CAPÍTULO 15
La boda de Franco y Vittoria se celebró a las cuatro de la tarde. La iglesia, obviamente, fue a preferencia de Franco. No pudo haber sido ninguna otra más que la Catedral de Santa Maria del Fiore, ya que pertenecía a la Piazza del Duomo, uno de los sitios favoritos de Franco por su vista y su importancia histórica.
Como se esperó, la misa estuvo preciosa al celebrarse en tan magnifico lugar. Por consiguiente, cuando el obispo le permitió al novio besar a la novia, los recién casados consiguieron con ese beso convencer a una buena cantidad de críticos crueles que dicha unión era por amor, y no por un embarazo producto de una infidelidad. Incluso, Franco y Vittoria, estuvieron a punto de creerse que estaban enamorados.
Mantener las apariencias en el recinto donde se festejaba su alianza se les presentó un poco más complicado. En el lapso de una hora, recibiendo a sus invitados en el Palazzo Pitti situado en la ribera sur del rio Arno, los novios lograron escuchar decenas de comentarios, nada discretos, sobre el supuesto embarazo de la hija del jefe de gobierno. Para toda esa gente maliciosa, fue una artimaña infalible que logró atrapar a Jean Franco Casiraghi, candidato casi electo a la alcaldía y uno de los mejores partidos para cualquier dama en busca de ser desposada dentro de la aristocracia.
Franco empezó a aborrecer esa situación, aunque la gente no lo señalaba exactamente a él. Le enfurecía que pudieran incomodar a su esposa pese a que se mostraba recatada y sonriente. Deseó que se marcharan cuanto antes para que dejaran de entristecerla. Algo extraño ocurría en el centro de su pecho al notar las hermosas esmeraldas de Vittoria titubear mientras obsequiaba saludos corteses y de bienvenida. Intentó ser un buen esposo y mantener su brazo entorno a ella todo ese tiempo, pero eso no sosegó el veneno. ¿Por qué Vittoria no mandaba al diablo a toda esa gente, como por lo regular lo mandaba al infierno a él? Y, ¿por qué de pronto anhelaba abrazarla y suplicarle que no hiciera caso a nada de lo que se decía sobre ella? Quería jurarle que era una mujer digna que cualquier hombre desearía tener como esposa.
Todas esas lenguas viperinas, y cerebros reducidos, le quitaban magnificencia al Palacio que actualmente le pertenecía al Ministerio de Bienes Culturales. Un centro histórico que albergaba numerosos museos y galerías, entre ellos el Giardino di Bòboli, un verdadero museo al aire libre. Los recién casados no comprendían por qué las personas se molestarían en prestar atención a chismes infundados, teniendo la oportunidad de alimentar su inteligencia en ese lugar.
El beso que se dieron en la Catedral había quedado fácilmente en el olvido para el resto del mundo, aunque seguía latente en las memorias de sus protagonistas. Ese "sí acepto", aparentemente, cambió algo en el interior de los novios.
Habría que darle buenos créditos a Susanna, por otra parte. Hizo una excelente labor al elegir la decoración estilo victoriana. Había candelabros adornados con cristales en el centro de cada una de las mesas. La vajilla era de plata junto con la cubertería. Las sillas coexistían en acabado dorado con las lámparas de araña que se sobrepusieron en el techo. Un rico e innovador contraste con el arte renacentista del museo.
Franco casi podía saborear estar en una celebración organizada por algún vizconde, duque o el mismo rey de Inglaterra en el siglo XIX. Inclusive, su reciente suegra, contrató una orquesta de música instrumental de la mejor escuela de artes de Italia, que interpretaba melodías de una selectiva lista de algunos de los genios de la música clásica como Mozart, Vivaldi, Bach, Verdi y Tchaikovski. Susanna conocía a Franco casi tanto como a su hija, y sabía que el protegido de su esposo no festejaría su propia boda como cualquier persona común y corriente. Tenía que ser un evento extraordinario.
Los aperitivos eran exquisitos. Crostinis con queso y nueces, croquetas de jamón y aceitunas, bolas de jamón y queso, y mini pimientos rellenos de mozzarella, deleitaban el paladar de los invitados mientras disfrutaban la última parte de "La serenata No. 13 en sol mayor" de Mozart.
Franco y Vittoria se hallaban sentados en la mesa principal, situada en el muro frontal y paralelo al de la entrada, comiendo y bebiendo un poco. Se esforzaban en no dar más razones para que siguieran criticándolos, en especial a ella. Mientras que Vittoria comía un pimiento, pensando en el tiempo que faltaría para poder escapar de esa vida, Franco alimentaba su sentido del oído gracias a esa pieza instrumental al mismo tiempo que bebía una copa de vino de la mejor cosecha de Chianti.
Entonces, "Verano de Las cuatro estaciones" de Vivaldi comenzó a sonar. El tempo lento con que se iniciaba esa melodía le dio a Franco la oportunidad de sonreír casi imperceptiblemente, recordando todas esas veces en que sus padres llenaban la estancia del salón de la Villa Casiraghi con esa extraordinaria mezcla de sonidos.
Para el momento en que el tempo y forte del violín aumentaron su intensidad, a Jean se le erizó la piel. Siempre le ocurría con una gran cantidad de música de ese género.
Milagrosamente, Jean se dio cuenta que Vittoria tuvo la misma reacción, al notar como los vellos de su brazo se erizaron. Eso le agradó. Con el índice acarició esa parte afectada de ella y la observó de soslayo, ensanchando la sonrisa que curvó sus labios segundos atrás.
Vittoria advirtió ese toque íntimo y despreocupado. Osciló la mirada de su brazo a los ojos de Franco, arrugando ligeramente el entrecejo.
—¿Qué ocurre, Di Santis? —le preguntó Franco sin poder ocultar el regodeo en su voz y facciones. Le gustó tanto el modo en que ella reaccionó, que continuó acariciando su suave piel, yendo un poco más arriba.
Vittoria tragó saliva y se frotó el brazo, en un intento de calmar las obstinaciones de su cuerpo. Su piel se había erizado aún más, pero ya no comprendía si se debía a la música o al tacto de su recién esposo.
—Nada. La canción es muy intensa —confesó ella apasionadamente.
Franco se acercó más a ella, y empleó dos dedos para dibujar un camino de caricias, desde la muñeca de Vittoria hasta la parte interna del codo.
—¿Te gusta? —preguntó Franco en un susurro ronco, observándola con la misma intensidad que se tocaba aquella melodía. De hecho, se inclinó un poco, ocasionando que sus labios quedaran a muy poca distancia.
Vittoria no entendió inmediatamente si la pregunta era referente a la canción o a sus caricias. Dudó un poco antes de responder: —Antes, cuando vivías con nosotros, odiaba esa música. —Sonrió con algo de ironía—. Y cuando te fuiste, intenté entender porque te gusta tanto. Ahora comprendo, ¿sabes? Es una combinación de instrumentos e interpretación que te arrebatan de la realidad. Son surrealistas... Y esta melodía es magnífica —musitó. Sin querer, desvió la vista a la boca de Franco. Fue su turno de reducir más la distancia.
A ambos se les aceleró el corazón y la respiración, olvidándose de la gente que podría estarlos observando. En realidad, ya ni siquiera intentaban mantener las apariencias. No existía nada que fingir. Se habían acercado emocionalmente.
Eso pareció gustarle a la orquesta, porque el forte del violín aumentó con ímpetu. Vivaldi probablemente estaría orgulloso en su tumba por ser la banda sonora de esos momentos íntimos que compartían Franco y Vittoria.
—Esta composición es extraordinaria —confirmó Franco. Se humedeció los labios y los acercó al oído de Vittoria. En ningún momento detuvo las caricias que le hacía con las yemas de los dedos en el brazo—. Pero prefiero "Invierno". Si quieres, la podemos bailar nuevamente —sugirió, empleando un toque insinuante y provocativo a su voz.
Vittoria, sorprendida y divertida, se hizo ligeramente hacia atrás, comprendiendo el verdadero significado de la sugerencia de Franco. No le costó deducir y recodar que, esa melodía a la que hizo referencia, fue la misma que los acompañó en el baño del chalé de su padre.
—¿Estás coqueteando conmigo, Jean Franco Casiraghi? —Vittoria elevó una ceja en un gesto escéptico, y un tanto entretenido. No podía creer que el imperturbable jefe de la mafia tuviera un modo juguetón.
—Es posible —aceptó Franco. Delicadamente, rozó la boca en el labio inferior de Vittoria, tomándola con suavidad del codo para acercarla a él lo más posible—. Creo que no te he dicho cuan sublime luces esta tarde, señora Casiraghi. Me arrebataste el aliento desde que caminaste hacia a mí en la iglesia.
Franco había perdido algo de sus capacidades cognitivas en la iglesia al descubrir que Vittoria era la novia más hermosa en el universo.
Frente al altar, Vittoria modeló un precioso vestido corsé blanco de lentejuelas con cuentas fuera del hombro. La caída amplia, desde la cintura, la arrastró casi dos metros por detrás, creando una elegante y nada sutil cola en el vestido. Un modelo digno de ser presumido en las pasarelas de las mejores firmas, o el vestido de novia ideal para una mujer de la realeza. Su tocado en forma de corona había sostenido un velo de organdí con bordados de flores, y pequeñas y finas cuentas.
Lastimosamente, para la fiesta tuvo que prescindir del hermoso velo y la cola, pero seguía luciendo espectacular. El maquillaje en tonos naturales resaltaba la belleza de sus ojos. Y sus grandes pestañas solo la hacían parecer como una maldita deidad que él no debía merecer.
Vittoria, ante la confesión de Franco, perdió el habla. Nunca imaginó que Franco hiciera una revelación de esa magnitud. Y mucho menos esperó escuchar tanta vehemencia en sus palabras. Dios. Ella no podía ocultar que lo amaba. Al menos sus orbes, mientras lo observaban en ese momento, no pudieron esconderlo.
—Tú luces perfecto, Jean —exhibió ella, rodeando la nuca de su esposo con una mano. De ese modo, redujo toda la distancia que los separaba y lo besó muy lentamente. Le hubiera gustado no cerrar los ojos porque él realmente lucia perfecto. Parecía un ángel caído con su traje Frac y esas facciones duras y controladas. Sin embargo, no tuvo más remedio que cerrarlos. Besarlo la sobrepasaba, y mantener su mirada atenta le hubiera quitado un poco de la dignidad que poseía.
Franco contestó al gesto de Vittoria deslizándole la punta de la lengua en la hendidura de los labios, hasta que la coló con gran sutileza en el interior, saboreando lo dulce y húmeda que era su cavidad bucal. Ella lo albergó como si hubiesen hecho ese sitio exclusivamente para él. Él le acunó el costado del rostro en la grande y fuerte palma de su mano, sosteniéndola en esa posición.
Y así duraron un buen par de minutos en una demostración digna de cómo debían lucir dos novios enamorados que acababan de contraer matrimonio.
Cuando ambos parecieron quedarse sin respiración, se separaron ligeramente. Él le acarició el lateral de la nariz con la punta de la suya, y ella recargó la frente en la de él, descubriendo que así era como debía sentirse estar casada y dichosa.
"Verano" estaba a pocos minutos de terminar, ya que era una melodía extensa de casi once minutos. Por ello, Franco decidió que debían darle un pequeño giro a su celebración.
—Baila conmigo —le pidió a Vittoria, poniéndose de pie. Le ofreció una mano caballerosamente, y un brazo lo dobló a las espaldas.
Vittorio torció la boca en una sonrisa jocosa, observando a Franco con ambas cejas elevadas.
—Esa música no se baila —le recordó Vittoria. Igualmente, aceptó su mano. Se levantó sosteniendo la caída del vestido con la mano libre, y salió de la mesa siendo guiada por su esposo.
—No es un vals para una boda, ciertamente —confirmó Franco, cruzando el brazo con el de Vittoria—. Sin embargo, es nuestro día y podemos hacer lo que nos plazca. De todos modos, ya hablan de nosotros. —La miró de refilón, guiñándole un ojo.
De pronto, Vittoria desconoció por completo al hombre que la llevaba del brazo hacia el centro de la pista. No pudo obviar el "nosotros" que Franco empleó. No eran acerca de él los comentarios que se escuchaban, e, incluso así, parecía recibirlos como si fueran una sola persona.
—¿Quién eres hoy? —inquirió Vittoria, viéndolo como si estuviera hipnotizada.
—¿Quién soy hoy? —preguntó Franco. Se le escapó una risa nasal, llena de confusión.
—Eres diferente... —expuso ella—. Me miras diferente.
Franco meditó por unos segundos lo que pronunció Vittoria, adivinando a lo que se refería.
Francamente, también se desconocía más que un poco, pero todo tenía una razón. Un propósito más allá de un negocio. Estaba cómodo en esa interacción con ella. Le gustaba tener la oportunidad para dejar de estar a la defensiva todo el tiempo. También existía algo que implicaba un delicioso y agradable calor en su pecho, pero eso no se lo admitiría ni a él mismo.
En definitiva, Franco también se preguntaba quién era él ese día.
Antes de poder responderle a Vittoria, tres mujeres los abordaron creando extrañas cacofonías desde el fondo de sus gargantas, como si fueran unas hienas. Animales roñosos y también ponzoñosos como unas víboras a punto de hincar los dientes.
Él las conocía bien. Eran las mismas mujeres con las que, en infinidad de ocasiones, Vittoria salió a darle de qué hablar a la prensa y a La Toscana entera al presentarse en fiestas y clubes nocturnos para derrochar dinero.
—Me debes un baile, señora Casiraghi. —Franco le obsequió un beso en los labios a su preciosa esposa, dándole oportunidad de charlar con esas mujeres.
—No vayas muy lejos —le pidió Vittoria, lamentándose en silencio. Estaba teniendo un excelente momento con él. No era justo que esas tipas le arrebataran esa ocasión especial. ¿Y si era como La Cenicienta, y esa preciosa versión de Franco desaparecía a las doce de la noche? Toda la semana estuvo deseando que ese día jamás llegara. Antes de ingresar a la iglesia del brazo de su padre estuvo tentada a fingir un desmayo para retrasar lo inevitable. Y ahora, no quería que terminara esa noche.
Franco asintió. Les dio una mirada de superioridad a las tres mujeres, y se retiró lentamente con ese porte elegante y seductor que lo caracterizaba. En el acto, dejó detrás de sí un aroma varonil y fresco que inundó las fosas nasales de las cuatro mujeres reunidas cerca de la pista de baile.
—No puedo creer que se fijara en ti y que ahora seas su esposa —dijo una en tono soñador, tomando a Vittoria del brazo.
Franco detuvo sus pasos al escuchar ese comentario tan resentido y despectivo. Giró ligeramente la cabeza y agudizó el oído.
—Hasta yo le hubiera sido infiel a Paolo o a quien fuera con él —comentó otra, sin saber que Franco seguía escuchándolas. Abrazó a Vittoria, dando brinquitos emocionados, y le dio un beso en ambas mejillas.
—No le fui infiel... —empezó a explicar Vittoria.
—¿Cuánto tiempo de embarazo tienes? —preguntó la tercera, interrumpiendo la explicación de Vittoria—. Te juro que te admiro. Mira que atrapar con un bebé al futuro alcalde.
—¡Dios! ¡No estoy embarazada ni nada! —Se exasperó Vittoria, apartando bruscamente a la mujer que la abrazaba—. ¿Qué mierda les pasa? Creí que vendrían nada más por la comida.
—No te lo tomes tan personal, Viti querida —canturreó la que parecía ser la más venenosa, y, además, horrible—. Eres nuestra amiga y somos sinceras. Sencillamente, nos parece extraño que alguien como él se fijara en ti. Es todo. Pero estamos muy felices por ustedes.
—Señoritas —interrumpió Franco, sorprendiendo a Vittoria por haber vuelto. Tomó a su esposa dulcemente del mentón, y le levantó rostro, dándole un beso que prolongó más de lo necesario frente a esas hipócritas y envidiosas.
Vittoria tuvo que agarrase con fuerza de las solapas del traje de Franco para no desmayarse. ¿Qué diablos? Ese beso había sido diferente a los otros pocos que ya se habían dado. Lo saboreó vehemente y lleno de una promesa. También apreció una advertencia implícita, que, claramente, no iba dirigida a ella.
—Así está mejor —se regocijo Franco, culminando tiernamente el beso. Enseguida enfrentó a las tres arpías—. Les agradezco su asistencia a nuestra boda. Espero puedan presentar mis más sinceros y cordiales saludos a sus maridos. Me gustaría charlar con ellos en algún momento de la noche. —Con una reverencia, derrochando sarcasmo, se despidió de ellas antes de retirarse.
Vittoria se mordió el labio para no derretirse, y también para no delatar la sonrisa burlona que amenazó con arrebatarle la educación mientras se alisaba la parte frontal del vestido. Ninguna de ellas estaba casada, ni siquiera llegaban a un novio formal. Un hecho que, por supuesto, Franco no ignoraba.
Por su parte, las tres mujeres levantaron la barbilla, esperando poder recuperar la dignidad que les quitó el futuro alcalde de Florencia.
—Es una fiesta espectacular. Y la misa fue preciosa —comentó casualmente la arpía líder.
Y así, Vittoria se quedó charlando con ellas en un terreno que su marido le dejó completamente despejado. Iba a necesitar ese baile con él muy pronto. De verdad no entendía qué estaba ocurriendo. Parecía su estereotipo de esposo perfecto.
Franco se alejó del nido de víboras en el que había dejado a su preciosa esposa. En su pacifico andar a través de las mesas, intentó ignorar los comentarios que llegaban en murmullos a sus oídos. Frases llenas de juicio y casi repulsión. La muchedumbre no solo hablaba de Vittoria y sus desvíos. También se interesaban por el accidente de Ronaldo Di Santis.
—Yo hubiera pospuesto la boda hasta que estuviera fuera de peligro.
—Liandro y Ronaldo merecían asistir a la boda.
—Esperemos que se recupere pronto. Aunque yo jamás dejaría que mi muchacho participara en ese tipo de actividades.
—Tal vez así siente cabeza.
Esas, y muchas más observaciones innecesarias, acompañaron a Franco hasta una esquina del museo. El sitio más alejado de la entrada y de todas las mesas atiborradas de personas indiscretas que disfrutaban de esa clase de eventos para alimentar su curiosidad.
En su soledad, se quitó el anillo de bodas y lo estudió como si fuese un objeto peligroso. Mientras leía su nombre y el de Vittoria grabados en el interior, se preguntó si tal vez era un artilugio embrujado.
Desde que la hija de su protector le colocó la sortija en el dedo anular, se percibió diferente. Le figuraba haber sido víctima de un hechizo que conectó su alma con la de Vittoria. ¿Qué le estaría ocurriendo con ella? Jamás había disfrutado tanto de su cercanía y de su convivencia. Le producía una entrañable bola de fuego que le nacía en la boca del estómago, expandiéndosele en todo el pecho. Y, en una asombrosa adición, le encantaba besarla. Sus labios eran lo más dulce y suave que había probado jamás.
Al sentirse observado levantó la vista, encontrándose con los ojos inquisidores de Benedetto. A unas cuantas mesas de distancia lo observaba, como si estuviera en su mente y hubiese comprendido que algo en él había cambiado.
Benedetto le dio un asentimiento de cabeza en un gesto de apoyo y aprobación. Sonrió de absoluta satisfacción, y regresó su atención a los hombres con los que charlaba.
A Franco le irritó un poco ese episodio. No le gustaba que se asomaran en su alma, algo que hacía constantemente Giulio. Y esa vez, no fue la excepción.
Al igual que Benedetto, Giulio lo observaba como si hubiese entrado en su mente. Sin embargo, en lugar de mostrarse educado y solemne, sus ojos color ámbar se reían de él en un discreto "te lo dije". Irremediablemente, su segundo tenía razón.
Franco no sabía amar. Pero, quizá, podía ofrecerle una vida cómoda y tranquila a su esposa, en tanto permaneciera a su lado, hasta que llegara la hora de darle la libertad que le prometió.
En contra parte, no podía dejar de pensar que traicionaba a su hermana. Sentía como si, al disfrutar de ese momento, la hubiese dejado de buscar o de amar. Estaba confundido. Se había divido en dos.
La parte ennegrecida de su alma le gritaba que dejara de estar jugando con cuentos de hadas. Su vida no era una historia de flores y corazones. Era un sujeto que gustaba de asesinar. Tomaba posesión a la fuerza de algo que no le pertenecía. Había matado al primo de su esposa y tenía que eliminar a su tío por sus irreverencias y su traición. Debía seguir enfocado en la búsqueda de Isis. Y continuar fingiendo un papel de esposo perfecto solo le quitaba concentración, tiempo y actitud. Su padre había amado a su madre, pero ni esos sentimientos lo detuvieron de seguir trabajando para llegar a la cima. Y él quería estar ahí. Lo deseaba tanto como anhelaba tener a su luna de regreso.
Caterina Santoro formó parte del imperio Casiraghi y apoyó a Dante en cada una de esas decisiones. Su madre había nacido para la mafia. Vittoria no. Ese hecho podría entorpecer sus propósitos, y no por las actitudes que ella pudiera tener, sino por los sentimientos que podían llegar a crecer en su interior hacia ella. Permitirse quererla lo debilitaría y no podía darse el lujo de ser débil. Una vez lo fue, y gracias a eso vivía en el infierno.
Decidido a seguir siendo el Demonio de Florencia, regresó el anillo a su lugar. Pese a su resolución, no pudo evitar paladear el gusto amargo que le dejó la certeza de que lastimaría a Vittoria al devolver el curso normal de las cosas. Tal vez, si la evitaba tanto como fuera posible, aunque sus labios y manos picaban por tocarla y besarla, el golpe sería menos duro.
En una de las mesas ubicadas al centro del museo, localizó a un grupo de hombres que formaban parte de la cámara de diputados y de la corte. Personas con las que sabía podía mantener una conversación inteligente, lejos de habladurías, y que se interesarían en sus inclinaciones políticas.
Desafortunadamente, en su trayecto, descubrió una situación que le amargó más el momento. Paolo Cavalcanti estaba entrando al museo, presumiendo una sonrisa arrogante mientras saludaba a una pareja que se aproximaba a él. Imposible...
Claramente, a Paolo se le envió una invitación forzada por pertenecer al mismo círculo social que Franco. Sin embargo, Franco no entendía con qué resquicios de dignidad Paolo había decidido asistir a la boda, si justamente la novia había sido su pareja, o lo que hayan sido, un par de semanas atrás. Además, había estado en boca de todos por la humillación a la que fue expuesto cuando se aclaró la confusión que se suscitó al creer que él sería el futuro esposo de Vittoria.
E iba maravillosamente acompañado por una mujer que presumía un vestido color lavanda de caída suelta y larga, de delgados tirantes que alargaban su cuello y que estilizaban su espalda.
Franco observó a la chica, intrigado, percibiendo una sensación inquietante en la boca del estómago. Ese vértigo inexplicable que se experimenta cuando se tiene un mal presentimiento sacudió el centro de su cuerpo.
La chica caminaba con elegancia, irguiendo la espalda como una perfecta dama de la alta sociedad. Sus pasos eran suaves, a pesar de los tacones, como si estuviera flotando en el flanco derecho de Paolo.
A Franco le pareció que esa hermosa mujer estaba buscando algo o a alguien. Pudo ver cómo movía la cabeza discretamente de un lado a otro mientras el horrible hombre a quien acompañaba la llevaba del brazo. Parecía perturbada y ansiosa.
Jean Franco entendió por qué su estómago reaccionó de ese modo cuando los ojos de aquella mujer se encontraron con los suyos, y ahí se quedaron, abiertos desmesuradamente en una expresión de total reconocimiento y dolor. Un lacerante e insoportable sufrimiento que él también experimentó.
Ella se tapó la boca con ambas manos y dio un traspié en reversa.
El corazón de Franco se detuvo y el mundo a su al rededor se esfumó. Las manecillas del reloj dejaron de marcar los segundos. Los murmullos de la gente se atenuaron, hasta que dejó de escucharlos. Los deliciosos acordes de la música se dieron un descanso. Y, finalmente, el piso bajo sus pies tembló. Se sacudió tanto, que dio un paso tambaleante hacia atrás para no perder el equilibrio y verse obligado a caer sobre su espalda, avergonzándose. ¿Pero qué mierda...? Incluso olvidó quien era él y que recién había contraído nupcias, mientras los orbes de esa hermosa mujer seguían estacionados en los suyos.
—Amigo... —dijo de repente Giulio, llegando detrás de Franco.
Al no obtener ninguna respuesta y descubrir el estado de shock en el que se hallaba Franco, Giulio arrugó el entrecejo. Entonces, siguió el trayecto de su mirada, reposándole una mano sobre el hombro.
—No deberías poner los ojos en otra mujer justo el día de tu boda. Es impropio de un caballero... Wow... —Giulio se silenció abruptamente. Comprendió en seguida el embeleso de Franco en el instante que logró analizar la belleza de la chica a la que le sostenía la mirada su jefe. Era la mujer más hermosa del mundo. No, no era una mujer. Era una criatura fascinante, sublime... Sí, un ángel. Por fin pudo confirmar que esos seres supremos sí existían al tener la oportunidad de apreciarla, aunque no le gustó el sufrimiento que descubrió en sus ojos azules. Unos orbes del color del zafiro que le parecían familiares—. Tú ya estás casado. La pido para mí —le susurró a Franco al oído con aire de complicidad sin perder de vista a su ángel—. ¿Sabes quién es ella?
Claro que lo sabía. Era la chica de la fotografía que recibió, aparentemente algunos años mayor. En persona se lograba apreciar con mayor nitidez, pero no fue exactamente la razón por la qué dedujo quien era...
—Isis Casiraghi Santoro —respondió Franco, perdiendo la voz. El hecho de pronunciar el nombre de su hermana, mientras la observaba contra todo pronóstico, sacudió su cuerpo entero. Era inverosímil que, después de tantos años de búsqueda, la vida se la hubiera puesto frente a él, sin haber movido un solo dedo, como si se estuviera burlando de todos esos intentos fallidos.
Después de veintiún años, por fin volvía a verla. Debió haber corrido hacia ella, abrazarla y llevarla lejos, muy lejos de ahí, pero su cuerpo no reaccionaba. Toda su vida imaginó que la encontraría en una situación deplorable y que aparecería como su héroe. La foto incluso se lo sugirió. Pero ella estaba perfecta, hermosa, elegante... Una digna portadora de los genes Casiraghi. No era la pequeña niña que en su mente recordaba, ni la adolescente agraviada.
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