CAPÍTULO 4
El reloj en el tablero del Maserati marcó justo las siete veinticinco de la noche, cuando Franco se estacionó algunos metros atrás del letrero que daba la bienvenida a Florencia. La Roll Royce Phantom negra con Vittoria, Vito y Antonio en su interior, aparcó detrás unos segundos después. Frente a ellos, a pocos metros, se hallaban un Renault plata y un Corsa blanco parados con las luces intermitentes encendidas.
Jean Franco sacó la pistola que siempre llevaba en la guantera, la guardó a sus espaldas, cubriéndola con el saco, y se bajó del auto. A su vez, un hombre alto y fornido descendió del corsa por la puerta del acompañante y comenzó a andar hacia la ubicación de Franco.
El sujeto que se acercaba a paso lento llevaba el cabello muy corto de los costados, y, en la parte central, lo mostraba en un peinado desalineado acomodado hacia arriba. Vestía una camiseta verde militar que dejaba asomar, a través de la tela, unos hombros anchos junto con unos pectorales duros y abultados, síntoma de unas buenas horas al día de entrenamiento. Sus anchas piernas iban cubiertas por un pantalón de mezclilla color petróleo, y sus botas de motociclista amortiguaban el sonido de sus pasos sobre el asfalto.
Se encontraron a mitad de camino. La luz de la luna le reveló a Franco un rostro de niño malvado adicto al sexo, de atractivo crudo y dulce a la vez, y unos ojos color miel brillando de emoción y anticipación.
Giulio Marchetti, la antítesis de Jean Franco Casiraghi, lo saludó con una ruda palmada en el hombro.
Pese a la oscuridad, se conseguía apreciar una buena parte del tatuaje de Giulio. Un grabado realista del Dios griego Zeus simulando lanzar su rayo se dibujaba en la parte superior de su brazo derecho, y se expandía hacia abajo en una pared de plumas, finalizando en su muñeca con un águila expresando furia con el pico abierto. También, era visible otro dibujo a tinta permanente en la parte derecha del cuello. Serpientes en un tono turquesa y sombras negras parecían enredarse en ese sitio, como si quisieran morderlo.
Franco, al tener la misma altura que Giulio, pudo analizar por encima del hombro de su compañero los dos autos estacionados a sus espaldas.
—Buena elección. No tendrás que pagar mucho por las reparaciones —comentó Franco, dándole una palmada compasiva en el brazo.
—¿Traes a la pelirroja? —preguntó Giulio con un toque de incredulidad, viendo hacia la camioneta.
—No podía dejarla con dos hombres únicamente. No son suficientes —explicó Franco.
—¿Y sus bragas?
—En su lugar.
—Una lástima —se lamentó Giulio—. ¿Cuál es el plan? —Se frotó las palmas y dio unos ridículos saltos, listo para la acción.
—No te emociones. Tu persecución es solo un plan de contingencia —aclaró Franco. Giró el torso y les hizo una señal con dos dedos a sus hombres para que se acercaran.
Vito y Antonio bajaron de la camioneta. Ambos, acomodaron las pistolas en el cinturón de sus pantalones mientras caminaban. Cuando llegaron a la posición de Franco, se acercaron a Giulio.
—Vito, al volante del Maserati. —Franco comenzó a planear y a ordenar, sin darles oportunidad de saludarse. No tenía tiempo para ceremonias grotescas—. Antonio, al volante de la Phantom y que Vittoria se quede en el asiento de atrás. Esperen aquí hasta recibir nuevas indicaciones y estén atentos, podemos tener rebeldes cerca. Si Vittoria quiere orinar que se haga en los pantalones. —Con una nueva palmada en el brazo de Giulio, lo instó a caminar junto con él.
—Entendido, Franco —contestaron los dos esbirros al unísono. De inmediato, regresaron a los vehículos, ocupando sus nuevas posiciones.
—Por un momento creí que llevaríamos a Vittoria. —Giulio miró por encima del hombro, enfocando la camioneta donde aguardaba Vittoria, e inició el breve camino hacia los autos que había conseguido.
Aunque la pelirroja lo excitaba con ese cabello y ojos verdes, le tenía un gran cariño desde niños. Los tres crecieron juntos y entre ellos dos nunca hubo ningún conflicto que los llevara a odiarse como con Franco. Se preocupaba por ella. Algún día le propondría tener sexo amistoso.
—Te dije que no soy imbécil. —Franco abrió la puerta del conductor del corsa—. Luigi, al otro carro —ordenó dándole énfasis a sus palabras con un ligero movimiento de cabeza—. Preparado para dar marcha. Puertas cerradas y aseguradas. Atento a la periferia. Lo mismo para tu hermano. Y en alerta para nuevas indicaciones.
Luigi, un hombre rubio, alto y delgado salió del auto, ubicando su pistola en el bolsillo interior de su saco negro. Giulio le aventó un par de auriculares junto con unos micrófonos inalámbricos. Los atrapó con habilidad y obedeció las órdenes de Franco, montándose al Renault con su hermano gemelo aguardando en el interior.
Franco ocupó el lugar detrás del volante y Giulio se subió en sincronía al asiento del acompañante. Las puertas las cerraron al mismo tiempo. Unas acciones que para un espectador externo podrían parecer casualidad, pero entre ellos existía algo más. De alguna manera se complementaban, se comunicaban en silencio en muchas ocasiones... Su conexión daba envidia y miedo. Eran un concepto de oposición abiertamente, pero que al mismo tiempo no podían existir el uno sin el otro.
Franco dio marcha al carro que no le pareció cómodo en lo absoluto, e inició su camino dándole un rápido vistazo por el retrovisor a la Roll Royce.
Para ser italiano, no era muy creyente del todo poderoso, pero tuvo que rezar para que Vittoria no arruinara la operación poniéndose en peligro innecesario. También, oró para que, en el peor de los casos, él no la hubiese puesto en peligro al llevarla y dejarla en medio de una autopista. Confiaba en la capacidad de sus hombres, pero había guerra política y lo habían estado siguiendo, sin saber por cuánto tiempo. Podría caerles algo de basura encima.
Fue la única alternativa que tenía, sin embargo, porque no iba a ignorar la cita. Cualquier cosa relacionada con su hermana tendría su completa atención. Dejar a Vittoria más lejos de su cuidado hubiese sido un problema de concentración. No le intranquilizaba que le abriera las piernas a cualquiera, podía acostarse con Vito y Antonio al mismo tiempo si se le antojaba. Le inquietaba que escapara, como tantas veces lo hizo, y tendría una vasta lista de opciones para hacerlo con él tan lejos. La inmadurez que en repetidas veces mostraba Vittoria era tan grande como la sed de poder que él poseía. Una desafortunada situación que a ambos les complicaba la existencia.
Entrando a las calles de Florencia, Giulio le entregó a Franco un auricular—. Recién cargado —le explicó mientras le colocaba un micrófono en una de las solapas del saco.
Ambos compartieron una mirada que se extendió por varios segundos. En sus ojos, incluso, se podía notar lo inversos que eran: el hielo contra el fuego. No obstante, quemaban por igual.
Los dos asintieron, comprendiendo que Franco, en ese momento, estaba en su bien adjudicado papel de cabecilla de un grupo de criminales bien entrenados, y Giulio en su papel de segundo al mando. No hizo falta que dijeran nada más, ese pequeño movimiento fue suficiente para entender que estaban listos para lo que se viniera.
Jean Franco dejó de ser el hombre aristócrata luchando por la alcaldía de Florencia y se convirtió en el líder de un peligroso clan delictivo. Cada una de sus órdenes tenía un objetivo exclusivo que sus hombres entendían sin necesidad de explicaciones o preguntas.
Llevaban demasiado tiempo trabajando juntos como para siquiera requerir una aclaración. Y tampoco necesitaban saber el motivo de la operación, siempre había cosas que su jefe no revelaba y eso jamás sugirió un problema para ellos. Lo seguían ciegamente, confiaban en él. Esos hombres se formaron junto con Franco desde niños. Su admirable jefe los había sacado de las calles de Florencia, rescatándolos del frio y el hambre. Eran una cúpula bastante peligrosa y fuerte. Él fue un niño demasiado calculador y peligroso que comenzó a jugar con armas, en lugar de autos de plástico, y quien congregó su propio equipo como un montón de juguetes de acción.
En media hora, llegaron a Lungarno Generale Diaz. Esta calle rodeaba el curso del Rio Arno, guiando a la bifurcación con la avenida en donde se hallaba la Galería degli Uffizi. Unos metros más adelante, se alcanzaba el Palazzo Vecchio.
Ojalá Franco hubiese podido disfrutar del paisaje que el rio a esas horas de la noche regalaba. Las luces de las farolas sobre la acera y el barandal de protección, le daban una vista espectacular a esa parte de la ciudad. Parecía un cuadro pintado por el mejor artista del renacimiento o, quizá, contemporáneo. Las estrellas se reflejaban en él, salpicando la negrura del agua. Y la luna parecía custodiarlas con su hermosa luz blanca.
La luna... Por ello Franco no podía pensar en disfrutar del paisaje. Su mente estaba estancada en una sola dirección, y le frustraba no poder llevarla por otro lado. Su imaginación se burlaba de él. No le dejaba pensar que ahí no iba a estar ella, creando un cúmulo de escenarios en donde la descubría en el lugar de la cita y por fin podía abrazarla después de veinte años. Y luego, con crueldad, imaginaba que lo rechazaba y le gritaba que lo odiaba por haberla abandonado, por no cumplir su promesa de cuidarla para siempre. Una horrible forma de soñar despierto.
Entre tanto, le hubiese gustado manejar más rápido, pero no era necesario. Iban con tiempo de sobra y el motor del auto no daba para mucho. Extrañó en todo el trayecto su precioso y veloz vehículo.
Mientras que Franco divagaba en la oscuridad de su mente, Giulio se tuvo que morder la lengua en todo el camino para no preguntarle cualquier cosa que lo alterara. Su jefe estaba más hermético que de costumbre. En incontables veces lo vio así, pero quería hacer algo por él. Deseaba calmar la posible angustia por la que estaba pasando. Lo vio crecer con ese dolor y odio, y se lamentaba la posibilidad de estar cayendo en un truco o un juego. Sabía todo de su amigo; sus secretos más perturbadores. El que mencionaran a la luna y el sol no le daba buena espina. Y no entendía quien más, a parte de él, tendría ese dato. Algo estaba mal, pero no se lo diría a Franco, él seguramente ya lo estaría meditando. Solamente lo cuidaría como él lo cuidó desde que lo encontró en la calle y lo salvó de un bravucón que le quería quitar sus dos euros.
Giulio por eso estaba ahí, para cubrirle las espaldas y dar su vida por él de ser necesario. Podrían ser delincuentes escondidos en la política, en trajes de firma y en autos de lujo, pero, entre todos esos hombres detrás del liderazgo de Franco, también había códigos de honor, lealtad y respeto. Y algo más existía especialmente entre ellos dos; una hermandad no pronunciada pero sí ejecutada por poco más de veinte años.
Franco redujo la velocidad a una considerable distancia antes de llegar a la esquina con Via de' Castellani y, así, la Galeria degli Uffizi apareció en su campo de visión. Estaba tan cerca, maldita sea. Unos metros más adelante y unos minutos más de espera.
Por primera vez en muchos años, dejó de pertenecerle la cantidad de latidos por minuto que daba su corazón y las veces que sus pulmones exhalaban e inhalaban. No era el mejor momento para dejar de pertenecerse a sí mismo, pero estaba atrapado en el pasado.
Giulio supo eso cuando Franco se detuvo en la esquina y se agarró con fuerza al volante. Vio cómo los nudillos le resaltaron y se le pintaron de un tenue blanco. Los hombros y espalda estaban en completa tensión. Y el pecho se le sacudía por las fuertes inhalaciones que daba. ¿Cómo carajo se sosegaba a un demonio atrapado en su propio infierno?
—¿Quieres que me haga cargo? —preguntó Giulio, revisando que el cartucho de su arma estuviera totalmente cargado.
—No —repuso Franco en un susurro bajo y peligroso.
El clic del cartucho al ser devuelto a su lugar hizo eco en el interior del auto, llamando la atención de Franco. Apretando la mandíbula, miró a su compañero. Las pupilas se le movían con frenetismo, evidenciando su estado de ánimo. Era demasiado orgulloso para pedir ayuda, pero Giulio sabía que la necesitaba.
—Entonces guíame —pidió Giulio con solemnidad—. Sé el puto jefe y el rey de la maldita dinastía Casiraghi. —El tono grave y demandante que usó, confirmó por qué era el hombre de mayor confianza de Franco. Lo tomó de las solapas del saco y lo sacudió con rudeza. — No dejes que el corazón...
—... doblegue tu mente —terminó Franco, regresando a su tono duro y determinante.
Sí, joder. Él era el puto jefe. Lo seguían hombres sin dudar ni cuestionar. Convirtió el imperio caído de su familia en un ave fénix y lo hizo resurgir con fuerza. Nunca dudó ni titubeó
Ahora estaba frente a un nuevo desafío. Un evento que realmente ponía a prueba su corazón, pues le pertenecía a su hermana y debía continuar controlándolo. Necesitaba seguir siendo el hombre en autoridad de sus emociones y de su entorno. Isis merecía a ese Franco, no al niño cobarde que dejó que se la llevaran. No otra vez. Nunca se había preparado para un suceso como el que acontecía recientemente, pero no tenía importancia. También tomaría el mando.
Los orbes azules de Franco regresaron a su habitual estado de templanza y se quitó de encima la mano de Giulio.
Así se apaciguaba al diablo, devolviéndole el dominio de su propio averno. Giulio se enorgulleció de él mismo y de Franco. Eran el mejor equipo del mundo.
—Deambularé por los alrededores hasta que dé la hora —comenzó a instruir Franco—. Estaciónate en la esquina de Via Vinegia y ubícate en un ángulo desde donde tengas la mejor vista del frente del Palacio.
—¿Y si llega a la parte trasera? —inquirió Giulio, entrecerrando los ojos hacia la galería frente a ellos.
—Lo sabremos. —Franco se bajó del auto—. Cualquier inconveniente, actúa —ordenó y cerró la puerta.
Giulio se trasladó frente al volante por en medio de los asientos y arrancó, dejando a Franco atrás. Giró en la esquina y condujo el auto llevándolo a una velocidad casual, buscando seguir de inmediato las órdenes de su jefe.
Entre tanto, Franco adoptó el papel de un florentino común y corriente, escondiendo el rostro de la luz de la luna y del alumbrado eléctrico inclinando medianamente la cabeza hacia adelante. A su vez, metió las manos a los bolsillos del pantalón, mientras comenzaba a andar.
Por supuesto, se aferró a Isis de la única manera que tuvo todos esos años. Envolvió la mano alrededor de los objetos en su bolsillo, cubiertos con un pañuelo blanco, y apretó ocasionando que el metal de la navaja y las orillas del artilugio de oro casi perforaran la palma de su mano. Transitó así alrededor de la gran edificación de la galería y del Palazzo Vecchio, hasta que en su reloj confirmó la hora. Eran las nueve con un minuto.
No le gustaba el panorama. Aún había mucha gente circulando por las adoquinadas calles, y en ningún momento intuyó que algún transeúnte fuese sospechoso para el encuentro acordado.
Se encaminó a la parte delantera del Palacio. De inmediato, su estomagó dio una sacudida vertiginosa. Un hombre de traje se detuvo justo debajo del reloj incrustado en la torre con acabado en forma de almohadillado en piedra dura; una fachada típica de la región. ¿Sería él? Entonces, una mujer llegó corriendo hasta el sujeto y gritó "fratello" (hermano traducido al español) en cuanto lo abrazó. El hombre le regresó el abrazó cariñosamente, se dieron un beso en ambas mejillas y abandonaron el lugar, con ella del brazo de él.
La vida era una gran mierda, si se tenía que decir.
Franco jamás se había experimentado tan anhelante por recuperar a su hermana. Todo el cuerpo le hormigueaba de ansiedad y el corazón se le oprimía dolorosamente. Quería a su hermana de regreso a su lado. Veinte años eran suficientes de estar lejos. Anhelaba abrazarla, poder ver su sonrisa y escuchar su risa.
Desafortunadamente, no existía ninguna garantía de que esa noche fuese a ser productiva. No tenía ni puta idea de si la persona que lo citó asistiría o si alguna vez hubo información sobre ella. Podía ser un juego o una trampa. Podían estar usando a su hermana para deshacerse de él.
Franco tuvo un nuevo pensamiento, de pie, frente a la torre del reloj. Ella nunca debió ser la luna, debió ser el sol. Esa estrella incandescente que iluminaba su vida, una luz que dejó de alumbrarlo y lo abandonó en completa oscuridad... El mismo universo era testigo de lo excepcional que era su amor. Un sentimiento tan intenso y puro como pocos se habían visto en la historia, y que difícilmente se podría comparar.
Recargó la espalda contra el muro del Palacio, aun con las manos en los bolsillos, controlando su impaciencia.
En la espera, deseó que la gente volviera a sus hogares y que dejaran de importunarlo con el eco de sus pasos que aceleraban su corazón cada que escuchaba alguno cerca. Y así, perdió la noción del tiempo.
—Franco. —Se escuchó la voz de Giulio a través del auricular—. Nueve con quince.
—Conduce a la parte trasera —respondió Franco discretamente —. Dame detalles.
—Hecho —aceptó Giulio.
Mientras esperaba noticias de Giulio, Franco siguió en su escrutinio sobre la gente que se acercaba a él. Nadie parecía ser la persona a la que esperaba. De pronto, comenzó a sentirse como un idiota esperanzado.
—Hay un sujeto en el callejón. —Se volvió a escuchar la voz de Giulio. El tono inquieto que manifestó alarmó un poco a Franco—. Está sólo. Sudadera gris, capucha y deportivas. Si es él, creo que planea poder salir corriendo.
—Bien —dijo Franco—. Encuentra puntos de fuga y ubícate con perspectiva al sujeto.
—Esto no está bien —dijo Giulio, evidenciando nerviosismo.
—Nunca nada está bien —aseveró Franco mientras se encaminaba hacia la parte trasera. Dejó de presionar el collar entre su mano y se enfocó en sujetar nada más la navaja, dejándola con fácil acceso. La pistola en su espalda dentro del cinturón, le recordó su presencia simulando que le quemaba la piel. A veces, parecía que tenían un vínculo especial, como si supiera que pronto iba a tener que utilizarla.
Giró en la esquina y pudo apreciar el corsa estacionado hasta el otro extremo de la acera paralela, debajo de una farola que parpadeaba.
Giulio salió del vehículo, encendió un cigarro y abrió la cajuela. Se demoró unos segundos ahí hasta que sujetó el cigarrillo entre los labios, sacó una mochila y la ajustó a su hombro. Ahora era un florentino llegando del trabajo. Cruzó la avenida, hacia contra esquina, y siguió en línea recta perdiéndose entre las sombras. Él siempre iba a ser un poco dramático, pero funcionaba esa característica de él. Seguramente había encontrado un punto en donde tuviera visión de la ubicación a la que se dirigía Franco que lo mantuviera oculto y listo para cualquier eventualidad. También hubiese sido sospechoso que un auto se quedara aparcado tan cerca del sitio y que el conductor no hiciera ningún movimiento.
Durante ese periodo, Franco llegó a la siguiente esquina rodeando el perímetro del Palacio, y dio vuelta, dando inmediatamente con un callejón estrecho. Ahí, descubrió al hombre que Giulio le había descrito. La capucha puesta le cubría el rostro.
Se acercó al sujeto en las sombras, con su andar altivo y seguro, sin sacar las manos de los bolsillos del pantalón.
—Jean Franco Casiraghi —anunció el sujeto, con un ligero toque de burla—. Tan inconfundible y distinguido.
—Déjate de juegos —aseveró Franco, ejecutando una rápida evaluación de pies a cabeza al hombre. Sí su vista no le fallaba, tenía un arma en la bolsa delantera de la sudadera—. ¿Qué buscas?
—No. ¿Qué buscas tú? —se burló el tipo, dando un paso adelante. Esto ocasionó que la luz natural de la noche lo alumbrara. Aun así, Franco no tuvo posibilidad de verle la cara.
—Sabes qué busco. Ahora habla —exigió Franco, sin alterarse.
—¿Y qué obtengo yo de tu parte a cambio de esta información? —preguntó inquisitivamente el sujeto—. Aún no me pagan. Creo que puedes mejorar la oferta.
—Meditaré el ofrecerte seguir respirando. ¿Es una buena oferta para ti? —invitó Franco. Una sonrisa torcida, llena de insolencia, curvó un lado de su boca.
—Creí que la vida de tu hermana valdría más que cualquier otra vida y todos tus millones —volvió a burlarse de Franco. Lo estaba probando. Jugaba con él. Quería enervarlo y lo lograría si seguía utilizando a su hermana.
El gran Casiraghi sacó la navaja del bolsillo, y empezó a jugar con ella descaradamente entre los dedos.
—Tu lengua se mueve más de lo que vale—Franco se mostró tan apacible, que nadie hubiese sospechado que había comenzado a hervir de rabia.
—Dicen que la luna está más cerca de lo que cree el sol —canturreó el pobre hombre que no sabía en la mierda que se acababa de meter.
Y es que Franco en ese momento sacó a relucir su lado más violento, y se fue contra él. Con un movimiento ágil, lo cogió del cuello de la sudadera y lo estampó contra el muro del callejón. La luz de la luna alumbró sublimemente sus ojos azules, llenos de una ferocidad arrebatadora. La capucha del hombre cayó y reveló un rostro desconocido y de súbito aterrado.
El hombre idiota tembló en el momento que Franco encajó la punta de la navaja muy cerca de su manzana de Adán, lo suficiente para conseguir que un delgado hilo de sangre corriera por la piel. La otra mano viajó a su parte blanda, y aprisionó sus testículos en un fuerte y doloroso agarre.
Poco a poco, el demonio en el interior de Franco se asomó.
—No te atrevas —demandó Franco con los dientes apretados, intentando controlar su ira—. ¡¿Dónde está Isis?! —Volvió a estrellarle la espalda contra la pared, aplicando un poco más de fuerza.
El hombre dudó. Sus ojos se movieron de un lado otro buscando una salida.
—Yo..., yo... —El sujeto de nombre desconocido titubeó aferrándose al brazo de Franco—. Solo me dijeron que te alertara. Tú hermana está cerca, entre los escombros de tu pasado. —Le tembló la voz. Su mirar delataba su miedo.
Franco estrechó la mirada al ver al sujeto tan aterrado.
La ira le quemaba la piel y la sangre. Y se intensificó al darse cuenta de que no obtendría nada certero. Ese definitivamente era un juego. Sin embargo, una parte de él tomó las riendas de la situación, y lo llevó a calmarse. A solas ya tendría tiempo para lamentar su fracaso.
—No sabías a qué venías. —Franco encajó más la punta de la afilada navaja en el cuello de su víctima.
—Por favor, no... —sollozó el cobarde.
Franco comprendió. Ese hombre no tenía el conocimiento de con quién iba a encontrase, al menos no del todo. Lo reconocía, pero no parecía saber que Franco era peligroso y temido en el bajo mundo, de lo contrario, no se hubiera burlado de él o probablemente ni siquiera hubiese asistido a la cita. Tal vez, no era del bajo mundo y sabia de Franco Casiraghi solo por la sociedad. Era un humillado conejillo de indias.
Ese hecho ofendió bastante al demonio. El pobre cobarde no sabía quién era él realmente. Ignoraba que era un jefe de la mafia, un tipo peligroso que arrebataba vidas sin rechistar y que disfrutaba hacerlo. Un hombre de negocios turbios que no dudaba en hacer cualquier tipo de transacción. Eso fue un gran insulto para Jean Franco Casiraghi Santoro. Encima, solo había perdido su preciado tiempo.
—Dime... ¿tienes algo más para mí? —preguntó Franco, ligeramente tranquilo.
—No. Te lo juro —le respondió trémulamente el sujeto, negando con desesperación.
—Ya veremos. —Franco le enterró la navaja en una de las mejillas, ocasionando un agujero profundo que le salpicó de sangre su atractivo rostro. Eso lo enojó monumentalmente.
El hombre bramó de dolor.
—¿Tienes algo más para mí? —Franco volvió a exigir, desgarrando la piel del hombre sometido.
—¡No! —Otro bramido de sufrimiento—. Lo siento. Lo siento. Por favor, tengo familia —lloriqueó ridículamente.
—Yo no lo siento. —Franco fingió compasión. Retiró la navaja y más sangre brotó de la herida—. También tengo familia, y tú viniste a burlarte de ella.
Tarde se dio cuenta que no llevaba el silenciador de la pistola. Iba a tener que ser un poco más sádico. El sonido del disparo sin duda alertaría a su futuro pueblo, y no quería eso. Qué suerte, el hombre le había facilitado el que lo asesinara al llevarlo a un callejón oscuro, lejos de la civilización. Eso solo confirmó su teoría. Quien estuviese detrás de todo, quería jugar.
Se acercó tanto como pudo al cuerpo invadido por temblores, del indigno florentino que sangraba del rostro, y le empujó la navaja en el abdomen una vez. El sujeto gimió; después vino otra puñalada. El hombre jadeó, falto de aire. Una cuchillada más. El tipo ya no pudo jadear ni gemir. Franco remató con una estocada cerca del corazón.
Por supuesto, esas heridas no lo matarían al instante, la longitud de la navaja no era suficiente para llegar a tocar cualquier órgano vital, pero se había asomado ese lado psicópata que adquirió con el curso de los años.
El hombre se desplomó sobre Franco.
Franco lo sostuvo lo suficiente contra él para así poder acabar rápido. Le hubiese gustado ver cómo se desangraba lenta y dolorosamente, pero no tenía tiempo. Con habilidad, le desgarró el cuello de extremo a extremo. Un asqueroso ruido de gorgoteó llegó a sus oídos, y saboreó el dulce sonido del cuerpo inerte caer a sus pies.
Como si nada hubiera pasado en el callejón oculto del Palazzo Vecchio, El Demonio de Florencia sacó el pañuelo blanco de su bolsillo, y lo dejó caer sobre el rostro del hombre que no tardaría más de diez segundos en desangrarse.
Ese hábito lo adquirió unos cinco años atrás, cuando comenzó a tomar vidas fríamente, en la búsqueda de recuperar el honor de su familia. Cada persona que mató durante esos años, se llevaban la marca de Franco con ese pañuelo. Esa tela era una alegoría silenciosa de su poder y venganza, en nombre del señor que lo ayudó a disparar por primera vez. ¿Demasiado teatral? Por supuesto. Y lo disfrutaba. No solo Giulio podía ser dramático. Gozaba ver en las primeras noticias del día, o en los periódicos, las imágenes de sus víctimas con esos pañuelos cubriendo sus rostros. Le gustaba saber que la gente ya sabía que debía temblar ante ese hecho, porque anunciaba que el peligro estaba cerca de sus hogares. Les advertía que la mafia no descansaba en las calles de Florencia. Y también le gustaba esa parte retorcida de la situación. La contrariedad del blanco como símbolo de la paz, ocasionando disturbios y terror.
¿Huellas dactilares y pruebas de ADN? Las habría. Excepto que, tenía gente trabajando para él en el laboratorio de comparación, morgue y criminalística, y estaban al corriente sobre lo que tenían qué hacer cuando un pañuelo blanco se mostrara en sus informes y dentro de las pruebas. Ni una vez habían fallado. Aún después de cinco años, seguían sin imaginar que era él el asesino del pañuelo blanco. Y se le daban créditos a Benedetto por ello. Él lo ayudó al principio. Le presentó a la gente indicada, y ahora solo lo cubría si algo se salía un poquito de control.
Giulio llegó de inmediato. Arrugó las cejas al ver el cuerpo en el suelo, y se profundizaron las líneas de expresión en su frente cuando dirigió su atención a Franco.
—Vámonos de aquí —le sugirió Giulio a Franco, dándole unas patadas al cuerpo ya sin vida sobre el adoquín—. Ahora, Franco.
—Tú eres el único que sabe sobre la luna y el sol —exhibió inesperadamente Franco.
—Sí. Ya sé —confirmó Giulio, comenzando a caminar. Al darse cuenta de que Franco no lo seguía, se detuvo y observó por encima del hombro—. ¿Eres idiota? Vámonos, joder. ¿O me quieres decir de una vez que mierda te dijo?
—Vuelve con Vittoria —le ordenó fríamente Franco—. Regrésala al hotel y quédate con ella hasta mañana que te dé una instrucción. Estamos en el San Marcos. —Empezó a caminar, pasando por encima del muerto, en dirección hacia el Rio Arno.
—¿Qué? —preguntó Giulio con incredulidad y aprensión—. Regresa conmigo, maldito idiota. ¡Franco! —Lo sujetó del brazo al ver que no se detenía y tiró de él, impidiéndole que siguiera avanzando.
—Regresa, Giulio —le advirtió Franco, demasiado amenazante para el gusto de Giulio.
Giulio vio con algo de nerviosismo a sus espaldas, como si el sujeto muerto de repente fuera a resucitar, y volvió su vista a Franco.
—¿Por qué? —Esa fue una de las pocas veces que Giulio cuestionó una orden de Franco. Si iba a ir a recuperar a su hermana, quería ir con él. Tenía que ir con él. Trabajaron codo a codo en su búsqueda por muchos años; no podía hacerlo a un lado—. Al menos dime qué te dijo. ¿O a donde mierda vas a ir si no piensas regresar conmigo? No deberías estar todavía en la ciudad.
—Voy a las ruinas Casiraghi y quiero estar sólo —aseveró Franco, retomando su andar hacia el rio—. Y ya lárgate de aquí.
Giulio regresó al corsa, lleno de incertidumbre. Le había herido de cierta manera que Franco lo hiciera a un lado en ese asunto. Podía entenderlo, pero ahora estaba con más dudas, porque parecía que no había obtenido ninguna información objetiva, a menos que Isis no estuviera viva... Si era eso, ¿qué carajo pasaría con Franco?
Pensó en seguirlo a escondidas, pero le había encargado a Vittoria y no iba a dejarla en medio de una carretera en la madrugada, con esa personalidad desquiciante e inmadura. La quería, pero le frustraba que no sabía reconocer que era estúpida en muchas ocasiones.
Al tiempo que Giulio se preguntaba qué demonios estaría pasando con su compañero y su hermana, Franco tomó rumbo hacia el lugar en donde antes había estado la Villa Casiraghi, en las colinas de Bellosguardo. Ahora ese lugar existía como unas ruinas y necesitaba ir ahí. Tomaría las avenidas menos transitadas para esconderse de ojos curiosos. Probablemente, llegaría un par de horas antes del amanecer. Requería sacarse un pensamiento perverso que comenzó a fustigarlo desde que el hombre mencionó los escombros de su pasado.
El único inconveniente que vio, fue que su cara y saco estaban salpicados de sangre. Por ahí encontraría un bebedero de camino para enjuagarse. Y el traje era oscuro; en la noche no podría distinguirse con claridad.
Andando con la cabeza gacha y la mirada elevada, determinante, los pasos de Jean Franco resonaron sobre el adoquín. La luna lo perseguía, alumbrando su camino, y las luces de la ciudad alargaban su sombra. La arquitectura renacentista le daba un toque melodramático, muy trágico, a esa escena, sobre todo a tan altas horas. Era un escenario totalmente acorde con la situación y la personalidad de Franco. El silencio de la noche alteraba aún más sus demonios. Había perdido casi por completo la esperanza. Ya no sabía si Isis estaría con vida.
Jamás debió asistir a ese encuentro. Sobrevivía mejor siendo impulsado por una ilusión.
Entonces, lo entendió. No eran escombros, eran recuerdos. Lo instaban a buscar en los restos de su memoria, en alguna remembranza reprimida. Existía alguien más que conocía a la luna y el sol. Pero, ¿quién? ¿Por qué hasta ahora y para qué?
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