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CAPÍTULO 12

23 de septiembre del 2003

Florencia, La Toscana, Italia.

«¡FELIZ CUMPLEAÑOS, JEAN!»

«¡FELIZ CUMPLEAÑOS, CARIÑO!»

«FELIZ CUMPLEAÑOS, FRANCO»

«PIDE UN DESEO»

«¡VAMOS A ABRIR LOS REGALOS»

«¡TE AMAMOS!»

«¡ERES EL MEJOR!»

Todas esas frases y más, llenas de amor, alegría y esperanza, que alguna vez la perfecta familia de Franco le dedicó, lo persiguieron cruelmente mientras conducía a toda velocidad su bicicleta bajo el cielo nocturno y estrellado de Florencia. Manejaba con la intención de huir de sus recuerdos y, de ser posible, de su propia piel.

No deseaba escuchar las voces de sus padres deseándole un feliz cumpleaños y gritándole que abriera los regalos. Quería olvidar como se sentían los brazos de su madre abrazándolo mientras lo llenaba de besos y a su pequeña hermana jugando con todos los juguetes que, en su día especial, le habían regalado. También se empecinaba en borrar la imagen de su padre obsequiándole una navaja al tiempo que le decía, muy solemnemente, que estaba orgulloso de él por el buen hijo que era y que sería el perfecto heredero para suceder el apellido con honor y grandeza.

Tenía deseos de llorar, atormentado por todas esas remembranzas. Podía percibir las gotas saladas que escocían detrás de sus ojos y un nudo en la garganta que le cortaba la respiración.

El esfuerzo que tenía que desempeñar para no lloriquear como un niño cobarde le cobraba grandes facturas. Su vista se había nublado, le dolía la cabeza y su frente se humedecía gradualmente con pequeñas gotas de sudor. El viento que chocaba contra su rostro, entumeciéndolo, era lo único que agradecía en cuestión de dolor. Vivir no debería lastimar tanto a un niño de diez años, y menos en su cumpleaños.

Morir no tendría que haber sido un deseo al apagar las velas del pastel. Diez velas, para ser exacto. Una decena de oportunidades para que, quien fuese que escuchara las plegarias de esa tradición, le cumpliera sus anhelos. Era su primer cumpleaños sin su familia. Ya habían transcurrido más de once meses desde que destruyeron su vida.

No existía propósito para intentar ser fuerte y seguir viviendo. Ya nada lo retenía en la tierra. Estaba sólo. No le interesaba lo mucho que Benedetto, Susanna y Vittoria se esforzaran por hacerlo sentir en casa. Él no pertenecía ahí. Ellos no eran su familia. Ellos no debieron ser los que le cantaron feliz cumpleaños esa tarde, ni los que lo animaron para apagar las velas. Ni siquiera conocían su sabor favorito de pastel. Y Carlo no estuvo ahí para hacerle su malteada de nuez y vainilla.

La pequeña celebración que organizaron los Di Santis para Franco, únicamente ocasionó que dejara de verle sentido a la vida. Y aumentó su sufrimiento en el momento que Liandro y su pequeño primogénito de seis años esperaron a que estuviera a solas para burlarse de él y recordarle que era un sucio huérfano que debió haber muerto junto con todo su linaje. En ese momento había cogido su nueva bicicleta y escapó.

Finalizó su descenso por la colina, lejos de la Villa Di Santis, sin dejar de advertir el modo en que el objeto angular y pesado que llevaba dentro de la cinturilla del pantalón se le encajaba en un costado del abdomen, recordándole qué lugar había elegido como destino.

Entonces, le dio la bienvenida el ruido de la ciudad. Autos pitando y acelerando, murmullos de gente, canciones lejanas de algún club nocturno, ladridos y un sin fin de sonidos fáciles de reconocer, le dejaron sentir algo de paz. Siempre le encantaría esa región.

Desde muy pequeño, admiró el modo en que se construyeron todos esos edificios, y le provocaba mucha curiosidad que el piso fuese de adoquín. Eternamente iba a preferir las vistas de la metrópoli que la de los jardines y campos que la rodeaban.

Ansioso por llegar al Puente de la Santa Trinidad, ubicado sobre el Rio Arno, se internó entre las calles de Florencia, siendo poco cuidadoso al conducir. Iba tan rápido, y se tenía que concentrar en no llorar, que ni siquiera atendía a los carros que iban detrás de él o los que llegaban en su dirección de frente. Las luces delanteras de los vehículos parecían estrellas fugaces. Las edificaciones en acabados de arquitectura renacentista se difuminaban a su alrededor, convirtiéndose es espectros de la noche. Los transeúntes eran tan insignificantes para él que ni siquiera los notaba, los veía como simples estatuas andantes que no merecían su atención.

Pronto llegaría al puente en arco elíptico más antiguo del mundo y acabaría su suplicio.

Con franqueza, estaba protagonizando un acontecimiento inmoderadamente melodramático, pero heridas en las muñecas o pastillas para dormir le parecían algo lejos de su personalidad. Si iba a terminar con su existencia, lo haría de la manera en que vivió esos pocos diez años. Además, había visto esas escenas en variedad de películas y series, y a veces lograban salvar a quien intentará todo ese tipo de métodos. Él no quería ser rescatado. Ni siquiera conservaba la energía emocional y mental suficiente para recordar el motivo por el que escapó del incendio. Su hermana tendría que perdonarlo, y, tal vez, así lo redimiría del infierno. Ya no soportaba el dolor, el vacío y la soledad. Era excesivo para un cuerpo tan pequeño. Le quemaba por dentro y lo entumecía por fuera. Únicamente anhelaba dejar de sentir. Era un alma vacía.

Para cuando tomó la Via de Tornabuoni, los pulmones le ardían, su rostro y su ropa estaban empapadas en sudor, y sus lágrimas se habían secado antes de dejarlas salir. Estaba tan cerca... Desafortunadamente, había tráfico.

Afortunadamente se sabía de memoria las calles de esa parte de Florencia. Durante seis meses estuvo viajando en una desgastada bicicleta sin que los Di Santis lo advirtieran hasta Bellosguardo, justo a las ruinas de lo que alguna vez fue La Villa Casiraghi.

Dobló en la esquina a la derecha y tomó la Via della Vigna Nuova; una zona comercial que a esas horas de la noche era poco transitada. En seguida cogió un atajo por el estrecho callejón que lo internó a la Via dell'Inferno.

Solo unos minutos más. Nada más requería atravesar la Piazza Santa Trinita. Estaba tan cerca.

Giró a la izquierda sobre la Via del Purgatorio. Sus piernas, en ese punto, le ardían por el esfuerzo de pedalear, y se le dificultaba llevar aire a sus pulmones, pero no debía detenerse. No podía demorarse más.

Inadvertidamente, algo atrapó por completo su atención al pasar frente a un callejón de nombre Via del Limbo. Frenó bruscamente la bicicleta, ayudándose del freno y de las pobres suelas de sus zapatos, hasta que se detuvo por completo.

Dentro de esa estrecha y oscura callejuela, casi a la mitad, se hallaban tres chicos. Dos amenazaban al que parecía mucho menor. Uno ostentaba una navaja contra el cuello del más pequeño, mientras que el otro le rebuscaba en los bolsos de un desgatado y sucio pantalón hasta que sacó un par de monedas. Le dieron un puñetazo en el estómago y se echaron a reír. El pobre chico, que seguramente no debía pasar los once años, tenía el rostro teñido de rojo, furioso, observando de hito en hito de sus agresores a la afilada hoja presionada en su cuello.

Por alguna razón, a Franco le lleno de cólera ver esa escena. Por qué le importaba, no lo sabía, pero hubo algo dentro de él que lo instó a interceder. Le apenaba ver la cara mugrienta del niño a punto del llanto.

Frunciendo el ceño por esa sensación, sin ser consciente del todo, colocó el frenillo para sostener en vertical la bicicleta y poder bajarse de ella. Así, corrió la distancia que lo separaba de aquellos tres jóvenes. La luz de la farola que iluminaba el callejón pareció intensificarse al alumbrar a Franco, construyendo un efecto siniestro en el iris zafiro decorando pupilas. Un poco de la frialdad en su interior siendo expuesta.

—¡Suéltenlo! —demandó Franco, claro y conciso. Su voz conservaba el timbre de un niño, pero, la autoridad y soberbia que implementó, no lo dejaron sonar como un menor. El resultado de unos genes reforzados por el mundo en que crecía. En cuanto se detuvo irguió la espalda y levantó la barbilla.

Tres pares de ojos voltearon en seguida en su dirección. Dos de ellos guardaban diversión e intolerancia. El otro par, de un hermoso y tierno color miel, denotando miedo e impotencia, se llenaron de admiración cuando colapsaron con el extraordinario azul de los de Franco. El dueño de esa mirada se preguntaba por qué alguien se preocuparía por él, en especial un ñoño pomposo. Intentó liberarse soltando un gruñido, pero la navaja se enterró más en la piel de su cuello, consiguiendo una herida superficial que sangró un poco.

Franco se alteró internamente al notarlo.

—Regresa por donde viniste, riquillo engreído. —El tipo que había hurtado el par de monedas analizó a Franco con repugnancia—. O seguirás tú.

Sí, Franco parecía un riquillo engreído. Vestía un pantalón sastre color negro, un suéter beige sin botones y las solapas de la camisa azul cielo las llevaba bien acomodadas por fuera del cuello del suéter. Sus zapatos eran lo único que desentonaban con el resto de su apariencia al estar llenos de tierra, gracias a su trayecto en bicicleta. Porque, inclusive, aunque su cabello estaba despeinado por el exhaustivo viaje, se veía limpio y brillante.

—Dije que lo dejaran tranquilo —exigió Franco, recordando como su padre nunca se amilanó ante nada. Ni siquiera cuando la boca de una pistola apuntó a su frente y después le dispararon, arrebatándole la vida, mostró temor a su enemigo.

El maleante de unos catorce años, con una expansión en la oreja y un corte mohicano, guardó el dinero en el bolso de su pantalón desgarrado, echándose a reír con exagerada diversión.

—¡Qué tonto! —se burló entre carcajadas —. Regresa con tus papis. ¿O te escapaste de casa porque no te gustó la cena? —Volvió a jactarse de Franco, aventándolo del pecho.

Franco dio un traspié hacia atrás, obligado por el golpe en el pecho. Su ira burbujeó candente a través de sus venas. Era inconcebible otra humillación. No volvería a consentirlo.

Entre tanto, el tipo que sostenía la navaja le dio un rodillazo en el estómago a su pobre víctima de ojos miel, y lo aventó al piso. Le dio una patada y también buscó entre sus prendas, como si todavía conservara algo de valor. Ese delincuente llevaba el cabello largo, hasta por debajo de la oreja, y vestía todo de negro.

—¡Déjenlo tranquilo! —bramó Franco. Su rostro se coloreó de rojo. Sin meditarlo, se le fue encima al tipo que no dejaba de burlarse de él.

Por un buen periodo de tiempo, durante su niñez, Franco fue volátil e impulsivo.

Franco intentó llevar sus manos a los bolsillos desgarrados de su oponente para recuperar el dinero, pero en seguida recibió un puñetazo en la quijada que lo hizo caer sobre su espalda. El tipo de la mohicana lo subyugó contra el suelo, aprisionándolo entre sus piernas, y lo golpeó con los nudillos en el pómulo izquierdo, abriéndole a profundidad la piel. Un hilo de sangre corrió por su mejilla.

Franco advirtió un nuevo golpe en su dirección. Logró hacer la cabeza a un lado, esquivándolo, a pesar del agua salada que se acumuló en sus ojos por el dolor. Entonces impulsó su cabeza hacia adelante y alcanzó a conectar con fuerza su frente en la nariz del bravucón.

Descolocado, el delincuente se llevó las manos al puente de la nariz. Franco aprovechó ese momento para golpearlo de nuevo, esa vez con el puño cerrado, hiriéndolo en la boca. Gotas rojas salpicaron la fina tela de su suéter.

Su adversario gruño, colérico, y volvió a proyectar sus nudillos hacia Franco. Este logró sortearlo de nuevo. Levantó con fuerza la rodilla y la conectó con precisión en la entrepierna del chico mayor. El tipo herido se llevó las manos a ese lugar.

Se tenía que agradecer a Dante el que comenzara a instruir a su hijo en las artes marciales desde los cuatro años, y a Benedetto que continuó con ese entrenamiento un mes después de que Jean llegara con los Di Santis. Indudablemente, Franco era mucho más peligroso que un adolescente corrompido por la decadente vida de las calles, y no solo por sus proezas deportivas.

En ese momento Franco pudo haber huido, abandonando al niño de ojos color miel que seguía luchando en el piso en una batalla en la que, aparentemente, estaba ganando el villano. Sin embargo, gozando de la oportunidad que le regalaba su antiguo opresor al estar gruñendo por sus magullados testículos, le dio una patada en la mandíbula. Tuvo tal impacto, que la cabeza de su oponente cayó hacia atrás, y después lo siguió todo su cuerpo, dejándolo aturdido sobre su espalda.

Predeciblemente, Franco olvidó que las disciplinas aprendidas eran solo para defenderse, y continuó pateando a su contrario. En cada golpe derramaba toda la furia y frustración que había estado reteniendo por meses. Una vena en el centro de su frente resaltó, gruñidos exasperados brotaban de su boca y su mandíbula estaba tan tensa que pudo llegar a romperse los dientes. Franco conseguía que cada golpe conectara de forma precisa en el estómago y la cabeza, una y otra y otra vez. No parecía que algo pudiera detenerlo. Se veía muy posible que le dejará heridas internas o que consiguiera algo peor. Lo habían disciplinado bien para que la fuerza fuese prescindible frente a su destreza.

Por su parte, el tipo en el suelo solo intentaba cubrirse de los golpes, adquiriendo una posición fetal que, únicamente, resguardaba su rostro.

Por suerte para ambos, antes de que Franco propinara un golpe más, uno que provocara llevarlo peligrosamente por un camino sin retorno, el chico de ojos color miel capturó su atención. El otro delincuente había comenzado a estrangular a ese niño y no parecía que pudiera luchar para liberarse de su atacante vestido de negro. Poseía unos brazos tan cortos en comparación, que los manotazos que daba no lograban hacer nada para defenderse.

Aunque la ira de Franco seguía evidenciándose en el modo que se sacudía su pecho con brusquedad, debido a su respiración errática y pesada, logró detener sus pies. Inmediatamente sacó el arma que le había robado a Benedetto de un escondite en un cajón de su oficina, y disparó a una de las piernas del joven delincuente. No dudó ni tembló.

El sujeto herido gritó y se llevó las manos a la pierna lesionada. Así fue como le regresó la oportunidad de volver a tomar aire al niño de diez años.

—¡ERES UN DEMENTE, NIÑO! —bramó el violento malhechor. Sus ojos se abrieron desmesurados al descubrir que el riquillo engreído seguía empuñando la pistola en su dirección. Notablemente, la vida no solo corrompía a los niños en las calles.

El maleante callejero con herida de balada le echó una mirada fugaz a su cómplice casi inconsciente. Como buen cobarde y desleal compañero se levantó presionándose la zona herida, y huyó de ahí arrastrando la pierna.

Franco continuó apuntándole. Lo siguió hasta que desapareció al girar en una esquina, y, aun así, aunque el sujeto había desaparecido del sitio por completo, no bajó el arma. En esa ocasión sus manos si comenzaron a temblar, pero no de miedo. Esa era la segunda vez que empuñaba un arma en dirección a otra persona. La primera, no podía olvidarlo, había sido para calmar la agonía de su leal chofer. Esas imágenes revolucionaban su mente y sus sentidos, dirigiéndolo por el camino de la desesperación en retorno al suplicio. La misma razón por la que había decidido llevar consigo una pistola.

Sí, ya había tenido oportunidad de tomar un arma y disparar incontables veces. Benedetto lo entrenaba personalmente en el gran jardín de la Villa. Algunas veces eran tiros al aire para poder medir el peso del arma, controlar sus brazos a la hora de disparar y acostumbrar sus oídos al estruendo. En otras ocasiones practicaba su puntería en costales y muñecos de harina en el mismo espacio abierto que circundaba la residencia Di Santis. Esos entrenamientos le ocasionaban adrenalina y cierto orgullo.

No obstante, en esos momentos, mientras que el chico de ojos color miel se recuperaba de la reyerta, Franco tuvo deseos de matar. Un anhelo sin remordimientos. Le provocaba placer la sensación de saber que tenía una vida en sus manos, y eso consiguió, de una retorcida manera, que se sintiera como un Dios. Un sentimiento demasiado escalofriante como para que un niño tan pequeño estuviera experimentándola.

—Gracias —se anunció una infantil voz, sacando a Franco de sus perversos pensamientos.

Jean, como si lo hubiesen atrapado haciendo alguna travesura, se guardó rápidamente el arma en la cinturilla del pantalón y la cubrió con su suéter. Entonces se giró y se encontró de frente con unos orbes color whisky que lo observaban un poco contrariados, mas albergaban gratitud y respeto.

—¿Por qué me das las gracias? —preguntó Franco, confundido.

—Porque me salvaste —contestó el otro niño. En agradecimiento sonrió abiertamente, mostrando todos los dientes.

Ambos se quedaron observando, concisamente a los ojos, con solemnidad. Había en ese par de miradas algo que ambos reconocieron inconscientemente. La cruda realidad que cada uno tenía que soportar expuesta en sus facciones. Claramente eran unos niños, pero poseían una diferencia notable de los demás. Los ojos azules eran afilados y frívolos, mientras que los de color miel albergaban confusión e incertidumbre. Frialdad y miedo comunicándose en silencio.

La noche se cuestionó si es que estaban pidiéndose ayuda mutuamente.

El chico de mirada ámbar desvió la vista incapaz de seguir sosteniendo la intensidad con que veía Franco. Era demasiado penetrante el azul de sus ojos. Y así centró su atención en el delincuente tirado sobre el adoquín, aparentemente inmóvil. Se agachó y hurgó en la ropa, hasta que encontró su dinero. Se guardó el par de monedas en un bolsillo que tenía un gran agujero y pateó dos veces la espalda del ladrón de dos euros.

—Demonios, no está muerto. —El pringoso niño se lamentó, genuinamente apenado, al ver que se removió y se quejó el adolescente tirado sobre uno de sus costados.

A Jean Franco le simpatizó inmediatamente ese chico. Le agradó a tal punto, que un lado de su boca tembló en una sonrisa divertida y ciertamente complacida. Por lo regular, los labios de Franco no se curvaban hacia arriba. Viró sobre sus talones, ignorando esa sensación agradable, y tomó rumbo de regreso a su bicicleta.

—¡Oye! ¡No te vayas! —le gritó el chico agradable, alcanzándolo—. Muéstrame tu pistola. Es increíble que tengas una.

—No es mía —confesó Franco.

—Mmmm... No importa. Enséñamela —demandó el niño a Franco, siguiendo el ritmo de sus pasos.

—No —contestó Franco, tajante—. Mejor vete a tu casa.

—No tengo casa —exhibió casualmente el dueño de los ojos color miel.

Franco arrugó el entrecejo, contrariado, interrumpiendo su andar—. ¿Entonces dónde vives? —inquirió, volteando a verlo.

—En ninguno lado —contestó su acompañante encogiéndose de hombros como si no tuviera importancia—. Hoy pensé que podría dormir por aquí, pero no voy a hacerlo a lado de un casi muerto.

Fue sencillo para Franco asimilar la información. Ese niño iba a pasar la noche en la calle. Le dolió un nudo de pena en la boca del estómago.

—¿Y tus papás? —preguntó Franco.

—No tengo —respondió el niño—. Hace once meses y once días escapé de un orfanato en Verona.

Vaya. Ese muchacho vivaz era huérfano, y además muy bobo. Franco no pudo evitar el quedársele viendo descortésmente.

—¿Cuentas los días? ¿Para qué? —inquirió Franco, como si fuera la cosa más tonta del mundo que alguien pudiera hacer. Sí, definitivamente era un riquillo engreído.

—No tengo calendario y así no pierdo mi cumpleaños —contestó el chiquillo vivaz.

Franco parpadeó, decidiendo entre si interesarse más por ese niño o no. Al final eligió recordar que tenía que llegar al Puente de la Santa Trinidad y retomó su andar.

—¿No me vas a preguntar cuándo es mi cumpleaños? —El niño de ojos como el whisky fue detrás de Franco.

—No me...

—¡Es que hoy es mi cumpleaños! —interrumpió el niño bobo a Franco con total alegría, como si fuera la mejor noticia del año.

Jean Franco no logró elegir entre sorprenderse por ese dato o porque su bicicleta ya no estaba dónde la había dejado. ¡También era su cumpleaños y le habían robado la bicicleta!

Frustrado, el sobreviviente Casiraghi bufó, arrastrándose las manos desde el cabello hasta la barbilla. Si el muchacho seguía importunándolo, no iba a poder lograr su propósito. Aunque... ¿aún quería hacerlo? Al pensarlo se le formó un gran vacío de terror en el estómago.

Si bien, sería inútil, inició una vía más segura en sus pensamientos,

—¿Cuántos años cumples? —preguntó Franco, observando a ambos lados de la calle en busca de algún rastro de su bicicleta.

—Diez —contestó el otro jovencito.

Jean dejó de observar a través de la oscuridad de la calle, y volteó abruptamente a verlo. Sus afilados, sorprendidos y azules ojos se estacionaron con vigor en los de color miel. —¿Tienes hambre? —preguntó sin pensarlo.

—Muero de hambre. Esos tontos me quitaron mi tiempo y ahora no creo encontrar ninguna tienda abierta —se lamentó el cumpleañero de la calle.

—¿Y para qué te iba a alcanzar con eso? —interrogó el cumpleañero privilegiado sin entender lo grosero que fue su tono despectivo.

—Para un pan dulce—rebatió el otro, mostrándose ofendido.

A Franco no le interesó el modo defensivo con que le respondió, e inició su camino hacia la Plaza de la Santa Trinidad. Ya no quería ir al puente, quería regresar con los Di Santis. De pronto tuvo ganas de llorar y no comprendía la razón. Y tampoco tenía la bicicleta que muy cariñosamente le había regalado Benedetto esa mañana. Iba a tener que coger un transporte público.

—¿Quieres venir conmigo? —cuestionó Franco a su molesto e inesperado compañero de esa noche.

—¿A dónde?

Franco lo miró por encima del hombro, entrecerrando los ojos para advertirle, sin palabras, que no lo cuestionara. El otro muchacho soltó un suspiro resignado y lo siguió. ¿Qué más daba? De cualquier modo, no tenía un mejor lugar a donde ir.

En silencio, los dos llegaron a la plaza. Unos tres minutos después, Franco consiguió tomar un taxi. Le dio al chofer la dirección de la Villa, ya cuando ambos estuvieron dentro del vehículo, y cerró la puerta. Entonces, viajaron hacia la residencia Di Santis.

El niño de ojos color miel pasó el camino entre pensamientos creativos sobre cómo le hubiese gustado esa noche celebrar su cumpleaños. Mientras que, el muchachito de orbes zafiro, meditaba en si había tomado la elección adecuada al no haber ido al puente y usar el arma que le robó a su protector. La presencia de ese chiquillo parlante lo había distraído casi por completo de su objetivo, y la presión y el dolor por su soledad disminuyeron gracias a él.

Franco le pidió al taxista que detuviera el auto a unos buenos metros de distancia antes de llegar a la gran verja de bienvenida a la Villa. No quería que el guardia lo descubriera. Se había escapado y seguramente le dirían a Benedetto de su insurgencia. No tenía permitido salir después de las nueve de la noche.

Jean bajó del auto. El niño de ojos miel lo siguió. El chofer del taxi también descendió y tomó del brazo a su cliente pomposo menor de edad, deteniéndolo antes de que se marchara.

—No me has pagado, niño —le reclamó el hombre canoso, gordo y barbón.

Jean se lamentó por haber olvidado que no era el chofer de Benedetto, quien siempre lo llevaba y lo traía de la escuela. Y no llevaba ni un euro en los bolsillos. Frunciendo el ceño, tiró con fuerza de su brazo y se soltó del agarre del viejo taxista.

—Dame tu moneda —le exigió Franco a su compañero, extendiendo la mano hacia él.

—Son dos —contestó completamente ofendido, buscándose en las bolsas del pantalón. Lo único que halló fue un gran agujero en ambos bolsillos—. Eran dos.

—¿Cómo que eran dos? ¿Perdiste el dinero? —preguntó Franco, exasperado.

Los dos se voltearon a ver sin saber qué hacer. Estaban en problemas. Ni siquiera dos euros les hubiesen alcanzado para pagar el transporte.

Qué fácil resultaba para dos niños olvidar esos detalles indispensables de la vida diaria de un adulto. Por un lado, Franco siempre tuvo todo a la mano sin preocuparse por esos detalles. Y el otro chico, que apenas si podía juntar para un pan de merienda, tal vez nunca tuvo oportunidad de transportarse de otra forma, más que por medio de sus dos pies.

Como si se conocieran de toda la vida, se comunicaron en silencio. Contaron hasta tres al mismo tiempo y se echaron a correr a gran velocidad rumbo a un gran pasadizo oscuro que formaba el muro de protección y la barda de la avenida pública. Tuvieron que esquivar un par de ramas que se les cruzaron en el camino y saltaron un par de troncos tirados despreocupadamente sobre el césped, fuera de la propiedad privada en la que se ubicaban.

El niño de ojos color miel volteó fugazmente, descubriendo que el señor gordo iba detrás de ellos. No era lo suficientemente rápido por viejo y obeso, pero de todos modos se asustó. Franco hizo lo mismo sin detener su veloz marcha, recordando el árbol en la parte trasera de la Villa de los Di Santis, y giró a la izquierda con su compañero de persecución muy cerca de él. Entonces alcanzó a vislumbrar la rama rota por la que regularmente saltaba para escaparse cuando no usaba su bicicleta, y reforzó sus pasos al correr.

Para el momento en que llegaron al árbol, sudando y con la respiración agitada, el señor canoso y barbón ya no los perseguía. La carrera había sido larga. Casi rodearon el extenso perímetro de la Villa que era aún más grande que un campo de futbol.

Ambos se recargaron en el tronco, tomando aire con los pulmones dolientes, y dejaron caer sus cabezas hacia adelante.

Franco echó un rápido vistazo a las espaldas del otro chico, cerciorándose que estaban fuera de problemas, y de inmediato comenzó a escalar el árbol con gran destreza.

—¿Qué haces? —le preguntó el niño—. Ya no nos persiguen.

—Ven —le pidió Franco a mitad del tronco, mientras aseguraba su pie en una rama gruesa y firme.

El chico cansado, y con la ropa más sucia que momentos atrás, dudó. Miró a sus espaldas y luego levantó la cabeza hacia el osado chico pomposo a punto de llegar a la copa del árbol. Sin más remedio comenzó a escalar, observando de vez en cuando lo lejos que tendría que llegar. El árbol se asomaba por encima de la alta barda de seguridad.

Franco lo esperó. Cuando estuvo por alcanzarlo, le tendió la mano, ayudándole a dar el último tirón para que tocara la cima. Sin esperar un segundo, comenzó a descender por el muro en el interior de la propiedad, favoreciéndose de unas enredaderas que lo cubrían.

El otro no se lo podía creer. Pero, él también tenía habilidades. Había escapado de una casa hogar, claro que sí. De un salto tocó piso firme antes que Franco, cayendo asombrosamente de pie. Acto seguido, inclinó la cabeza, y analizó al pomposo riquillo que bajaba al tiempo que cuidaba que no se le dañaran los pantalones o se le atoraran los zapatos en la liana. ¡Qué cómico! Un segundo atrás, eso no pareció haberle importado.

Cuando Jean logró poner los pies sobre el cuidado pasto, se avergonzó de haber perdido la rectitud que lo caracterizaba. Se sacudió los pantalones y se arregló las solapas de la camisa sin pensar que, ni aun haciendo eso, iba a dejar de apreciarse que había estado en una pelea y que había trepado un árbol. De inmediato inició su camino a través de la extensa área verde de la parte trasera de

la villa, rezando para que los Di Santis no estuvieran despiertos. Ya era tarde, probablemente estarían pisándole los talones a la media noche.

—¿Qué estamos haciendo? —El otro niño se posicionó a un costado de Franco, adoptando el mismo ritmo al caminar.

Franco no respondió. Estaba concentrado en la luz encendida que se apreciaba en la puerta trasera del edificio principal de la Villa. Vio muy posible que algún integrante de esa familia siguiera despierto.

—¿Vamos a robar comida? —preguntó el irritante niño.

—No —respondió Franco.

—¿Vives aquí? —inquirió el niño que gradualmente exaltaba el temperamento de Franco.

—Sí.

—¡Te escapaste!

—No te interesa.

—¿Tú mamá es una sirvienta?

—No.

—Deberías hablar un poco más —sugirió el jovencito exasperante. Se subió a un tronco que apareció en su trayecto, y caminó sobre él como si estuviera en la cuerda floja—. Ni siquiera me has dicho cómo te llamas.

—Tú tampoco —confirmó Franco. Él continuaba caminando como todo un hombrecito de la alta sociedad.

—Me llamo Giulio Marchetti. —Se bajó del tronco de un salto—. ¿Y tú?

—Franco.

—¿Franco qué?

Jean dudó. Tenía prohibido decirle a cualquier persona su apellido, con la intención de salvaguardar su integridad y no capturar el interés de los rusos. De hecho, Benedetto lo había matriculado en la escuela con una identidad falsa, en la que su nombre era Franco Citadella, y como tutor legal falso asignó a uno de los miembros de su guardia. Vittoria también tenía estrictas indicaciones de no revelar nada acerca de él. No obstante, su intuición le dio la certeza que necesitaba para poder fiarse de Giulio. No entendía cómo o por qué lo sabía, pero ese chico le daba la seguridad necesaria para poder confiar en él.

—Jean Franco Casiraghi —reveló Franco, mirando a Giulio de soslayo.

—Jean Franco Casiraghi —canturreó Giulio, figurando estar memorizándolo.

—¡Shht! —Lo desaprobó Franco, tomándolo del brazo—. Nadie puede saber que estás al tanto de mi nombre completo. Nadie —exigió—. Solo dime Franco.

Giulio se asombró al encontrar terror entre la frialdad de los ojos de Franco cuando ambos tropezaron sus miradas. Asintió con total convicción y le tendió la mano libre. La otra seguía bajo subyugo del agarre de Jean. Le estrujaba el brazo como si estuviese nervioso, aunque en su rostro no se apreciaba ningún síntoma de miedo. Únicamente sus ojos lo delataban.

—Solo Franco —aseguró Giulio, solemnemente. No tenía idea de la razón por la que le hacia esa petición, pero lo consideró como algo de suma importancia—. Puedes confiar en mí. Te lo juro.

Franco analizó la mano que le ofrecía, dubitativo. Solo un instante más tarde, con un movimiento pausado e indeciso, la aceptó, cerrando un juramento del que no tenían ni la más remota idea de lo importante y profundo que sería en sus próximos años.

—Gracias —dijo Franco, soltándole la mano y el brazo.

—De todos modos, no hay nadie a quien pueda decirle. No tengo amigos —comentó Giulio, retomando su andar junto con Jean.

—¿Cómo llegaste a Florencia? —preguntó Franco, intrigado.

Giulio se quedó callado por unos segundos, meditando. Después chasqueó la lengua y aventó una piedra con la punta del pie.

—Ni siquiera sé. Nada más tomé el primer tren que vi y llegué aquí. Tuve que robarle a un ciego que apestaba tocando la guitarra —contestó Giulio—. Me gusta Florencia. Quiero quedarme aquí. —Tras esa confesión, sus pies tocaron el área de la alberca que parecía un extravagante manglar. Las palmeras y el decorado parecían la escenografía perfecta para hacer la toma de una película en el medio del desierto con un hombre alucinando por inanición.

La poca distancia que restaba para llegar a la residencia la avanzaron en silencio. Los dos nerviosos por diferentes razones.

Giulio jamás había estado en una casa tan bonita y enorme, y eso le provocaba ansiedad. Jean, por su parte, había perdido la bicicleta que le regaló Benedetto y le había robado la pistola que siempre escondía, por cualquier emergencia, en su oficina. Si llegó a descubrirlo, seguro que estaría en graves problemas.

Cuando se detuvieron frente a la enorme puerta blanca con cristales templados y decorados, Giulio se quedó detrás de Franco, mirando hacia arriba en un hondo análisis de la residencia. Le impresionaba la ostentosidad de aquel lugar. Jamás imaginó que estaría en un sitio como esos. Ni siquiera lo había soñado despierto.

Franco abrió la puerta, confirmando que sus plegarías no habían sido atendidas. El alboroto que encontró dentro de la residencia superó todas sus expectativas.

Aproximadamente unos quince hombres, todos vestidos en pantalones negros y camisas blancas, iban de aquí para allá dentro del gran vestíbulo. Algunos subían y bajaban las escaleras a toda prisa. Otros entraban y salían de las estancias paralelas al lobby. Y otros cuantos recibían los gritos e improperios de un señor Benedetto rabioso, con el cabello despeinado, la camisa fuera de la cinturilla del pantalón, y sin un elegante saco.

Pese a sus cuarenta años, gracias a la apariencia que Benedetto mostraba en esos momentos, lucía un par de años más viejo y cansado. Marchaba de un lado a otro, arrastrando una mano por su cabellera castaña oscura, mientras exclamaba al teléfono y también a sus guardias.

—¡Entonces crucen el río otra vez! —exigió Benedetto a quien fuese que tuviera al otro lado de la línea, apretándose el puente de la nariz. Colgó y se guardó el teléfono en el pantalón—. Ineptos.

—Señor, ya revisaron en Bellosguardo —comentó un guardia, ofuscado.

—Vuelvan a hacerlo —demandó Benedetto—. Y que regresen a inspeccionar todos los puentes. Siempre cruza al otro lado de la ciudad. —Su voz iba cargada de una inesperada tristeza e impotencia.

Un guardia bajó las escaleras corriendo y le entregó un montón de hojas.

—Enviaron estas fotos de la comisaria —informó el hombre—. Son de todas las bicicletas que atravesaron los puentes desde las ocho de la noche. No hay ni una de él.

Benedetto revisó una a una las hojas, pasándolas con movimientos bruscos y desesperados.

De pronto, uno de esos hombres se encontró con un inmóvil Franco bajo el umbral de la puerta.

—Señor Di Santis —lo llamó ese custodio, sin apartar la mirada del niño Casiraghi.

—¿Qué diablos quieres? —preguntó Benedetto, levantando la mirada de las fotografías.

El hombre respondió con un simple movimiento de cabeza, señalando con la barbilla en dirección a Jean Franco.

Benedetto volteó inmediatamente en esa trayectoria, y casi se le doblan las rodillas al descubrirlo.

—Bendito sea Dios —exhaló y le regresó las hojas a su hombre, chocándolas en su pecho—. Franco.

Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y se centró en el niño asustado que dio un paso dentro de la residencia. Giulio prefirió quedarse afuera, por si las dudas.

Benedetto se alivió tanto al verlo, que un poco del color que había perdido le regresó al rostro, aunque seguía furioso con sus hombres y con él mismo. No podía ser posible que se les escapara un niño de diez años.

Siempre estuvo al tanto de las visitas que Franco hacía en las colinas del sur, en concreto a las ruinas de la Villa Casiraghi. Tenía a varios de sus hombres custodiándolo desde la distancia, con el conocimiento de los días y horarios que regularmente ocupaba. Un hecho del que Franco era completamente ignorante. Todo el tiempo le dejó creer que no estaba al corriente de sus actividades, porque entendía que era algo muy personal. De hecho, por esa razón le regaló esa mañana la bicicleta nueva. No le agradaba que usara ese desgastado trasto qué había encontrado en los escombros del ático un par de meses atrás.

Pero, en esa ocasión, la decisión de Franco fue completamente imprevisible. Lo angustió que cualquier cosa le sucediera. A pesar de que solo llevaba once meses a cargo de su protección, le había tomado un infinito cariño. Y no solamente por ser hijo de su mejor amigo. No. Franco era un niño inteligente, astuto, ingenioso, dedicado y noble, aunque intentara aparentar lo contrario respecto a su bondad. Jean tenía un bonito corazón que lograba que las personas lo amaran fácilmente. Cualquier padre estaría orgulloso de tener un hijo como él. Dante lo estuvo.

—¿En dónde estabas, Franco? —lo interrogó Benedetto, acercándose a él. Tuvo que ser cuidadoso y medir el ritmo de sus pasos, ya que no quería asustarlo.

Franco tragó saliva y observó rápidamente a su alrededor, antes de regresar su atención a Benedetto.

—Salí a probar mi bicicleta nueva —mintió un poco Franco.

—Tú y yo acordamos que no podías estar fuera después de las nueve. Desobedeciste —lo reprendió Benedetto, descansando las manos en su cintura—. Me entristeces, hijo. Si los... —Se silenció al descubrir al niño escondido detrás de Jean—. Traes compañía.

—Es mi amigo —confesó Franco.

Giulio abrió los ojos, completamente sorprendido. —¿Soy tu amigo? —le preguntó a Franco en un susurro al oído.

Franco se limitó a asentir.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó Benedetto, estudiándolo. No podía confiar en nadie, gracias a la situación en la que se encontraban.

—Me llamo Giulio, señor —contestó Giulio, levantando la barbilla. Un riquillo no lo iba a intimidar.

—Bien. —Benedetto regresó su atención a Jean—. ¿Quieres explicarme por qué lo hiciste? ¿Tienes idea de lo preocupado que estaba? Es casi media noche y te metiste en una pelea —confirmó, sin pizca de duda

La razón para que Benedetto supiera que Franco estuvo en una riña fue algo que los dos niños se cuestionaron en silencio.

Benedetto no era tonto y examinó a Franco sutilmente desde que lo vio. La herida en el pómulo y la hinchazón del labio podían sugerir una caída, incluso de la bicicleta; sin embargo, las salpicaduras de sangre en el suéter disiparon esa opción. Un raspón en la cara no conseguiría ese estilo de manchas en la tela. El fluido de esa lesión en su rostro ya se había secado, provocando un efecto de lágrima color vino por todo el largo de su mejilla. Y en su labio se podía apreciar una costra con un rastro de sangre fresca. Además, estaba despeinado, no llevaba rasgaduras en el pantalón, mangas o pecho, y se le notaba un pequeño moretón en la frente. En resumen, estaba hecho un desastre sin ropas rotas. Definitivamente había estado en una pelea.

Franco, instintivamente, se llevó una mano al pómulo herido. Lo había olvidado por completo

—Eso fue mi culpa —anunció inmediatamente Giulio, adelantándose un par de pasos a Franco. Así, logró adoptar una posición que protegía a su nuevo amigo. Su único amigo, a decir verdad—. Me salvó de unos abusivos que me robaron mi dinero. Se metió en una pelea para defenderme.

Todos en el vestíbulo se sorprendieron por la determinante confesión de Giulio, inclusive Franco.

—¿Eso es cierto, Franco? —inquirió Benedetto, intentando no sonar demasiado asombrado.

Franco era hermético y no se relacionaba con nadie que no fuera Vittoria. Técnicamente, vivía en su propio mundo, y no invitaba a nadie a entrar en él, hasta ahora...

En respuesta, Jean se encogió de hombros. ¿Qué más daba? Él no era un héroe o un salvador. Había dejado a su hermana en manos de los villanos.

—Es su cumpleaños —dijo Franco rápidamente, evitando que se indagara más en el asunto de la pelea—. Debemos darle algo de comer.

El señor Di Santis tuvo que reprimir una sonrisa. Debía mostrar su autoridad en ese momento para que Franco aprendiera la lección. Asimismo, disfrutó en silencio el modo que tenía Franco al hacer una petición. Regularmente empleaba la palabra exacta para que, más allá de hacerla parecer una sugerencia, se escuchara como una demanda indiscutible. Si se lo proponía, Franco lograría ser un digno sucesor del imperio de Dante. Y él estaba decidido a ayudarlo.

—¿Cuántos años cumples, muchacho? —preguntó el señor Di Santis.

Para ese momento, la mayoría de los guardias ya se habían retirado del vestíbulo, seguramente a tomar sus posiciones fuera y dentro de la residencia.

—Diez años, señor —contestó Giulio, dando un paso en reversa para quedar justo en el flanco derecho de Franco.

Las cejas de Benedetto se dispararon con sorpresa, y después se arrugaron con confusión al desviar la mirada hacia Jean. Qué curioso.

—Diez años... —meditó—. ¿No deberías estar en tu casa? Tus padres deben estar preocupados.

—No tiene. Es huérfano como yo —anunció inmediatamente Franco.

—Vaya... —musitó Benedetto, cada vez más contrariado. Iba a tener que investigar a ese niño.

—¿Cómo tú? ¿Tampoco tienes papás? —inquirió Giulio, entre el asombro y la tristeza.

Franco negó en respuesta.

—¿Entonces quién es él? —Giulio insistió en el tema, observando con suspicacia al señor frente a él.

—Él ahora me cuida. —Franco contestó con solemnidad.

—¡Jean! ¡Cariño! —dijo de repente Susanna, ingresando al vestíbulo.

La pequeña Vittoria, que lucía su cabello enredado de color castaño, y abrazaba una muñeca de trapo, llegó al recibidor detrás de su madre.

—¡Jean! —exclamó con lágrimas en los ojos, y corrió en su dirección. Antes de abrazarlo, porque estaba de vuelta, se detuvo y le tocó cuidadosamente la herida en el pómulo—. ¿Qué te pasó?

—Me caí de la bicicleta. —Franco mintió evitando mirar hacia Benedetto.

—¿Estás bien? —le preguntó la pequeña. Su labio inferior comenzó a temblar.

—Sí, Tori. Estoy bien —le aseguró Franco, impasible.

Entonces, Vittoria lo abrazó con fuerza.

Franco le devolvió el gesto con cierta reticencia. No es que le molestara Vittoria, en realidad le agradaba, pero no le gustaba abrazar y que lo abrazaran. Únicamente quería los abrazos de su familia, en especial los de su hermana.

Vittoria, al darse cuenta de un intruso, se apartó de Franco, preguntándose qué haría ese niño allí. Estaba sucio y parecía que nunca le crecería mucho el cabello. Le sonrió con timidez, no obstante.

Giulio le devolvió la sonrisa.

Susanna aprovechó que su hija se alejó de Jean Franco y llegó hasta él. Se acuclilló y lo abrazó.

Franco no correspondió. Ella no era su mamá. De cualquier modo, no era una actitud que le molestara a Susanna.

—Me alegra que estés a salvo, cariño —le susurró Susanna. Y, dándole un beso en la mejilla, apretó más los brazos entorno a él. Ella también le había tomado un gran cariño. Ciertamente, ella y su marido lo vieron nacer—. Nos tenías muy preocupados.

Susanna frunció el ceño, extrañada, al advertir algo duro contra su estómago mientras abrazaba a Jean. Se alarmó y con rapidez le alzó el dobladillo del suéter. Ahogó una exclamación al darse cuenta del arma y, aun acuclillada, volteó a ver a su esposo.

Benedetto se quedó mudo de la impresión. Franco todavía era un niño como para portar un arma en la calle. Sí, lo estaba entrenando para que supiera usarlas a la perfección, pero en cada lección le recalcaba que no podía disponer de ellas para otra cosa que no fuera su adiestramiento. Y no era cualquier arma, descubrió Benedetto. Era una de las suyas.

Franco ni siquiera se perturbó. Sostuvo con orgullo la barbilla y frente en alto. Si lo tenían que reprender, aceptaría el castigo con responsabilidad. Sus padres siempre le enseñaron sobre la causa y efecto.

—¿Quieres explicarnos, cariño? —le pidió Susanna dulcemente, sin saber si sería una buena idea intentar quitársela.

No hizo falta que lo hiciera. Franco la sacó con cuidado de la cinturilla de su pantalón, la sujetó por el cañón y se la ofreció a Benedetto.

—¿Por qué la tenías, hijo? —preguntó Benedetto. Tomó el arma con precaución y se la entregó al único guardia que seguía allí.

Por alguna razón, Benedetto temió escuchar su respuesta. Franco era un niño impulsivo, pero no violento, y no se metía en problemas, a menos que lo provocaran. Por lo regular, iba en solitario. Por ese motivo también le sorprendió que hubiese estado en una pelea. ¿Qué clase de enemigo podría tener para acudir a un arma?

Entre tanto, Giulio y Vittoria entablaron una conversación que iniciaron al preguntarse sus nombres.

—Yo ayudé a Cerbero a quitarle el sufrimiento. Lo maté para que no le doliera —confesó Franco, con voz dura—. Mi padre me enseñó.

Benedetto en ese instante olvidó su molestia para con Franco. Se acuclilló frente a él y lo sujetó de los brazos. Ponerse a la altura de un niño resultaba un buen método para regalarles confianza, porque así, de algún modo, se sentían en igualdad.

Susanna se puso de pie y se abrazó a sí misma. No era justo que un niño tuviera que llevar esa carga y enseñanza viciada sobre sus hombros. Ojalá su Vittoria pudiera encontrar una forma de soportar ese mundo.

—¿Quién estaba sufriendo, Franco? —inquirió Benedetto, con calma y amabilidad—. ¿Querías ayudar a alguien?

Franco no respondió. No lo haría nunca. El significado de esas palabras solo las entendería él. Y nadie, jamás, sabría que quiso aliviar por su cuenta el calvario por el que estaba pasando. No quería causar lástima ni pena. Era tan duro como un cristal y por ello podía romperse con gran facilidad.

Benedetto supo que Franco no le respondería tras varios instantes en que se sostuvieron la mirada en completo silencio. No lo presionaría. Era un niño quebrantado que necesitaba disciplina, sí, pero también comprensión y respeto a su privacidad.

—Llévate a Vittoria a dormir, Susanna —exigió Benedetto.

Susanna en seguida obedeció a su esposo. Tomó a su hija de los hombros y la dirigió escaleras arriba.

Antes de que la pequeña castaña desapareciera por el pasillo derecho de la planta alta, miró sobre su hombro a Jean. El pensamiento de que siempre lo querría se le arraigó con vigor. Con eso en mente, dejó que su mamá la llevara a su habitación. También esperaba volver a ver a Giulio, le había agrado y hecho reír con facilidad.

—Por la razón que sea, no puedes volver a tomar un arma ni salir después de las nueve de la noche, Franco —aseveró Benedetto, sin soltarlo—. Has perdido un poco de mi confianza. ¿Lo entiendes? Tendrás que trabajar para recuperarla. Sé que eres listo.

Franco asintió, admitiendo que, si se perdía la confianza en alguien, se volvía complicado volver a recuperarla o tal vez jamás se restablecía. Iba a tener que acatar las exigencias de Benedetto. Le respetaba, siempre lo haría. De no haber sido por él, estaría en una casa hogar o durmiendo en las calles como Giulio. Se había vuelto un tanto autodestructivo, pero tampoco era estúpido.

Di Santis llevó a los dos niños a la cocina y ordenó que se les sirviera toda la comida que desearan.

Franco exigió pastel. Un pastel que no probó por la tarde, pero que en esos momentos le apeteció comer más que cualquier cosa. Quería festejar su cumpleaños con Giulio.

Mientras devoraban el pastel de tres chocolates con almendras y un vaso de leche, a Franco le limpiaron las heridas del rostro. Tuvieron que ponerle una tela adhesiva en la lesión del pómulo izquierdo para que cerrara con rapidez. El corte había sido más profundo de lo que se apreciaba, y se veía muy probable que le quedara una cicatriz. Ni siquiera se quejaba por el ardor. Estaba ensimismado, contándole a su nuevo compañero, con ingenuidad entusiasta, que ese día también era su cumpleaños y que cumplía diez años, como él. Sugerentemente, el dolor en el pecho y el alma del sobreviviente Casiraghi se había disipado por el momento.

Giulio, mientras ignoraba que a veces la vida actuaba de maneras misteriosas, pidió el segundo trozo de pastel y otro vaso de leche. Jamás había probado uno. En la casa hogar donde vivió nunca le festejaron su cumpleaños, y cuando tomaba leche era porque algún buen samaritano se las donaba. Un evento que no ocurrió con mucha frecuencia. Estaba tan fascinado con el sabor del pastel, que no se daba cuenta de que tenía todo el contorno de la boca manchado de chocolate y bigotes de leche, a diferencia de Jean, que comía con delicadeza usando tenedor y bebía la leche de a pequeños sorbos. Para Giulio era el mejor día de su vida. Un cumpleaños especial. ¡Tenía un nuevo amigo!

Benedetto se quedó apartado de los niños, bajo el umbral de la puerta de la cocina, observando con atención el modo en que Franco interactuaba con Giulio. Se preguntaba por qué habría dejado entrar a ese niño tan fácilmente a ese lugar al que nadie había logrado ingresar, ni siquiera Vittoria.

Franco parecía relajado, cómodo a su al rededor. La tensión en sus aniñadas facciones había desaparecido, y un lindo brillo de emoción se reflejaba en sus ojos. Por primera vez, desde que vivió bajo el techo de los Di Santis, parecía un niño normal sin sombras del pasado que lo persiguieran. Igualmente, seguía comportándose como un chico de buenos modales, y sus sonrisas eran discretas, no como las de su nuevo compañero que mostraba todos los dientes a la hora de hacerlo. Conservaba el recato que siempre lo caracterizó, incluso cuando era un pequeño con su familia unida.

Benedetto quería a Franco como si fuera su hijo y estaba preocupado por las extrañas coincidencias que, para él, siendo un adulto, no le parecían parte de un bonito o divertido cuento de hadas como a ellos.

Con discreción los había sondeado unos momentos atrás, y así, le revelaron detalles de Giulio, ingenuamente, para que él pudiera investigarlo. Logró obtener su nombre completo, que solo constaba del apellido paterno, y fue fácil que le contaran que escapó de un orfanato en Verona y el modo en que llegó a Florencia. Para cuándo Franco le contó con algo de burla los meses y días que habían pasado desde que Giulio huyó de ese espantoso lugar, ordenó que buscaran todo tipo de información sobre Giulio sin que ninguno de los dos se diera cuenta. De eso ya habían transcurrido un par de horas.

Ya estaba cansado, le pesaban los ojos y quería ir a ver a su hija antes de irse a dormir, pero no quería dejar a Franco solo, hasta que Giulio se marchara. Aunque, honestamente, tampoco le generaba ningún tipo de desconfianza. El chiquillo era alegre y parecían sinceros cada uno de sus gestos. No obstante, un niño era fácil de manipular para lograr cualquier objetivo.

La información más fácil de obtener fue la fecha exacta en que el niño escapó de la casa hogar. Él mismo la dedujo, pero iba a tener que rectificarlo en todas esas organizaciones altruistas de Verona. Asimismo, no podía desatenderse que, si la fecha y los sucesos eran correctos, estaban en medio de un gran enigma. Cualquiera que supiera hacer cuentas y conociera la historia de Franco, entendería que, posiblemente, Giulio Marchetti era una buena jugada del destino a favor de Franco. Once meses y once días. Era asombroso, y prácticamente imposible.

El reloj estaba a punto de marcar las tres de la madrugada, y el plato de Giulio se había quedado vacío después del cuarto pedazo de pastel y el quinto vaso de leche. Franco se entristeció por ese hecho, ya que se había terminado su momento feliz. Era hora de que se marchara su amigo. Pensarlo le regresó una buena parte del dolor con el que estuvo viviendo esos once meses. Le asfixió la opresión en el pecho. Esa sensación maligna de vacío que se instala en el estómago, cuando alguien se queda a solas en la oscuridad, lo abordó con saña. No lo dejaría ir.

—Señor Di Santis —dijo Franco—. Giulio tiene que quedarse.

—¿Qué? —preguntó Giulio, levantándose de su asiento abruptamente.

Benedetto fue arrebatado con violencia de sus cavilaciones acerca de la fecha en que Giulio escapó. Elevó una ceja, separándose del marco de la puerta, y avanzó unos pasos hasta detenerse en medio de la ostentosa y espaciosa cocina.

—¿Por qué? —preguntó Benedetto, con suspicacia.

—Porque si vuelve a las calles volverán a molestarlo y lastimarlo —contestó Franco totalmente convencido de sus palabras.

Benedetto estrechó los ojos, mirando de hito en hito a Giulio y a Franco, en la labor de descubrir algún plan malvado de dos chiquillos astutos que habían escapado de un taxista al que no le pagaron el viaje.

Aquel taxista había interrumpido el descanso inapropiado del guardia que se quedaba a cargo de la seguridad de la entrada a la villa, exigiendo su pago. Aseguró que había visto a dos niños correr dentro de ese lugar que huían para no pagar por los servicios que ofreció esa noche. Por supuesto, pusieron al tanto a Benedetto de dicho evento. Como le molestó la poca empatía del taxista, había ordenado que lo intimidaran un poco y que no se le diera ni un centavo. Obedeciendo sus exigencias, dos guardias le habían mostrado discretamente las pistolas que cargaban en sus sobaqueras, y le aseguraron que a ese lugar no había ingresado ningún niño con las características que dio. El chofer salió de ahí, más rápido de lo que Giulio y Franco corrieron para escapar de él.

Como Benedetto no encontró evidencia de complicidad, ya que Giulio tenía la boca abierta por el asombro, se sentó en un banco al otro lado de la barra, frente a los niños. No les diría que estaba al tanto de su osada aventura.

—Cierto, un niño no debería estar sólo en las calles, ¿verdad, Franco? —Benedetto le recordó a Franco sutilmente su insurgencia de esa noche.

—Se quedará y yo no volveré a escapar —aseguró Franco.

—¿Lo prometes? —dijo Benedetto.

Franco lo meditó. No quería dejar de ir a las ruinas de su familia.

Benedetto, por su parte, supo que el silencio de Franco se debía a ese dato que él conocía.

¿Qué haría Franco?

—Si voy por la calle, Giulio me acompañara —decretó Franco—. Lo inscribiremos conmigo a la escuela. Te pagaré todo cuando pueda reclamar mi herencia —El ingenio y manipulación de Franco eran admirables.

Benedetto le había informado a Franco sobre la situación de la herencia Casiraghi unos meses después de que lo albergara bajo su techo. No quiso ocultarle casi nada. Por ende, le explicó que por el momento no podía reclamar dicha fortuna, ya que, para el resto del mundo, Jean Franco Casiraghi había perecido junto con su familia en el incendió. Ya tendría oportunidad de reclamarla cuando fuese mayor y estuviera listo para enfrentar la situación. Por otra parte, el dinero sucio de Dante que logró quedar intacto, lo salvaguardó y lo seguía lavando en dos restaurantes y una agencia de transportes. Ese dato se lo revelaría a Jean solamente si tomaba el camino oscuro de la mafia y decidía retomar las actividades que dejó su padre.

Ahora bien, como Benedetto deseaba que Franco se convirtiera en un buen hombre de negocios, pensó que se le estaba presentando la oportunidad perfecta para iniciarlo con la situación planteada sobre Giulio. Además, no se veía capaz de decirle que no si había iluminado un poco la opacidad y frialdad en sus ojos azules.

—De acuerdo —aceptó Benedetto—. Por el momento me haré cargo de los gastos del muchacho, pero tendrás que firmarme un documento en donde te comprometes a pagarme cada centavo.

Franco asintió sin dudarlo, ofreciéndole la mano a su protector, claramente en vísperas de cerrar un trato.

Benedetto aceptó la mano de Franco y le dio una suave sacudida. Así también tendría oportunidad de vigilar de cerca a Giulio. Seguía sin creerse la fecha que descubrió.

—Haré que le preparen una de las habitaciones para invitados —exhibió Benedetto.

—¡No! —exclamó inesperadamente Giulio.

Franco lo volteó a ver con molestia. Después de todo lo que estaba haciendo, cómo se atrevía a rechazarlo.

—¿Por qué no? —preguntó entre dientes.

—Porque me ponen nervioso los estirados —le confesó Giulio a Franco, en un susurro al oído—. Tú no tanto.

Si la intención de Giulio fue que no lo escuchara Benedetto, lo hizo un poco mal. El señor Di Santis fingió carraspear para ahogar la risa que ese comentario le provocó. Realmente parecía un buen chico, aunque impertinente.

—¿Entonces quieres regresar a la calle? —inquirió Franco, confundido.

—No. Tampoco —respondió Giulio.

Bueno, pero que exasperante, más para la poca paciencia de Franco.

Franco frunció el ceño. Si Giulio no quería vivir bajo ese lujoso y calientito techo, y tampoco quería volver a la calle, ¿entonces qué podría hacer?

Lo supo en un segundo.

—Ya sé dónde puede quedarse —informó Franco—. ¿Puedo mostrarte algo, señor Di Santis?

Benedetto deseó que algún día Franco lo llamara tío, o por lo menos Benedetto.

—Claro —aceptó, levantándose de su asiento.

Franco llevó a su protector y a Giulio a través de la extensa área verde trasera de la villa, casi hasta el límite de la barda de seguridad. Ahí se encontraron con un pequeño cobertizo viejo y descuidado. Abrió la desgastada puerta y se coló en el interior. Posteriormente, se agachó para abrir una portezuela de acero, revelando unas escaleras que conducían hacia algún lugar oculto bajo tierra.

—¿Cuándo encontraste esto, Franco? —le preguntó Benedetto, algo contrariado. No era extraño que descubriera el cobertizo, porque estaba a la vista. Pero sí le interesó saber cómo había logrado averiguar lo que se hallaba oculto dentro. Él lo sabía, pero jamás se lo dijo, dado que no le parecía relevante.

—Un día —contestó Franco, tajante. No iba a confesarle que lo encontró en una ocasión en que Liandro quiso golpearlo, y que, para huir de él, se escondió en el cobertizo y se quedó dormido ahí toda la tarde. Se había acostado justo encima de la puerta de acero y, con el movimiento de su cuerpo, la paja que la cubría se había esparcido.

Franco no dejaba de sorprender a Benedetto. Era como si jugara ajedrez a ciegas y moviera las fichas siempre a su favor.

—¿Qué es aquí? —preguntó Giulio, asomándose en el pasillo oscuro que mostraba apenas el inicio de unas escaleras de concreto.

—Es un bunker —respondió Franco. Lo había investigado en internet.

—¿Qué es un bunker? —pidió saber Giulio, con suspicacia.

—Un sitio para que las personas se escondan y no las puedan encontrar. Tiene baño, regadera y una litera —informó Franco, entusiasmado—. Te quedarás aquí y pondremos una mesa para que comas.

—¿Tú vas a vivir aquí conmigo? —inquirió Giulio sin dejar de intentar ver a través de la oscuridad del pasillo.

Franco miró a Benedetto con los ojos bien abiertos. Su protector no sabía que no le gustaba su habitación, en particular porque Liandro lo molestaba allí y Vittoria ponía música horrorosa. Prefería la bonita música que escuchaban sus padres cuando vivían, unas melodías suaves y armoniosas que se generaba con la unión de varios instrumentos. Pero no quería hacer sentir mal al señor Di Santis, porque le había decorado ese cuarto a su gusto.

—A mí no me ponen nervioso los estirados —dijo Franco, negándose de una manera poco sutil. De todos modos, era posible que se escapara por las noches y se quedara con Giulio sin que nadie lo supiera. En secreto, le emocionaba la idea.

—Gracias —dijo Giulio, ignorando el comentario negativo de Franco. Estaba demasiado agradecido por lo que estaba haciendo Franco por él y no podía rebatirle en ese momento cualquier cosa—. Me rescataste de esos tontos y de la calle. —Abrazó a Franco.

Sorprendentemente, Franco lo abrazó con la misma emoción que Giulio lo hizo. No obstante, terminó el contacto rápidamente, dándole un golpe en el estómago a modo de juego.

En esas palabras y actos de gratitud, existía una ironía implícita que ellos jamás deducirían. Una verdad que la luna, las estrellas y un cobertizo atestiguaron. Giulio no fue el único a quien se rescató esa noche. Sin saberlo, él salvó a Franco de la muerte.

Tras un par de horas de acondicionamiento a ese lugar para que tuviera luz y acomodaran unas mantas en una de las camas, Giulio pasó ahí esa noche. Y fue así como se estableció en el búnker indefinidamente.

En la segunda noche que Giulio durmió allí, ya le habían conseguido un colchón nuevo. En la tercera ya tenía una almohada más blanda. Y, para el fin de semana, ese lugar ya casi parecía un acogedor dormitorio.

Benedetto lo matriculó con Franco en la primaria. Le compró ropa nueva, zapatos nuevos, útiles escolares, el uniforme de la escuela y una mochila.

Franco, por supuesto, le firmó el convenio. Lo hizo con tal orgullo, que le recordó a Dante siempre que cerraban algún trato legal o turbio. El hijo de su mejor amigo estaba decidido a cumplir con ese acuerdo, confiaba en ello. Y no porque quisiera que le regresara el dinero, sino porque Franco tenía que aprender que nada en la vida se recibiría gratis. Tal alegoría fue decretada prematuramente ante el homicidio de la familia Casiraghi. Y su deber, para con su difunto amigo, era convertir a su heredero en el mejor.

Dos semanas después de que Giulio se instalara en el búnker, Franco llegó a la Villa con otro huérfano de la calle, llamado Vito. Como requisito, tuvo que firmar otro acuerdo con Benedetto, aunque este se resistió más a dicha demanda.

Algunos días más adelante, llevó a otro niño, este de nombre Antonio. Y luego Luigi y Luciano. Y así sucesivamente, hasta que en tres meses juntó un grupo de doce niños.

Se firmaron más acuerdos. Compraron más literas, seis pares de colchones y doce juegos de ropa de cama. Tras una larga platica y un par de discusiones, se contrató a un entrenador de acondicionamiento físico y un maestro de educación básica. El profesor era para los otros once chicos, porque Franco y Giulio no dejaron de asistir a la escuela privada. No obstante, sí entrenaban con el resto en el bunker.

Franco, al inicio, había pedido que se les adiestrara físicamente con ejercicios de alto rendimiento y en artes marciales. Gradualmente, exigió que comenzaran a enseñarles a manejar armas.

Benedetto no tardó en comprender lo que estaba realizando Franco, por ello no se opuso en aceptar a todos esos nuevos chicos. Dejó de verlo como un gasto circunstancial y lo apreció como una excelente inversión. Franco estaba creando su propio estilo de familia. Y, a priori, inconsciente o no, comenzó a formar el ejército que le ayudaría a recuperar la supremacía Casiraghi.

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