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CAPÍTULO 35


Franco ingresó a la cocina sintiéndose más sediento y hambriento que nunca. Las consecuencias de un mes sin nada de alimentos en el estómago eran duras. Hubiese preferido no dejar sola a Isis mientras dormía, pero fue imperativo para él buscar algo de comer y un poco de hidratación. El cuerpo se lo pedía acentuando su debilidad en los músculos y parpados.

Por supuesto, esa estancia como toda la casa, no tenía color. La barra de desayuno era de mármol en diferentes tonos de gris. Los taburetes que la rodeaban estaban laminados en negro y hasta el refrigerador era negro. Un gran refrigerador que podría albergar kilos de carne que él estaría dispuesto a comer.

En una de las esquinas de la barra se encontró a Giulio y a Vittoria comiendo un sándwich, a la vez que charlaban entre susurros como si tuviesen miedo de ser escuchados.

De repente, Franco se percibió como si estuviera viviendo otra vida. Un mes lejos de la gente que conocía, aunque para él no parecía que hubiese pasado tanto, revelaba que habían surtido cambios notables. Eran ellos, pero ya no lo parecían. Le figuraba haber regresado a una realidad alterna. Su mente sufría repentinos golpes de recuerdos que alteraban sus nervios. Una manera nada sutil de rememorarle todos los años anteriores en los que mató, y casi lo matan. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a sentirse como él mismo? Esperaba que pronto, porque había muchas cosas de las que debía ocuparse. Una en especial: VENGANZA.

—¿En dónde está Ofelia? —preguntó Franco en tono duro, sobresaltando a los otros dos individuos en la cocina.

Giulio se levantó de la mesa rápidamente, alejándose de Vittoria tanto como le fue posible.

Franco no pasó desapercibida dicho acto. Los escudriñó por un par de segundos portando su fiel expresión críptica, y se detuvo por un par de momentos más en el semblante de Vittoria. La descubrió como si estuviese asustada, pues los ojos los tenía abiertos más de lo normal y se veía un tanto pálida.

Ella le sostuvo la mirada, dedicándole una sonrisa nerviosa con un toque de aflicción.

—Salió a hacer compras —respondió Giulio, recargándose en el lavabo a sus espaldas.

Franco asintió, dejó de observar a la pelirroja y abrió una de las puertas del refrigerador. Fue así como notó algo más. Inclusive la energía que rodeaba aquel sitio se sentía espesa, rezumbando tensión. Conocía esa sensación. Era miedo. Pero, ¿miedo a qué?

Antes de que pudiera seguir divagando, mientras alcanzaba una botella de agua gasificada, los músculos de la mano se le volvieron a entumecer, prohibiéndole coger lo que quería. Delató un gruñido frustrado, se sostuvo la muñeca para calmar el temblor de su extremidad, y se presionó el pulso buscando de alguna manera recuperar la movilidad.

Vittoria y Giulio se dedicaron una fugaz mirada angustiada al advertir lo que le sucedía a Franco. Por consiguiente, Giulio evitó volver a mirar el lamentable cuadro y Vittoria no pudo ignorarlo.

—¿Necesitas ayuda? —inquirió ella cautelosamente.

Giulio negó bajando la cabeza. Sabía la respuesta que obtendría la pobre Vittoria.

—No —sentenció Franco, inflexible. No permitiría que nadie sintiera lastima o condescendencia. Él podía hacerse cargo de sí mismo. No iba a convertirse en un inútil por un problema muscular insignificante.

Vittoria dejó caer los hombros, liberando un suspiro resignado. Siempre estaba tan lejos de ella. ¿Cómo iba a poder acercarse emocionalmente para decirle que iba a ser papá? Claramente, Franco nunca iba a poner las cosas sencillas.

—Giulio —dijo Franco, al tiempo que medianamente recuperó la capacidad motora de sus dedos y logró agarrar la botella—. Consigue un cachorro de Golden retriever de la mejor casta. —Abrió la botella y le dio el trago más refrescante de la historia. Por poco gime de placer.

Vittoria casi hace lo mismo, por razones muy diferentes. Qué sexy era Franco y su manzana de Adán. Debería usar ropa así de cómoda más seguido, lo hacía lucir tan distinto e igual de guapo.

—¿Para qué quieres otro perro? —preguntó Giulio confundido—. Ya tienes a Hades.

—No es para mí. —Franco dejó la botella a un lado y sacó un recipiente de cristal con algo muy apetecible en su interior que, adivinó, sería pasta en salsa Alfredo: su comida favorita—. Es para Isis. Necesita buena compañía.

—Ya tiene un gato —rebatió Giulio, acercándose un par de pasos a Franco.

—¿Por qué le diste un gato? —Franco abrió el recipiente y probó, como un chiquillo hambriento, la rica salsa blanca con fragmentos de espinacas. Incluso fría le supo a gloria.

—Le gustan los gatos —anunció Giulio, cruzándose de brazos.

Franco torció la boca en un gesto que asomó amargura. Metió el recipiente al horno de microondas y de inmediato se colocó frente a Giulio, endureciendo las líneas de su rostro.

—¿Qué está pasando entre tú y mi hermana? —lo cuestionó Franco severamente.

Giulio retuvo el aliento, sosteniendo la fría y acusatoria mirada que Franco le estaba dando. Su capacidad intelectual nunca le dejó pensar que evitaría para siempre el tema, pero no creyó que sería tan rápido. Franco apenas llevaba despierto aproximadamente unas veinticuatro horas.

—¿Qué te dijo? —preguntó Giulio sin amilanarse ante la expresión de su jefe y amigo.

—¿Además de que la llevaste a Emilia? —apuntilló Franco estrechando la mirada—. ¿En qué estabas pensando? —Cerró las manos en puños, pues no daba crédito a que su hermana hubiese estado en medio de todo ese desastre, mucho menos por como terminaron las cosas. De hecho, intuía que Isis no le informó cada detalle, por su salud mental. Qué considerados todos.

—Estuvo perfecta —aseguró Giulio—. Debíamos mantener los negocios. Nunca hubiera dejado que le pasara nada.

—Y estuvo Paolo. —Franco, guiado por los instintos, se llevó la mano a ese lugar en que le apuñalaron. Cualquier cosa referente a ese sujeto le provocaba rabia. Por adición, se hacía mucho más consciente de la cicatriz como si justo en ese sitio cargara un peso extra.

—Nos hemos estado encargado de eso—exhibió Giulio oscilando la mirada entre la mano en el abdomen de Franco y sus ojos—. Capturamos a varios de sus hombres y esperan una visita tuya. Están en el sótano de la Villa.

Eso lo recordó a Franco una situación de suma importancia que no se debía desatender, pues sus vidas y libertad dependían de ello.

—¿Y Gian? —exigió saber.

—Se hizo lo que pediste —confirmó Giulio dando un asentimiento—. Como dijiste, fue a las carreras. La policía también estuvo ahí, pero logaron capturarlo antes nuestros hombres.

—Bien. —Franco asintió. Un problema menos, pero necesitaría darle fin lo antes posible.

—Nada es lo mismo si tú no estás, hermano —confesó Giulio estacionando firmemente la mirada en los zafiros de Franco. De a poco caía en espiral hacía la frustración e impotencia que vivió conteniendo todos esos treinta días. En algún momento explotaría como una maldita granada. Era un hombre de carácter fuerte, pero no era insensible. Mucho menos cuando de su jefe se trataba.

En ese instante, Franco obtuvo la oportunidad de asomarse con más profundidad en los orbes ámbar de su leal compañero. Estaba distinto. Esa peculiar picardía que siempre lo caracterizó, la que lo convertía en un ser jovial lleno de atractivo para esas actividades divertidas con el sexo femenino, había desaparecido. Su hombre de mayor confianza, por algún extraordinario motivo, había madurado. Y también vivía dentro de una burbuja de amargura. Lo conocía tan bien, que no le fue complicado adivinarlo con solo mirarlo a los ojos. Aparte de las líneas de expresión que se le acentuaban con más profundidad en la frente y en las comisuras de los ojos, existía algo más. Seguía aparentando sus casi treinta años, pero con un lustro más de sabiduría.

—¿Qué te ocurrió? —le preguntó Franco sin pensarlo, casi como una exhalación—. Eres diferente.

—Moriste, Franco. Eso me pasó. Ibas a dejarme sólo —confesó Giulio, tragándose el nudo que le impidió hablar claramente—. Y después me enamoré de ella.

Silencio. Lo único que se logró escuchar en la cocina fue el motor del refrigerador y el jadeo ahogado y sorprendido que profirió Vittoria.

Ese mutismo se convirtió en una eternidad, el lapso perfecto para que se comunicaran con solo mirarse dos amigos que se convirtieron juntos en hombres. Cada uno conocía todo sobre el otro. No había secretos entre ellos, o al menos ninguno de suma importancia. Si en algún momento existían, no tardaban en descubrirlo. Sabían de sus temores y objetivos. Siempre reconocían sus emociones sin necesidad de expresarlas. En realidad, a veces parecía que vivían bajo la piel del otro. Un vínculo inquebrantable que muchos envidiaban y otros tantos aborrecían. Pero ellos dos siempre lo honraban.

—¿No piensas decirme nada? —indagó Giulio cuando el silencio resultó ensordecedor.

¿Qué se podía decir al respecto? Tal vez aquella confesión por parte de un hombre agradecido y honorable, era la cláusula final para cerrar un pacto que perduraría hasta después de la muerte con otro hombre igual de agradecido y honorable. Giulio amaba a los Casiraghi y ellos lo amaban a él.

—¿Qué necesitas que te diga? —lo retó Franco hablando en voz baja.

Vittoria se convirtió en una asombrada espectadora que atestiguó, mucho mejor que nunca, un lazo inalterable. Inclusive tuvo deseos de llorar. Malditas hormonas.

—Qué lo jodí todo —aseveró Giulio.

—Lo jodiste todo —mintió Franco.

Giulio entrecerró los ojos acusando del peor de los delitos a Franco.

—Estás mintiendo —le reprochó—. De verdad lo jodí todo.

—¿Qué hiciste mal, Giulio? —preguntó Franco conteniendo su irritación. Giulio estaba a nada de caer en uno de sus episodios melodramáticos.

Giulio pudo ver claramente todo ese mes en que Franco no estuvo. La impotencia por no saber cómo salvarle la vida. Las horas eternas de espera para saber si sobreviviría o si algún día despertaría. Frustración y dolor por presenciar la caída de un hombre tan imperioso como Jean Franco. Perdió la mitad del dominio Casiraghi. Casi echa a perder el acuerdo con Zamir. E Isis, lo más difícil de todo fue ella. El tenerla cerca, cuidarla y esforzarse por no sentir nada se convirtió en una toxina que le carcomió por dentro con culpa, sabiéndose un traidor. Nunca fue su plan. Jamás creyó que se enamoraría justamente de la persona que estuvieron buscando por veinte años. La misma y única criatura que salvaría a su mejor amigo de la oscuridad. Eso no estaba bien: amarla le parecía querer arrebatársela y apenas la había recuperado.

La vida de nuevo le ocasionaba una herida casi tan insoportable como la de ser un huérfano maltratado en una casa hogar. Esa fue la razón por la que juró que solo se enamoraría de un ángel. Así, por suposición, se aseguró de que jamás se enamoraría, porque los ángeles no existían, "aparentemente".

Todos esos recuerdos a corto plazo se convirtieron en rabia que se evidenció en el temblor que sufrió todo su cuerpo. Sí, había llegado el momento de explotar, y no iba a ser nada agradable. Estaba tan enfadado con Franco porque se le ocurrió la grandiosa idea de ser condescendiente con él, ¡después de todo lo que soportó en silencio para no decepcionarlo!

—¡Todo hice mal! —vociferó Giulio golpeando la superficie de mármol. Eso ocasionó que se soltará de todas las cadenas—. ¡Perdí parte de lo que construimos juntos! —Aventó un taburete hasta el otro extremo de la cocina—. ¡Casi hago que nos metan a la cárcel! ¡Ya no tenemos a Francia! —Rompió el grifó del lavadero con un manotazo violento y le dio un par de puñetazos a uno de los estantes superiores, consiguiendo que se abrieran en respuesta a la fuerza que aplicó—. ¡Y tú no volvías!

A esas alturas, el rostro de Giulio se había perdido entre un intenso rojo, los ojos se le notaban irritados y las fosas nasales se le dilataban con brusquedad.

—¡¿Por qué mierda no volvías?! —prosiguió Giulio. Golpeó de nuevo la barra de mármol, una y otra vez, hasta que se abrió la piel y comenzó a sangrar. Eso estaba bien. Por fin comenzaba a sentirse menos preso de toda esa tortura al que fue sometido. Entre más golpes, menos carga sobre sus hombros.

Franco sufrió en silencio junto con su compañero. Realmente Giulio la había pasado mal todo ese tiempo, como se lo comunicó Vittoria.

Vittoria se levantó y se resguardó en una esquina, conteniendo las lágrimas de pena que le ocasionó ver a Giulio tan desamparado. Sí, parecía tan desprotegido. Comprendió que, si Giulio perdía a Franco, lo perdía todo.

—¡Las extorsiones se nos salieron de las manos! —continuó Giulio—. ¡Todo por la jodida revolución! ¡Al menos dime que estás decepcionado! —Aventó otro taburete más. Este se estrelló en la pared al frente, haciéndose pedazos.

—Ya basta —pidió Franco, acercándose un par de pasos a él.

Giulio lo ignoró.

—¡No pude hacer nada contra Paolo o te hubiera hundido más! —Giulio dio media vuelta y empezó a golpear las puertas del refrigerador con los puños. Más sangre le escurrió por los nudillos, cubriéndole casi en su totalidad las manos—. ¡Estábamos juntos en esto! ¡Y no debo amarla!

—Dije que ya es suficiente —aseveró Franco.

—¡No! —sentenció Giulio, girándose en dirección a su jefe quien probablemente le restaría parte de su sueldo para pagar los daños a la cocina—. ¡Yo te dije que ya era suficiente! Le presionó un dedo malicioso en el pecho. Su rostro, lleno de furia, lo dejó a escasos centímetros del de Franco—. Dije basta y no paraste. Eres un jodido hijo de puta obstinado y orgulloso. —Volvió a presionarle el dedo en el pecho, le pegó con el puño a la pared y tomó a Franco por el cuello de la camiseta—. Si te hubieras rendido nada de esto estuviera pasando. ¡Te dije basta y no paraste!

—De cualquier manera, iba a asesinarme —dijo Franco lúgubremente­—. Ese era su único propósito.

—¡Entonces hubiéramos encontrado otro puto modo! gritó Giulio—. Tú sabías que ibas a tu jodida muerte. ¡Hubiéramos encontrado otro puto modo! ­

­Vittoria temió por la integridad física de Giulio.

No obstante, Franco parecía torturado. No había signos de molestia o furia por el comportamiento tan errático de Giulio. Simplemente se limitaba a observarlo, mientras que un músculo en la mandíbula le palpitaba.

—¿Por qué no paraste, hermano? Moriste. Te vi morir y todo se fue a la mierda —sentenció Giulio lleno de suplicio, aferrando el agarre que tenía sobre la ropa de Franco. Su anatomía temblaba sin control y los ojos se le colmaron de lágrimas que no liberó.

Para sorpresa de todos, Franco aprisionó a Giulio en un abrazo que le inmovilizó los brazos. No dijo nada más. La fuerza que aplicó en ese gesto fue suficiente para pedirle perdón, porque tenía razón. Su orgullo lo cegó en ese entonces, y no pensó en el daño que le causaría a su segundo, a su hermana y a todas las personas que se mantenían fieles a su alrededor. Lo único en su mente fue no doblegarse, mucho menos ante un sujeto tan cobarde y repúgnate como Paolo.

Por fin Vittoria pudo abandonarse al llanto, aunque lo hizo en silencio.

Giulio, a su vez, y sumamente incrédulo, abrazó a Franco de regreso con cierta cautela. Si alguien hubiera visto su cara de contrariedad, se hubiera reído de él. Inclusive, dejó de temblar, y la furia insana corriéndole por las venas se entibió.

—Bien, Marchetti. Lo hiciste todo mal —aceptó Franco con voz ronca—. Excepto por una cosa.

—¿Qué cosa? —preguntó Giulio, aún sin salir de su estupor.

—Te quedaste —expuso Franco—. Es lo único que te salva de una muerta lenta y dolorosa. —Implícitamente, procuró recordarle lo dramático que había sido por dejarle creer a Isis que de verdad lo mataría.

Giulio se apartó de Franco luciendo contrariado.

—Jamás me iría —le aseguró siendo totalmente convincente.

Franco aceptó con un simple asentimiento de cabeza. No cabía duda de la veracidad de esa declaración. Por eso era su segundo. Era el único digno para ocupar ese puesto y avanzar codo a codo, nunca detrás.

—Que la placa del perro diga Ares —demandó Franco, obsequiándole unas palmadas maliciosas en las mejillas. Ya habían tenido suficiente de sentimentalismos y melodrama.

—¿Qué? —preguntó Giulio mucho más confundido que segundos atrás.

—¿Quieres conservar tu trabajo? —le advirtió Franco, acomodándose la camiseta. Extrañaba sus trajes. Necesitaba ponerse uno cuanto antes.

—Sí, pero... ¿Por qué Ares? —Giulio se mostró completamente perdido.

Franco le dedicó una sonrisa repleta de arrogancia y satisfacción. Solo así, tras varios segundos de confusión, Giulio logró entender el propósito de su jefe.

—Eres increíblemente inmaduro —gruñó por lo bajo Giulio. Le dio un golpe en el pecho a Franco y se marchó enrabietado. No era posible. Franco había declarado la guerra en el Olimpo. Bastardo. Si tan solo supiera que no iba a luchar por su musa...

—¿En serio Franco? —habló Vittoria tras ver a Giulio salir de la cocina—. ¿Dioses griegos? Me parece un juego impropio de ti.

Franco giró en dirección a Vittoria. La descubrió caminando hacia él a la vez que deslizaba la mano por la orilla de la barra de mármol.

—Debe saber quién manda —aclaró Franco, perdiéndose por unos instantes en los ojos de su esposa. Mierda. Vittoria era su esposa. ¿Qué pasaría con ellos si ella no se había marchado como parte de su acuerdo prenupcial?

—Zeus es el Dios del Olimpo —le recordó la pelirroja. Una sonrisa tímida y dulce curvó sus sensuales labios.

—Y yo el de Florencia —aseveró Franco, siguiendo con la mirada los movimientos de Vittoria. El corazón se le aceleraba y la respiración se le agitaba a cada centímetro que ella reducía la distancia entre ellos. ¿Y si con Isis por fin a su lado intentaba hacer las cosas diferentes? Ya no le dolió tanto el cálido hormigueo que le ocasionó en el pecho la visión de Vittoria.

—Realmente estás de vuelta —se regocijo ella, posicionándose frente a él.

Ambos se aguantaron la mirada.

Vittoria pudo advertir, por medio de los zafiros de Franco, que algo estaba cambiando. Tal vez había derrumbado una de las barreras que construyó específicamente para ella. No estaba del todo segura, pero una llamita de esperanza se encendió en el centro de su pecho. Le estaba gustando más de lo debido el modo en que la veía. No había restricciones ni severidad, solo duda. Un titubeo que jamás había visto en Franco. La indecisión explicita entre el sí y el no.

Le presionó las manos en el abdomen, mostrando una sonrisa menos dulce y más provocativa, y le levantó el dobladillo de la camiseta, dejando a la luz su cicatriz.

—¿Te duele? —le preguntó en un murmullo.

—No —respondió Franco ásperamente, bajando la mirada hacia ella.

Vittoria dibujó la protuberancia con la yema de los dedos, consiguiendo que Franco temblara bajo su tacto. Vaya... A pesar de que estuvo recibiendo nutrientes a base de sueros, y en consecuente adelgazó un poco, aun se lograban apreciar sus oblicuos definidos y firmes. La V delineada por encima del resorte del pantalón seguía presumiéndose sobre ese rico tono bronceado de piel. Fue inevitable el espasmo que la sorprendió en su bajo vientre. Elevó la mirada y le siguió acariciando con suavidad.

Franco apretó los dientes y afiló sus facciones, pero no por la cercanía de Vittoria. Esa maldita marca era un cruel recordatorio de la muerte. Una debilidad, una humillación y una memoria que jamás se extinguiría. Un acontecimiento que lo acompañaría el resto de su vida.

Vittoria apartó la mano, temerosa por obtener el rechazo de Franco.

Franco, sin embargo, la tomó de la muñeca y la guio de vuelta a la cicatriz.

—No me gusta —confesó Franco en tono rígido.

—A mí me parece muy hermosa —afirmó Vittoria—. Todas las cicatrices cuentan las historias más importantes y valientes de las personas. Y tú ya tienes dos. Deberías estar orgulloso.

Ablandado por la sinceridad de Vittoria, Franco siguió sus instintos. Le ahuecó la nuca en la gran palma de la mano y la besó. Colisionó los labios con los de ella como si los hubiera echado de menos. Ella respondió ávidamente, y un poco sorprendida, rodeándole el cuello con ambas manos.

Los dos advirtieron sus corazones desbocarse mientras que sus lenguas exploraron la boca del otro. Era un beso exigente, anhelante y también lleno de frustraciones.

Franco dirigió a Vittoria hacia la barra y la presionó ahí, tomándola fervientemente de la cara. La necesitaba allí. No deseaba sus labios en otro lado más que en su boca. Su lengua debía seguir frotándose contra la suya. Sabía tan bien, que le dolió. Sus cuerpos tenían que continuar embonando como lo hacían. La deseaba de todas formas.

Desdichadamente, Vittoria fue avasallada por los recuerdos de esas dos ocasiones en que tuvo sexo con Franco. Por ende, las consecuencias de esos actos le inundaron la mente y le enfriaron la sangre. Franco había dejado su semilla dentro de ella. Como resultado, un nuevo ser crecía ajeno a las sombras y demonios de sus padres. Aun temía por la reacción de Franco. De hecho, le atemorizó que lo tomara de la mejor manera y que se alegrara por su paternidad. Eso solo pondría a su pequeño en peligro, pues su padre era el Demonio de Florencia.

Usando toda su fuerza de voluntad, Vittoria culminó con el beso, colocándole las manos a Franco en los pectorales.

Ambos respiraban con agitación. Sus anatomías seguían demandando ir más lejos. Franco lo quería contra todo pronóstico. Vittoria aún no, o solo complicaría más su situación.

—Debo irme —avisó Vittoria descansando la frente en la barbilla de Franco—. Necesitas tiempo con tu hermana. Yo tengo que volver a casa.

Él la tomó gentilmente de la cintura y la apartó con delicadeza de la barra. Asombrosamente, no se arrepentía de haberla besado, y tampoco se sentía culpable por dejarse llevar dentro de esas emociones que Vittoria le ocasionaba. Sin embargo, le contrarió que ella se resistiera. ¿Tal vez había perdido sus encantos seductores? No era posible.

—Bien —aceptó Franco, retirándole un mechón pelirrojo de la cara—. ¿Irás a América?

—No lo sé. —Vittoria suspiró entrecortadamente. Un acto que la delató como una adolescente frente a su primer amor.

—Sería agradable que te quedaras —sugirió Franco suavemente.

Maldición... Todo estaba saliendo muy diferente a lo que creyó. Si Franco hubiese seguido rechazándola, le hubiera sido menos complicado decidir su futuro y el de un bebé Casiraghi Di Santis. Se equivocó al haber empezado esa sensata y un poco sugerente conversación.

—Lo sería si te comportaras así de dócil siempre—dijo ella dando un par de pasos en reversa—. Tengo que irme...

—¿Considerarías quedarte? —inquirió Franco metiendo las manos a los bolsillos. Esa insistencia era inusual en él. Quizá la muerte no solo había cambiado a las personas a su alrededor.

—Jean... —Vittoria tuvo deseos de huir, o por lo menos de esconderse bajo la barra de mármol.

—Piénsalo —la interrumpió Franco, desviando la mirada a algún punto por encima de la mata de cabello rojizo—. Y espero que decidas quedarte. Pero si eliges irte, no voy a detenerte. No sería justo para ti ni para Isis. Me necesita al cien por ciento.

—No tiene sentido lo que me estás diciendo. Para qué me quedaría —se quejó Vittoria—. Para qué me querrías tú aquí...

—Podrías visitarnos de vez en cuando —sugirió Franco—. Y podríamos visitarte.

—Creo que no te has enterado, pero a Isis no le caigo muy bien. —Vittoria se burló amargamente.

—No le gusta mucha gente, por lo que me ha dicho —rectificó Franco entretenido—. Es evidente que estoy siendo egoísta, pero te sugiero que lo pienses. Sin embargo, si te vas, deseo que encuentres lo que siempre has querido. Lo mereces.

Vittoria casi cae en un ataque de risa histérica. ¿Él estaba siendo egoísta? No tenía ni idea. La única egoísta en esa cocina era ella por esa estúpida idea de esconderle su paternidad. Lo estaba siendo con Franco y con su bebé. Ya no sabía qué hacer ni qué pensar. De todos modos, ¿por cuánto tiempo iba a poder guardarle el secreto? Uno o dos años, a lo mucho. Sus padres la visitarían y lo notarían. Giulio e Isis sabían que estaba embarazada. Aunque fingiera un aborto, siempre existiría la duda si llegaban a verla con un hijo de ojos azules y penetrantes. No iba a poder mantenerse en las sombras para toda la vida. Los secretos siempre salían a la luz de una manera u otra.

Inoportunamente, en ese preciso instante, decidió decirle la verdad. Era preferible un Jean molesto por su cercana paternidad, que un endemoniado Franco porque se le negó la oportunidad y la decisión. Siempre habría que cuidarse del Demonio de Florencia.

—Hay algo que debo decirte...

Antes de que pudiera seguir, un grito de lo más aterrador y atormentado los sobresaltó a ambos.

Isis...

Franco corrió en seguida hacia la habitación de su hermana, con el alma fuera del cuerpo. La encontró sentada, abrazándose las piernas, mientras se sujetaba el cabello. Negaba histéricamente, lloraba desconsolada y murmuraba palabras sin sentido. El señor León. Las respuestas correctas. No más golpes. Más del jodido señor León.

Se apresuró a la cama y quiso tomarla del hombro, pero Isis de inmediato se apartó, gritándole que no la lastimara.

—Isis, soy yo —le murmuró Franco, intentando tomarla de nuevo del brazo.

—No me toques. Ya no más. Por favor —suplicó Isis lacerantemente, aferrándose con más ahínco a sus piernas flexionadas—. Me lastiman. ¡Suéltenme! ¡Suéltenme!

—No voy a lastimarte —le aseguró Franco procurando mantener controlado el tono de voz. La furia en su torrente sanguíneo lo cegó por un instante. Tuvo inmensos deseos de asesinar a todo aquel que hirió a su hermana. E iba a hacerlo de la manera más cruel.

—No —imploró Isis, deslizándose tanto como pudo hasta la cabecera—. No hables. Ahí viene.

—Isis, soy el sol —musitó Franco—. Yo no voy a hacerte daño jamás. ¿Sabes todo lo que te amo?

—¿Cuál sol? —preguntó Isis escondiendo la cara entre las rodillas—. Yo tengo un sol. Pero no le digas al señor León. No quiero que le haga daño. Mi sol...

—Soy tu sol, mi amor —anunció Franco presionando la frente en la cabeza de su hermana. El dolor que experimentaba en esos momentos era tan intenso como el que vivió cuando se la llevaron de la cabaña—. Por favor... Estoy buscando a la luna —gimió atormentado.

—Hay muchas lunas —exhibió Isis, meciéndose de atrás hacia adelante—. Urano tiene veintisiete: Titania, Miranda, Oberón, Cupido...

—Mi luna —dijo rápidamente Franco, entendiendo de algún modo a Isis y su tormento—. Estoy buscando a mi Luna. ¿La has visto? El sol ilumina a la luna con su luz. Y tú me iluminas...

Isis levantó la cara lentamente. De un momento a otro dejó de llorar y ambos zafiros se enfrentaron, luciendo más que desolados. Su rubia melena estaba desordenada, su nariz lucia enrojecida y por sus mejillas aun corrían un par de lágrimas.

—Yo soy la luna —se asombró Isis. Una pequeña sonrisa se asomó en sus delicados labios—. Y tú el sol... Oh, Jean... —Se apresuró a abrazar a Franco escondiendo la cara en la curva de su cuello.

Franco la cubrió con ambos brazos, regalándole una serie de besos en el cabello.

—Tranquila. Estás a salvo conmigo...

Isis asintió aferrándose a su hermano como a un bote salvavidas.

Vittoria observó aquella escena desde el otro lado de la puerta, con una mano en el corazón. No entendía cómo era posible que dos personas sufrieran tanto, y al mismo tiempo se amaran de ese modo. Inclusive, ella percibió ese sufrimiento y esos sentimientos como suyos. Franco amaba de una manera demasiado intensa e inverosímil. Y sabía que solo amaba a dos personas en el mundo. Una llevaba los mismos genes, y la otra le había donado sangre para salvarlo. Un lazo así era admirable y al mismo tiempo aterrador. Porque, así como Franco quería, también aborrecía. Era un hombre impetuoso y extremo.

Por esa razón, le dolió más ese cuadro tan triste. Esa manera que Franco poseía para amar era su punto débil, su único talón de Aquiles. Lo encontró tan perdido mientras intentaba rescatar a Isis de ese infierno, que ni siquiera lo reconoció. Solo así lo destruirán sus enemigos. Fue por ese camino que intentaron acabarlo. La misma razón para que su gente lo quisiera y lo respetara como lo hacían. Y ella formaba parte de esas personas, aunque la mayoría del tiempo deseaba golpearlo y no verlo nunca más.

Así pues, lo decidió. No se quedaría únicamente para darle un hijo. Se quedaría para acompañarlo en el duro camino que se le avecinaba con la situación de su hermana y los detalles de su imperio en declive.

Silenciosamente, y más convencida que nunca, Vittoria entró a la habitación rosada. Fue lenta en su andar, mientras observaba el modo en que Franco acomodaba a Isis contra su pecho y la envolvía casi por completo. Al mismo tiempo Isis se aovilló, logrando que su cuerpo se apreciara más pequeño y frágil. Su rubio cabello apenas si se lograba ver entre la barra protectora que construía su hermano.

Franco, al advertir la presencia de Vittoria, levantó su atormentada mirada. Siguió con la vista cada uno de los movimientos de Vittoria, mientras se mecía levemente junto con Isis.

Se asombró un poco cuando Vittoria se sentó contra la cabecera de la cama y le dedicó una sonrisa amable. ¿Qué estaba haciendo? Quiso cuestionarla, pero el hipido lastimero que profirió su hermana demandó por completo su atención. La sujetó con más firmeza y cerró los ojos, develándose totalmente sumergido en el dolor.

Fueron largos los minutos que trascurrieron para que Isis por fin dejara de llorar y se quedara dormida.

A Vittoria no le importó. Que su esposo no la hubiese echado le figuró ser un gran avance.

—De momento, voy a cancelar mi vuelo a Estados Unidos —mintió Vittoria en voz muy baja, suponiendo que Isis ya estaría dormida. No tenía ningún boleto, pero no quería mostrarse tan desesperada.

—¿Por qué? —preguntó Franco. A su vez, cubrió a Isis con el edredón lila sin apartarla de él.

—Cuando lo sepa te digo —declaró Vittoria y se levantó de la cama con cuidado de no mover demasiado la superficie acolchada—. Si me necesitas llámame. Y si no, también. —Entonces, emprendió su camino fuera de la habitación, extrañamente relajada. Ya no tenía nada qué pensar, solo encontrar el momento perfecto para anunciar la verdad.

—Sé que albergo sentimientos nobles por ti —declaró Franco inesperadamente.

¿Qué? Vittoria detuvo sus pasos abruptamente a la mitad de la habitación, sintiendo como el corazón le saltó a la garganta para después latir como un caballo desbocado. Tuvo que obligarse a no mirar hacia atrás. Le asustó hacerlo. Si lo hacía, probablemente descubriría que era un sueño. Por otro lado, le causó un poco de gracia el modo en que Franco le dio su toque personal a una confesión que se hacía todos los días alrededor del mundo.

—Pero no sé cómo sentirlos. No debo... —añadió Franco tras entender que había cometido un error.

Vittoria tomó una respiración profunda sin saber si saltar de emoción o echarse a llorar de pena. Fue triste y a la vez satisfactorio. Nadie debería obligarse a no sentir, pero por fin tenía algo de lo que deseó por mucho tiempo.

—Tienes que perdonarte, Franco —musitó Vittoria, rodeándose la garganta con una mano—. Nadie necesita perdonarte, únicamente tú. —De esta manera, retomó su camino fuera del cuarto de Isis, experimentando una sensación agridulce.

En una guerra entre Dioses griegos, ella se había convertido en Pisque. El asunto era si Franco aceptaría alguna vez dejar de ser Hades para convertirse en Eros.

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