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CAPÍTULO 25

El ático de Franco recibió a Isis y a Giulio con su peculiar aroma a madera.

Entre sus exigentes gustos, Franco siempre demandó que sus muebles estuvieran impecables de limpios, brillantes y con esencia a pino. Ni un solo día, desde que comenzó a vivir ahí, dejó que su hogar oliera de otro modo.

Isis y Giulio entraron al lugar de Franco luciendo exhaustos y algo inquietos. La extraña discusión que mantuvieron de camino al edificio en Maggio resultó agotadora para ambos. Isis casi había suplicado no dejar el hospital, y Giulio le suplicó que lo hiciera por un par de horas, hasta que ambos terminaron alzándose la voz.

Estuvieron más de dos días encerrados en la clínica, apenas si habían comido e Isis aún conservaba el vestido lavanda que usó para la boda. Era prudente que atendieran algunas de sus necesidades básicas, pero a ella no le interesaba y él jamás estuvo tan preocupado por alimentar a alguien más que no fuese a sí mismo.

Con todo y que Franco había logrado sobrevivir veinticuatro horas más de las que calculó el doctor su supervivencia, aún seguía en estado crítico.

A Isis le producía ansiedad pensar en que, si por estar lejos, le pasaba algo mucho peor a su hermano, sería su culpa. Cada parte de su anatomía le exigía volver con él. Le dolía más que nunca la distancia, pese a que estuvo separada de él por más de veinte años.

Para ignorar su aflicción por todo eso, y también por la discusión con Giulio, se entretuvo examinando la estancia principal del ático.

Le impresionó encontrarlo rebosante de hedonismo, y demasiado sombrío. No existía ni un color alegre en ese espacio. Todos los muebles, las paredes, los pilares y el piso combinaban acromáticamente. El finísimo baldosado color oxford con intrincados blancos brillaba como si a diario lo pulieran. Era un lugar precioso y muy elegante, pero también muy triste y solitario. Incluso, se podía apreciar la baja temperatura nada más entrar. No obstante, el decorado estilo romano le daba esa clase de toque personal que un hogar requería.

—Así que este es su hogar —musitó Isis, encandilada. No se asemejaba ni un poco a la casona en la que vivió por casi toda su vida.

—Le gusta derrochar —se burló Giulio, oprimiendo la clave de seguridad de la puerta del ascensor.

La puerta se cerró casi de inmediato. El ático era el único sitió del edificio con acceso directo por el elevador. Y, junto con el piso de Giulio, se necesitaba una contraseña para ingresar.

—Bien. Me daré un baño rápido y entonces nos vamos —cercioró Isis, tomando amablemente la bolsa orgánica que llevaba Giulio en las manos.

De camino a Via Maggio, mientras seguían discutiendo, se habían detenido en una tienda de ropa para conseguirle prendas mucho más cómodas.

—Deberías comer algo primero —sugirió Giulio, incómodo.

—No tengo hambre —aseveró Isis.

—Pero no has comido nada —se quejó Giulio.

—Tú tampoco —dijo Isis, como una observación.

Giulio suspiró con aire resignado y se guardó las llaves del auto en el pantalón.

—Te mostraré el dormitorio de Franco. Ahí podrás bañarte —dijo Giulio, totalmente derrotado.

—¿Señor Giulio? —Una señora de unos cincuenta años interrumpió cualquier actividad que estuviera por hacer Isis, al salir apurada por la puerta a escasa distancia de la entrada. Vestía ropas de provincia, y el cabello, en proceso de encanecimiento, lo llevaba en una trenza sujeta a un chongo a lo alto de la cabeza.

—Ofelia, hola —la saludó Giulio, obsequiándole un beso en cada mejilla.

—¿Cómo está mi señor Franco? —preguntó Ofelia con angustia, limpiándose las manos en la parte delantera del vestido. Su atención fue atrapada en seguida por la mujer a un lado de Giulio.

Vaya... Pensó que tal vez sería su novia, aunque jamás había llegado con una chica al hogar del jefe. La observó con curiosidad, preguntándose si la habría visto en algún otro sitio. Le parecía tan familiar y preciosa.

Isis, por su parte, le sonrió tímidamente. Ofelia le pareció una mujer cálida y agradable.

—Todavía no lo sabemos muy bien —respondió Giulio—. Mira, Ofelia, ella es Isis Casiraghi —informó tomando a Isis dulcemente de uno de los brazos.

Ofelia se quedó muy quieta. Tuvo que parpadear repetidas veces en la labor de auxiliar a su cerebro, y así lograr entender lo que acababa de escuchar. Esa mujer no era Vittoria, la reciente señora Casiraghi.

—Es la hermana de Franco —aclaró Giulio, lenta y suavemente. Esa información era una jodida granada que no se debía soltar tan bruscamente.

Ofelia osciló su aturdida mirada de la hermosa chica a Giulio.

¡Isis Casiraghi! ¡Pero claro! Toda Italia conoció ese nombre veintiún años atrás, cuando las noticias no dejaron de hablar por semanas sobre el terrible incendió que terminó con una de las familias más destacadas en la aristocracia florentina e italiana: Los Casiraghi. Y nueve años después, las noticias no dejaron de hablar sobre el sobreviviente Casiraghi. Un solo sobreviviente. De sexo masculino.

Ofelia deseó preguntar qué estaba sucediendo, pero no podía hacerlo. Al empezar a trabajar para Franco, firmó un contrato de confidencialidad en donde se comprometía a no cuestionar ni divulgar nada de lo que ocurría y se escuchaba en el edificio.

A Giulio le afligió ver la pobre cara de confusión de Ofelia. Le hubiese explicado lo necesario si Isis no hubiera estado ahí. No era prudente ni educado que se hablara delante de ella. El tema podría angustiarla o quien sabe qué tipo de reacción tendría.

—Bienvenida, señorita Casiraghi —dijo rápidamente Ofelia, intentando no enloquecer en ese momento. Iba a tener que esperar a escuchar detrás de las puertas para entender lo que ocurría—. Soy Ofelia. La ama de llaves del señor Franco. —Le tendió la mano, en un gesto de presentación.

—Gracias, Ofelia. —Isis aceptó la mano de Ofelia—. Pero puedes decirme Isis.

—Me sentiría más cómoda llamándola señorita, si no le molesta —se disculpó Ofelia.

—Está bien —aceptó Isis amablemente. Qué extraño que la trataran con tanta cortesía. Jamás había sido una señorita. Siempre fue la zorra o la tonta Isis.

En ese momento, por la misma puerta que Ofelia salió segundos antes, Hades emergió caminando con la cabeza gacha, profiriendo gimoteos llenos de lamento. Se acercó a Giulio y frotó la cabeza en sus piernas.

—¿Qué hay, amigo? —Giulio se acuclilló y comenzó a acariciarle detrás de las orejas y debajo del hocico—. Lo echamos de menos, ¿cierto?

El perro, en respuesta, le lamió la mejilla, aumentando el volumen de su lloriqueo.

Isis se agachó y acarició con precaución el lomo del dóberman.

—¿Es el perro de Jean? —Isis sonrió enternecida. Lo encontró muy hermoso y del tipo de perro que un hombre como su hermano tendría de mascota.

Hades fue cautivado de inmediato por la hermana de su amo. Le olfateó las manos, los brazos y la ropa, y después se le acercó a la cara y le regaló un lametazo. Isis rio por lo bajo y abrazó al perro cuando este se le trepó a los hombros en una abrazo perruno.

—Sí —respondió Giulio—. Otro pobre subyugado de tu hermano —ironizó.

—¿Te quejas? —preguntó Isis, medianamente divertida. Al mismo tiempo, le frotó las costillas al dóberman. Tal vez estaba enloqueciendo, pero nunca pensó que un perro pudiera tener músculos firmes como Hades.

—No. Lo echo de menos. —Giulio torció la boca en una mueca triste.

—Va a volver —aseguró ella.

Ambos se sostuvieron la mirada, sin ocultar su aflicción.

—¿Cómo te llamas, bonito? —le preguntó Isis al dóberman, cogiéndolo de la cabeza. Así, le frotó la nariz con la suya, elaborando los mismos mimos que Franco odiaría que le hicieran.

—Hades —respondió Giulio.

¿Hades? En una vorágine, Isis fue devuelta al pasado. No obtuvo recuerdos nítidos ni en secuencia, pero logró alcanzar ciertos trozos de imágenes en donde, un niño idéntico a su hermano, jugaba con un perro hermoso y color miel al que le gritaba mientras corría detrás de él para que le devolviera algún objeto.

—Cerbero... —musitó Isis para sí misma. Su piel se erizó y se le humedecieron los ojos.

Giulio se le quedó mirando, impresionado.

—¿Lo recuerdas? —le preguntó sutilmente.

Ella asintió y frotó su mejilla en la cabeza de Hades, desbordando nostalgia.

Cuando deseamos reforzar las conexiones con los demás, a veces recurrimos a nuestros recuerdos de la infancia más de lo que pensamos y, en ocasiones, es un acto inconsciente.

Giulio meditó en la posibilidad de que Isis, tal vez, recordaba algo importante del incendio o de los días posteriores. Con ello podrían llegar a la absoluta verdad detrás de la catástrofe Casiraghi.

—No ha querido comer ni beber nada —informó Ofelia, apesadumbrada.

Giulio e Isis fueron arrebatados abruptamente de sus alarmantes y nostálgicos pensamientos.

—Eso es porque Franco lo consciente mucho, ¿verdad, amigo? Yo intentaré hacerme cargo —dijo Giulio. Le dio unas palmadas al dóberman en el lomo y se levantó—. Ofelia, lleva a Isis a la habitación de Franco y facilítale todo lo que necesite para bañarse. Yo iré por unas cosas que necesito.

—Sí, señor —aceptó Ofelia.

—¿Te vas? —preguntó Isis a la vez, intranquila. Se olvidó rápidamente de las atenciones que requería el dóberman y se puso de pie de forma abrupta.

—Sí. Pero no tardo, bonita —Giulio le obsequió una sonrisa tranquilizadora. Él, sin embargo, no estaba para nada tranquilo. Internamente daba saltos de alegría. Le figuró que Isis no deseaba que se marchara—. Nada más voy a conseguir un poco de ropa a mi casa.

—¿Vives muy lejos? —interrogó Isis, esforzándose para no demostrar el ansia que le provocó saber que se quedaría sola. Apenas conocía a Ofelia.

—No. Vivo en el primer piso. Te prometo que no tardaré —aseguró Giulio—. Mientras, también puedes echarle un vistazo a la cueva de tu hermano —sugirió, presionando la contraseña en el tablero del ascensor.

—¿Vives en el mismo lugar que Jean? —se asombró Isis.

—Sí. Es nuestra litera —respondió Giulio, como si fuera una respuesta de lo más común.

—¿Su litera? —dijo Isis, mucho más interesada que instantes atrás.

A pesar de su apariencia ruda y tatuada, Giulio era un tonto sentimental. Desde unos buenos años atrás, le encontró un motivo diferente y sensible al hecho de vivir en la misma edificación que Franco. Una razón muy alejada de la practicidad, efectividad y seguridad que se requería para el trabajo que desempeñaba junto con su amigo.

En el pasado, cuando conoció a Franco y comenzó a ocupar la litera en el solitario bunker de la Villa Di Santis, eligió la cama de arriba. Esa misma madrugada, casi al amanecer, Franco llegó a acompañarlo y lo echó de la parte superior. Como método de colonización, Franco acondicionó unas sábanas y una cobija con aroma a suavizante. Giulio, sin más remedio, se quedó con la menos divertida; la aburrida cama de abajo. Y así durmieron durante nueve años. Hasta que, un buen día, al por fin ser autosuficientes, el jefe Casiraghi compró el edificio. En cuanto se lo entregaron, y tras conversar las ventajas de que vivieran los dos ahí, Giulio acomodó sus maletas en el ático. Entonces, como era de esperarse, esas mismas maletas aparecieron en el primer piso del edificio no muchos minutos más tarde. De esta manera, Giulio volvió a quedarse con el lugar menos divertido.

En un acto inconsciente o totalmente planeado, Franco y Giulio suplantaron una litera por otra más lujosa, amplia y con apariencia de edificio. Giulio comprendía el simbolismo, y estaba seguro que también Franco lo hacía, aunque probablemente nunca lo aceptaría.

—Oh. Señor Giulio —interrumpió Ofelia la sentimental historia que Giulio estuvo por relatarle a Isis—. Ayer llegó una mujer buscándolo. Seguramente debe seguir ahí. Dijo que lo esperaría.

Las puertas del ascensor se abrieron. Giulio dejó de sentir los latidos de su corazón. Hades huyó y se refugió detrás de la puerta por la que había salido. Ofelia no entendió la cara de reproche del señor Giulio. E Isis, tristemente, sintió un extraño y muy feo vacío en el estómago.

—Tienes novia —conjeturó Isis con una mezcla de decepción y molestia en su tono de voz.

Giulio entró en pánico. Seguro era la prostituta del mes. ¿Cómo pudo haberla olvidado? Franco la debió haber alquilado con antelación para un par de días después de la boda.

El estómago de Giulio sufrió una lamentable caída. Entre el tono que empleó Isis y su bonito rostro lleno de desilusión, se le retorcieron los intestinos y le punzó con profundidad una aguja en el pecho.

—No tengo novia, Isis —aseguró Giulio, entrando en reversa al elevador. Le dedicó la mirada más letal del mundo a Ofelia y volvió su atención a Isis—. Son cosas de negocios. Pronto te explicaré. ¿De acuerdo?

—No hace falta —aseveró Isis, recogiendo los pedacitos de corazón que se le rompieron—. No tardes, por favor. Quiero ir cuanto antes con mi hermano —pidió, al mismo tiempo que las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse.

Giulio asintió, sin saber cómo o qué otra cosa podía explicar.

De todos modos, ¿por qué creía que Isis querría o necesitaría una explicación? Acababa ser liberada de una situación indeseable y faltaba que se reencontrara debidamente con su hermano. No cabía lugar para historias de amor. El que Giulio la pensara a cada minuto, no significaba que ella hiciera lo mismo.

Antes de que sus pensamientos siguieran por ese camino, Giulio recordó algo de suma importancia en el momento que las puertas casi estuvieron cerradas en su totalidad.

Mierda.

—¡Isis! ¡No vayas a entrar a la puerta blanca, por favor! —exigió Giulio, alarmado, hablando a través de la pequeña brecha entre las puertas de metal.

Para el cerebro de Isis, esa prohibición, se asemejó más a una invitación. ¿Qué puerta blanca?

El ascensor se cerró en su totalidad.

Isis dejó de prestarle atención a su cerebro y de inmediato comenzó a echar de menos a Giulio. Entonces, su estómago le recordó que había una mujer esperándolo en casa, y quiso dejar de echarlo en falta.

Por primera vez se enfrentaba con la horrible y tóxica sensación de los celos. ¿Quién lo diría? En la buena cantidad de películas románticas que había visto, siempre se molestó con las mujeres que se ponían celosas por cualquier razón o le rogaban a su enamorado que no las dejaran. Tras regañarlas como si la escucharan, terminaba sufriendo las consecuencias del desamor ficticio.

¿Quién la reprendería a ella? ¿Y qué había esperado?

Todos tenían una vida en la que ella nunca participó. Era una intrusa que se ilusionó con esa hermosa manera que tenía el niño grande de mirarla y tratarla. Por supuesto que Giulio iba a tener una novia. Era demasiado guapo y divertido, dulce y atento. Además, wow... Estaba tatuado. Siempre le resultaron sexis los hombres tatuados que veía en las series o películas.

Con decepción, comprendió que no pertenecía ahí. Inclusive le había arruinado la vida a su hermano.

Por segunda ocasión, deseó regresar al único lugar al que sí perteneció por más de veinte años. Esa habitación fue suya desde la infancia y era el único sitio que conocía y en el que no la decepcionaría recibir ningún tipo daño. Una dolorosa zona de confort que le pedía a gritos desesperados regresar.

—Acompáñeme, señorita Isis —le pidió amablemente Ofelia.

Isis se limpió una traicionera lágrima y siguió al ama de llaves de su hermano a través de la gran estancia principal. Pasaron de largo por una enorme antesala de puertas corredizas abiertas ubicada a la izquierda, en donde se presumía un amplio comedor de mármol. En seguida las recibió un largo y ancho pasillo alumbrado por la tenue luz de unas lámparas de pared estilo romanas.

Ofelia abrió la primera puerta situada a la izquierda y se adentró en la habitación, esperando que Isis fuese detrás de ella.

Isis no entró. Se quedó justo detrás del umbral, con la mirada fija en el fondo de aquel largo pasillo.

El gigantesco mueble negro empotrado en la pared con sus estantes llenos de libros, la atrapó por completo. La hipnotizó. Tal vez a Jean también le gustaba leer tanto como a ella, aunque no sabía que género literario sería su favorito o cual sería su libro predilecto. Había algo en aquel instrumento que alimentaba su curiosidad, como si no fuese nada más simple mueblería. Por un segundo le pareció un objeto que describiría C. S. Lewis en sus historias fantásticas. Su diseño era sencillo y discreto, pero existía ahí como si estuviera guardando un secreto.

—¿Señorita, Isis? —la llamó Ofelia desde el centro de la habitación de Franco.

Isis volteó a verla, sin prestarle mucha atención. Posteriormente regresó la vista al librero, inclinó la cabeza en un gesto curioso y se encogió de hombros.

Regresando su atención a sus propósitos, contó cuatro puertas negras: dos del lado derecho y dos del lado izquierdo. La que aparentemente era la puerta de la habitación de su hermano era negra, y la que se situaba justo al frente de esta era de color blanca. Estrechó la mirada y sin pensarlo giró posicionándose frente a ella.

—Señorita Isis —insistió Ofelia con amabilidad—. ¿Gusta que le prepare su baño en el jacuzzi con algunas sales?

Isis, alarmada, se volvió hacia Ofelia. Se metió apresurada a la habitación y negó. ¿Jacuzzi y sales? Únicamente conocía el champú y el jabón.

—Gracias, pero solo quiero darme un baño rápido —susurró Isis, tímidamente. Se acercó a la cama en el centro de la estancia y dejó la bolsa orgánica sobre esta.

No le hizo falta analizar con detenimiento el cuarto de Jean. Poseía la misma frivolidad que toda la casa en sus cortinas y ropa de cama grises, en sus muebles negros y relucientes, y en la alfombra de color gris Oxford casi llegando al tono negro. Pensó en lo triste que debía ser dormir ahí. Al menos el cuarto en donde durmió toda su vida tenía las paredes decoradas con tapiz floreado y sus muebles eran blancos.

—Como usted guste. —Ofelia entró a un cuarto adjunto a la habitación, frente a la cama—. Por aquí, por favor. —Se escucharon algunos sonidos de recipientes de cristal y enseguida el peculiar sonido del agua cayendo de la regadera.

Isis entró con cautela y descubrió un cuarto de baño exageradamente grande y acromático. Sí, exagerado y rayando el hedonismo. Ya con ver el agua cayendo del techo como si fuese una cascada le pareció que su vestido era una total falta de respeto a ese lugar.

Se quitó el vestido y la lencería.

Ofelia, ofuscada, se cubrió los ojos para darle intimidad y salió acelerada del cuarto de baño.

Isis frunció el ceño, totalmente confundida. ¿La habría molestado? Las mujeres que se encargaron de ella, siempre se quedaban cerca cuando se duchaba y jamás se cubrieron los ojos cuando se quitaba la ropa. Ah, cierto. Ya no estaba cautiva ni vigilada. Tenía intimidad. Eso le produjo ganas de llorar, aunque no supo si de alivio o de miedo.

Puesto que, necesitaba ir con su hermano lo antes posible, se dio una ducha rápida y sin ceremonias. No se permitió disfrutar por más tiempo del debido la manera en que el agua le caía suavemente en la espalda, relajándola. Nada más se detuvo por un segundo para apreciar los aromas del jabón y del champú. Así debía oler su hermano después de bañarse. Sonrió ante ese pensamiento.

Tras salir de la ducha, se apresuró a esconder bajo el lavamanos las toallas blancas que Ofelia había dejado para ella.

Sin otra posibilidad para secarse el cuerpo y el cabello, se atavió en un pantalón de mezclilla ajustado y de tiro largo, junto con una sudadera rosada en corte torero y un calzado deportivo

En el momento que comenzó a sacudirse el cabello empleando las manos, mientras caminaba en el interior del cuarto de Jean, se fijó en que la puerta estaba entreabierta. Por la rendija alcanzó a ver una parte de la puerta blanca y el pomo de esta.

Por favor. El diablito en su hombro derecho le gritó, insistente, que la abriera y que descubriera el motivo por el cual Giulio le pidió que no entrara ahí. Porque era esa puerta, ¿cierto? No había ninguna otra de color blanco en toda la estancia.

Por otro lado, el angelito en su hombro izquierdo le dijo que si era blanca no debía ser nada malo. Vaya conciencia la suya.

Abrió la puerta del cuarto de su hermano y observó a ambos lados del pasillo para asegurarse que no había nadie cerca. Sonrió al ver que su único acompañante era Hades, que justamente estaba sentado frente a puerta blanca con la lengua de fuera.

El perro, al ver a Isis, inmediatamente se levantó, dio un par de giros sobre su propio eje y comenzó a rascar la fina madera blanca.

Si el negro era la ausencia de luz. El blanco...

Isis tomó cautelosamente el pomo de la puerta. Volvió a asegurarse que nadie más aparte de Hades la estuviera observando, y lo giró.

Tras abrirla, descubrió una preciosa recámara en tonos azules y lilas pastel. Una habitación mucho más preciosa que la de una princesa. El sueño de toda niña y adolescente.

Sus pies pisaron sobre una mullida alfombra de color lila muy tenue. El amplio colchón estaba vestido por una colcha en diseño de almohadilla color azul pastel con las costuras en bordados blancos. La cama poseía una estructura de cuatro pilares, del que caía una tela trasparente y muy fina por sus cuatro lados, generando una especie de barrera protectora sobre la cama. En el alfeizar de la ventana, paralelo a la puerta de entrada, se presumían varios muñecos de peluche bien acomodados. Había un escritorio, una cómoda con espejo y dos pares de sillas estilo mediterráneo a juego con una mesita de té. También encontró un cuadro al óleo impresionista, dividido en colores fríos y cálidos, que creaba la ilusión de un sol y una luna uniéndose en el centro a punto de un eclipse.

Entre tanto, el aroma dulce que advirtió fue de esos sucesos a los que se les llama memoria olfativa. No logró darle un nombre en específico a la esencia, pero fue como si la hiciera viajar a alguna época de su pasado. Una muy bonita, seguramente.

Hades entró detrás de Isis. Se subió a la cama y se echó como un perro holgazán entre los cojines de decoración, combinados en varios tamaños, de colores azul, blanco y lila.

La hermana de Franco acarició con la yema de los dedos la exquisita y suave cortina que cubría la ventana. Una sonrisa nostálgica apareció en su afligido rostro. Quizá, cuando fue parte de una familia, tuvo una habitación así de bonita, o no tanto, pero similar.

—¿Qué haces aquí, ángel? —se anunció una dura voz, parecida a la de Giulio.

Isis dio un respingo. Apartó la mano de la cortina y se giró abruptamente, encontrándose con el hombre de ojos dulces y tiernos. Ese tono de voz, grave y molesto, no coincidía con la dulzura de los orbes que la miraban fijamente.

Giulio estaba recargado en un hombro contra el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. En una de las manos sostenía una caja blanca.

—¿De quién es esta recámara? —inquirió Isis, acercándose unos pasos a la hermosa cama.

—Te pedí, específicamente, que en la puerta blanca no —la amonestó Giulio. Aunque más allá de parecer molesto, lucía algo nervioso y ofuscado.

Franco, sin duda, iba a matarlo. Era el dueño de esa casa quien poseía el absoluto derecho de mostrarle a su hermana esa habitación. Maldición. Estuvo esperando por años ese momento y un ángel rebelde había arruinado la jodida sorpresa.

—Pensé que ibas a tardarte más —reprochó Isis, como si él hubiera sido el que desobedeció.

—Te dije que no iba a tardarme, así como te dije que la puerta blanca no —le recordó Giulio.

—Tal vez si no me hubieras dicho, ni siquiera la hubiera notado —se defendió Isis, obsequiándole la sonrisa inocente más fingida de la historia. Para ser honestos, no estaba asustada.

Giulio estrechó la mirada y arrugó el entrecejo. ¿En serio? En su mente, y en el diccionario, la palabra "no" únicamente tenía un sencillo significado y era NO. ¿Qué demonios?

Se adentró a la habitación y se acercó a Isis, rastrillándose el cabello con una mano.

—Las cosas contigo se me están saliendo un poco de control, bonita —se lamentó Giulio, sentándose al pie de la cama.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Isis, irritada. Se abrazó a uno de los pilares de la cama y presionó la mejilla allí.

—Que no debía dejar que entraras aquí. Eso quiere decir —volvió a lamentarse Giulio, dejando caer la cabeza entre los hombros.

—¿Franco va a matarte? —preguntó Isis, siendo totalmente sarcástica.

Giulio levantó la cabeza con violencia y le dedicó una mirada aturdida. ¿Por qué parecía que estaba hecha exactamente para él? Incluso en su rebeldía le habían atinado para ser su Eva. No, mejor aún, su ángel desobediente.

—No —aseguró Giulio—. Creo que va a ponerse muy triste.

Isis frunció el ceño, al mismo tiempo que se le revolvió el estómago.

—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué hay de malo con que entrara? —inquirió, angustiada. Le era difícil imaginar qué podría ser tan malo como para que su hermano se enojara. No parecía un lugar de tortura o un almacén de drogas. Era un sitio en el que una niña viviría encantada...—. Ay no... ¿Jean tiene una hija oculta?

Giulio se esperó cualquier cosa, menos eso. Tuvo que tragarse la carcajada que se le formó por tan ridículas palabras.

—No —dijo Giulio—. No creo que tu hermano sea del tipo paternal. No tiene ninguna hija, ni tuvo ni tendrá. —Dio unas palmadas en el colchón, invitando a Isis para que se sentara a su lado.

—No le diré que entré, te lo prometo. —Isis regresó al baño de la habitación de su hermano, ignorando la petición de Giulio, sin mencionar nada más sobre ese hermoso lugar de ensueños.

Giulio, completamente frustrado, dejó la caja a un lado y se talló la cara con las manos. No sabía qué demonios hacer.

Si le decía a Isis que la habitación era de ella, le estaría quitando a Franco esa oportunidad que esperó por años y años lleno de esperanza, y no sería justo. Por otro lado, después de quien sabe qué tan horrible vida debió haber tenido Isis, merecía un poco de alegría. A lo mejor, saber que su hermano jamás dejó de pensar en ella, se la daría.

No había razón para que le pasaran ese tipo de cosas a Giulio. Pudieron haber sido Vito, Claudio o Fabio.

Hades, como si fuese consciente de la situación en la que estaba Giulio, se acercó a él y le lamió repetidas veces la mejilla, profiriendo gemiditos de arrepentimiento.

—¿Qué haces aquí, perro traidor? —farfulló Giulio.

Mientras tanto, el sentimiento de no pertenecer a ningún lado se arraigó con más fuerza en el interior de Isis. Qué más le daba saber de quién era ese cuarto tan bonito. No tenía derecho de entrometerse en la vida de su hermano. Ni siquiera tenía importancia, ¿cierto? Seguro que el hogar de Franco ya venía con esa habitación amueblada, como todo lo demás. O igual era la habitación de la mimada de Vittoria para cuando necesitara estar a solas. Sí, eso tenía todo el sentido del mundo. Se arrepentía de haber entrado cuando claramente le dijeron que no. Con o sin relevancia, ella no poseía la suficiente importancia como para que le dijeran cualquier cosa que se relacionara con su hermano. No era su vida. Sinceramente, no tenía una.

Llorando en completo silencio, se concentró en acomodar todo lo que había dejado desordenado en el cuarto de baño de Jean. Limpió el piso mojado con el tapete, tiró su vestido a la basura y salió después de apagar la luz.

Sin esperarlo, descubrió a Giulio parado a los pies de la cama. Se limpió la cara e intentó ocultarse de la afligida mirada del hombre ahí con ella. Metió en la bolsa orgánica el par de prendas extra que había comprado, y planchó la colcha hasta que quedó completamente lisa, tal y como la había encontrado.

Ya no deseaba estar ahí. Era un tonto pez fuera del agua. Presentía que en cualquier momento entraría en una maldita crisis de ansiedad. Podía sentir que se avecinaba mediante la asfixia, las náuseas, el dolor en el pecho y ese terrible sentimiento de separación. Le hormigueaba lacerante la piel, casi al punto de querer arrancársela.

"No, por favor." Cuando eso pasaba, los hombres la encerraban en un cuarto oscuro hasta que dejaba de llorar y parecer una demente. Maldición. Era una vergüenza.

—Ya quiero irme —pidió Isis en un susurro, pasando por delante de Giulio en dirección a la puerta.

Giulio se maldijo en silencio al notar el temblor en las manos de Isis y sus mejillas humedecidas. Jodido Franco. ¿Tenía que ponerse al borde de la muerte en esos momentos? Su hermana lo necesitaba.

—Isis, es tuya —dijo Giulio rápidamente, cerrando los ojos. En algún momento empezaría a escuchar los gritos y reclamos de su jefe. De hecho, los imaginó.

Isis se detuvo casi al llegar a la puerta, creyendo haber escuchado mal. ¿Qué era suya? Su asfixia incrementó. Necesitaba huir antes de causar lástima con sus estúpidos ataques. No obstante, no era sorda.

—¿Qué es mía? —preguntó trémulamente.

—La habitación, ángel. Es tuya —confirmó Giulio, colocándose a las espaldas de Isis.

Bien, no era sorda. Pero tampoco entendía. Había llegado al punto de no retorno en su crisis.

Isis soltó la bolsa y se largó a llorar, abrazándose a sí misma. Su cuerpo enteró tembló y dejó de apreciar que el oxígeno le llegaba a los pulmones. Le era casi imposible tomar aire. Eso ocasionó que su espalda y su pecho se sacudieran con violencia. "No..."

Giulio la abrazó por la espalda y la estrujó delicadamente, en un intento por acompañarla en su tormento. Lo abrumó advertir como el delicado cuerpo de Isis se sacudía en consecuencia a sus esfuerzos vehementes por ansiar tomar aire.

—Cuando Franco compró este edificio, acondicionó esa habitación para ti, bonita —dijo Giulio dulcemente, acariciándole los brazos por encima de las mangas.

—Eso no es posible —jadeó Isis, sujetándose con fuerza a las muñecas de Giulio—. Quiero ir con mi Jean —suplicó.

—Te llevaré, pero no puedo llevarte así o me matará —avisó él, con un toque de diversión. Enseguida le dio un beso en la cima de la cabeza.

Isis se rio y lloró al mismo tiempo. Sorbió por la nariz y se relajó notoriamente entre esos fuertes brazos que la protegían.

—¿Lo dijiste en serio? —inquirió Isis. Se giró dentro del abrazo de Giulio y sonrió delatando un tierno puchero.

—¿Que me va a matar? —preguntó Giulio, arqueando una ceja.

—Creo que eso ya es más que evidente. ¿Tan mal carácter tiene? —preguntó ella con curiosidad.

—Te diría que esperaras a comprobarlo tú misma, pero dudo que Franco sea un cara de culo contigo —le aseguró Giulio.

Isis levantó la cabeza y buscó encontrarse con la bonita mirada de ese niño grande.

—Lo de la habitación... ¿Lo dijiste en serio? —cuestionó tímidamente.

Giulio bajó la mirada, y fue azorado un poco por la intensidad con que ella lo veía. Además, no había dejado de abrazarla. Se sentía particularmente extraordinario sostenerla así de cerca.

—Sí —respondió Giulio, asintiendo para darle énfasis—. Desde el primer día. Se desveló varias noches diseñándolo. Él lo pintó, compró todos los muebles, los armó y los acomodó. Él hizo todo. Algo increíble, tomando en cuenta que a mí siempre me manda a hacer todo.

De nueva cuenta Isis se echó a llorar, presionando la frente en el pecho de Giulio.

—¿Cómo es posible? Creí me había olvidado—sollozó Isis, abrazándose a Giulio—. Es demasiado... No lo comprendo.

—No, Isis. Nunca te olvidó. Estuvo buscándote todo este tiempo —confesó Giulio, apreciando un nudo en la garganta.

Isis levantó la cabeza violentamente y se apartó de él, incrédula. Sus bonitos ojos estaban enrojecidos y no dejaban de derramar lágrimas. El corazón le dolió más que nunca. Su sol la buscó... Pero, era la luna la que necesitaba la luz del sol, no al revés.

—¿Por qué? —preguntó Isis, sin salir de su tormentoso asombro.

—¿Y por qué no? Lo eres todo para él. ¿No lo sabes? —dijo Giulio, limpiándole la cara con los pulgares.

Isis dio un par de pasos más hacia atrás. Si bien, le gustaban los brazos de Giulio, en esos instantes lo único que deseaba era ver a su hermano, abrazarlo y jurarle que lo amaba con el corazón. Él también lo era todo para ella, aunque por un tiempo...

—Llévame con él, por favor —suplicó Isis recogiendo la bolsa del piso.

—¿No quieres ver tu cuarto? —preguntó Giulio algo confundido.

—¿En serio? Ya te distrajiste bastante y lo vi lo suficiente. —Isis tomó a Giulio de la mano, instándolo a que la llevara de regreso con el sol.

—Espera —pidió Giulio, tirando de ella suavemente—. Primero tengo que darte algo. Es importante. —La soltó de la mano y cogió la caja blanca que había dejado sobre la cama al entrar al cuarto de Franco.

—¿Qué es eso? —preguntó Isis, siguiendo los movimientos de Giulio.

—Es un celular. Necesitas tener uno ahora —aclaró Giulio entregándole la caja—. Un momento... —Apartó la caja—. ¿Sabes lo que es un celular? —Su preocupación al preguntar fue auténtica.

—Estuve cautiva, no viviendo en la edad de piedra. —Isis rodó los ojos y le quitó la caja. Emocionada la abrió y sacó el aparatucho exageradamente ostentoso—. Aunque... Bueno... Nunca tuve uno yo —confesó analizando con curiosidad el objeto blanco con una manzanita en la parte de atrás—. ¿Me vas a enseñar cómo se usa? —Al preguntar, los ojos le brillaron de emoción.

Sí. Giulio se había enamorado irreversiblemente de la hermana de su mejor amigo. Qué putada. Eso iba a ser un jodido problema. La única mujer que logró cautivarlo en toda su vida con esos preciosos ojos, esa ingenuidad e inteligencia unidas, y su valentía y fragilidad como un solo ente, era, prácticamente, prohibida para él.

—No tengo novia —confesó Giulio, haciendo caso omiso a la palabra "prohibida" con colores neón en la frente de Isis.

—No me importa —dijo Isis, esperando sonar desinteresada—. Es tu vida —aseguró. Que inoportuno era su corazón al haberse desbocado en esos momentos.

—A mí sí me importa —declaró Giulio acercándose a ella.

Isis levantó la mirada hacia él y quedó atrapada en la imperiosa manera con que la miraba. Su próxima crisis se derivaría de razones completamente diferentes. ¿Estaría enamorada, como en las películas románticas? Su estómago revoloteaba con más fuerza de la que alguna vez lo hizo cuando veía a esos hombres guapos en las películas. ¿Amor a primera vista...?

En lugar de atender su curiosidad y preguntarle a Giulio por qué le importaba, prefirió poner sus cinco sentidos en el tatuaje que él lucía sobre el brazo derecho.

Así pues, le levantó la manga, revelando la parte superior del asombroso dibujo realista. El rostro de Zeus, unido al resto que ya había logrado apreciar con las plumas y el águila, se le mostró casi sublime. ¿Y si le quitaba la camiseta para poder ver otra vez la espectacular medusa?

—Te gusta la mitología griega —adivinó Isis, pasando la yema de los dedos por las líneas oscuras del rostro de Zeus.

Giulio tragó saliva, siguiendo los movimientos de los dedos de Isis. Se alarmó por el modo en que su cuerpo reaccionó a ese tacto tan suave y sutil. Mierda. Por dios no. "PROHIBIDA." Intentó recordarse una y otra vez.

—Sí —respondió Giulio roncamente—. Eso es gracias a tu hermano. Siempre me hacía leer libros sobre esas cosas —anunció con la esperanza de que su cuerpo se relajara ante la mención de Jean Franco Casiraghi, HERMANO de Isis Casiraghi.

No resultó. Su corazón no era lo único agitado.

Isis arrastró las pestañas muy lentamente, hasta que se encontró con la mirada brillante y llena de silenciosas promesas de Giulio. Sí, así debía sentirse cuando comenzabas a enamorarte de alguien. Su cuerpo enteró le exigió que lo besara, consecuencia del bonito repiqueteó en su corazón.

Afortunada o desafortunadamente, el celular de Giulio vibró en su pantalón. Sonó más alto de lo debido, arrebatándolos a ambos de ese momento tan intenso e íntimo.

Giulio respondió. Le pidió a Isis que esperara un segundo y salió del cuarto de Franco, escuchando con atención la voz al otro lado de la línea.

Isis, en la espera de que volviera su niño grande con apariencia de soldado, se limpió el sudor de las manos y se acomodó el cabello en una coleta alta. Qué calor le había dado.

Al parecer, no estaba tan fuera de lugar del todo. Su hermano la estuvo buscando porque quería tenerla en su vida. Vaya... qué hermosa e increíble sorpresa. Y a Giulio le gustaba. Debería haber sido algo intrascendente, pero no lo fue. Entre Franco y Giulio la hacían sentir viva.

Un par de minutos más tarde, Giulio regresó mostrando preocupación en sus facciones, rascándose la nunca con nerviosismo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Isis, angustiada. El estómago se le cayó vertiginosamente al imaginar que algo horrible debió haberle pasado a su sol, mientras se dejaba llevar por las mieles del amor—. Jean...

—No, ángel —la interrumpió Giulio, guardándose el móvil en el pantalón—. Todo igual con él.

—¿Entonces por qué tienes esa cara? —inquirió Isis, sin dejar de sentir esa angustia en el pecho.

—Me llamó el proveedor de narcóticos que tenemos —anunció Giulio, convencido de que las cosas se iban a sacudir un poco—. Como lo intuyó Benedetto, debido a la situación de Franco, nuestros aliados comienzan a dudar de los negocios que tienen con nosotros.

—¿Eso qué significa, soldado? —preguntó Isis, intrigada.

—¿Soldado? —Giulio estrechó la mirada.

—Eres un niño grande que parece soldado. ¿O prefieres niño grande? —preguntó Isis, guasona.

—Soldado me gusta, ángel —corroboró Giulio—. Hay que conseguirte un vestido.

—¿Para qué? —Isis arrugó la frente adorablemente.

—Llegó el momento para que empieces a formar parte del imperio Casiraghi —aseveró Giulio, cambiando el semblante por uno más rudo y solemne—. ¿Estás lista? —Le ofreció una mano.

—Pero pensé que habías dicho que...

—Te ayudaría a recuperar tus alas —declaró Giulio, interrumpiéndola.

Ambos dejaron de jugar a enamorarse (para eso ya no había marcha atrás) y se transformaron en dos miembros de una organización peligrosa, adoptando su modo mafioso con naturalidad. Giulio dejó de portar ese mirar dulce y tierno, provocando que sus ojos ardieran con una promesa de peligro y maldad, e Isis olvidó a la mujer asustada y enamoradiza, abriéndole paso a la hermana del peligroso capo Casiraghi.

Indiscutiblemente, cuando Franco despertara, iba a perder la cordura.

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