CAPÍTULO 16
—¿Cómo dices? —Giulio jadeó las palabras, completamente incrédulo. Quiso poner en duda la estabilidad mental del capo Casiraghi, pero era indudable el parecido que tenían. Ella era el vivo retrato de su hermano, aunque sus facciones eran mucho más finas y delicadas, en comparación a las de Franco, que eran duras, marcadas y afiladas. Claro, por eso le habían parecido familiares sus ojos; eran idénticos.
Franco, su mejor y único amigo, por fin había encontrado a su hermana. Estaba frente a la mujer que estuvieron buscando por años casi perdiendo las esperanzas. Pero, ¿por qué estaba ella ahí? ¿Y cómo?
Lo entendió cuando Paolo, irritado por la falta de atención de Isis, tiró de ella bruscamente y le gruñó algo al oído. Ella, asustada, desvió la mirada y asintió a la posible exigencia de Cavalcanti.
Ese pequeño acto fue el detonante que sacó a Franco de su estado de conmoción.
Todo regresó a él violentamente. Su cuerpo rugió una impetuosa exigencia que le reclamó ir hasta a ella. Era su hermana. Su pequeña hermana. La razón por la que su corazón siguió latiendo todos esos años a pesar de la pena y la oscuridad. Necesitaba tenerla entre sus brazos como lo había hecho cuando eran niños. Parecía un milagro que el sol tuviera la oportunidad de reunirse con la luna.
Franco gruñó apretando los dientes al notar que Paolo volvía a jalarla con violencia. Su anatomía se tensó, y comenzó a caminar en esa dirección, completamente desquiciado. Fue tanta la furia que nubló su razón, que no se dio cuenta del empujón que le dio a una mujer que pasaba por ahí casualmente. Nadie tenía derecho a tratar de ese modo a su hermana. Debían ser suaves y delicados con ella.
—Mierda. No —farfulló Giulio, dándose cuenta de las intenciones de un hermano furioso. También lo había llenado de rabia ver la manera en que Paolo la trataba, pero tenían que ser racionales. No sabían a qué se estaban enfrentando.
Adelantó a Franco unos pasos, también empujando sin querer a la misma mujer, y se posicionó frente a Franco
—Está nervioso por la luna de miel. Lo siento —se disculpó Giulio con la invitada, alisando la parte delantera del traje de su amigo.
La mujer le dedicó una mirada petulante y siguió su camino.
Franco, entre tanto, intentó esquivar el cuerpo de Giulio, empujándolo duramente del brazo. Su mirada seguía puesta en su hermana. No pensaba perderla de vista nunca más. En cuanto la tuviera en frente, le pediría perdón las veces que fuesen necesarias por haberla abandonado.
Giulio tomó a Franco de las solapas del traje, impidiéndole que avanzara y que cometiera un error.
—Escucha, viejo. Tienes que calmarte —pidió Giulio, sacudiéndolo ligeramente.
—Quítate de mi camino o te quito yo —exigió Franco sombríamente. Cada segundo que pasaba sin llegar a su hermana era un temblor que sacudía su cuerpo y que le quitaba la respiración lacerantemente.
Giulio se asombró del estado de perturbación en el que se había sumergido Franco. Nunca, ni una sola vez desde que se conocieron, lo había visto tan fuera de sí.
Aunque Franco no miraba a Giulio, este fue capaz de distinguir la demencia que hacían danzar incontrolablemente sus pupilas. El cuerpo de Franco emanaba un calor peligroso que, de haber sido tácito, tal vez lo hubiera alcanzado a quemar. Tenía que calmarlo de algún modo. Un atormentado amigo y un jefe de la mafia habían desaparecido, abriéndole paso a un nuevo ser inestable que podía cometer cualquier locura.
—Tienes que calmarte y pensar, Jean Franco —le ordenó Giulio, endureciendo el tono de su voz.
Giulio esperó que así se molestara con él, pero no sucedió. Seguía intentando avanzar. Casi parecía que quería pasar a través o por encima de él.
—No lo entiendes —gruñó Franco.
La cólera de Franco aumentó cuando Paolo tomó a Isis del brazo, tiró de ella colocándola frente a él, y le dio un beso forzado en los labios. Mientras la besaba, Paolo encontró la mirada de Franco y se burló en silencio. Claramente había hecho aquello para que lo viera
—Voy a asesinarlo —amenazó Franco, empujando a Giulio con brío del pecho.
—Vas a hacer una jodida escena, Franco —le advirtió Giulio, sin perder la estabilidad de sus pies. En seguida, lo sujetó de la nunca firmemente, y presionó su frente en la de él con fuerza—. Mírame y enfócate. Estoy contigo, amigo. ¿Lo entiendes? Siempre he estado contigo. Pero si haces algo estúpido, no sabes si la pondrás en peligro. No sabemos un mierda de lo que está pasando. Piensa, carajo. Si él está aquí con ella es con un propósito.
Franco perdió el control de su respiración y por poco se le escapa una lágrima. Logró regresarla a tiempo y, por fin atendiendo a las palabras de Giulio, dejó de ver en dirección a Isis y Paolo. Así, concentró su aturdida mirada en los orbes contrariados de su siempre fiel amigo.
—Es mi hermana —musitó dolorosamente Franco, entre dientes. Un músculo en su mandíbula comenzó a palpitar y el nudo en su garganta le quebró la voz, negándole la posibilidad de seguir hablando. Cada vez que pronunciaba la palabra "hermana" sus ojos se llenaban de lágrimas que no podía dejar salir.
—Lo sé —aceptó Giulio. No logró ignorar el modo en que su corazón dolió por el sufrimiento y la impotencia al que estaba siendo sometido el hombre más fuerte e imperioso que había conocido jamás. Porque, justamente, el objetivo de ese pedazo de mierda de Paolo era quebrar al poderoso Jean Franco Casiraghi. Necesitaban a Benedetto.
Franco, como si hubiese conectado sus pensamientos con los de Giulio, llegó a la misma conclusión. Desde el inicio de esa reyerta por la alcaldía, habían comenzado a jugar con él utilizando a su hermana. Y el que Paolo estuviera ahí con ella, sin importar por qué jodida mierda la tenía, era una jugada clave. Tenía que ser más astuto. Siempre había sido más inteligente que la mayoría. Por ello, sabía que había alguien más detrás de esto. Alguien que lo conocía. Porque, sencillamente, Paolo no sabía realmente la importancia que Isis tenía en la vida de Franco.
Los dos amigos se sostuvieron la mirada por algunos segundos, entendiéndose silenciosamente. En ese instante dejaron de ser dos compañeros de aventuras y se convirtieron en el jefe y su segundo al mando. Lo harían, como todo lo demás, con la astucia y fuerza que los caracterizaba. Eran una extensión del otro. Ninguno podía funcionar correctamente si el otro dudaba o perdía la estabilidad.
Franco se irguió en todo su poderío, y con la mirada más fría que nunca, enderezó la cabeza con la frente en alto.
Giulio se enorgulleció de sí mismo por haber controlado un poco la perturbación de Franco. Lo soltó y también se enderezó.
Ambos se acomodaron el traje y asintieron en sincronía, listos para lo que se avecinaba.
—Busca a Benedetto y adviértele lo que está pasando —ordenó Franco—. Y que se mantenga al margen.
Giulio dudó unos segundos, averiguando en los zafiros de Franco si sería una buena idea dejarlo solo. Ya había adoptado su porte altivo y controlado, por lo que debía confiar en su buen sentido común y acatar su orden. De todos modos, no pudo dejar de sentirse intranquilo. Estaba en una situación muy lejana a todo lo que habían enfrentado.
—Bien —aceptó por fin Giulio—. Pero contrólate.
Franco asintió y empezó su andar lento y engreído, en dirección a Paolo e Isis que seguían cerca de la entrada rodeados de un grupo de personas.
Giulio consiguió ordenar a sus pies que lo llevaran en busca de Benedetto, perdiéndose con rapidez entre la multitud.
Desafortunadamente, mientras Franco acortaba la distancia que lo separaba de su hermana, retomó su camino hacia la inestabilidad. Las manos comenzaron a temblarle y los pulmones se le contraían al no tener la capacidad de tomar aire con normalidad.
Guardó las manos en los bolsillos del pantalón, sujetó con fuerza la navaja en vuelta en el pañuelo blanco, y se obligó a tomar un par de respiraciones profundas. Su corazón, por otra parte, no sabía si latir desbocado o dejar de bombear sangre. Nada en el cuerpo de Franco había sido entrenado para esa situación.
En el momento que los alcanzó, las personas acumuladas al rededor lo saludaron y le dieron sus felicitaciones.
No tenía tiempo para cortesías.
—Déjenme a solas con Paolo —exigió Franco. No pudo importarle menos que estuviera siendo grosero con las personas que se tomaron tiempo importante de sus vidas para acudir a ese evento.
Los indignados invitados se repartieron, consiguiendo que el duelo de miradas que se inició entre Paolo y Franco quedara fuera de vistas ajenas y curiosas.
—Jean Franco —dijo Paolo en tono alegre, abriendo los brazos como si fuese a darle un abrazo—. Mis más sinceras felicitaciones por tu boda. Vittoria se ve preciosa el día de hoy. Puedo imaginar lo bien que la pasaras en tu noche de bodas. Le gusta dejarse los tacones puestos.
Franco, sabiamente, ignoró la rabia que le provocó que hablara de Vittoria. Eligió desviar su dura mirada hacia su hermana, quien se hallaba a un costado de Cavalcanti. La frialdad en sus ojos desapareció cuando volvió a encontrar el reflejo azul en los de ella. Anheló estirar la mano y tocarla para asegurarse que no era un maldito sueño, pero no logró hacerlo. Si ella rehuía a su toque, se le partiría el corazón en un momento nada oportuno. Isis lo odiaba. No podía olvidar las palabras que leyó en la fotografía.
Isis le sostuvo la mirada a su hermano solo por un par de segundos. Después, cerró los ojos lentamente, y un par de lágrimas resbalaron rápidas y crueles. Enseguida los abrió, pero ya no volvió a mirarlo. Prefirió alzar la barbilla con la dignidad característica de un Casiraghi.
—No —musitó Franco, como un lamento.
¿De verdad lo aborrecía tanto como para privarlo de seguir mirando sus preciosos ojos? Le dolió como un golpe en el pecho y en el estómago. Cuando eran niños, jamás rehuyó de su mirar. Siempre lo había observado con adoración. Un sentimiento que se había esfumado por completo.
Tuvo que apretar las manos en puños para no hacer algo que la asustara o complicara la situación.
—¿No te parece encantadora mi acompañante? Un excelente regalo de Koslov— exhibió Paolo, rodeándola de la cintura con poca amabilidad. Con ese gesto, la pegó posesivamente a su costado—. De hecho, no sé, pero... sus ojos son tan similares. —Se regodeó Paolo, fingiendo incomprensión.
Franco levantó la vista hacia Paolo, desbordando peligro.
—Suéltala —le exigió Franco en un tono de voz bajo y letal.
—¿Por qué? ¿A caso es algo tuyo para atreverte a pedir algo así? —inquirió Paolo, ladeando la cabeza en un gesto sátiro que fingía curiosidad—. Cierto. Soy un poco despistado. Es tu hermana —declaró siniestramente. Una sonrisa de lo más cruel estiró toda la extensión de su boca.
Franco perdió los estribos. Sin pensarlo un segundo, atrapó a Paolo de las solapas de la camisa y lo pegó violentamente contra él, dejando sus rostros a escasos centímetros de distancia. Su cara se había colorado de un intenso carmín y una vena en el centro de la frente se le hinchó.
—¿Qué estás haciendo, cabrón hijo de puta? —Franco escupió las palabras, apretando la mandíbula al hablar—. No me importaría matarte en medio de toda esta gente.
—Adelante —respondió Paolo a la amenaza, levantando el mentón—. Mátame y muéstrale a tu adorada hermana el monstruo en el qué te has convertido.
—Un monstruo tan cruel como tú —farfulló Franco, zarandeándolo—. ¿Por qué la tienes? ¿Qué mierda haces con ella? —exigió una respuesta, violentando más el modo en que tomaba a su adversario de la camisa.
—¿Por las noches o en el día? —preguntó Paolo, tentando a su maldita suerte. Humillantemente tuvo que comenzar a pararse sobre las puntas de sus pies. Franco era más alto que él, y el modo en que lo tenía sujeto, le arrebataba la posibilidad de mantenerse adecuadamente sobre sus plantas. Aun así, conservaba la ventaja de ese encuentro. Como lo planeó, estaba hiriendo al grandioso capo Casiraghi mediante esa hermana perdida.
Franco, completamente fuera de sí, se dispuso a golpear la nariz de Paolo con el puño.
—¡Ya basta! —demandó Isis entre sollozos, interrumpiendo el puño de Franco en el aire. En la ardua labor por controlar los temblores de su cuerpo, se abrazó a sí misma. No era esa la manera en la que había imaginado volver a ver a su hermano. No lo recordaba como un hombre violento. En realidad, solo conservaba resquicios de memorias sobre un niño dulce y amable.
Franco miró a su hermana de soslayo y soltó inmediatamente a Paolo. De esa manera, descubrió con dolor que su luna lo observaba atemorizada. Dio un par de pasos lejos de Paolo y se ajustó el traje, desviando la mirada de la causa de su tormento. No soportó ver en los ojos de su hermana miedo; esa cruel emoción que él mismo le provocó.
Paolo se acomodó las solapas de la camisa intentando recuperar la compostura.
Inevitablemente, la gente cercana a ese sitio ya había puesto su atención, con poca discreción, en el enfrentamiento que Cavalcanti sostuvo por varios minutos con Franco. Qué espléndido. Un ex novio celoso y un recién esposo peleando por una ladrona de corazones.
Giulio llegó tan deprisa como se lo permitieron las mesas que estorbaban en su camino. Se ubicó a un costado de Franco y enfrentó con soltura la mirada burlona que le dedicó Paolo.
—Caballeros —comenzó a decir Giulio—. ¿Por qué no arreglan sus diferencias como personas civilizadas? Están dando un buen espectáculo. Yo llevaré a esta preciosa dama a bailar—. Se ubicó de frente a Isis, odiando el modo en que ella estaba llorando, y le ofreció con delicadeza una mano—. ¿Me harías el honor, bonita? —Sonrió, enternecido por el tono rosado de su nariz. Joder, era hermosa.
Isis analizó, dubitativa, la mano que ese hombre de mirada tierna le ofrecía. No pudo evitar pensar en el contraste extravagante que producía su apariencia ruda con la dulzura que transmitían el color de sus ojos.
Seguro Paolo iba a molestarse si aceptaba el ofrecimiento, y quien sabe qué podía hacer en represalia contra ella, pero le importó muy poco. Sorbió por la nariz y aceptó la mano de Giulio.
Antes de dejarse guiar a la pista de baile, Isis miró a su hermano fugazmente y en seguida vio a Paolo, comprendiendo y aceptando la advertencia implícita en esos ojos grises desprovistos de cualquier brillo. Evidentemente, la castigaría de algún modo.
No le interesó. Dejó que el apuesto y rudo hombre de cabellera muy corta la llevara a la pista de baile. No le pasó desapercibida la sensación vertiginosa que le provocó el modo sutil en que la tomaba de la mano. Parecía que la cuidaba de hacerle cualquier daño. Él le gustaba de un modo extraño. Jamás había experimentado ese tipo de emoción. Era el momento menos prudente para ponerse a pensar en ese tipo de nimiedades. Después de veintiún años volvía a ver a su hermano y estaba en medio de una situación delicada y peligrosa. Pero había algo diferente en el chico que la sostenía de la mano.
Todos los hombres que conocía la habían tratado con crueldad, humillado, arrebatado trozos de inocencia a la fuerza, y golpeado. Muchos de ellos llevando la vileza impregnada en los ojos. Ese chico rudo no. Tenía un mirar brillante y noble. No iba a prohibirse de disfrutar ese momento.
Mientras Giulio e Isis se mezclaban entre la gente, Paolo se acercó al oído de Franco.
Ambos observaban a la heredera Casiraghi. Uno lo hacía con amor y protección, y el otro con la posesividad dibujada en su expresión.
—Daré una vuelta. Tenemos muchas miradas encima —le informó Paolo a Franco al oído—. Si tú, Benedetto, o cualquier persona más intentan tocarla o acercarse a ella, van a dispararle. Tengo un par de hombres vigilándola. Te sugiero que cuides a tu perro tatuado. —Con esa advertencia, se alejó de Franco sin tomar en cuenta las miradas confusas sobre él.
Franco tuvo el fuerte impulso de ir tras él, abordarlo lejos de la gente y golpearlo hasta matarlo, pero se contuvo, Realmente estaba controlándose muy bien para no hacerlo, dejando la mirada fija en la espalda de su hermana. No le parecía prudente hacer cualquier acción en contra de Paolo. Su deber era mantener la cabeza fría y no dejar que sus emociones, que en ese momento eran casi incontrolables, lo doblegaran.
Habían sido soberbios al descuidar la seguridad del evento. Tenían a suficientes guardias fuera del lugar por si a algún insurgente se le ocurría interrumpir la celebración. No obstante, olvidaron que los enemigos también se mantenían cerca y en cubierto. Nadie iba a imaginar que el contrincante político de Franco llegaría a la boda del año, una que pudo haber sido suya.
De pronto, Franco advirtió a Benedetto detenerse abruptamente al otro extremo de la pista de baile.
Benedetto había atajado sus pasos como si hubiese chocado contra un muro invisible. Se quitó los lentes de sol con movimientos casi robóticos, revelando una mirada llena de incredulidad y desconcierto que se enfocaba en una hermosa chica idéntica a una gran amiga del pasado. Era prácticamente imposible que Caterina Santoro estuviese allí, y, además, caminando de la mano del hombre de mayor confianza de Franco. Por ende, buscó a su protegido con la mirada hasta que lo encontró.
Los dos se observaron, completamente perdidos.
Franco no lograba entender del todo lo que estaba ocurriendo. Únicamente tenía deseos de llegar a su hermana, abrazarla y sacarla de ahí. En realidad, lo primero que deseaba hacer, era llorar, pero su biología bien adiestrada no se lo permitía.
Por su parte, Benedetto pareció haber entrado en un estado de conmoción, ya que, evidentemente, no era Caterina. Era Isis Casiraghi. Dio un paso en esa dirección, anhelando cobijar a la niña que alguna vez le llamó "tío" con su cantarina y dulce voz.
Franco negó en advertencia, pidiéndole sin palabras a su protector que no hiciera cualquier cosa que tuviera pensado.
Benedetto frunció levemente el ceño, pero aceptó la exigencia de Franco, manteniéndose en su lugar. Si su intuición no le fallaba, las cosas estaban peor de lo que Vito le había comentado por órdenes de Giulio. En el momento que se le reveló dicho acontecimiento, no lo creyó, y tampoco imaginó que la hermana de Franco fuese idéntica a su madre.
Otra de las cosas que inquietó a Benedetto Di Santis, fue descubrir el dolor que endurecía cada una de las facciones de Franco. Su hijo no consanguíneo estaba sufriendo en un silencio indeseable. Podía intuirlo por el modo duro en que se le dibujaba la línea de la mandíbula, y por la manera en que observaba a todo y nada en particular. Jean intentaba esconderse como el niño que alguna vez rescató del servicio social. Si Benedetto no sabía lo que realmente sucedía, no podía comenzar a planear algo para ayudarlo.
El señor Di Santis tuvo que apartar la atención de los eventos recientes, gracias a que su hija irrumpió al acercarse a él.
Vittoria tomó a su padre de la mano y lo llevó al centro de la pista de baile, ignorando lo que ocurría en torno a su esposo.
Mientras tanto, en esa pista, más gente se aglomeró para bailar. "Por ti seré" de un magnífico cuarteto italiano llamado Il Divo inició sus primeros acordes, dándole un descanso a la orquesta a través de las bocinas instaladas estratégicamente en todo el museo.
En ese preciso instante, Giulio e Isis se ubicaron en un costado de la pista.
Franco comenzó a atestiguar ese momento, cuando Benedetto y Vittoria dejaron de capturar su interés.
Giulio Marchetti dirigió una de las manos de Isis a uno de sus hombros y le sostuvo la otra contra su pecho. La rodeó con un brazo y presionó suavemente la mano en la curva estilizada de su espalda baja.
Eso ocasionó que Isis se tensara e intentara apartarse.
—Está bien, bonita. No pienso hacerte daño —intentó tranquilizarla Giulio. Pero que idiota. No podía ser tan descarado a la hora de hacer contacto con ella. Su corazón se oprimió al pensar en las mil razones por las que esa dulce y preciosa chica reaccionaria así a un acto tan simple. Reacomodó la mano en el centro de los omoplatos de Isis y le acercó los labios al oído —. ¿Así está mejor?
Ella asintió.
—Me llamo Giulio —se presentó amablemente, recargando parte de su mandíbula en la sien de Isis—. Soy el mejor amigo de tu hermano. Puedes confiar en mí. ¿Quieres decirme cualquier cosa de lo que esté ocurriendo con Paolo? Queremos ponerte a salvo.
—No necesito que me pongan a salvo —musitó trémulamente Isis, elevando la vista hacia Giulio. En seguida, con un movimiento muy discreto, llevó una mano a la parte de su escote, revelándole el micrófono escondido que llevaba incrustado en la tela interior.
Puta madre. Giulio asintió al entender lo que estaba pasando y cerró la jodida boca.
Para su sorpresa, ella le recargó la mejilla en uno de los duros pectorales, justo en el que latía su corazón.
Giulio, en esa postura, consiguió apreciar el suave sube y baja del pecho de Isis al respirar. ¿Qué demonios? Su estómago brincó de una manera en la que nunca lo había hecho. Y, en el centro de sus pulmones, creció una ráfaga de fuego que le calentó hasta lo más hondo de su ser. Esa intensa sensación lo asustó. A pesar de ello, mientras seguían el vaivén de sus pasos al ritmo lento de una canción que hablaba de un hombre perdido jurándole a la mujer que amaba ser un héroe, ser fuerte y ser mejor, envolvió a Isis con ambos brazos de un modo sumamente protector.
Franco estrechó la mirada al notar el infrecuente modo en que actuaba su mano derecha. No era una actitud propia de Giulio. Para ese momento ya hubiese obtenido el número celular de la chica, aprovechándose de sus sonrisas embaucadoras de niño travieso y rudo. Se notaba inseguro, fuera de su área de juego. Un terreno en el que, por lo regular, Giulio Marchetti tomaba el control.
Franco quería convencerse a sí mismo de que, esa actitud de Giulio, debía ser porque era Isis y podría estar temiendo cualquier reacción de su parte. Sin embargo, no era estúpido. A su amigo le ocurría algo más.
A su vez, Isis se dejó absorber por esa sensación de calma que le transmitía escuchar el latido del corazón que golpeaba bajo su mejilla. No recordaba haber sido tratada con tanto cuidado por un hombre. Incluso le había preguntado si estaba cómoda con el modo en que la tocaba. Era impresionante e inaudito que ese chico se comportara así con ella. Deseaba preguntarle por qué la trataba con tanto cuidado, pero llevaba un micrófono y no quería caer en el error de decir cualquier cosa inoportuna que molestara todavía más a Paolo. Lo único que intuía era que, entre ese agradable sujeto y Jean Franco, existía algo noble y muy fuerte.
En el momento en que la canción llegó al coro interpretado con gran intensidad, Giulio fue dominado por sus impulsos y sus brazos se estrecharon fuertemente en torno al delicado cuerpo de Isis. Pudo haber figurado que la lastimaría con esa acción, pero no lo hizo. Sí, era demasiado grande y fornido a lado de ella, que se sentía pequeña, frágil y delicada; no obstante, su cuerpo creaba una perfecta jaula protectora. Le fascinó ese sentimiento de amparo que se arraigó en su pecho. Embonaban a la perfección, como si esas pequeñas curvas femeninas fuesen lo único que le faltaba a su ancho y musculoso cuerpo. Un cóncavo y convexo. Se sentía realmente bien tenerla así, entre sus brazos.
Entonces entendió lo que le estaba ocurriendo. Ya no solo quería rescatarla por Franco, sino también por él. No iba a poder alejarse de ella. Mucho menos sería capaz de dejarla en manos que la herirían y no le darían las caricias recatadas y dulces que se merecía.
Completamente horrorizado por ese descubrimiento, Giulio levantó abruptamente la vista. Al instante, se topó con la mirada fría y calculadora de Franco puesta justamente en él.
En una ocasión, cuando eran unos adolescentes ilusos y hablaban de las chicas que los perseguían, Giulio le aseguró a Franco que jamás se enamoraría de nadie. Al menos no de cualquier chica. Le juró que solo le entregaría su amor a un ángel.
Franco, en ese entonces, conjeturó que ese sería el modo en que Giulio iba a protegerse de esos sentimientos, así como él lo hacía al mantener encerrado su corazón. Amar a alguien siempre los lastimaría de cualquier forma. Ambos ya habían sido lo suficientemente heridos por la vida como para querer recibir otra laceración más.
Giulio vivió protegiéndose en la abundancia de caricias vanas. Franco, en oposición, se limitó a las necesarias solo para satisfacer sus bajos instintos.
Con amargura, Franco halló la verdad detrás de la nueva actitud de Giulio. Una certeza que leyó en esos ojos desconcertados del color de un turbio whisky. Su mejor amigo había encontrado a un ángel. No había ninguna duda. Nunca, en todos esos años de ser su jefe y descubrir cosas nuevas sobre él, le había visto esa mirada llena de adoración. En que retorcido mundo su hermana tenía que ser ese bendito ángel para Giulio.
Giulio se dio cuenta del reconocimiento en los duros zafiros de Franco. Por ello, en silencio, le pidió disculpas. Isis Casiraghi, en definitiva, era un ángel. Solo esperaba que eso no pusiera en duda su lealtad. No quería lamentar algo que se sentía desmesuradamente bien. Si tuviera que elegir, siempre optaría por el hombre que le dio el amor de una familia y que lo rescató del hambre y la soledad.
La canción hizo su parte, inmortalizando ese momento con sus estrofas y la vehemente forma en que eran interpretadas. Una interpretación que cada uno de esos hombres mirándose fijamente le daba a su manera y por sus desemejantes circunstancias.
El individuo que encontró a un ángel cerró los ojos, recargó la mejilla en la cima de la cabeza de ese celestial ser, y se dedicó a disfrutar de la última parte de la canción. Ya no quería seguir mirando a un amigo y jefe, mientras su mente le estuviera gritando lo perfecta que era la criatura que tenía entre sus brazos. Esa mujer era la única razón de Franco para sobrevivir. No tenía pensado arrebatársela si apenas iba a recuperarla.
—Qué interesante —dijo de repente Paolo, ubicándose al costado de Franco. No le sirvió de nada apartarse unos minutos del centro de atención de los invitados, porque las miradas juiciosas y mezquinas lo siguieron por todos lados. Para todos ellos seguía siendo el idiota humillado. Pero eso se acabaría pronto—. Creo que tu perro tatuado se quiere follar a tu hermana. No me sorprende, es exquisita. —Le ofreció a Franco una de las dos copas de vino que llevaba en las manos.
—¿Cuánto quieres por ella? —le preguntó Franco, ignorando la copa frente a él. Su atención seguía puesta en su hermana y Giulio.
—No sabía que tu hermana tuviera precio. —Paolo se tomó el contenido de la copa que ignoró Franco, terminándolo todo en un solo trago. En seguida se bebió el otro.
—Ella no, pero tú sí —aseguró Franco. Para ese momento, su cuerpo volvía a ser invadido por pequeños temblores. Tantos años sin ella le cobraban factura a la hora de controlarse. No podía creer que, teniéndola a escasos metros, no tuviera siquiera la posibilidad de tocarla.
—Algo me dice que piensas que está conmigo a la fuerza —indagó Paolo.
—¿Quién podría estar contigo por voluntad?
—Muy intuitivo. Ponle precio, Jean Franco. Valúa a tu hermana como lo haces con todo lo que posees.
Franco tomó una respiración profunda, luchando para no perder el control. No iba a caer en su maldito juego. Isis no era una posesión que pudiera adjudicarse, pero a esas alturas no veía otra opción más que ofrecer un intercambio. Un trato con el diablo le pareció que sería más honorable. No obstante, haría lo que fuese por recuperarla.
Ahora bien, sabía qué podía ofrecerle a Paolo. Principalmente, porque era la razón que los llevó a ese momento.
—Renunciaré a mi candidatura y así tú tendrás el puesto directamente. Ya no hay nadie más —le ofreció Franco, sin una pizca de duda.
—Sigo en investigación. No me la darán tan fácil —se lamentó Paolo.
—Tú lo mandaste matar —le recordó Franco.
—Por supuesto que sí. —Paolo se enorgulleció.
—Ya déjate de juegos y acepta —exigió Franco, endureciendo el tono de su voz. Ya no toleraba más su presencia—. Es lo que siempre has querido. Conmigo fuera, no tendrán más opción que elegirte. Acepta y dame a mi hermana.
—Esa oferta me hubiese parecido muy interesante un par de semanas atrás, pero ahora me es insuficiente —confesó Paolo. Se colocó frente a Franco, interfiriendo en su campo de visión, y le colocó una mano en el hombro en un gesto compasivo.
Franco siguió, impasible, sus movimientos.
—Vittoria Di Santis era un gran trofeo que ahora es tuyo. Isis Casiraghi es la puta gloria. —Paolo continuó —. Es heredera del imperio que tú magnificaste todos estos años. Si me quedo con ella y organizo una boda tan espectacular como esta... ¡Vualá! —exclamó, articulando con las manos como si hubiese terminado un acto de magia—. Cuñado, lo tuyo sería mío. Si tienes un ofrecimiento mejor, te escucho.
Franco no pudo pasar por alto la ironía, mofándose de ambos en silencio.
Esa jugada era la misma que quiso aplicar con la media hermana de Paolo, antes de que se le presentara la oportunidad de casarse con Vittoria. La vida ahora parecía estar en contra de él, después de que, las últimas semanas, le acomodó todo a su favor. Una manera vil de cobrar factura.
Paolo le dedicó una sonrisa de total satisfacción.
Franco lo observó sin demostrar lo mucho que deseaba matarlo en esos momentos. Francamente, estaba sopesando la infinidad de maneras que podría emplear para arrebatarle la vida del modo más cruel y perverso. En su momento lo haría.
—Dime qué mierda quieres a cambio de mi hermana y te lo daré. Ponle precio tú... —dijo Franco, sombrío.
En ese momento Franco se odió aún más. Su hermana valía mucho más que todo lo que poseía. No existía nada que se pudiera comparar con lo que Isis Casiraghi significaba para él. Tristemente, la había convertido en el objeto de un trueque por intereses, y estaba dejando que alguien más le pusiera precio. Con justa razón lo odiaba. Él era un ser miserable que solo entendía la vida comprando y vendiendo para ganar.
—Perfecto. —Paolo se frotó las manos, volvió a colocarse a un costado de Franco y observó a Isis como si la estuviera sometiendo a una evaluación—. Quiero todo tu territorio, con proveedores incluidos. Vas a tener que entregarme toda la mercancía que posees: armas, drogas, arte, todo... Tus rutas aéreas, terrestres y marítimas también las quiero. Tus aliados ahora serán míos. Todas las propiedades en las que lavas tu dinero las pondrás a mi nombre. Vas a tener que dejar ser un capo, Jean Franco Casiraghi. Y, obviamente, renunciaras a la alcaldía porque la voy a necesitar. En resumen, tu hermana vale tu imperio completo. ¿Te gusta la oferta, Demonio?
¿Que si le gustaba? Le parecía una oferta hilarante. Abandonar su propósito para ser alcalde era una tarea sencilla. Únicamente tenía que presentar una carta de declinamiento, ante El Parlamento, autorizada con la firma del jefe de Gobierno, del presidente del Senado y del presidente de la corte. Como chasquear los dedos. Cederle el poder que había adquirido a lo largo de los años, por otra parte, iba más allá de un contrato de compra/venta o un cambio de propietario.
Los territorios que dominaba los había adquirido con astucia, y se necesitaba inteligencia y supremacía para mantenerlos. Sus aliados lo eran porque fue persuasivo y sabio a la hora de cerrar acuerdos con todos ellos, además de que lo respetaban, y, quizá, le temían un poco. Los proveedores que le suministraban mercancía lo hacían porque la mayoría tenían un trato con el apellido, desde tiempos de Franseco, y los nuevos los había obtenido por su experiencia y reputación. Dicho de otro modo, Franco era un líder dominante y astuto que había formado su imperio mediante inteligencia y habilidades estratégicas.
El imperio Casiraghi, asimismo, no solo estaba formado por bienes materiales, ni acuerdos o apretones de manos. Parte de ese emporio estaba constituido por todo ese grupo de hombres que lo admiraban y le eran leales desde niños. Un ejército que construyó a su imagen y semejanza, y que era parte fundamental para que su organización siguiera en pie. Conocían cada movimiento, cada aliado, cada enemigo y cada posible adversario o socio.
Paolo no tenía la capacidad de liderar algo tan grande como lo que exigía, si creía que podía adquirirlo en una sola exhibición. No era una idea soberbia. Era un pensamiento pobre, conformista y cobarde.
Sintetizando, para poseer y sostener la cúpula Casiraghi, era indispensable ser Jean Franco Casiraghi.
—Bien —aceptó Franco, ansiando ver próximamente a Paolo derrotado—. Tendrás todo eso, pero hoy mismo me llevaré a mi hermana.
Paolo se burló fingiendo aclararse la garganta.
—Siempre he aceptado lo inteligente que eres. No me hagas dudar ahora —le reprochó Paolo como si fuese un pequeño niño—. Sabes que esa no es la manera para cerrar un trato. Tienes doce horas para entregarme tu carta de declinación a la candidatura. Cuando lo hagas, te concederé a tu hermana. Y si en un mes no estoy a cargo de todos tus negocios y soy dueño de todas tus propiedades, entonces vas a tener que cuidar muy bien a tu hermanita, porque la mataré. No importa cuánto tiempo y esfuerzo me lleve, voy a quitártela para siempre. —Le dio unas palmadas en la espalda, cerrando unilateralmente el acuerdo—. Iré por algo más fuerte para beber. —Y se marchó, dejando el veneno de cada una de sus palabras.
Franco apretó la quijada, lleno de impotencia, ante esa amenaza. Paolo era un cobarde y por eso temía de esa advertencia. Era la única manera que tenía para sentirse a su altura. Solo con Isis parecía tener el mismo poder que él. Quien estuviste aliado a Paolo seguía siendo un enigma, pero cada vez se convencía más que ese infeliz no estaba solo en todo eso. Alguien que conocía su debilidad era la mente maestra detrás.
Mientras cerraban ese trato, la canción que Giulio e Isis bailaban terminó. Ambos lo lamentaron, porque les hubiese gustado seguir de ese modo. Esa experiencia fue nueva para los dos. Y era triste tener que despedirse porque no volvería a ocurrir, más que en sus sueños.
Isis se apartó educadamente de Giulio y le hizo una pequeña reverencia, estacionando sus ojos azules en los de él.
Giulio se irritó porque eran igual a los de Franco. Cada vez que la mirara, iba a pensar en el idiota de su jefe. No era justo.
—Gracias por el baile —mencionó Isis amablemente. Dio media vuelta y se dispuso a retirarse.
—No. Ángel —la llamó Giulio, como una cruel suplica, tomándola de la mano. Le dolió todo el cuerpo, y más el pecho al tenerla fuera de su alcance.
Isis se detuvo. Se giró, observó sus manos unidas y en seguida alzó la mirada. ¿La había llamado ángel? Tuvo tantas ganas de llorar. Qué bonita le pareció esa voz grave pronunciando esa palabra, pero no debía gustarle.
—Yo no soy un ángel —le aseguró Isis, intentando no liberar las lágrimas que nublaron su vista—. Ya no tengo alas. Me las quitaron.
Giulio experimentó un fuerte golpe en el pecho que le quitó el aliento. La intriga por lo que debieron haberle hecho todos esos años a ella lo abordó. Fue fatal que pensara en su amigo y en el nuevo infierno que le esperaría cuando la recuperara.
Estiró la mano y limpió la lágrima traicionera que corría lenta por la mejilla de Isis.
Ella cerró por un segundo los ojos ante ese tacto tan tierno que le robó el aliento. Quería saber más de él, pero quizá no volvería a verlo.
—Yo voy a encontrarlas por ti —le juró Giulio.
—Tengo que regresar con Paolo —sollozó Isis. Seguidamente se alejó rápido y a pasos desesperados.
Giulio no se movió de su lugar. Su instinto le gritó que fuera detrás de ella, la echara sobre su hombro como un hombre de las cavernas y la sacara de ese lugar. Por eso prefirió tomar distancia y vigilarla desde su posición. No quería perderla de vista por si acaso encontraba una brecha para poder llevársela de ese lugar. O, tal vez, Franco logró amedrentar lo suficiente a Paolo... A veces era un chico de historias rosas.
Isis atravesó la pista de baile entre sollozos y pequeños gimoteos, con la cabeza gacha. No quería que nadie la viera llorar. Odiaba que la vieran tan desvalida, porque eso siempre provocaba que sus crueles atacantes se ensañaran más con ella y la trataran mucho peor. Paolo no era distinto a ellos, pero tenía que volver con él sino quería poner en riesgo la vida de su hermano.
Cuando estuvo segura que estaba por llegar a la ubicación de Paolo, apresuró sus pasos. Había perdido la noción del tiempo entre los brazos de ese tierno y dulce caballero, y temía haber sobrepasado los límites. De hecho, se lamentó por haber aceptado su invitación a bailar. Paolo iba a herir a Franco por culpa de su osadía.
Entre sus temores y divagaciones, no notó el rumbo de sus pasos, y colisionó violentamente contra el torso de un hombre. Quiso disculparse por su torpeza, pero dos fuertes manos la sostuvieron para que no cayera de espaldas por lo duro del impacto. Enseguida levantó la cabeza. Al darse cuenta de a quien pertenecía el torso frente a ella, se apartó como si la hubiera quemado.
Franco creyó que iba a morirse de tristeza por el modo en que Isis se apartó de él. Su garganta fue obstruida por un lacerante nudo y sus facciones se desfiguraron en una mueca del más vil dolor. No era posible vivir en un mundo en el que su hermana no lo quisiera. Ella ni siquiera soportaba su tacto.
Isis, entre tanto, aborreciéndose en silencio por el tormento que vio en los ojos de su hermano, se quedó mirando fijamente en ellos. Al corroborar lo que descubrió minutos atrás, se le rompió el corazón.
—Te apagaste —musitó ella sin pensarlo.
En ese momento, Franco perdió el poco corazón que le quedaba. Pero, aceptó que se había apagado desde que la arrebataron de su lado, con un movimiento casi imperceptible de cabeza.
—Lo lamento, mi amor —se disculpó Franco, con voz ahogada. Su cara volvió a retorcerse de dolor y, sin verlo venir, la lágrima más lenta y silenciosa de la historia se le escapó. Ni siquiera se sorprendió ni se reprendió. Le dolía tanto el alma, a punto de querer morir, que no le importó mostrar fragilidad delante de su hermana.
Agradeciendo que Paolo no estaba cerca, Isis estiró la mano para limpiar la gota que humedeció la mejilla de Franco. En el proceso, acarició la curiosa cicatriz que adornaba su pómulo izquierdo, estrechando la mirada. Desde ese instante amó esa marca. Para la mayoría de las mujeres, que un hombre llevara una lesión así, era símbolo de masculinidad y peligro. Pero a ella le pareció que lo hacía más humano. Suavizaba las duras e inhumanas facciones que Franco había adquirido con el transcurso de los años.
Cuando Paolo la había sorprendido diciéndole que asistirían a la boda de su hermano, una semana después de que su anterior dueño se la entregara, ella soñó, ingenuamente, que se encontraría con el rostro del niño que la amaba y que le trasmitió paz y amor muchos años atrás. Jamás creyó que se tropezaría con un hombre exageradamente apuesto que irradiaría crueldad. La presencia de Franco daba miedo. Y el modo en que miraba, daba la sensación de estarte sentenciando a perder la vida próximamente. Las fotos de él que había visto en cantidad de revistas, no habían conseguido capturar su nueva y verdadera esencia. En persona era impresionantemente atemorizante.
Isis retiró la mano del rostro de su hermano y se tapó la cara, irremediablemente echándose a llorar. Quería encontrar al niño detrás de ese rostro, pero no pudo. Y se aborreció por ello. Asimismo, tampoco podían culparla. Veintiún años lejos de alguien era demasiado para si quiera pensar que las personas serian como antes. Ella también estaba rota. De alguna manera se apagó. Fue hipócrita culpar a su hermano por el hombre en el que se convirtió. No lo merecía.
Antes de que Franco cometiera el error de abrazarla, Paolo llegó a ellos y tomó a Isis bruscamente del codo.
—Si le haces daño... —comenzó a amenazarlo Franco.
—¿Jean? —Vittoria llegó, interrumpiendo la amenaza hacia Paolo. Tomó a su esposo del brazo siendo osada, observándolo con la frente arrugada y los ojos llenos de confusión—. ¿Qué está pasando? Te he estado buscando por todas partes.
Franco se tensó por completo. No era prudente que Vittoria estuviera ahí. La situación ya estaba lo suficiente turbia como para que ella pudiera llegar a empeorarlo.
Isis se destapó la cara inmediatamente al escuchar aquella voz femenina. Si era la esposa de Jean, su belleza estaba a la altura de la de su hermano.
Evidentemente, sí lo era, por el hermoso vestido de novia que llevaba. Y que bonitos ojos... Le gustó el modo en que veían a Franco. Lo veía con amor, pero a ella le ocasionó una sensación de inquietud. Tal vez eran celos de hermana. Qué oportuno.
Dentro de su escrutinio, Isis no pudo dejar de llorar. Aun así, desvió la vista hacia su hermano.
Ambos se sostuvieron la mirada. Los dos pares de orbes estaban sumergidos en un escalofriante sufrimiento.
—Mañana al mediodía en las ruinas Casiraghi —le informó Paolo a Franco. Le dedicó una mirada asqueada a Vittoria y se marchó, arrastrando a Isis detrás de él.
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