en el estado que se encontraba.

—¿A qué te refieres, Marchetti? —preguntó Benedetto, temiendo que algo desastroso se avecinaba.

—La foto de Franco... él no venía hacia acá, se marchaba —declaró Giulio. Tomó una respiración profunda y encendió otro cigarro. Todo estaba siendo demasiado inesperado.

—Vas a necesitar ser más explícito —exigió Benedetto.

Las facciones de Giulio tomaron una expresión atemorizante. Benedetto jamás lo había visto así. Era como si hubiese aprendido esa misma mirada de Franco, solo que, en lugar de un azul helado, vio cómo se encendía en llamas el color ámbar.

—Isis estuvo secuestrada aquí... —dijo Giulio duramente.

Benedetto retuvo el aliento. No le bastó ni un segundo para entender lo que estaba ocurriendo. Así que, evidentemente, Dante nunca trabajó con Liandro.

—Mierda... —Fue lo único que logró decir Benedetto. No había más por decir.

—Franco ya sabe quién en es el titular de esta propiedad. Adivina quién provocó el incendio. —Giulio reveló lo mucho que conocía a Franco con dicha declaración. Estaba tan seguro de ello como del gran desastre que se avecinaba. En esta ocasión no cabría el respeto que Jean Franco Casiraghi Santoro tuvo todos esos años por el apellido Di Santis.

Benedetto volvió a colocarse los lentes de sol, procurando ocultar el desconcierto que debían estar exhibiendo en ese momento sus ojos. Si Liandro era el responsable del secuestro de Isis Casiraghi, seguramente también había sido el autor principal del homicidio de Dante y Caterina.

Lamentablemente, seguía llevando su sangre. ¿Franco o Liandro? Qué cualquier Dios se compadeciera de su alma. No necesitó ni un segundo para elegir.

Así que, Virgilio no regresaría a casa con Dante, Beatriz se derrumbaría, y Francesca, la posible alegoría de Vittoria porque definitivamente no era la virgen María, tendría que comenzar a rezar por todos ellos.

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