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CAPÍTULO 30


Después de una semana más, la nueva realidad para las personas cercanas a Jean Franco Casiraghi se transformó rápidamente en monotonía.

Esa zona de confort que un buen porcentaje de la población mundial busca con el objetivo de vivir tranquilamente y sin demasiado riesgo, alcanzó a Giulio, Benedetto, Vittoria y hasta a la guardia Casiraghi. Una periodicidad sombría.

Seguía sin despertar el capo, el hermano, el amigo, el esposo, el protegido y el futuro padre.

En total, trescientas treinta y seis horas que ocasionaban la incertidumbre sobre el futuro de todos ellos. Y, aun así, existía la certeza de que nada volvería a ser igual para ninguno. El día que apuñalaron al Demonio de Florencia existiría como un acontecimiento épico con un antes y un después.

Asimismo, Giulio logró convencer a Isis de dormir unas horas al día en la cama cómoda del hotel. Vittoria comenzó a tomar vitaminas prenatales. Benedetto cambió de lentes y se cortó el cabello. Darío y Claudio se resignaron y entendieron que el corazón de su dama de la mafia no sería nunca para ellos. Y Fabio dio el siguiente paso, regalándole a Isis un oso de peluche, un ramo de rosas, una caja de chocolates y una funda para celular, con la esperanza de ser una buena competencia para su colega.

Isis era la única que seguía sin ser abducida del todo por la monotonía. Muchas cosas para ella eran nuevas. Después de tantos años en cautiverio, el sabor del dulce más común le fascinaba y la palabra menos esperada la alteraba. Se emocionaba cada que Giulio le contaba cosas acerca de cómo se manejaban los negocios de su hermano, y empezó a tomar voz en todas las decisiones. Sus crisis, lamentablemente, no dejaron de torturarla, cada una de ellas siendo más brutal que la anterior. A veces esos trances le venían en forma de pesadillas, y Giulio la encontraba escondida en alguna esquina recitando cosas sin sentido. O, tal vez, con más sentido del que parecía.

No obstante, ellos dos seguían bajo un hábito que a ninguno les molestó ni aburrió. La guerra colorida de caramelos resultaba revitalizante para ambos. Eran los únicos momentos en los que ella se alejaba de sus pensamientos oscuros.

Bueno, más o menos los revitalizaba.

Sentada como todos los días bajo la protección del brazo de Giulio, Isis aventó el teléfono hasta el otro extremo del sofá en la sala de espera, y resopló, completamente frustrada. Se había quedado sin corazones y ya no quería gastar más dinero comprando cinco vidas más. Una hora sin poder cumplir el objetivo de ese nivel, le hizo desear matar al creador de ese tonto juego.

Giulio se divertía de ella en silencio, pero agradeció que por fin dejara ese artilugio adictivo.

Un par de días atrás, había descubierto que Isis siempre elegía la misma posición en el sofá, porque el brazo con el que siempre la envolvía era el de su tatuaje. Y cuando Isis se estresaba con los caramelos, se entretenía redibujando las líneas del grabado, simulando guardar en su memoria cada detalle. Por consecuente, Giulio la quiso un poquito más; si es que eso era posible.

Era un infortunio que él no iba a poder dar el siguiente paso como Fabio. No podía quitarle la luna al sol, aunque fuese su ángel. Franco había dejado todo por su hermana, y jamás sería capaz de arrebatársela.

De cualquier modo, eso no le impidió disfrutar del tacto de Isis. Mientras ella, con la yema de los dedos comenzó a delinearle las sombras del águila dibujada en la muñeca, el siguió con la mirada sus movimientos. Jamás nadie lo había tocado con tan tanta suavidad e inocencia. Era tan hermosa, tan dulce, tierna...

La vibración en el bolsillo de su pantalón le frenó seguir por ese camino de pensamientos.

Contestó la llamada, tras leer el nombre de Vito en la pantalla, y se colocó uno de los audífonos. Empleó el brazo libre, por lo que Isis pudo seguir en lo suyo.

—¿Negocios? —preguntó Giulio al instante.

—Sí —respondió Vito.

Giulio luchó un poco con la rebeldía rubia de Isis. Cuando por fin pudo apartarle el cabello de la oreja, le colocó el otro auricular.

—Ya escucha —avisó Giulio.

—Estamos teniendo problemas con los arrendatarios —comenzó a Informar Vito—. Son diez los que se han negado a pagar la mensualidad. Y más de seis solo dieron la mitad.

—Extorsión, ¿verdad? —preguntó Isis, sin desatender el camino de plumas en ascenso sobre el brazo de Giulio.

—Es correcto, Isis —contestó Vito—. Perdemos poder gracias a la jodida revolución.

Giulio se apretó el puente de la nariz, echando la cabeza hacia atrás. Por le regular, nadie se negaba, y si lo hacían, solo eran uno o dos.

Era fácil retomar el control sobre ellos cobrándose con mercancía o fingiendo una clausura por parte del gobierno. Así, acudían de nuevo a ellos para que les ayudaran a seguir funcionando, y a cambio volvían a pagar su convenio. Sin embargo, más de diez no sería tarea fácil. Esa cantidad de clausuras serían difíciles de esconder. Iban a tener que tomar medidas menos ortodoxas. Acciones que Franco debía decidir, no él.

¿Qué haría El Demonio de Florencia?

—Retengan a un familiar de cinco de esos arrendatarios y que se corra la voz —ordenó Giulio, procurando pensar como Franco—. No los entreguen hasta que paguen. Esperemos que a los demás les llegué la advertencia.

—¿A dónde los llevamos? —cuestionó Vito.

—Al edificio abandonado que está atrás del "Isis" —respondió Giulio.

Isis sonrió, todavía entretenida con las plumas, encantada al escuchar el nombre del hotel de su hermano.

—Únicamente hombres —demandó Isis, interrumpiendo a Giulio—. Nada de niños o mujeres. Aumenten el diez por ciento del pago para el rescate.

—¿Escucharon? —inquirió Giulio, en tono resignado. Esa, definitivamente, había sido una orden de Franco con voz de mujer. Aunque Franco, al contrario de Isis, a veces hacía excepción con el sexo femenino si se le ponían difíciles las cosas en cualquier ámbito.

—¡Así se habla, linda! —se escuchó a Fabio gritar al otro lado de la línea.

Giulio casi pierde la vista al entornar los ojos con fastidio.

—Esto tiene que ser una broma —se quejó Vito al mismo tiempo—. Ya teníamos suficiente con uno.

—¿Qué te digo? —se lamentó Giulio.

—¡Carajo! —exclamó Fabio, alertando a todos en la línea—. Lorenzo acaba de avisar que la insurgencia atacó Uffizi.

—La conferencia del departamento de ministros —se exaltó Giulio, levantándose del sofá abruptamente—. Puta madre. Benedetto...

Eso llamó la atención de Vittoria, quien se hallaba sentada sobre el sofá individual en perpendicular con el de Giulio e Isis. Dejó su libro de "Qué esperar cuando estás esperando" y se levantó, sobresaltada.

—¿Qué pasa con mi papá? —preguntó tomando a Giulio del brazo.

Giulio enfrentó las esmeraldas de Vittoria, en completo estado de inquietud.

—¿Qué más dijo Lorenzo? —preguntó Giulio, en espera de poder responderle a Vittoria.

—¡Nada! ¡No responde! —informó Fabio.

—Insiste —ordenó Giulio.

—Lo tengo —dijo Vito.

Entonces se empezaron a escuchar gritos y sirenas de patrullas y ambulancias. Lorenzo estaba enlazado a la línea.

—Voy de camino al hospital con mi jefe —exhibió Lorenzo, agitado. Se alcanzó a escuchar el motor de auto rugir y el peculiar sonido de neumáticos chirriar.

—¿Está mal herido? —preguntó Giulio, sin poder apartar la mirada de Vittoria.

Vittoria se cubrió la boca y perdió todo rastro de color en el rostro.

—¿Qué está pasando? —suplicó saber—. ¿Mi papá está herido?

—¿Lorenzo? —preguntaron Vito y Fabio al unísono cuando dejaron de escucharlo.

Giulio se desesperó. Lorenzo seguía enlazado porque continuaba escuchándose caos, pero nadie respondía.

—Puta... ¡¿Lorenzo?! —exclamó Giulio. Di Santis era un viejo amargado que la mayoría del tiempo lo ponía de mal humor. Pero, al igual que Franco, le guardaba aprecio y respeto. Al final de cuentas, veintiún años era una vida de convivencia y complicidad.

Isis se levantó, al tanto de todo lo que se decía, y se acercó a Giulio con la mirada puesta en su cuñada. Ambas estaban asustadas por diferentes motivos. Sus ojos colisionaron y se entendieron en silencio. Una temía perder a su padre y la otra sabía lo que se sentía perderlo.

—Oh por dios —sollozó Vittoria, atenta aún a la mirada de Giulio—. ¿Por qué no me respondes?

La llamada se cortó.

Giulio se quitó el auricular y lo aventó hasta el otro lado de la sala de espera.

Isis tragó saliva, inmóvil. No era momento de tener una crisis. Por favor...

—Giulio —insistió Vittoria, sacudiéndolo de la camiseta.

—Los rebeldes atacaron Uffizi —confesó Giulio, con cautela.

—La conferencia —jadeó Vittoria—. Ahí estaba mi papá. —Las rodillas dejaron de funcionarle, ocasionando que cayera, lánguida, de regreso al sofá en el que anteriormente estaba sentada.

Giulio de inmediato se acuclilló frente a ella, colocándole las manos sobre las rodillas en un gesto de empatía. —Lorenzo avisó que venía con tu papá hacia acá —le informó.

Vittoria se sujetó la cabeza y se encorvó. No había lágrimas ni llanto. Solo existía el insoportable dolor de la culpa y el remordimiento enredándose con saña a través de su estómago, trepando raudo por su esófago hasta la garganta. Ahí, se le instaló en el corazón.

—¿No dijo nada más? —preguntó Vittoria en un susurro.

—La llamada se cortó —le explicó Giulio. La tomó del mentón y le levantó la cara—. Tranquila. Eso siempre pasa. Seguramente se quedó sin batería o la red se saturó.

—Sí. Eso siempre pasa —corroboró Vittoria, llena de pena—. Esto siempre pasa. ¿Algún día va a terminar?

—Esto no es por lo que hacemos, pelirroja —le aclaró Giulio, acariciándole la barbilla—. Es política.

—Da igual. Ustedes nunca van a detenerse. —Vittoria se encogió de hombros, por fin resignándose—. ¿Puedes intentar volver a comunicarte con Lorenzo? Si algo le pasa a mi papá... No importa cómo me ame, quiero que lo siga haciendo. —Y con esa confesión por fin se abandonó al llanto.

Isis corrió hasta Vittoria, logrando mantener a raya sus perturbaciones, y la abrazó, sentándose en el reposabrazos del sofá. Qué angustia saber que alguien más podría sufrir como ella. No quería verla llorar. Ya bastante sufría con lo de Franco y la situación de su bebé.

Giulio se puso de pie, le dio un beso en la frente a Isis y se sentó de nuevo en su sitio. Allí, intentó una y otra vez poder comunicarse con Lorenzo.

Vittoria agradeció ese gesto tan dulce de Isis y le regresó el abrazo, envolviéndola por la cintura. En esa posición, mientras lloraba muy bajito en espera de alguna noticia de su padre, recargó la cabeza en el estómago de Isis y se aferró a la calidez que emanaba. Podía entender el embeleso de Giulio por ella. Era dulce, atenta, sensible y muy amable. Y estaba rota, igual que ella. Tal vez, si dejaba de ser tan amarga de carácter, podrían ser buenas amigas.

Isis descansó la mejilla en la cabeza de Vittoria y se dedicó a acariciarle la espalda, intentando transmitirle un poco de calma. El modo en que se sacudía por el llanto contenido la apenaba.

Y así esperaron alguna novedad por eternos minutos.

Los pensamientos de Vittoria tomaron un rumbo poco concurrido para ella. Las memorias de su padre, esas en las que realmente logró sentirse feliz, la abordaron como una estampida, recordándole que existían peores situaciones que las de ella. Al menos su padre la vio crecer, le compró pasteles de cumpleaños y le cantó para que apagara las velas. También le enseñó a andar en bicicleta. La abrazó cuando estaba enferma. Le procuró los mejores servicios médicos y una buena educación. No era del todo malo. Solo no fue el papá que ella quería. Se estaba lamentando por haber renegado de ese cariño. Y es que, solemos exigir que nos amen del mismo modo que nosotros lo hacemos o lo haríamos, sin entender que a lo mejor nuestro modo tampoco suele ser el correcto.

Isis tenía razón. No solo amó a Franco de una manera equivocada todo ese tiempo. También lo hizo con su padre. ¿Y si no volvía a verlo para darse otra oportunidad de quererse sin exigencias? Ella podía ser menos arisca con él y dejar de odiar su idolatría por Franco. Entonces él se daría la oportunidad de conocer a la verdadera Vittoria, lo que realmente en esencia era, y así lograría amarla sin querer cambiarla, porque seguro le gustaría.

Su teléfono sonó, sin saber cuánto tiempo había pasado, y contestó rápidamente.

—Mamá —sollozó.

—Tu papá —lloriqueó Susanna.

—Lo sé—. Vittoria sorbió por la nariz.

—¿En dónde estás ahora? —Susanna quiso saber.

—En la clínica —respondió Vittoria—. Creo que Lorenzo viene para acá con mi papá.

—Dile que no venga —le dijo Giulio a Vittoria en voz queda—. Es peligroso que esté fuera, aunque la acompañe su guardia.

Vittoria asintió.

—Quédate en casa, mami.

—Pero necesito ir —se ofuscó Susanna—. Quiero estar contigo.

—Yo también, pero es peligroso —le advirtió Vittoria suavemente—. Por favor... Te llamaré en cuanto tenga alguna noticia, ¿de acuerdo?

—¿Estás segura que no quieres que vaya? —preguntó Susanna, apesadumbrada.

—Voy a estar bien. Y papá también.

—De acuerdo. Llámame en cuanto tengas noticias.

—Mamá... —la llamó Vittoria antes de que colgara—. Sí lo amas, ¿verdad?

Vittoria pudo escuchar como su madre se echó a llorar desconsoladamente. Eso la llevó a dudar de todo lo que alguna vez supo de su familia y de cómo se formó,

—Fui la única de los dos que se casó enamorada —lloró Susanna y colgó.

En cuanto Vittoria guardó el teléfono, Isis se levantó y regresó con Giulio. Sentir la pena de los demás la abrumaba y debía mantenerse tranquila para no importunar a quienes estaban pasando por un mal momento.

Vittoria le dio una sonrisa de agradecimiento a Isis y se acomodó en el sofá, abrazándose a sí misma. Dejó sus pensamientos en blanco y de a poco se dejó abducir por el cansancio, cayendo en un sueño profundo.

A Isis le pasó lo mismo. No tardó ni cinco minutos en quedarse dormida con la cabeza sobre el regazo de Giulio. La fatiga emocional y mental a veces llegaba a ser más intensa que un cansancio físico.

Giulio se quedó en vigilia, esperando alguna noticia de Benedetto. Seguramente, si algo fatídico hubiese pasado, ya lo sabría, ¿cierto?

Todo se estaba yendo a la mierda. Jamás habían pasado por una época tan decadente como la que estaban viviendo. También habitaba cansado, casi no dormía por las pesadillas de Isis y ese jodido sillón era de lo más incómodo. Sus propios pensamientos no lo dejaban ni siquiera dormitar.

Treinta minutos después, Benedetto entró por las puertas dobles de la sala de espera con Lorenzo y dos más de sus guardias detrás de él.

Giulio intentó levantarse, pero la cabeza rubia de Isis se lo impidió cuando se removió con algo de inquietud.

De todos modos, no hizo falta que se levantara. Benedetto parecía estar intacto. O casi intacto, francamente. En el brazo izquierdo se le apreciaba la ropa rota y un poco de sangre manchando la tela, pero nada aparatoso. Además, entró con paso decidido y de lo más pedante. Sin duda estaba en perfectas condiciones.

Giulio deseó quitarle los lentes y aplastarlos con los pies por el jodido momento que les hizo pasar.

Benedetto, al descubrir a su hija durmiendo cuando se acercó a ellos, se sentó sobre uno de los laterales del sofá. Le retiró un mechón rojo de la cara y comenzó a acariciarle el cabello de forma suave.

—¿Supo? —preguntó Benedetto en voz baja.

Giulio asintió.

Lorenzo y los otros dos guardias se ubicaron a los costados de las puertas de cristal, como buenos escoltas.

—¿Qué pasó? —le preguntó Giulio, echando la cabeza hacia atrás. Necesitaba dormir.

—Me parece que cuatro de mis miembros murieron —informó Benedetto, apretando la mandíbula—. Todavía no sé con seguridad, estoy en espera de informes. La policía logró atrapar a algunos de los agresores. Yo me quedé con dos de ellos para hacerles un interrogatorio a nuestra manera.

—Hasta que haces algo bien —lo desairó Giulio—. ¿Y tú cómo estás? —Regresó la cabeza a su sitio, señalando con la mirada la herida de Benedetto.

—Un rasguño —confirmó Benedetto—. Tenemos que hacer algo. Todo se está yendo al carajo.

—No me digas... —ironizó Giulio.

—¿Cómo esté ella? —quiso haber Benedetto, rozando la mejilla de su hija con los nudillos.

—Preocupada por ti —respondió Giulio—. ¿Si sabes que no va a soportar? Ella no nació para esto. Y si se desborda va a hacer algo que nos va a joder a todos. Le advertí a Franco que no debía casarse así. Tú y él la están llevando al límite. Necesito un jodido cigarro.

—Vamos abajo —le sugirió Benedetto.

—No puedo dejar a Isis —sentenció Giulio, retirándole a su ángel el cabello de la cara.

—Me parece que deberíamos pensar en buscarle ayuda profesional —sospeso Benedetto, no muy convencido—. Me inquieta su estado.

—¿Y crees que a mí no? Pero no puedo tomar esa decisión. Le corresponde a ella, o en su defecto a su hermano —declaró Giulio.

Benedetto resopló una risa amarga, negando ante todas las adversidades que se les estaban presentando.

—Se me olvidó algo con Vittoria y Susanna. Algo que no aprendí de Franco, y que tú me acabas de recordar —murmuró Benedetto, sin dejar de acariciar la melena roja de su hija. Le dolió todo el tiempo perdido.

Vittoria se sacudió ligeramente. En su inconciencia, como si supiera que su padre estaba sano y salvo, buscó a tientas una de sus manos y se aferró a ella.

Giulio observó a Benedetto con algo de suspicacia. Jamás lo había visto tan amoroso con ella, ni lo había escuchado tan sentimental.

—¿Ver la muerte te puso sensible? —se jactó Giulio.

—A veces tú me haces dudar del buen sentido común de Jean Franco —se exasperó Benedetto.

—Se te olvidó la familia, Benedetto —dijo Giulio, adivinando los pensamientos del hombre frente a él.

—Y a ti nunca, ni a Franco —aceptó Benedetto, consiente de todos los errores que cometió durante todos esos años—. Si Vittoria no deja nacer a su hijo va a destruir todo. Sé que Franco no la perdonaría y yo no lo podría perdonar a él si le hace daño.

—Tú se la vendiste —le recordó Giulio.

—Ese no es el punto. El bebé viene desde antes de la boda —argumentó Benedetto—. Es mi culpa que mi hija quiera tomar esa decisión. Yo le enseñé como no amar a un hijo. Jamás le enseñé como amarlo.

—No creo que lo aborte —confesó Giulio—. Está leyendo un ridículo libro de embarazadas y toma unas vitaminas que huelen a pescado.

—¿Y si lo hace? —inquirió Benedetto, con aire ausente.

—Que Dios nos ampare... —recitó Giulio—. Ya tenemos suficiente mierda encima como para preocuparnos por esto. Y yo... creo que ya no puedo. —Giulio, por fin, les dio voz a sus pensamientos. Ideas que ni el mismo había sido capaz de admitirse.

—¿Ya no puedes con qué?

—Es demasiado trabajo —exhibió Giulio, mostrando el agotamiento en el tono de su voz—. Tengo mujeres esperando los traslados y es peligroso que sigan aquí. Los arrendatarios ya se están revelando. Me faltan diez hombres para cumplir con el trato de ese cabrón de Zamir. Tengo que administrar el lavado en el hotel. El foso es un desorden sin mí ahí. Las acciones de Franco están en la cuerda floja. Los franceses ya están dudando y no me han entregado la mercancía que ya estaba apalabrada con clientes. Y luego está el asunto de tu sobrino, que espero no esté descansando en paz. Sabes que llevé al idiota de Gian a la casa franca de Lucca, pero siguen buscándolo para interrogarlo. Me confesó que sí le dio drogas a Ronaldo, el asunto es que no sé si fueron de nosotros.

—¿Te estás quejando conmigo? —preguntó Benedetto, en tono burlón.

—Te estoy diciendo que no funciono sin Franco conmigo —manifestó Giulio, lleno de pena—. Siempre hemos hecho todo en conjunto y... no puedo sin él. Además, está Isis. No puedo dejarla sola mucho tiempo. Has visto cómo actúa y me asusta que se haga daño. Ella necesita a su hermano tanto como yo. ¿Qué carajos hago? Ni con todos nuestros más de veinte hombres esto funciona sin él. Dejaré el mando...

Benedetto analizó a Giulio con detenimiento mientras lo escuchaba atentamente.

Era evidente el estrés al que estaba siendo expuesto Giulio. Tenía sombras bajo los ojos, probablemente se apreciaba un poco más delgado y se le notaban algunas líneas más marcadas en la frente. Pero existía algo más. La tortura dibujada en su expresión. El miedo de quedarse sólo otra vez. Isis era, en ese momento, su lancha salvavidas. Si Franco se hundía, ella lo haría junto a él. Y Giulio, sin dudarlo, los seguiría.

Justamente eso le recordó Giulio a Benedetto. La familia que consolidaban, con o sin miembros recientes, era su fortaleza. Y así, como la familia Casiraghi se estaba desmoronando, también lo hacía la familia Di Santis.

Había llegado el momento de Benedetto para pagarle a Giulio el favor que le hizo sin saberlo. Por ello, le contó sin olvidar ningún detalle la serie de eventos entorno a las circunstancias en las que se conocieron los niños Marchetti y Casiraghi.

Benedetto tuvo que decir en voz alta lo que siempre temió por esos años sobre sus divagaciones acerca del intento de quitarse la vida de Franco. Nunca estuvo seguro por completo, pero al repasar todos los eventos de ese día, le surgieron ciertas sospechas por la pistola, el que hubiese escapado de casa y, sobre todo, por la mención de lo que le hizo Franco a su perro cuando más pequeño. Todo eso intentó explicárselo a Giulio de un modo en que entendiera que su vínculo no se había dado por casualidad. También le habló sobre como Franco cambió notablemente desde la noche que se conocieron. De hecho, tuvo que obligarlo a hacer cuentas para que entendiera sobre los días que coincidían desde que Franco perdió a su familia y él escapó del orfanato.

A Giulio, por supuesto, le costó trabajo creer. Tampoco pudo resistirse el decirle a Benedetto un par de veces que era un cabrón por haberlo investigado siendo apenas un niño. No obstante, mientras Giulio más lo pensaba, menos sentido tenía, y eso, irónicamente, le daba lógica.

Jamás se cuestionó nada, porque él y Franco formaron un vínculo desde el primer segundo y eso fue suficiente para él. Nunca tuvo intenciones en indagar, ya que, sin importar el cómo o el por qué, tenía una familia con Franco.

—Bien —dijo Giulio, después de intentar comprender toda la información adquirida—. Suponiendo que no eres un demente y que no estás inventando todo esto. ¿Para qué me lo cuentas? —Se mostró desconfiado.

—Para que entiendas que llegaste a la vida de Franco para ayudarlo y salvarlo —respondió Benedetto, un tanto irritado. ¿Qué no debió entenderlo ya?

—Estás hablando de destino y ayuda ancestral... —meditó Giulio—. Por favor, eres el nihilista más nihilista que conozco.

—Si no me quieres creer o lo quieres ver, es tu problema —dijo Benedetto, duramente—. Pero hay algo más en lo que yo sí creo.

—En la nada es en lo único que tú crees. —Giulio dejó de atenderlo y enfocó su atención en Isis. Le acarició la mejilla, muy suavemente, intentando no pensar en lo que le había contado Benedetto.

Estaba tan molesto con la vida. De ser verdad todo lo que le contó, fue el momento menos indicado. ¿De qué le servía saber toda esa mierda si Franco seguía postrado en una cama? Si supuestamente él existía para salvarlo, ¿por qué hasta el momento no había podido hacer nada? Le laceró más que nunca ese vínculo.

Benedetto guardó silencio por un par de minutos, estudiando el modo en que Giulio actuaba con Isis.

No se trataba únicamente de un vínculo obligado por el destino. Franco y Giulio lograron ver en el otro algo que nadie más consiguió hacer. Hallaron un estilo de lealtad que en tiempos modernos era difícil de encontrar. Por eso, Giulio cuidaba a Isis con tanto esmero, haciendo a un lado el que probablemente estuviera enamorándose de ella, y seguía pasando todas las noches en vela por su amigo. Y Franco, por las mismas razones, no poseía el imperio Casiraghi en su totalidad. En términos técnicos y legales, era "El Imperio Casiraghi Marchetti".

—Franco hizo un testamento en el que te dejó como heredero universal —reveló Benedetto, inadvertidamente.

La mano de Giulio se quedó suspendida en el aire, en el proceso de acomodarle a Isis un mechón de cabello detrás de la oreja. Vaya que lo tenía fascinado, porque escuchaba cosas irrisorias solo con verla.

—¿Cómo dijiste? —preguntó Giulio, sin atreverse a mirar a Benedetto.

—Cuando reclamó su herencia, y me pagó todo el dinero que me debía por hacerme cargo de los gastos de todo el foso, me pidió que hiciéramos un testamento en el que quedaras como heredero universal —explicó Benedetto—. Con una cláusula en donde se especifica que, si Isis aparecía, ella poseería entonces todos los derechos de la herencia, quedando tú como apoderado.

—¿Le cobraste? —se asombró Giulio, indignado. Eso no fue exactamente lo que quiso decir, pero no quería prestarle atención a Benedetto. Cada confesión le ocasionaba una herida más. Si perdía a Franco no le serviría de nada tanto dinero y poder.

No era momento para ponerse a llorar como un tonto débil. Se limpió duramente bajo los ojos con el antebrazo, negándose a ver a Benedetto. ¿Hasta dónde llegaban el afecto y la confianza de Franco?

Era un imbécil. Mientras su amigo convalecía, se había enamorado de su hermana. ¿Cuál confianza?

—Bien, Giulio —aseveró Benedetto—. Si no te es suficiente con lo que te conté sobre ti y Franco, entonces espero que honres a tu amigo y cumplas tu deber. Estás a cargo, así que deja de lamentar todo el exceso de trabajo y compórtate como su hombre de mayor confianza. Eres el único al que quiso confiarle su dinero y su familia.

—Pero no está muerto —espetó Giulio, con la vista fija en el piso.

—Y tampoco está aquí. ¿Vas a dejar que pierda todo?

Justo a tiempo llegó el medico de turno preguntando por los familiares del señor Casiraghi. Algo incensario, claramente, ya que hasta los de intendencia sabían quiénes eran por estar todo el tiempo allí.

Ambas mujeres fingieron despertar para atender a cualquier noticia sobre Jean, ocultando que escucharon casi en su mayoría la conversación entre Giulio y Benedetto.

Al momento, el doctor comenzó a explicarles sobre el estado de salud de Franco, evidenciando que físicamente estaba en perfectas condiciones. La hospitalización en sí ya era innecesaria. Pudo haber sido dado de alta al no albergar problemas cardiovasculares, respiratorios y ninguna nueva exposición de infección en la sangre. La herida, por otro lado, pese a que era necesario continuar en curación, podía cuidarse desde casa. En teoría, Franco ya debería estar recuperándose en su hogar. Ni siquiera existían problemas cerebrales que le estuvieran impidiendo despertar.

Eso llevó al médico a explicar porque se había requerido una resonancia magnética. Con ella descartaron cualquier situación que estuviera manteniendo a Franco sin conciencia. Asimismo, les reveló que, con algunos de sus colegas, llegaron a la conclusión de que el paciente Casiraghi estaba sufriendo un caso poco común de un trastorno llamado "desrealización".

Dicho trastorno se caracteriza por una sensación persistente o repetitiva de separación del propio cuerpo o de los propios procesos mentales, como un sentirse totalmente desconectado del entorno que lo rodea. Por lo regular, este trastorno se da como una representación de estrés post traumático, generalmente derivado por acontecimientos violentos de la infancia o algún evento traumático reciente. Quienes sufren de este problema suelen mantenerse despiertos, aunque alejados de cualquier tipo de convivencia, como si estuvieran viviendo una película o un sueño.

El caso de Franco era un poco más complicado. La percepción del mundo a su alrededor, al apreciarlo irreal y fuera de sus deseos de vivirlo, lo obligaba a no querer estar en él.

En resumen, Franco no quería despertar.

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