CAPÍTULO 17
—¿Jean? —volvió a llamarlo Vittoria, cada vez más confundida, adentrándose rápidamente en la angustia. —¿Qué está pasando? ¿Por qué Paolo quiere que vayas a las ruinas de tu familia?
Franco no logró entender nada de lo que le decía su recién esposa. Isis había volteado mientras Paolo tiraba de ella, obligándola a caminar hacia la salida, y ocurrió que estacionó su triste mirar en él. Entonces le sostuvo la mirada, y ni Vittoria ni nada en su entorno tenía importancia. Quería llegar a su corazón, que lo perdonara.
Para Isis careció de valor que la gente le estuviese dando miradas críticas, mientras ella veía a su hermano al mismo tiempo que su acompañante la arrastraba otra vez lejos del sol. Al sentir de nuevo su separación, entró en razón. No le importaba la imponente y fría apariencia que mostrara Jean Franco. Era su hermano. Quería correr hacia él, abrazarlo y no soltarlo jamás. Anheló besar el camino húmedo que se había secado en su mejilla, y luchar para que no los volvieran a separar. Deseó acariciar esa cicatriz en su pómulo y preguntarle qué le pasó.
Mientras la apartaban de él, dejó de parecerle un desconocido. Ese hombre que no dejaba de observarla, luciendo torturado e imponente, era el mismo que le había construido un castillo de arena especialmente para ella. Era el que la abrazó todas las noches para dormir. El mismo que la amó desde el primer día de su existencia. Quien trepó árboles para bajarle una manzana o un durazno. El más hermoso ser que le prestaba sus juguetes para no verla llorar. El sol que iluminaba su vida.
Intentó zafarse del agarre de Paolo para regresar con Franco y pedirle que la salvara de su soledad, pero Paolo no se lo permitió. Tiró de ella con más violencia, advirtiéndole que, si no se comportaba, su hermano sufriría las consecuencias. Ojalá hubiera conocido quienes eran los hombres que tenían en la mira a Jean para alertarlo, pero no tenía ni idea.
Jean, cada vez más furioso por la manera en que era tratada su luna, y con la incapacidad de saber que si hacia cualquier cosa, podría hacerle más daño, interpretó el dolor en la expresión de su hermana como si lo hubiese condenado. El suplicio que seguía viendo en ella fue la certeza que necesitaba para, por fin, convencerse de que lo odiaba por haberla llevado a esa vida tan vil. Y supo que no existía nada que pudiera hacer para que lo perdonara. Ese pensamiento era la consecuencia por no tener la capacidad de perdonarse a sí mismo.
Al mismo tiempo, a Vittoria se le revolvió el estómago y la bilis le trepó por la garganta, al descubrir que entre esa mujer desconocida y su esposo pasaba algo importante y doloroso. Casi pudo sentir ese daño que transmitan sus expresiones mientras se veían, como si fuese suyo. Quería creer que eran celos, pero era algo mucho más dañino que le rompió el corazón y acabó con las pocas esperanzas que Franco le había dado momentos atrás.
—¿Por qué no me contestas, Franco? ¿Qué pasa? —insistió Vittoria, intentando revivir una pequeña llamita de ilusión—. ¿Quién es esa mujer?
—¿Por qué mierda estás dejando que se la lleve? —exigió saber Giulio, sin aliento. Había corrido hacia Franco cuando Paolo se llevó a Isis. Lo desquició la idea de verla con él, siendo alejada de su hermano, y tratada de ese modo. Le urgía saber de qué hablaron él y Franco, y qué iba a pasar con Isis. No era buen augurio que Jean estuviera sin hacer nada mientras la veía marcharse—. ¿Qué puta madre estás haciendo, Franco?
Vittoria le dedicó una mirada desconcertada a Giulio, suplicando en silencio saber qué estaba pasando y por qué se preocupaba por aquella mujer.
—¡Contéstame, Franco! —demandó Vittoria, al borde de la desesperación.
El interior y el exterior de Franco se cubrieron de escarcha cuando vio a Isis desaparecer por la puerta del museo. Sujetó a Vittoria del codo con brusquedad, y la jaló hacia él del mismo modo.
—Eres irritantemente imprudente —le reprochó Franco al oído duramente. No quería seguir atrayendo la atención de la gente—. ¿Por qué no te quedaste dónde estabas? No me fastidies.
Vittoria empujó a Franco del pecho, llena de ira, logrando que la soltara.
—¡¿Qué mierda te pasa?! —lo interrogó Vittoria, sin poder evitar el alzar la voz. Estaba al borde del llanto. Se le había extraviado el hombre dulce, atento y juguetón de momentos atrás.
—Baja la voz —le exigió Franco, enderezando por completo la espalda. Las miradas estaban de nuevo sobre él—. ¿Quieres más habladurías? Me parece que ya tienes suficiente.
—Entonces respóndeme —le exigió Vittoria.
—Regresa con tu padre. Esto no es asunto tuyo —aseveró Franco.
—Yo pienso que los dos deberían cerrar la boca —sugirió Giulio, observando por encima del hombro. Podía sentir las miradas sobre ellos.
Vittoria Di Santis de Casiraghi se retiró para conservar su dignidad. No iba a rogar una explicación. Ya no la necesitaba. Franco no tenía remedio y, aunque le doliera, no dejaría que la afectara. Prefirió quedarse con el recuerdo del hombre que la besó para defenderla del veneno de sus arpías amigas, del que le confesó que le había arrebatado el aliento y que le coqueteó como jamás lo había hecho.
—Esto tampoco ya es asunto tuyo —espetó Franco, acercándose un paso a Giulio. Vittoria quedó en el olvido en cuestión de segundos—. No vuelvas a cuestionar lo que pase o no con ella, ¿entiendes?
Giulio lo observó, endureciendo sus facciones. Sus miradas se retaban en silencio. Ambos estaban trastocados por la situación y se dejaron llevar hacia una inútil batalla de autoridad.
—Tú lo hiciste asunto mío, no lo olvides —le recordó Giulio, sin amilanarse antes la fría expresión de Franco.
—Ya no lo es. Y es una orden, Marchetti —advirtió Franco. De inmediato inició su camino lejos de ese sitio, rozando su hombro con el de Giulio al pasar por su lado.
—No pierda la cabeza, jefe. Por ahora es lo mejor que tiene —dijo Giulio, lamentando las circunstancias—. Sigo con usted. Estaré en alerta para nuevas órdenes.
Qué irritante y astuto era Giulio. Tenía la habilidad de ganar una batalla sin pelearla. Y no había sido precisamente la de poderío.
Franco, pese a su estado de perturbación mental, se recordó que nadie más hubiera estado a la altura, solo Giulio. Era como si hubiera nacido para ser su maldita conciencia.
Igualmente, no tenía tiempo para reconocérselo. Todo su mundo se estaba desmoronando y quería estar en completa soledad para intentar mantener en pie lo poco que pudiera rescatar. Tenía que recuperarse para poder recuperar a su hermana, y por eso no podía perder energías en odiarse por el modo que trató a Vittoria o a su compañero. Ni siquiera pensaba con claridad. No había ideas nítidas en su mente. Le figuró haber sido transportado al limbo. De pronto, esa no le pareció su vida, ni se sentía como uno de los mafiosos más peligrosos e importantes de la actualidad. No era él. Alguien más, un ser vacío, se atrevía a habitar su cuerpo.
En su disposición por huir de su propia boda y refugiarse en uno de los dormitorios que eran parte del palacio, se encontró a Benedetto caminando hacia él. Lucia tan descolocado como cuando descubrió a la hija de su mejor amigo en ese lugar. Ninguno de ellos esperó que la celebración diera un giro tan radical.
—No comprendo qué está pasando... —empezó a decir Benedetto, en el instante que se detuvo frente a Franco.
—¿Por qué me reconoció? —preguntó Franco para sí mismo, apenas cayendo en cuenta de ese dato tan importante.
Benedetto se hizo la misma pregunta. Todo estaba pasando tan rápido e inesperadamente...
—¿Crees que no sea ella y que sea...?
—No —lo atajó Franco—. Es ella...
Benedetto aceptó en silencio la afirmación de Franco. Definitivamente era ella- El parecido que encontró con Caterina era indiscutible. No obstante, eso ocasionaba que todo se volviera mucho más confuso.
—¿Cómo llegó aquí? —preguntó Benedetto a Franco.
—Aparentemente Koslov se la regaló a Paolo, pero no sé nada más —respondió Franco sin emoción alguna en la voz.
—¿Se la regaló? —preguntó Benedetto, escéptico—. Eso no tiene sentido. ¿Qué ganaría Koslov regalándosela?
—Efectivamente, no tiene sentido. Pero es evidente que Paolo la tiene desde hace muy poco tiempo. Tal vez un mes, no más—anunció Franco. Inmediatamente, se aclaró la garganta y evitó la mirada de Benedetto, demostrando incomodidad.
Benedetto estrechó la mirada en un rápido escaneó a la actitud de Franco.
—La analizaste —conjeturó Benedetto.
—Sí —respondió Franco, arisco. Le avergonzó confesar que había utilizado el mismo método que con las prostitutas de Koslov para adueñarse de ellas—. No tengo tiempo para inquisiciones en este momento. Necesito que prepares una carta de declinación para mañana a las diez de la mañana
—¿Qué? —cuestionó Benedetto, incrédulo.
Después de unos segundos de mutismo, lo comprendió.
—Vas a renunciar... ¿Por qué? —añadió alzando el tono de voz. Se frotó la cara con las manos y se desajustó un par de botones del smoking.
—Yo le entrego la alcaldía y él me da a mi hermana.
Benedetto saludó a un par de hombres que pasaron a su lado y regresó enseguida su atención a Franco.
—Parece demasiado fácil, hijo —expuso Benedetto. Descansó las manos en la cintura, aventando su saco hacia atrás, y agachó la cabeza en un acto de meditación. Un gran y veterano capo como Benedetto iba a profundizar en la situación antes de proceder a cualquier decisión—. Eso no es todo... —Levantó la cabeza para volver a hacer contacto visual con Franco.
—Prepárate, Di Santis —le advirtió Franco—. La mafia va a sacudirse un poco —decretó, dándole unas palmadas en el brazo, antes de retomar su camino.
Si Benedetto le dijo cualquier otra cosa, Franco no lo escuchó. Su cuerpo y mente le exigían alejarse de todo el mundo. La presión en su pecho cada vez se hacía más intensa, y si no se daba un tiempo a solas, terminaría por asfixiarse y perder el poco control que aún poseía.
Afortunadamente, le tomó solo un par de minutos llegar a uno de los dormitorios del palacio. Como en la mayoría de los centros históricos de Florencia, ya fuesen de arquitectura renacentista, gótica o románica, su decoración y mueblería rebozaba ostentosidad.
Posterior a cerrar la puerta y dejar de escuchar todo el barullo exterior, se quitó el saco, la corbata y el chaleco, y los aventó a la cama. Después se desabrochó todos los botones de la camisa, dejando a la vista su torso desnudo, y abrió a la ventana. Ahí, envuelto en la oscuridad de la habitación, encendió un cigarrillo y por fin dejó salir a todos sus demonios.
Uno de los más impetuosos, se derivaba de la conjetura que hizo Benedetto. Franco repudió sus instintos desde de que comenzó a analizar a su hermana, pero fue inevitable. Era experto en ello y lo necesitaba para encontrar la verdad.
Benedetto jamás acertó información que involucrara a los Cavalcanti con el rapto de Isis porque apenas se aliaban, o eso parecía. Aunque también lo vio demasiado ilógico. Sin embargo, lo que logró descubrir, le ayudaba para hondar más en el asunto.
Isis desobedeció a Paolo cuando aceptó bailar con Giulio, y también le gritó. Bien, les gritó a ambos. Se necesitaba tiempo para someter a alguien. Isis aún no estaba bajo el subyugo de Paolo. Y no la alquiló, porque tampoco hubiera desobedecido si continuaba bajo el poder de alguien más y con advertencia sobre un cliente. Por lo tanto, si realmente fue un regalo de Koslov, era uno muy reciente.
Honestamente, eso no bastaba para llegar a una conclusión más asertiva. Había pasado demasiado tiempo y no se podía saber cuánto llevaba como una mujer de compañía, si es que lo era. Pudo haberse acostumbrado y sus genes no eran fáciles de esconder. No obstante, no parecía acostumbrada. Se había mostrado inquieta.
Aunado a lo anterior, Franco tenía la certeza de que ella sabía que él estaría allí. Parecía haber estado buscando a alguien discretamente cuando entró al museo, y ese alguien, era él. También estaba el asunto de la nota que le entregaron en el San Marcos, el encuentro con el sujeto en Vecchio y la cruel fotografía. Todo parecía planeado.
Juntando todas esas piezas, Franco podía concluir que Isis jamás fue prostituida. Siendo una Casiraghi valía oro. Su apellido e historia le daba una valía inmensurable. Tenía mucha más estimación siendo una dama educada y recatada perteneciente a una familia aristocrática, que una prostituta. Nadie querría en su linaje a una mujer de esa clase de vida.
En conclusión, a su hermana la raptaron y la prepararon para aprovecharla en el momento adecuado. Se había planeado que fuera la única heredera Casiraghi, pensando que Franco también moriría en el incendio. Eso no figuraba ser un simple ajuste de cuentas. Había poder detrás de todos esos acontecimientos. Sin saberlo, Franco elevó el precio de su hermana al engrandecer el apellido Casiraghi entre la estirpe y también en el bajo mundo. Él no estuvo en la ecuación, hasta que, a los dieciocho años, se presentó ante la sociedad como el sobreviviente de la familia Casiraghi.
Koslov no iba a vender su mina de oro a cualquier postor. Necesitaba algo grande y con soberanía. Ese no era el problema. El por qué Matvey no la vendió antes, y por qué se la entregaba justamente a Paolo en épocas de disputas políticas siendo Franco uno de los protagonistas, sugería que en el transcurso de los años encontró cómo utilizarla a su favor. El problema era, ¿cómo sabían que Isis era su talón de Aquiles?
Unos días después del incendio, las autoridades de Grecia confirmaron que toda su familia había perecido y anunciaron que los cuerpos dentro de la cabaña habían quedado completamente calcinados. Y Franco fue convincente al hacerle creer a todos que sabía que su hermana había muerto. Jamás se habló sobre como vio que lo rusos se la llevaron viva.
Aunque el clan Koslov se enteró de la supervivencia de Franco, y muy remotamente hubieran sospechado que él vio cómo secuestraban a su hermana, no había manera para que estuvieran al tanto que era su única debilidad. Y mucho menos de lo que significaba la luna y el sol para ellos. Entonces sí, Koslov era parte de, pero había alguien más detrás. Y no era Paolo. Su adversario era un peón más. Durante su hostil conversación en la celebración de la boda, todo el tiempo estuvo jugando para desestabilizarlo y jamás hizo referencia al sol y la luna. De haber conocido esa información, por supuesto que lo hubiera utilizado. Y si se le escapó hacerlo, estaba la certeza de que jamás fueron una familia cercana a los Casiraghi como para conocer algo tan íntimo, que probablemente ni siquiera Dante y Caterina supieron. A menos, claro, que Isis hubiese mencionado algo al respecto.
Carajo. Todo era demasiado confuso.
Antes de pasar a su siguiente demonio, que era el del odio de su hermana, alguien entró sin avisar a la habitación. Lo hizo de una manera abrupta y escandalosa.
Franco giró inmediatamente, a punto de correr a su invasor, encontrándose con dos esmeraldas que brillaban en la oscuridad y con un vestido de novia digno de la realeza.
Vittoria se petrifico al verlo. Incluso, en la oscuridad, era indiscutible el aura y porte imperioso de Jean Franco.
Franco estrechó la mirada, reconociendo que el maquillaje en el rostro de su esposa estaba estropeado de una manera muy triste.
—Lo siento —se disculpó Vittoria.
Franco retuvo el aliento, junto con las ganas de decirle que no se preocupara. Mientras menos atención le prestara, más sencillo sería para los dos. Más con la nueva situación. No podía tener cabeza para otra cosa que no fuese su hermana.
La señora Casiraghi dio media vuelta y se dispuso a salir, pero se detuvo en el umbral de la puerta, sujetándose con ambas manos la caída del vestido.
Tras eternos segundos de silencio y de inmovilidad, se giró hacia Franco y dio un par de pasos dentro de la habitación. Se había jurado que no pediría respuestas a las tantas preguntas que tenía, ni buscaría sanar las heridas que albergaba en su alma por medio de Franco, pero le era imposible. No se podía vivir tranquilamente bajo la incertidumbre ni el dolor del desamor. Aclarar las cosas, al menos, le daría armas para saber cómo curarse.
—Entiendo que el curso natural de las cosas es que nos odiemos y nos lastimemos mutuamente —musitó Vittoria, con la voz entrecortada—. También comprendo que fingiste no aborrecerme por algunas horas porque un hombre como tú necesita mantener intacta su reputación. Lo qué no entiendo es por qué actuaste tan bien. Si me lo hubieras dicho, yo también sé simular.
Franco tragó con fuerza, despreciando el dolor en la voz de Vittoria. No había actuado, y ese fue su error.
—Ahora no, Vittoria —le pidió Franco, regresando la vista a la panorámica de la ciudad.
—Ahora sí, Franco —rebatió Vittoria, dando un par de pasos más en el interior—. Te creí. No necesitaba pensar que eras bueno. Ya estábamos casados y solo teníamos que esperar a que fueras alcalde para dejar de ver tu miserable cara.
—Te aseguro que no es el mejor momento, Vittoria —espetó Franco. En ningún momento apartó su atención de la bella ciudad de Florencia bajo las estrellas y la luna—. Déjame solo.
—No me iré hasta que me respondas —aseguró fríamente Vittoria—. ¿Por qué actuar conmigo si de sobra sabía que era un jodido matrimonio arreglado? Ni siquiera necesitábamos que el mundo creyera que nos queríamos, o que al menos nos llevábamos bien. Ellos ya entendían por descontando que te casabas conmigo porque me embarazaste. Embarazaste a la hija del jefe de Gobierno y, como un excepcional hombre responsable, te hacías cargo de las consecuencias de tus actos.
—¿Por qué te importa tanto? —preguntó Franco, quitándole su interés a Florencia. Así pudo estacionar su completa atención en Vittoria.
—¡Solo respóndeme, Jean Franco! —profirió Vittoria, soltando bruscamente su vestido—. ¡Quiero saber a qué tipo de infierno me voy a enfrentar los próximos meses para poder obtener mi libertad!
Una de las cosas que más odiaba Franco, era que le gritaran, en especial si era para exigirle dar algo que él no quería entregar. No quería dar una maldita respuesta, porque eso lo condenaría todavía más. No obstante, gracias a su inestable estado emocional y mental, se alejó por completo del autocontrol. Vittoria, sin saberlo, encontró el momento perfecto para buscar respuestas.
—No fingí —respondió Franco sombríamente, alejándose de la ventana.
Vittoria no supo cómo reaccionar frente a esa contestación. No la había esperado, sinceramente. Solo supo que sus ojos se abrieron desmesuradamente, mientras observaba a Franco acercarse a ella con lentitud.
—¿Cómo? —preguntó, incrédula.
¿En serio? ¿Eso era lo único que se le ocurría decir? No podía culparse. No estuvo preparada. En realidad, estuvo esperando crueldad engrandecida de parte de Franco.
—No actué, Vittoria —corroboró Franco—. Me gustó pasar ese tiempo contigo. Fui sincero en todo. Pero no puede ser así. Mírate, con el corazón roto por esas falsas esperanzas que me equivoqué en darte. Si de algo te sirve, lo lamento.
—Es por ella, ¿verdad? —inquirió inesperadamente Vittoria.
—¿De qué hablas? —quiso saber Franco, sonando confundido.
—La mujer que estaba con Paolo —contestó Vittoria—. Es por ella. Tiene sentido. Cambiaste conmigo cuando ella apareció.
Franco se irguió por completo y sus facciones se endurecieron. Su esposa había tomado un camino peligroso. Ella no tenía derecho de hablar sobre un asunto que no conocía, y que solo le competía a él.
—Mejor vete —le exigió Franco.
—¡No! —Se enervó Vittoria—. Los vi, Franco. Algo importante y doloroso está pasando entre ustedes dos. No soy estúpida. Vi cómo te veía y como la veías tú a ella. ¿La amas?
—Largo de aquí —gruñó Jean Franco.
—¡Contéstame! ¡Maldita sea! —demandó Vittoria.
—¡Sí! ¡Yo la amo! —respondió Franco, con voz gutural, sorprendiéndolos a ambos. Soltó el aire bruscamente y se pasó las manos por la cara, frustrado.
Vittoria escuchó otro trozo de su corazón quebrarse. Por supuesto que la amaba. Solo dos personas que albergaban un sentimiento de amor tan profundo y mutuo podían llegar a verse de ese modo. Y Paolo seguramente ahora estaba con ella.
—¿Quién es? —demandó saber Vittoria—. No me digas. Te la robó Paolo —se burló. Ni siquiera entendía porque estaba actuando tan infantil. Debió haberse marchado en el momento que Franco le respondió.
—Lárgate, Vittoria. No quiero verte—. Franco la tomó del brazo y la arrastró hacia la puerta.
Vittoria luchó para liberarse. Cuando lo consiguió, antes de que pudiera sacarla de la habitación, lo empujó del pecho.
—¡¿Quién es ella?! ¡Tengo derecho a saber quién va a ser tu puta amante mientras vivamos bajo el mismo techo! —vociferó Vittoria, echándose a llorar de rabia e impotencia.
—¡Es mi hermana! ¡Puta madre, Vittoria! —confesó Franco en un doloroso rugido, golpeando con el puño el espejo de cuerpo completo ubicado al lado de la puerta. El espejo se quebró y un montón de pequeñas esquirlas se enterraron en sus nudillos.
—¿Qué? —jadeó Vittoria, cubriéndose la boca con ambas manos. Su cuerpo se encogió ligeramente, como reacción al impulso de su marido.
—Es mi hermana —repitió Franco en un susurro ronco. Alejó la mano del espejo y la sacudió, como si con eso evitara el ardor por los cortes y, que así, los trozos de cristal salieran de su piel. Pequeños hilos de sangre corrieron por el dorso de su mano.
Extrañamente, toda la rabia de Franco se esfumó en un instante. Protagonizó un evento catártico. Fue liberador poder decirle a alguien más el secreto que estuvo guardando por años, aunque lo hizo de un modo cruel y muy violento. Ni siquiera podía culpar a Vittoria de sus falsas acusaciones. Ella no tenía ni idea de nada de lo que ocurría y le pareció de lo más normal que confundiera las cosas. Ya no tenía deseos de discutir. No quería seguir gritándole. Solamente quería recuperar a su hermana. En silencio, y sin lágrimas, lloraba por poder tenerla a su lado. Veintiún años echando de menos era demasiado, incluso para alguien tan duro como él.
Vittoria aborreció su propia existencia en esos momentos. Se limpió las lágrimas de las mejillas y, con cautela, se acercó a Franco. No supo por qué, pero algo le dictó que Franco necesitaba algo de consuelo.
Él había encorvado la espalda, como si se hubiese cansado de llevarla recta todo el tiempo, y la cabeza le caía ligeramente hacia adelante, mientras se sacaba las esquirlas más grandes que se le habían incrustado en los nudillos. ¿Por qué su presencia y personalidad tenían que ser tan imperiosas y demandantes? Lograba congelar a cualquiera por su frialdad, o suavizar hasta el corazón más duro cuando emanaba la fragilidad que mostraba en esos momentos.
Qué curioso, Vittoria lo había visto en muchas de sus facetas, pero jamás así, tan desvalido.
—¿Puedo? —preguntó Vittoria dulcemente, tomando con delicadeza la mano lesionada de Franco.
Franco solamente asintió y dejó que Vittoria se hiciera cargo.
—Lo lamento —musitó Vittoria. Empezó a llorar, en esa ocasión muy suavemente, quitándole con mucho cuidado una esquirla—. Toda tu familia murió en el incendio..., no creí..., no sabía que tenías otra hermana.
—No —respondió Franco, observando como Vittoria sacaba otro trozo más—. Ella es Isis.
Vittoria dejó de atender la mano de Franco, quedando completamente asombrada ante la revelación. Le sorprendió escuchar ese nombre, porque Isis estaba muerta. Pero más le impactaron algunos recuerdos del pasado que la dejaron relacionar el sufrimiento de Franco en esos instantes.
Vagos recuerdos acudieron a su memoria de cuando eran niños.
Franco siempre se mantuvo alejado de todos. Comía en la silla más lejana de la mesa, nunca salía en excursiones familiares y sus tareas escolares las elaboraba a solas, en las escaleras o en el porche del edificio principal de la residencia de los Di Santis.
También, por las noches, antes de que apareciera Giulio en sus vidas, se salía a la fuente de la Villa con un cuaderno y lápices de colores, y dibujaba solo por un par de minutos. Después, regresaba a su cuarto, y pegaba el dibujo del día en cualquier espacio de la pared. Todos esos dibujos eran de un niño de cabello negro y de una niña rubia, ambos con ojos azules. En cada uno de esos diseños, ya sea que los hubiera hecho dándose la mano o jugando en un horrible castillo de arena bajo un sol muy mal hecho (sinceramente Franco no había nacido con dotes artísticos), dibujaba al niño llorando y a la niña con una cinta en la boca, y les ponía nombre en la parte de abajo: Franco e Isis. Nunca entendió por qué, pero, pese a que era demasiado pequeña para comprender el sufrimiento de Franco cuando niño, era más que evidente que lo que más lo lastimó de sus pérdidas fue la de su hermana. No se necesitaba ser psicólogo para comprenderlo. Nunca vio algún dibujo de su mamá o su papá.
Vittoria descubrió esa costumbre de Franco solo un par de días después de que Benedetto lo llevara como parte de la familia. Le había provocado mucha curiosidad verlo allí, y, quizá, lo había espiado un poco, pero solo un poco. Siempre fue muy discreta cuando entró a hurtadillas a su habitación. Le gustaba admirar los horribles dibujos porque ahí encontró la forma de saber más de él, ya que era completamente hermético.
El día que Jean desapareció por horas y conoció a Giulio, Vittoria, por la madrugada, atestiguó como Franco quitó todos sus dibujos de la pared. Esa noche, se atrevió a asomarse a su cuarto para cerciorar que no había vuelto a escapar. Tras despojar las paredes de todos esos diseños, Franco salió sigilosamente por la puerta trasera de la mansión para encontrarse con su reciente amigo. Vittoria los siguió hasta un feo y viejo cobertizo, y, cuando no le gustó verse sola en la oscuridad, regresó a su recámara. Desde entonces, Franco no volvió a dibujar. Nunca supo si guardó o tiró sus pinturas, pero de sobra se entendía que fueron su condición de llorar y lamentarse. Jamás lo vio ni siquiera sollozar o quejarse. Siempre fue muy valiente y fuerte. Y también impresionantemente duro.
—No murió —analizó Vittoria, regresando a la actualidad. Fue cautelosa al hablar después de varios segundos en que los dos se mantuvieron en silencio. De inmediato retomó su trabajo en las lesiones de Jean—. ¿Acabas de enterarte?
Franco siguió bajo un doloroso mutismo, porque, de repente, le invadieron briosas ganas por que Vittoria lo abrazara. Entre esa necesidad y el feroz anhelo de ver otra vez a Isis, se estaba consumiendo. Ambos deseos debía reprimirlos con gran esfuerzo. Ya bastante había sucumbido a la debilidad.
—Si no quieres hablar, lo entiendo —le aseguró Vittoria. Achicando los ojos, se centró en una esquirla demasiado pequeña que se había enterrado bastante hondo. La penumbra del dormitorio le dificultaba la labor—. Y si quieres que me vaya... ¿No quieres hablar conmigo, Jean?
—¿Vas a gritar? —le preguntó Franco, mirándola por el rabillo del ojo. No hubo dureza en sus palabras; de hecho, se pudo advertir una nota de inocente burla.
—No —contestó ella llorando y riendo al mismo tiempo. Más gotas de agua salada invadieron sus mejillas y comenzaron a escocerle, pero no se las limpió. No quería dejar de sujetar la mano de Jean.
—Siempre supe que salió con vida del incendio—comenzó a explicar Franco.
Vittoria se esforzó para no dar saltitos de felicidad. Franco estaba intentando abrirse con ella.
—Vi cómo se la llevaban los rusos. Gente de Koslov, para ser más concreto —añadió Franco.
—¿Por qué estás seguro de que fue él? —inquirió Vittoria.
—Sé ruso —le recordó Franco, como si fuera lo más obvio—. Escuché cuando uno le gritó a otro que debían apresurarse porque el incendio se propagaba y Koslov quería a la niña viva.
—Pero eras un niño. ¿Por qué un niño sabría...? Claro, el hijo prodigio —bufó Vittoria. Casi se desmaya al ver una esquina de la boca de Franco curvarse en una sonrisa tímida. Mierda. ¿A qué especie de realidad alterna la habrían transportado?
—Desde entonces la he buscado —continuó Franco. No entendía por qué seguía confesándole la historia más oscura de su pasado, pero se sentía bien.
—¿La has buscado por todos estos años? —preguntó Vittoria, asombrada.
—Sí.
—Vaya... —Vittoria desvió su atención de las lesiones de Franco y levantó la mirada, encontrándose, impresionantemente, con la vista de él fija en ella. Tragó saliva. No podía creer el dolor que desbordaban sus preciosos zafiros—. Eres obstinado. Aunque viste que se la llevaron viva, no podías estar seguro de que lo siguiera.
—No fue cosa mía, mi ingenuidad de niño solo me decía que la buscara. En ese tiempo no sabía quién era Koslov y a qué se dedicaba, pero Benedetto sí —expuso Franco.
—¿Mi papá sabe esto? —cuestionó Vittoria, entre la incredulidad y la molestia.
—Así es —confirmó Franco—. No te enfades con él. Nadie más podía enterarse de la información que poseía. Si revelábamos que sabía que se habían llevado a Isis con vida, solo empeoraríamos las cosas —declaró, desviando su atención de Vittoria. Estaba exponiéndose demasiado. Eso no era propio de él—. Esa fue la razón por la que no pudimos decir quién era yo realmente durante nueve años.
—Sí. Lo recuerdo. Más o menos —aclaró Vittoria—. Sabías que tu hermana tenía que seguir con vida por los negocios a los que se dedica Koslov, ¿cierto?
Franco asintió.
—¿Y cómo la buscabas, Jean? Es imposible encontrar a alguien que fue arrastrado a ese mundo. —Siguió indagando Vittoria.
—Cuando tuve la capacidad de hacerme cargo de los negocios inactivos de mi padre, comencé a contratar los servicios de las prostitutas de la red de los Koslov —comenzó a revelar Franco—. Lo hacía con identidades falsas y pactaba con hombres para que las recibieran, esperando que alguna de las que me enviaba fuera Isis. Nunca eran ella... También tengo algunos hombres infiltrados trabajando en su organización, con órdenes de enviarme fotos de todas las mujeres que estuvieran dentro con las características de mi hermana.
De inmediato, la pelirroja entendió otra situación en la que se excedió con Jean Franco. No era tonta por naturaleza, únicamente no tuvo la información correcta para no meterse en asuntos que no le correspondían.
—La foto de tu celular... en el San Marcos —caviló Vittoria—. No sabía... Lo lamento.
—Despreocúpate —la tranquilizó Franco—. Estabas celosa.
—No estaba celosa —refutó Vittoria. No obstante, contestó a la pequeña sonrisa de satisfacción que Franco le estaba ofreciendo en ese momento. De inmediato regresó a su trabajo de enfermera—. Quiero suponer que no te acostabas con las que contratabas.
—Eres lista. Pero sí me las quedo —confesó Franco.
—No sabía que tuvieras red de prostitución —comentó asqueada—. Me parece repugnante.
—Las libero —aclaró Franco en un susurro ronco.
Vittoria levantó abruptamente la cabeza, sin creerse lo que escuchó. Para qué liberarlas, si sus vidas ya estabas dañadas. De qué le servía si ninguna de ellas había sido su hermana... Eso no parecía ser cuestión de negocios. Ciertamente, era muy peligroso. ¿Qué ganaba?
Por Dios... no era por ellas, era por él. Se culpaba por lo de su hermana y buscaba una especie de redención. Jamás imaginó que Jean Franco Casiraghi fuese un enigma así de inmenso.
—Te culpas —declaró Vittoria.
Eso sorprendió a Franco. Cómo pudo haber llegado Vittoria a esa conclusión tan fácil le pareció increíble. A Giulio le costó un par de meses entenderlo.
Franco se reprochó por haber hablado de más. Su infierno era algo que solo les confesaba a las personas a las que les guardaba un gran cariño y estima. Y Vittoria... a ella no...
—No importa —la cortó Franco—. Ya hablamos demasiado.
—Sé que no es mi asunto, pero me parece que te pones en peligro innecesariamente —expresó Vittoria, resignada—. La organización de los Koslov es de las más peligrosas e importantes del norte. No deberías. Si se da cuenta sería un gran problema.
—No lo hará —aseguró Franco con total convicción—. Se les quita el dispositivo de rastreo. Son educadas por seis meses y aprenden un nuevo idioma. Entonces les doy una nueva identidad y son trasladadas a otro país en donde ya las espera un trabajo seguro. Hasta ahora todas siguen libres —confesó solemnemente.
Vittoria no podía salir de su asombro. Jamás pensó que Franco tuviera un corazón tan noble. Qué horrible percepción tenía Franco de sí mismo al creer que no tenía uno. Con tristeza, ella entendió que, aunque próximamente estaría muy lejos de él, jamás dejaría de quererlo.
—¿Y que desaparezcan, no crees que levanta sospechas? —indagó Vittoria.
—Con mi verdadera identidad le contrato un par a Giulio para que se divierta un rato. Ellas siempre regresan a su dueño —comentó Franco.
Vittoria torció el gesto en señal de repulsión.
—Qué asco —se quejó Vittoria—. De haber sabido, no me acuesto con él.
Franco retiró la mano del excelente trabajo que desempeñaba Vittoria como enfermera y fue a sentarse al pie de la cama. No esperaba que tocar ese tema le revolvería el estómago y le encendería tan rápidamente la sangre. Recordar que Giulio se había revolcado con Vittoria le produjo ganas de asesinar a quien se le pusiera en frente.
La hostilidad los envolvió de inmediato como una tormenta de arena.
—Terminaré de limpiarte la mano y te dejaré solo —añadió rápidamente Vittoria. A pasos suaves se metió al baño adjunto.
Unos segundos después, salió con una caja de primeros auxilios. De esa manera, encontró a Franco con los codos recargados en las rodillas, la cabeza cayéndole entre los hombros y un par de mechones de cabello, que se habían desajustado del resto, le adornaban la frente. Hasta ese momento se dio cuenta de lo atractivo que se veía con ese aspecto desalineado. Y lo mejoraba todo el que pudiera ver casi por completo la piel firme de su torso. Incluso, en esa posición, no se le marcaba ni un bulto de grasa en el abdomen. Era tan sexy...
Se aclaró la garganta y se arrodilló frente a él. Volvió a sujetar su mano y le retiró los últimos pedazos de espejo que restaban.
Él la observó en silencio, mientras le limpiaba las heridas con un trozo de algodón y algo de alcohol. Ni siquiera le dolía, había quedado hipnotizado en la presencia de su esposa. Era demasiado hermosa. Le laceró la visión de su belleza, porque pronto iba a tener que prescindir de ella.
—Eres libre para marcharte cuando quieras —le anunció Franco en voz baja, rompiendo el silencio.
—Ya lo sé. Te dije que nada más termino de sanarte. Creo que voy a tener que ponerte una venda. — Vittoria seguía concentrada en limpiar la sangre que se había secado entre los dedos de Franco.
—Eres libre de mí —corrigió Franco. Su voz, sin querer, se endureció.
Vittoria parpadeo un par de veces, confundida, y con el ceño fruncido levantó la vista hacia Franco.
—¿Eso qué significa? —preguntó ella, casi temiendo una respuesta.
—Ya no voy a tomar la alcaldía —expuso Franco. Tomó una respiración profunda y cubrió la mano de Vittoria con la suya—. Se la voy a entregar a Paolo. Solo así podré recuperar a Isis.
—¿Qué? —Vittoria seguía sin poder comprender. O tal vez no quería entenderlo—. ¿Recuperar? ¿La compró? Creí... —Se calló. ¿Qué había creído? Nada, realmente. Las cosas no tenían mucho sentido para ella. Tampoco existía mucho del asunto que le interesara. Solamente sabía que estaba a punto de volver a llorar. En el fondo, ya intuía lo que se avecinaba.
—Yo nunca encontré a Isis, si por alguna razón lo pensaste —dijo Franco, estacionando sus torturados ojos en los de Vittoria—. Sorprendentemente apareció con Paolo en la boda y la tiene a la fuerza. La única manera para que me la dé es si yo renuncio a mi candidatura.
—No puedes hacer eso —demandó Vittoria, fríamente—. Es todo lo que siempre has querido.
—Tú no lo sabes, pero recuperar a mi hermana es lo que siempre he querido —le aclaró Franco, intentando ser amable.
—Debe haber otra manera... —sopeso Vittoria—. Mañana al mediodía en las ruinas Casiraghi... —meditó y negó, casi frenéticamente—. No. Es para eso. Va a querer intercambiar ahí, ¿cierto?
—Ya no vas a necesitar vivir un infierno bajo mi techo —le aclaró Franco—. Voy a cumplir mi palabra. Puedes ir a donde quieras y estudiar lo que quieras. Vete lejos de esta vida, Vittoria.
Vittoria no sabía qué diablos pensar de todo eso. Jamás creyó que algún día tendría tan cerca esa libertad que por años deseó. Una vida lejos de su padre, de la sangre, de la violencia y de la muerte. Ya no iba a estar obligada a vivir con un hombre que no la quería lo suficiente. Qué bonito regalo de bodas. Y qué triste.
Ciertamente, lamentaba tener que dejar de discutir con Franco. Ya no iba a verlo, al menos no todo el tiempo, porque visitaría a sus padres y ahí seguro lo encontraría. Eso fue lo que siempre deseo, ¿no? Estar lejos de él para que no la hiriera más. Pero... ¿y si le lastimaba más la distancia? ¿Y si lo echaba de menos, o a sus padres?
Por un instante, Vittoria se había permitido imaginar tres meses a lado de Franco. No estaba lista para irse. Se había convencido de que estaría por más tiempo cerca del hombre que amaba, aunque él no lo hiciera. De una manera retorcida, le gustó la idea de verlo por las noches, pese a que pudo haberse obstinado a dormir en cuartos separados. Además, no era del todo un monstruo. Le había mostrado una faceta tierna y frágil en las últimas horas, y eso consiguió que lo amara un poco más.
Por otra parte, si Franco la hubiera querido a su lado, no le hubiera ofrecido libertad. Él tenía que hacer lo necesario para estar con su hermana, pero a ella la desechó de su vida con mucha facilidad... No podía quedarse en un lugar en donde no la quisieran.
Inevitablemente, el labio inferior le tembló, anunciando otra tanda de lágrimas. Bajó la cabeza para que Franco no lo advirtiera y se concentró en sacar una venda de la caja de primeros auxilios. Qué duro era tener que aguantar el llanto, cuando le estaba doliendo el alma tan vilmente. Ojalá hubiera logrado odiarlo. Pero, honestamente, no estaba siendo cruel. Él siempre supo que ella quería estar lejos de todo ese mundo lleno de perversión y de maldad, y le otorgaba su deseo. Cuanta confusión. Eso significaba que la quería, ¿o no?
Apenas advirtió la lágrima que se le escapó y la limpió rápidamente, esperando que Franco no se hubiese dado cuenta. En seguida comenzó a vendarle los nudillos, siendo muy cuidadosa para no lastimarlo. Quería decirle que la dejara quedar a su lado por lo menos un poco más. Pero no se trataba de que ella quisiera o no. Ambos eran tóxicos para el otro. Tenía que ser madura y aceptar que el amor no era suficiente, mucho menos si no era recíproco.
Por supuesto, Franco se dio cuenta del estado emocional de Vittoria, y posiblemente lo lamentaba. No existía manera de explicarle que no podía quedarse a su lado porque necesitaba redimirse con su hermana por todos esos años en que fue un fracaso para encontrarla. Vittoria merecía más que un hombre a medias. Era odiosa, gritona, impulsiva e imprudente, pero todo eso, irremediablemente, le gustaba a él. Además, tampoco podía decirle que las sensaciones que ella le provocaba solo lo hacían sentir culpable.
La tomó delicadamente del mentón y le elevó el rostro con mucha delicadeza, instándola a que lo mirara.
Vittoria ya había terminado de vendarle la mano, pero seguía insistiendo en acomodar la venda, como si estuviera retrasando lo inevitable.
Las esmeraldas colisionaron con los zafiros y ambos escucharon cómo algo se rompió en su interior.
—Te aseguro que en otra vida me hubiera arrodillado frente a ti, y te hubiera suplicado que te casaras conmigo —declamó Franco, siendo vehemente.
Era un idiota. No podía decirle esas cosas tan bonitas después de que, con tanta sutiliza, la echó de su lado.
—No existen otras vidas —aseguró Vittoria, sonriéndole con tristeza.
—Nos tocó la equivocada —confirmó Franco. Le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja con la mano sana, y al regresarla, le acarició la mejilla con los nudillos.
Vittoria cerró los ojos frente a esa acción tan tierna, e inclinó la cabeza hacia la caricia de Franco. Ya no hubo más remedio que echarse a llorar. ¿No podía ser siempre así con ella y pedirle que se quedara?
—¿Nos divorciaremos? —preguntó Vittoria entre sollozos.
—No es prudente ahora —dijo Franco, retirando su mano—. Ya tienes demasiado con todo lo que se habla.
—Hablaran de todos modos. No nos verán juntos. Ni siquiera sé qué hará mi papá cuando se entere —se lamentó Vittoria.
—No te preocupes por él —la tranquilizó—. Ahora eres Casiraghi. Lo que hagas o no, ya solo me compete a mí.
Vittoria asintió y se limpió la cara con ambas manos, esforzándose en dejar de llorar. Cuando lo consiguió, sin razón alguna alisó la parte delantera de su vestido y se puso de pie, levantando la frente como una digna Di Santis.
Franco se levantó seguidamente, como todo un galante caballero.
Ambos se quedaron en silencio, mirándose el uno al otro. Vittoria, arrastrada por sus impulsos, le dio un beso suave y rápido a Franco en los labios. Él no tuvo tiempo de reaccionar, pero su boca hormigueó cálidamente, ansiosa por algo más de ese contacto.
—Adiós, Jean —musitó Vittoria.
Franco quiso decir "adiós, Tori". En su lugar, solo asintió.
Vittoria dio media vuelta, y tomó el camino hacia su libertad. No debía dolerle todo el cuerpo si nada más tenía que dolerle el corazón.
—Ten cuidado con Paolo, es muy peligroso —le advirtió Vittoria a Franco, deteniéndose bajo el umbral de la puerta. No se giró para mirarlo una vez más. Eso pasaba nada más en las películas.
—Yo lo soy más —testificó Franco, con esa voz imponente que lo caracterizaba.
—Hay diferentes clases de monstruos—concluyó Vittoria. Y, por fin, se marchó.
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