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CAPÍTULO 37


El foso sufrió las consecuencias de un hombre frustrado, impotente y con el corazón en proceso de dejar de latir.

Después de que Giulio se deshizo de los tres hombres que pidió Franco, regresó al foso y desquitó todas sus amargas emociones en un costal de boxeo que no le duró lo suficiente. No satisfecho con eso, se terminó las balas de salva en las tablas del tiro al blanco y acabó con el saco de repuesto. El huracán Giulio arrasaba con todo a su paso. Incluso, se abrió la piel de los nudillos, la cual apenas estaba en recuperación por su ataque de ira en la cocina del ático.

Cada fibra interna y externa vibraban por liberar todo ese cumulo de sensaciones que le ocasionaron dolor en todas las extremidades. Amar no era tan bonito, después de todo. Se consumía por dentro, preso de un odio irracional.

Extrañamente, cuando dejó de estar al cuidado de su ángel, la escena de Franco muerto en la villa Casiraghi se convirtió en una pesadilla recurrente que lo despertaba con sensación de asfixia y de soledad. Él era un hombre que reclamaba venganza a base de violencia. Su cuerpo funcionaría siempre así. Y el hecho de haberse reprimido por tanto tiempo le estaba cobrando costosas facturas.

Aunado a eso, la imagen de Isis y de aquel beso lo torturaba por horas, llevándolo casi al punto de quiebre. Un destino que jamás se vio tan próximo de alcanzar, hasta esos momentos.

Y ahora, en espera de un miserable que participó en la labor de fracturar un alma noble, no pensaba en nada más que en asesinarlo. Y también quería provocarle dolor. El mismo sufrimiento que sufrió Isis y que atestiguó él por todos esos días.

Sabía que quitarle la vida a ese monstruo no sería suficiente, que no lo liberaría de todo ese suplicio. Nunca lo hacía. Matar nunca era la solución. El veneno en sus venas solo correría con más vigor. Así fue todo el tiempo.

Nunca logró dejar de odiar a sus padres, pese a que intentaba imaginar sus rostros en cada hombre al que disfrutaba quitarles la vida. No había manera de curarse de una infección en el alma. O sí, pero no iba a perdonarlos. Redimirlos ocasionaría que los extrañara, y no merecían nada noble de su parte. Así que, aunque asesinar fuese contraproducente, por un periodo corto y turbio él no era un huérfano abandonado y humillado cuando lo hacía. Él también poseía crueles demonios. Criaturas oscuras que encontraron compañía en otras igual de protervas dentro del alma rota de un hermano no consanguíneo.

—Marchetti —gritó Fabio, deteniendo el puño de Giulio a medio camino de terminar con el saco de boxeo.

Giulio sujetó el costal víctima de su furia y lo estabilizó para que no siguiera balanceándose. Entonces, con la respiración agitada, el pecho subiéndole y bajándole bruscamente, y el cuerpo empapado en sudor, se giró en dirección a su compañero. Le encontró al pie de las escaleras del foso, luciendo un tanto perturbado; también sufría con la situación de Isis.

Verlo le provocó una sensación amarga. Fabio había estado con Isis todos esos días, mientras que él se dedicó a tratar de dejar de quererla. Aunque ya no acudió a ninguna mujer ni botellas de licor, lo había hecho de una manera mucho peor, para ser honestos.

Por esa razón, Giulio pensó en que Fabio probablemente pudo lograr cautivar el corazón de un ángel, ocasionando que lo olvidara a él. Isis no volvió a mandarle mensajes desde el martes en la noche. Y es que él no respondió a ninguno de ellos.

Bajó de un salto del cuadrilátero y caminó con la espalda y hombros erguidos en su totalidad, mostrándole a Fabio que esos días de ejercicio le habían aumentado un poco su masa muscular.

Fabio, por su parte, no solo se dio cuenta del mejorado estado físico de Giulio mientras caminaba hacia él. Descubrió una especie de plástico delgado y transparente cubriéndole el pectoral derecho y gran parte de la clavícula. Una fina superficie transparente que se notaba manchada de lo que parecía ser tinta negra.

Giulio le impidió a Fabio seguir estudiándolo. Se colocó la camiseta verde militar de algodón y se sacudió las puntas del cabello antes de ubicarse frente a él.

—¿Ya está aquí? —preguntó Giulio bruscamente.

—Sí —respondió Fabio con una rápida sacudida de cabeza—. Franco no tardará en llegar. Llevó a Isis a casa.

—¿Quién se va a quedar con ella? —exigió saber Giulio. Tomó la pistola y el par de cartuchos sobre la pequeña mesa a un costado de las escaleras, y se guardó los objetos en las bolsas del pantalón de mezclilla.

—Susanna. Yo tengo que volver con Claudio y Darío —contestó Fabio, desabotonándose el saco. El foso siempre era un maldito horno—. Parece que a Isis le gusta más la señora Di Santis que muchos de nosotros. —Los ojos de Fabio se iluminaron ante la mención de la hermana de su jefe.

—¿Tú todavía no le gustas? —se burló Giulio, mostrándose frío como nunca.

—No —espetó Fabio—. Pero al menos yo no la abandoné.

Ese comentario fue mucho peor que una daga en el corazón para Giulio.

—Cierra la puta boca. —Giulio lo aventó con el hombro, apartándolo de su camino, y subió apresuradamente las escaleras.

Más rápido de lo normal, Giulio estuvo frente a la puerta más grande de acero en el sótano, justo frente a las escaleras.

Las otras dos habitaciones adyacentes se ocupaban para distintos propósitos. En una descasaban los custodios muy cómodamente, y en la otra se guardaban todos los artilugios de torturas y los tambos de ácidos. Por lo tanto, el aroma de ese sitio era una mezcla de perfume masculino, suavizante de telas, jabón, sangre, acidez y muerte...

Dos esbirros custodiando la puerta más grande la abrieron para Giulio, dejándole entrar a uno de sus lugares favoritos. En realidad, era el sitio predilecto de muchos de ellos.

Giulio dio dos pasos dentro de la estancia. El sonido de sus botas retumbó sobre las respiraciones agitadas de dos de los cautivos casi a punto de fallecer que se hallaba dentro. Sus fosas nasales fueron invadidas por la esencia repugnante de sangre, sudor y cuerpos en inicio de descomposición.

De improvisto, un rostro sin magulladuras y de mejor apariencia entre los otros dos prisioneros, pausó su camino.

—Alfonzo —farfulló Giulio, estupefacto y también más iracundo que minutos atrás.

—Qué gusto, Giulio —lo saludó el sujeto de cabello rizado y un horrible tatuaje de letras chinas en la cara—. Pensé que me haría los honores el petulante de tu amo.

—No es mi amo —advirtió Giulio peligrosamente. Después de aventar la mesa fuera de su trayecto, se apresuró hasta el sujeto amarrado con cadenas a una silla y lo agarró violentamente del cuello de la camisa—. ¿Tú sí tienes amo, pedazo de mierda? —gruñó a escasos centímetros de su cara, aún sin creer que ese tipo estuviera ahí por las razones que lo capturaron.

El hombre en cuestión sonrió con sorna, revelando una dentadura manchada de sangre.

—¿Qué le hiciste a Isis, jodido cabrón? —exigió saber Giulio, apretando su mano libre en puño. No iba a lograr mantener el control por mucho tiempo.

—Vas a tener que ser más específico —se jactó Alfonzo, sosteniéndole la mirada. Se presumía divertido y complacido. Su sonrisa era cruel y sádica—. Le hice muchas cosas.

Sí, definitivamente no era momento de autonomías.

Sin meditarlo, Giulio le impactó dos fuertes golpes con los nudillos: uno en la nariz y otro en la mandíbula. Alfonzo gruñó de dolor. Su cabeza cayó hacia un lado y un hilo de sangre brotó de su nariz.

Giulio lo zarandeó, y le regresó la cabeza a su lugar. Lo soltó de la camisa, devolviendo la silla a su postura original, y le envolvió el cuello con una mano, aplicando la presión perfecta para prohibirle el flujo de oxígeno constante.

—¿Para quién trabajas? —preguntó Giulio, administrando más fuerza en su mano—. Está claro que tu cerebro no es lo suficiente listo para planear todo esto. No obtuviste honores como nosotros en la facultad de derecho. ¿Paolo es tu amo, maldito perro?

Alfonzo escupió sangre a un lado y se rio nasalmente, torciendo la boca en un gesto mezquino. Ni siquiera parecía que se quedaba sin aire.

—Al parecer, su cerebro tampoco es tan ingenioso —exhibió Alfonzo, jadeante—. Está tan cerca, burlándose de ustedes. ¿Me vas a torturar para que les diga? —Su rostro, inevitablemente, comenzó a teñirse de rojo por la falta de oxígeno.

Giulio fue tomado por sorpresa frente a dicha revelación. Lo soltó del cuello y de inmediato lo sujetó del cabello, echándole la cabeza hacia atrás. Con eso, intentó encontrar alguna otra especie de información al asomarse en los ojos marrones de su antiguo compañero de universidad.

¿Quién más estaría detrás de todo eso? Evidentemente, Paolo usó a ese imbécil rizado con un propósito en concreto, porque no parecía ser casualidad. Los dos siempre repudiaron a Franco y a Giulio en la facultad, aunque nunca fueron buenos amigos entre ellos. Asimismo, Franco y Giulio tenían la certeza de que había alguien más moviendo cada hilo, gracias a todos los eventos que se estuvieron suscitando.

—¿Por qué te metiste en esta mierda? —Giulio fortaleció su agarre en el cabello del contrario, lesionándole los músculos y los nervios del cuello al tirar de su cabeza todo lo posible hacia atrás—. Siempre se supo que eras un imbécil, pero no creí que tanto. Solo pienso en asesinarte por haberla lastimado.

—Gánale al mejor y te conviertes en el mejor —canturreó Alfonzo. Otra risa nasal brotó de su garganta, llena de guasa.

—Pero no le ganaron —le recordó Giulio—. Nunca estuviste a nuestra altura y terminaste siendo un perro faldero asqueroso. No eres nadie.

—¡Tú tampoco eres nadie! ¡Casiraghi no es nadie! —exclamó Alfonzo, luchando para liberarse de la mano de Giulio—. ¡Tú eres el perro faldero de Jean Franco! ¡Y ese cabrón es esclavo de su pasado! No importa cómo, pero va a caer.

—Suenas como Paolo. —Giulio le propinó un gancho en el estómago, sacándole el aire casi en su totalidad—. ¡¿Es él para quien trabajas?!

Alfonzo tosió y jadeó para recuperar un poco el aliento, entre pequeños gruñidos.

—Pierdes tu tiempo si crees que voy a decirte con quien trabajo —rugió Alfonzo, afanándose arduamente para liberarse las manos atadas a su espalda—. Jamás lo sabrán. No, Marchetti. Ustedes todavía no ganan.

—Lastimaron a una persona inocente. ¿No te sabe amargo? —dijo Giulio entre dientes, tirándole con mucha más fuerza la cabeza hacia atrás. El sonido crujiente en el cuello de Alfonzo le complació—. Te equivocaste cuando te dejaste arrastrar a esta mierda. Así no se obtiene una victoria.

—¿Amargo? Claro que no. Esa perra Casiraghi es deliciosa —lo retó Alfonzo, pasándose la lengua sugestivamente por los labios—. ¿Quieres saber todo lo que le hicimos? León la quiere de vuelta. La echa de menos. —Terminó riéndose malévolamente, mientras que sus ojos se convirtieron en los de un demente listo para un psiquiátrico.

El mundo de Giulio se tornó de rojo por completo y perdió el poco sentido común que conservaba.

Bramando fuera de sí, le conectó a Alfonzo un gancho en la nariz y luego otro, y de nuevo uno más. La fuerza de sus golpes ocasionó que cayeran al suelo. Lo dejó preso entre sus piernas y siguió arremetiendo contra él, ya sin darle importancia al sitio en que colisionaban sus nudillos. De apoco fue desfigurando el rostro de ese monstruo, olvidando la orden de Franco sobre controlarse. Francamente, no iba a hacerlo.

—¡¿Qué les hizo ella?! —vociferó Giulio mientras le propinaba un puñetazo entre la mandíbula y la oreja. ¿Para qué herir así a su ángel? Ese imbécil de Alfonzo ni siquiera era parte de las familias importantes de Italia, y tampoco pertenecía a la mafia. Honestamente, no era nadie. Era un simple gusano al que seguro le lavaron la cabeza.

Alfonzo tenía la misma edad que Franco y él, por lo que debió haber entrado no hace mucho en esa atrocidad que se cometió contra Isis o, al menos, no participó desde el principio. No parecía posible que supiera sobre la búsqueda de Franco o la supervivencia de Isis. Tal vez estuvo todo ese tiempo en las sombras de la situación, pero no justificaba que le hubiese hecho daño a alguien inocente. A una persona dulce, hermosa y perfecta. Le dolió más que nunca toda esa eventualidad.

Los siguientes golpes fueron acompañados de lágrimas de furia. El pretexto perfecto para liberar todos esos días de estrés, tristeza, frustración y desconsuelo.

—Deja algo para mí —anunció Franco, entrando lentamente al sótano. Llevaba en las manos una especie de alicatas para cables, y en el rostro su eterna personalidad impetuosa y fría como un iceberg.

Vito entró detrás de él.

Giulio se detuvo a mitad de un golpe más. Estrechó la mirada sobre el desfigurado rostro de Alfonzo, y, decidió, de último momento, regalarle un golpe final en la nariz. Solo esperaba que no muriera con ese remate. Se levantó y enfrentó a Franco, procurando calmar su respiración.

—Perdón —ironizó Giulio, limpiándose la sangre de las manos en el pantalón.

—No tengo mucho tiempo —aseveró Franco. Nunca esperó que Giulio se controlara como se lo ordenó, sinceramente. No le sorprendió ni siquiera encontrarlo con el rostro salpicado de sangre junto con la playera y las manos. Lo que le asombró un poco, fue el modo en que sus facciones se retorcían. Jamás lo había tan lleno de odio—. ¿Dijo algo?

—¿Recuerdas a Alfonzo de la Universidad? —inquirió Giulio secamente, sentándose en la esquina de la mesa—. Era él.

Si ese dato impresionó a Franco, no lo demostró.

—¿Algo más?

—Trabaja... o trabajaba para alguien que está cerca de nosotros, eso fue lo que dijo —anunció Giulio, estacionando su colérica mirada en la de Franco—. Pero no dijo más. Ni siquiera respondió cuando le pregunté si trabajaba para Cavalcanti. Necesita una sesión de tortura.

Franco tampoco se asombró por ese dato. En sus cavilaciones, desde que empezaron a jugar con su mente a través de la existencia de su hermana, siempre llegaba a la misma conclusión: alguien muy cerca estaba detrás de eso. El problema era que no lograba encontrar quien. Y en ese momento no le interesó. También estaba colérico, aunque él no lo evidenciaba como Giulio.

—¿Está muerto? —preguntó Franco, caminando hacia uno de los hombres moribundos en el otro extremo de la estancia.

El sujeto en cuestión era un joven rubio de aproximadamente unos veinticuatro años, con un ojo cubierto en sombras oscuras e hinchado, y una gran lesión en el puente de la nariz. Estaba amarrado de la misma forma que Alfonzo y que el otro hombre de Paolo, con las manos atadas por la espalda y el torso inmovilizado contra el respaldo de la silla.

—No tanto —respondió Giulio, pateando un par de veces al cuerpo de Alfonzo que se quejaba y medianamente se movía.

—Córtale un dedo —ordenó Franco aventándole las alicatas a Giulio.

Giulio atrapó en el aire el objeto y de inmediato obedeció. Enderezó la silla junto con Alfonzo, y sin preliminares le arrancó el dedo pulgar con las alicatas.

El grito de dolor que voceó Alfonzo fue una descarga de adrenalina para Marchetti y Casiraghi. Les complació al punto de erizarles la piel, como cuando escuchas tu canción favorita.

—¡Son unos hijos de puta! —bramó el cobarde. Y gimoteó como un pobre animal mal herido.

—Supongo que tú tampoco has hablado mucho —comentó Franco, levantándole la cara al chico rubio. Tomó una respiración contenida al encontrar las similitudes que albergaba ese sujeto con Paolo, gracias a la sangre materna que compartían. Por tanto, le dio unas palmadas en la cara, obligándolo a abrir los ojos—. Diego Portinari, naciste en la familia equivocada.

—Deberías estar muerto —alcanzó a pronunciar el primo de Paolo, con los ojos a medio camino de cerrarse.

—Por supuesto que sí —confirmó Franco. Sacó la navaja del bolsillo de su pantalón y la abrió—. Pero como no lo hice, vas a darle un mensaje a Paolo. —Con la punta de la navaja le marcó en la frente las letras "EDDF" lo más profundo que le permitió el hueso del cráneo—. Esto ya no es política.

El chico lloró de dolor, sacudiendo débilmente la cabeza para alejarse de aquella tortura. Eso ocasionó que las heridas fuesen más profundas, facilitándole el trabajo a Jean Franco. Sangre caliente escurrió hasta que se le acumuló en los ojos, dando la impresión de estar llorando lágrimas de sangre.

Todos iban a llorar lágrimas de sangre.

—Vito —llamó Franco mientras limpiaba la hoja de la navaja con el pañuelo blanco que siempre lo acompañaba—. Llévenle su cabeza a Paolo. Llegó el momento para que sepan que estoy de regreso. —Con eso, desenfundó su arma de la cinturilla del pantalón, la empuñó y le impactó cuatro tiros en el pecho a Diego.

El joven cuerpo se sacudió con cada bala que se incrustó en su organismo. Unos segundos después, sangre brotó por su boca y la cabeza le cayó, lánguida, hacia atrás. Los ojos se mantuvieron escalofriantemente abiertos.

Franco le cubrió la cara con el pañuelo blanco e invitó a Vito a que lo retirara de su vista.

Posteriormente, sin mediar palabra, también acabó con la vida del otro esbirro de Paolo, empleando los mismos cuatro balazos. No le servían más. Si en todo ese tiempo encerrados, sufriendo de golpes y torturas, no dijeron absolutamente nada, no lo harían nunca. Y ya no le interesaba que lo hicieran o no. Ya no le afectaba no obtener información importante de Paolo. Iba a acabar con él muy lentamente, burlándose.

Cambió el cartucho y se acercó a Alfonzo, quien lloraba silenciosamente observando el espacio vacío en su mano.

—Quiero pensar que usaste todos tus dedos para herir a mi hermana —comentó Franco, impertérrito. No había ningún tipo de emoción en su expresión ni en su voz.

—Y más partes de mi cuerpo —gimió Alfonzo, ganándose una patada de Giulio en los testículos.

Tras eso, Giulio presionó la suela del zapato en el mismo sitio que propinó la patada, estrujándole toda la asquerosa materia que tenía entre las piernas.

Alfonzo se tragó una exclamación, apretando los dientes y los labios con gran fuerza.

—Tienes surte. Llevo prisa. —Franco le quitó las alicatas a Giulio, acomodó el dedo índice de Alfonzo entre las dos puntas e hizo presión. Un dedo menos. Otra exclamación lacerante. Y más adrenalina surgiendo con saña—. ¿Te dolió?

—Seguro que no tanto como lo que le hice a tu hermana —lloriqueó Alfonzo, intentando mover los tres dedos que conservaba de una mano. Su cuerpo entero había entrado en una especie de trance, pues comenzó a temblar violentamente. Había lágrimas surcando sus pómulos y apenas si se apreciaba la forma de su rostro.

—No hables, pedazo de mierda —le advirtió Giulio, aplicando más fuerza a la presión de su bota.

Por un segundo, los ojos de Franco titilaron, exteriorizando lo mucho que estaba hirviendo por dentro. Volvió a hacerse de la navaja y con un rápido movimiento le clavó la fina y fría hoja en la mejilla derecha, perforándole por completo esa zona.

Alfonzo estuvo a punto de desmayarse, pero se esforzó por seguir manteniendo la consciencia. Por lo regular, esa clase de vida te hacia aprender que la dignidad era lo último que se perdía.

Franco dejó la cara a pocos centímetros de distancia de la de Alfonzo y torció la navaja. Con ello, consiguió una herida con más anchura.

—Si logras salir del infierno, dile a tu jefe que cuando sepa quién es, no voy a matarlo—. Franco retiró la navaja y se la clavó en la entrepierna, por encima de la punta de la bota de Giulio.

Alfonzo bramó, sacudiéndose de un lado a otro. De su boca salieron hilos de sangre y saliva. Sus fosas nasales se dilataron gravemente. Y sus ojos liberaron gotas de dolor y humillación.

—Dile que voy a lograr que desee morir todos los días del resto de su vida —finalizó Franco como un juramento pactado con sangre. Le quitó la navaja y la aventó a la mesa.

Giulio y Franco compartieron una mirada llena de complicidad. Un entendimiento que nadie era capaz de notar, solo ellos. Entre los dos cumplirían esa amenaza, porque ambos sufrían a su modo, pero con la misma fuerza. Además, juntos lo hacían mucho mejor.

Franco le entregó el arma a Giulio.

—Puedes hacer lo que quieras —le dijo Franco, acomodándose los botones del saco. Tanto ajetreó le había desajustado dos—. Te espero afuera.

Giulio asintió, aceptando el arma.

Franco le dio la espalda y se encaminó a la salida lentamente. Siempre con la espalda derecha y con seguridad en cada uno de sus pasos.

A su vez, Giulio Marchetti sumergió la boca de la pistola en la cavidad bucal de Alfonzo, colocó el dedo en el gatillo y sonrió de la manera más siniestra. Un mohín que Giulio no hacía con mucha frecuencia, pero que le supo a gloria. De ese modo, con las piernas entreabiertas y la mirada fija en los ojos horrorizados de su víctima, cargó el arma.

—No se toca a un ángel —decretó solemnemente y disparó.

Franco torció el gesto malévolamente bajo el umbral de la puerta. Aquel ruido hueco que ocasionó la detonación le provocó placer y lo nutrió de odio.

Tres hombres entraron en ese apartado, liderados por Vito, y se apresuraron a limpiar el desastre.

En el proceso, Franco tomó prestada una de las armas de su guardia. Le hubiera gustado presenciar cómo le separaban la cabeza del cuerpo a Diego, pero todavía se tenía que hacer cargo de un inconveniente.

Así pues, solo imaginando como debía lucir Diego dividido en dos, abrió la puerta del cuarto de descanso de los custodios del sótano.

La habitación era ostentosa. Poseía un baño adjunto, dos camas matrimoniales cubiertas por edredones acolchonados, una pantalla plana, una consola de videojuegos y una mesa de centro para compartir comidas. No era una habitación de hotel de cinco estrellas, pero era mejor que cualquier sitio en la calle. Un digno lugar para descansar después una jornada larga de trabajo. Estar de pie más de doce horas frente a una puerta no era cualquier cosa, y a Franco le gustaba mimar un poco a su gente.

—Señor Franco. —El muchacho en el interior de esa estancia se levantó de una de las camas, apurado.

Al mismo tiempo, Giulio alcanzó a Franco.

Franco empuñó el arma y le atinó una bala certera en el centro de la frente a aquel pobre muchacho que se equivocó al tomar una simple decisión. El cuerpo del chico cayó al suelo, sobre la espalda, sin haber sufrido ni temido a la muerte.

Giulio, estupefacto, se asomó a la habitación con los ojos abiertos desmesuradamente. Gian había sido su aprendiz en muchas situaciones. El suceso fue tan impredecible, que lo dejó descolocado.

—¿Qué mierda hiciste? —exhaló Giulio, enfrentando la críptica mirada azul de su jefe—. Nunca habías matado a uno de los nuestros.

—Nunca uno de los nuestros nos había puesto en riesgo a todos —aclaró Franco, guardándose la pistola en el interior del saco—. No recibió la orden de suministrar drogas. Su primera regla es no consumir y la segunda es no administrar o vender. No me sirve un subordinado. —Cerró la puerta y comenzó a subir las escaleras.

—Estás completamente demente —lo acusó Giulio, yendo detrás de él—. Merecía que le dieras una oportunidad. Era un buen chico. Un huérfano como nosotros.

—Se la di cuando lo encontré pidiendo limosna —aseveró Franco. No había espacios para remordimientos. Las oportunidades solo se daban una vez en la vida.

—¿Y para qué carajos lo alimentamos con lo que pedía y lo mantuviste cómodo si ibas a matarlo así? —exigió saber Giulio, intentando adelantar los pasos de Franco.

Franco se detuvo a mitad de las escaleras y se giró para encarar a Giulio, quien le quedó dos escalones por debajo.

—Porque les juré a esos huérfanos, cuando comenzaron a formar parte de nosotros, que jamás volverían a pasar hambre, sed, miedo o frío —confesó Franco, manteniendo firme la mirada sobre Giulio—. Debiste entenderlo desde el principio. ¿Quiénes saben que lo teníamos aquí?

—Solo los de la vieja guardia —respondió Giulio, aun sin salir de su asombro, incredulidad y dolencia. No podía ignorar que acababa de ver morir a una persona con la que convivió por días. Y es que no era la muerte en sí, sino el modo y quién lo asesinó: uno de ellos...

¿No se suponía que eran una institución honorable? Nunca era fácil superar una perdida cercana, pero lo conseguían porque el asesino era un ser que no tenía su respeto y porque eran eventos a los que se acostumbraron con el tiempo. Pero esa vez había sido completamente diferente. ¿Cómo demonios debía tomarlo?

—Que los jóvenes no se enteren —ordenó Franco y retomó su camino.

—Sus amigos han estado preguntando por él. Tenía amigos aquí. Familia —apuntilló Giulio, de nuevo subiendo tras Franco—. Y van a seguir preguntando.

—Que le den sepultura si lo necesitan. Pero asegúrate de convencerlos de que fue Liandro quien lo mató —dijo Franco llegando al final de las escaleras. Estaba comenzando a ofuscarse. El modo en que lo acribillaba emocionalmente Giulio no le agradó. Advertía una brecha entre ambos que jamás había existido, por muy retorcidos que fueran sus actos.

En el exterior, lo recibió el exótico jardín trasero de la Villa Di Santis.

Se detuvo casi al filo del césped, desajustándose la corbata y los primeros botones de la camisa. Mantener la compostura en ese sitio bajo tierra era sencillo. Ya fuera, no tanto. No tenía idea del por qué, pero siempre le sucedía lo mismo. Era como si sus demonios se aplacaran entre la perversidad, porque ahí era a donde pertenecían. Y la luz, probablemente, los enloquecía.

Cerró los ojos y levantó la cara al cielo. ¿Qué pensaría su hermana de todo eso?

—Nosotros no somos así —dijo Giulio de repente, colocándose a un costado de su jefe.

—¿Entonces cómo somos? —preguntó Franco ásperamente.

—Fue un error que cometió —aclaró Giulio con la vista fija en las ondas del agua de la piscina—. Yo también los cometí.

—Tú me cuidas... —confesó Franco en voz baja.

—Nos cuidamos entre todos —aseveró Giulio, apretando la mandíbula.

—Escucha —exigió Franco. Regresó la cabeza a su sitio y se giró hacia su compañero, advirtiéndole con la expresión que no estaba para sermones—. Ahora es diferente. No puedo arriesgarme a dejar a Isis sola de nuevo, ¿entiendes? Me necesita y voy a hacer lo que sea necesario para que no viva sin una familia otra vez. Si hubiera dejado con vida a Gian, cabía la posibilidad de que nos expusiera. Nos cuidamos, y ahora mi deber es cuidar a mi hermana. ¿Estás conmigo o no?

Giulio recibió aquella declaración como una cubeta de agua helada. No lo había pensado de ese modo. Sabía que ese era el peculiar modo que poseía Franco para manipular, porque ni siquiera lo pensaba o lo planeaba. Su cualidad nata no dejaba espacio para que alguien más tuviera derecho a réplica. Sin embargo, manipulación o no, tenía razón. Isis valía la pena para hacer cualquier cosa.

—Dime tus malditos planes entonces si quieres que esté contigo —expuso Giulio, desviando la vista de Franco a la alberca frente a ellos—. Creo que estás olvidando que estamos juntos en esto.

—¿Yo o tú? —replicó Franco, también enviando su mirar hacia la piscina—. No te has aparecido en el ático en toda la semana.

Esa fue la mejor cachetada con guante blanco de la historia.

—¿Cómo está Isis? —preguntó Giulio, afligido.

—No lo sé —confesó Franco, metiendo las manos a los bolsillos del pantalón—. Es impredecible. Hago lo que puedo, pero... En la subasta tuvo una crisis que alertó a todos los invitados. Y ni siquiera la recuerda. Hay muchas de ellas que no recuerda y cree que está mejorando. Me costó mucho poder regresarla. Ni siquiera me interesan las noticias amarillistas que comenzaron cuando empecé a mostrarme en público con ella. Creo que llegará el momento en que no seré suficiente para sacarla de su infierno.

—¿Has pensando en buscarle algo de ayuda profesional? —sugirió Giulio con mucha cautela.

—Por supuesto que sí —afirmó Franco—. Pero no quiero hacerle mal. No sé cómo vaya a tomarlo.

—Es muy lista —dijo Giulio con una sonrisa—. Va a entenderlo.

—No es solo eso —dijo Franco. Tomó aire profundamente y lo expulsó con lentitud—. Cuando duerme, a veces me llama en sus pesadillas. Pero otras veces llora en sus sueños buscando a un soldado. Es cuando más me cuesta despertarla.

El corazón de Giulio se saltó un latido, y creyó que moriría de dolor en ese momento. De hecho, dejó de respirar. La laceró el cuerpo; cada parte de su piel le escoció como si se la hubieran arrancado. No, no solo la piel. Todos sus órganos fueron arrebatados de su interior con saña.

—Tú has convivido más con ella. ¿Tienes idea de qué significa? ¿Quién es ese soldado? —añadió Franco, después de ese extraño mutismo.

—Yo —respondió Giulio, rezando porque su lugar en el infierno no lo estuviera esperando aún.

Qué raro. Últimamente, cuando Giulio hacia alguna confesión, el silencio los acompañaba.

Franco se quedó muy quieto. Las líneas severas de su rostro se endurecieron aún más y sus hombros se sacudieron casi imperceptiblemente.

—Tengo que volver con ella —anunció en voz baja y oscura, dándole una fuerte palmada en el pecho a Giulio como despedida.

Giulio se llevó la mano a ese sitio, sin evitar el gemido de dolor que le ocasionó el golpe de Franco. Le ardió como el jodido infierno.

Franco olvidó la confesión del soldado, temporalmente, al advertir la dolencia de Giulio.

—¿Estás herido? —inquirió duramente, girándose en su dirección.

—No —contestó Giulio, nervioso.

—Nunca te quejas —meditó Franco. Posiblemente estaba molesto con Giulio por muchas razones, ninguna en concreto y fundada, pero le angustió que algo le estuviera pasando o que le hubiese pasado anteriormente. Desde el día uno en el foso, jamás dejó de preocuparse por él.

Intentó levantarle la camiseta. Giulio luchó por impedírselo, dándole un par de manotazos. Franco se obstinó y logró hacerlo, exponiéndole casi en su totalidad el tórax. Por fortuna, no encontró una herida de bala, que fue lo primero que se le pasó por la mente. Tampoco una lesión de algún objeto punzo cortante, que fue lo segundo que imaginó. Increíblemente, Giulio tenía laceraciones en la piel por un maldito tatuaje. Y no cualquier dibujo permanente.

Le quitó el delgado plástico siendo más brusco de lo que los dos esperaron. Así, reveló una hermosa y bien detallada ala de ángel que abarcaba todo su pectoral derecho, extendiéndose hasta la clavícula y parte del hombro donde terminaba la punta de la imagen emplumada. Y eso no fue todo, debajo de ese garabato que aparentemente acababa de hacerse, las letras "ángel" se habían escrito en una preciosa letra cursiva sombreada, dándole un efecto de tercera dimensión.

Sin duda, era un tatuaje muy hermoso.

Lamentablemente, Franco deseó arrancárselo.

Giulio se quitó las manos de Franco de encima y se bajó la camiseta, enfurruñado.

—Hay algo que se llama espacio personal —lo acusó, cruzándose de brazos.

Franco asentó sus zafiros en los orbes ámbar de Giulio.

—Me decepcionas—declaró Franco.

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