CAPÍTULO 11
¿Cuánta influencia podría adquirir una sencilla y llana fotografía? La suficiente para desencadenar la residencia indefinida en el infierno de un alma que ha sido torturada por años. Un hombre, autoproclamado demonio, se sentenció al averno que él creo para sí mismo por una simple imagen bidimensional sin calor y sin emociones.
"Demonio", una palabra tan ambigua, pero de gran fuerza astral. Un concepto utilizado por siglos para crear terror y tratar de llevar a la humanidad por el buen camino. La oposición de un Dios. Un ser sobrenatural que en diversas creencias y religiones encarna y representa el mal. Un adjetivo o un seudónimo.
Y, para Franco, una alegoría. Pero, ¿derivada de qué? De la desestimación, del egocentrismo o del sentimentalismo. Cualquier respuesta sería un simple tecnicismo, ya que existía un motivo sin importar el significado, la raíz o el objetivo: Ira. El sentimiento más vil y corrosivo. En particular, el rencor de una amada hermana.
Franco consiguió vivir entre la civilización, incluso creyéndose un ser malvado por haber abandonado a su luna, porque aún conservaba fe. Esa clase de esperanza que únicamente te puede dar el amor en cualquiera de sus presentaciones. Sin embargo, tras leer el reverso de la fotografía, había perdido todo.
Cada día abría los ojos con el temor de estar siendo odiado por su hermana, y al parecer, sí había ocurrido. O tal vez no...
No existía certeza alguna de que la chica de la fotografía fuese su hermana, pese a que era demasiado similar a él. Por otra parte, si era ella, la fotografiaron muchos años atrás y podía ya no estar con vida. Y si lo estaba, indudablemente su existencia estaría siendo miserable.
La incertidumbre y la pena, que fuese ella o que estuviese muerta, estableció un infinito agujero en el sitio donde se expandían sus pulmones y latía su corazón. Era un vacío de lo más ruin y doloroso. Cada hálito incrementaba esa brecha hasta que respirar se volvió una tarea lacerante. Quería llorar su gran suplicio, pero no podía. Las lágrimas se quedaban atascadas detrás de sus ojos y el llanto atorado en su garganta. Su castigo era vivirlo y sufrirlo en silencio.
Por ende, la comida con los Di Santis estaba siendo una real tortura para él. En cuanto el reloj marcó el medio día, Benedetto le había llamado para casi suplicarle que los acompañara ese día a comer. No parecía que su protector estuviera sufriendo ningún tipo de consecuencias por todo el alcohol ingerido esa misma madrugada. Y Franco no pudo negarse, porque tenían asuntos que tratar, como encontrar la mejor iglesia y el mejor banquete de bodas del año. Sin embargo, hubiese preferido quedarse en su ático y auto lesionarse internamente en soledad.
Como acompañante, Franco llevó a un invitado especial a esa reunión: Hades.
El dóberman comía en dos recipientes de plata junto a su dueño, sin hacer el habitual ruido que un perro haría al masticar carne a medio cocer o al tomar agua de manantial. Sí, Hades también poseía una educación admirable. Hasta hacía menos escándalo que Liandro a la hora de comer.
Mientras los Di Santis saboreaban sus alimentos en silencio, Franco observó a cada uno de ellos, degustando discretamente su delicioso filete Waygu. Por lo regular, disfrutaba de la distribución de los lugares, en especial cuando Liandro y sus hijos también comían con él.
Debía esperarse que el menor de los Di Santis ocupara una de las cabeceras de la mesa al otro extremo del sitio de Benedetto, pero no. Desde que Franco cumplió veintidós años invadió el lugar que le correspondía a Liandro. Qué exquisita manera de enseñarle que las humillaciones que le hizo le cobrarían factura de por vida. Con todo esto, a Liandro no le quedó otra opción más que acatar las órdenes de su hermano mayor y sentarse a un lado de Franco.
El otro sitio al costado de Casiraghi le pertenecía a Giulio (aunque ese día castigó a Franco con su inasistencia), y los dos, a su modo, siempre se divertían de Liandro. Eso conseguía que el menor de los Di Santis y sus hijos siempre estuvieran de mal humor durante las cenas o comidas. Una situación que siempre le provocó placer a Jean Franco.
Esa tarde, a pesar de todo, no le complacía.
Por muchos motivos, Franco tenía ganas de sacar la foto de su hermana que había guardado en uno de los cajones de su cómoda, y dormir abrazado a ella por días. Una parte muy oculta en su interior quería volver a ser un niño asustado para no tener que fingir que todo estaba bien. Por Dios, sentía que se asfixiaba, y más por las miradas que le dedicaba Vittoria sentada en uno de los costados de Benedetto. Parecía como si se hubiera dado cuenta que se estaba desmoronando por dentro y eran sus ojos azules los delatores.
Efectivamente, Vittoria encontró algo anormal en la mirada de Franco desde que se sentaron a la mesa. No sabía qué, exactamente, pero sí podía notar lo turbios que se veían esos orbes azules, como si estuviera enloqueciendo de a poco. La usual frialdad en su mirar que congelaba al observar a cualquiera, parecía más bien como un ciclón al límite de un huracán. En todo lo demás, seguía siendo él. Movimientos controlados y elegantes. La espalda siempre recta y la barbilla en alto. Sus facciones afiladas y sus sensuales labios apenas abriéndose para hablar o comer.
Franco disfrutaba una exquisitez propia de la misma perfección. Ostentaba la soberbia suficiente para dominar el significado de esa palabra, sin importar lo que fuese que estuviese ocurriendo en su interior. Un hecho que a Vittoria le mojaba las bragas y le aceleraba el corazón.
—Ahora que han terminado de arreglar el desastre que nos dejaron los rebeldes en la Villa —interrumpió el silencio Benedetto—, quiero hacerle unas remodelaciones y quizá ampliarla. —Se metió un trozo de pescado a la boca.
Franco alzó la vista del plato a su protector, preguntándose en silencio por qué sacaba un tema tan trivial. Había estado esperando que en algún momento anunciara el nuevo compromiso, porque para eso se suponía que era la comida, ¿no?
—En lugar de pensar en estar remodelando la Villa, deberías estar planeando otra operación para los ojos —le reprochó Susanna, dándole unos golpecitos afectivos en el dorso de la mano. Estaba sentada al otro costado de Benedetto, observándolo con respeto y afecto.
Pese a que su matrimonio fue arreglado y nunca llegaron a amarse como se desearía querer a alguien, con esas patrañas de hasta que la muerte los separe y jurar un sí ante el altar, el tiempo de convivencia los hizo quererse como grandes amigos y protegerse. Al fin y al cabo, eran compañeros y ambos eran buenas personas. No vivían infelices del todo.
Franco se cuestionó qué tipo de matrimonio construiría con Vittoria. No parecía que ninguno de los dos fuese a disfrutarlo. Jamás llegaría a tener algo tan bonito como lo que tuvieron sus padres.
—Yo que tú, ni le insistía, mamá. —Vittoria dejó su copa de agua sobre la mesa—. Al parecer es el único aquí que tiene derecho a elegir lo que le dé la puta gana —exhibió usando un tono de voz moderado, digno de una dama de la alta sociedad. Una enorme contradicción a su reproche.
Los dos hijos maleducados de Benedetto, sentados a un lado de Vittoria, no disimularon sus estúpidas risas. El mayor lucia como si hubiera bebido una botella de vino completa y el otro comía tan rápido que podría atragantarse en cualquier momento. Seguro un efecto secundario de lo que consumía.
—Descuida, Susanna. Hay dinero para todo —se complació Benedetto, ignorando sabia y cruelmente a su hija. Apretó la mano de su mujer y se llevó un trozo de salmón a la boca.
—Dinero hay de sobra, hermano. —Liandro levantó su copa vacía de vino, ordenando que se le sirviera más—. Tiempo, no tanto. No querrás quedarte ciego antes de que Vittoria se case con Paolo. Tienes que entregarla en el altar. Seguro se verá espectacular.
—Vittoria no va a casarse con Paolo —aseguró inmediatamente Franco, dejando sus cubiertos sobre la orilla del plato.
Tras esa inesperada confesión, lo único que se logró escuchar fue como llenaban la copa de Liandro.
Vittoria dejó el tenedor y el cuchillo a medio camino de cortar sus alimentos, y dirigió su mirada estupefacta a Franco. Ambos se estudiaron en silencio, intentando adivinar qué podría estar ocurriendo en la mente del otro.
Las preciosas esmeraldas de Vittoria demostraron algo parecido al agradecimiento. Los intensos zafiros de Franco denotaron una burla mezquina disfrazada de amabilidad. Benedetto sonrió complacido. Y Susanna se vio a punto de lanzar confeti y serpentinas por los ojos. Demasiadas reacciones para una sola novedad.
La pelirroja le regaló a Franco un ingenuo "gracias" en silencio. Si ella realmente supiera lo que estaba pasando, lo hubiera amenazado de muerte.
—Lo encontramos teniendo sexo, muy indecente en mi opinión, con una mujer en el baño. —Benedetto informó tras unos buenos segundos de mutismo, intencionado cada una de sus palabras.
Franco Y Vittoria dejaron de observarse y regresaron su atención a sus respectivos platos. Qué distintivo sentido del humor tenía Benedetto.
Liandro arrugó la frente mientras bebía la mitad del líquido en su copa.
—No deberías dejar que un desliz interfiera en tu felicidad, querida —sugirió el tío de Vittoria—. Hacen una preciosa pareja. —Se limpió la boca con la servilleta de tela.
—No es hombre para mi hija —protestó Susanna, separando las zanahorias del apio dentro de su plato—. Yo nunca estuve de acuerdo con esa tontería. Merece algo mucho mejor. —Levantó la vista del plato y le dedicó una mirada fugaz a Franco. Un acto que Casiraghi no pudo pasar desapercibido.
Gracias a eso, Franco meditó la posibilidad de que Susanna estuviera al tanto de los planes de Benedetto. Seguramente debió hostigarlo con el asunto de Cavalcanti, hasta que le confesó sus verdaderos propósitos. Por eso parecía tan feliz después de que se anunciara de un modo extraño ese compromiso.
En efecto, para Susanna, no habría mejor hombre que mereciera a Vittoria más que Jean Franco. Tenía un prestigioso apellido, era condenadamente apuesto, millonario, contaba con infinidad de propiedades y era un capo peligroso que resguardaría la integridad de su única hija. Pero, sobre todo, desde que llegó a la familia Di Santis, se robó su corazón de inmediato y lo quiso siempre como parte de ellos. Susanna podría ser vanidosa, ambiciosa y caprichosa, pero tenía excelente gusto y muy buen sentido común.
—¿Tú qué dices Vittoria? —inquirió Liandro con entretenimiento.
—Que, si un infiel es repulsivo, un gay infiel lo es más. ¿No te parece, tío? —apuntilló Vittoria, sorprendiendo a todos en la mesa. Incluso Franco dejó por un segundo su perturbación por lo ocurrido con Isis. ¿Vittoria sabía de los peculiares gustos de su tío?
Liandro se aclaró la garganta, removiéndose incómodo sobre su asiento, y cambió el vino por un buen trago de agua.
—Es una lástima —declaró Liandro, recomponiéndose—. Ahora que perderá oportunidad de unir sus proezas con nosotros, al menos espero que lo elijan como alcalde.
—¿Agobiado por mi grandeza, Liandro? —preguntó Franco casualmente, cortando un trozo de carne.
—Ah, no. Por supuesto que no, querido Jean Franco. —Liandro tomó una pieza de pan del centro de la mesa, lo partió a la mitad y lo mordisqueó—. No me mal intérpretes. Mis preferencias se basan en tu bienestar. Piensa que tal vez Dante lanzó una maldición sobre ti y, como él, mueras antes de asistir a la toma de poder —argumentó con total descaro, dejando el resto de pan a un lado de su plato.
Con una presteza impresionante, Franco giró el cuchillo como un auténtico ninja, sin mover ninguna otra parte del cuerpo, y atravesó la mano de Liandro clavándola contra la superficie de la mesa. Ni siquiera agitó los ojos, dejó estacionada la vista en su comida. Una lástima que perdiera el apetito tan rápido, era una de las mejores carnes exportadas desde Japón.
Liandro bramó de dolor, abriendo desmesuradamente los ojos, sujetándose la muñeca de la mano que Franco le atravesó.
—¡¿Cuál es tu jodido problema, cabrón hijo de puta?! —vociferó Liandro. Algunos chorros de sangre ensuciaron enseguida el fino mantel blanco. El muy cobarde casi se echaba a llorar.
—Jean... —exhaló Vittoria mientras se levantaba abruptamente, llevándose las manos a la boca.
Susanna retiró la mirada de inmediato sin llegar a acostumbrarse a la poca delicadeza de la vida que la rodeaba.
El hijo mayor de Liandro se levantó rápidamente, gritando varios improperios dirigidos a Jean Franco, y auxilió a su papá, aunque poco podía hacer. Únicamente le sostuvo el brazo, gritando por ayuda. Su hermano se quedó en el limbo, indiferente a lo que ocurría a su alrededor.
Hades, entre tanto, saltó en su lugar y comenzó a ladrarle y gruñirle a Liandro. Había interrumpido su exquisita comida con ese grito. Ojalá Giulio hubiera estado presente, pues seguramente estaría grabando toda la escena.
Por su parte, Franco alzó la vista y le sostuvo la mirada a Benedetto, quien se había quitado las gafas oscuras como único síntoma de asombro. No había reproches ni amenazas, solo la duda en los ojos del hombre mayor, cuestionando en silencio qué rayos le estaría ocurriendo a su protegido.
Hasta ese momento fue que Benedetto se dio cuenta de la inestabilidad de Jean Franco a través de la perturbación de sus pupilas. Por lo regular el adulto Jean Franco no sucumbía con tanta facilidad a sus instintos más arcaicos.
—Acepto la amenaza y lo tomó como una invitación abierta —declaró Franco en tono impasible. Se levantó de la silla, haciendo gala de toda la elegancia que poseía, y dejó la servilleta de tela sobre la mesa—. Como siempre ha sido un placer comer con ustedes. Con su permiso.... —Acomodándose el moño de la corbata llamó a su perro y, regocijándose en los gruñidos y lamentos de Liandro, se retiró de la mesa. En un segundo supo cómo se vengaría de esa amenaza implícita.
Hades obedeció a su dueño y lo siguió, caminando a su lado con el mismo porte altivo. Parecía como si el dóberman estuviera disfrutando de lo que había hecho Franco. Sus cuatro patas avanzaban con la misma parsimonia que los pies de Franco, e iba completamente erguido, presumiendo su entrenamiento diario. Ponerle corbata ya hubiese sido algo ridículo.
—Benedetto... ¡Haz algo! —exigió Liandro al ver que Jean Franco se marchaba como si nada hubiera pasado. ¿Cómo mierda iba a desenterrar el cuchillo de la mesa y de su mano?
—Lávate y no dejes que se te infecte —dijo Benedetto, con la mirada fija en la espalda de Franco. Tenía que hablar con él pronto. Ya era preocupante el modo impulsivo con el que estaba actuando. Empezaba a parecerse más de lo debido a Dante.
Franco y Hades atravesaron el interior de la residencia, dejando atrás un teatro de gruñidos, bramidos y exclamaciones.
Fabio y Bruno, quienes se habían quedado fuera del comedor, fueron detrás de su jefe. Habían escuchado todo lo que sucedió durante la comida y, como los excelentes hombres de Franco que eran, se dieron a la tarea de anotar en su lista de prioridades a Liandro. Se entendía que debían poner más atención en él por lo ocurrido.
El caminar de Franco se volvió más lento, y tan controlado, que casi parecían movimientos robóticos. Experimentaba casi los mismos síntomas que un adicto en rehabilitación, incluido el sudor en la frente. Jamás le pareció tan complicado ocultar su infierno interno de las personas a su alrededor. Por lo regular, siempre tomaba autonomía de sus pensamientos, y por ello la impasibilidad que mostraba a todo mundo era admirable.
El juego mental que habían iniciado con él estaba surtiendo el efecto deseado. Alterarlo así con su hermana era una buena treta de alguien que conocía la debilidad de un sol apagándose. Seguía sin encontrar respuestas. Nunca estuvo cerca de encontrar cualquier indicio, pero en esos instantes le parecía que jamás existió nada. La fotografía, junto con cientos de recuerdos tortuosos, era lo único que ocupaba su mente. Lo estaban llevando al límite. Eran evidentes las intenciones de debilitar el núcleo de una organización poderosa.
Al salir por la gran puerta trasera de la residencia, lo recibió el extraordinario jardín trasero. Un sitio que fue diseñado como la réplica de un oasis. Los rayos del sol que se reflejaban con intensidad en las dos piscinas, deslumbraron por unos segundos sus atormentados orbes azules. Siempre odió el calor, pero en esos momentos deseó que el jodido sol se extinguiera. Una metáfora muy triste.
Estrechó la mirada, adaptándose rápidamente a la luz, y se quitó la corbata con movimientos frustrados. Las gotas de sudor que perlaban su frente escocían en su piel. Ese no era el Franco que todos los días admiraba en el espejo. Vivir, de pronto, le pareció innecesario. Se desabrochó los botones del saco, del chaleco, y los tres primeros de la camisa, consiguiendo un poco de libertad. Entonces prosiguió con su camino tras encender un cigarro.
Hades acompañó a Franco, fiel y cariñoso, jugando con la corbata que colgaba de su mano. En ocasiones no parecía un dóberman, se acercaba más al primer perro, un golden retriver, que tuvo Franco. Aquel pobre animal que vio el final de su vida a manos del niño Jean.
Franco cruzó un par de kilómetros a través la extensa área verde que delimitaba el final de la villa. El calor parecía intensificarse, como si estuviera tomando vida propia el averno interior en el que se había sumergido.
Unos cinco minutos después, se detuvo frente a un cobertizo que mantenía la puerta de madera abierta. Se limpió la frente con el dorso de la mano, guardó su corbata en el pantalón y se obligó, demasiado duro, a controlar su estado de ánimo. Podría ser un hombre torturado, pero siempre debía exhibir su soberanía ante su gente. No podía darse el lujo de desequilibrar el orden de la jerarquía donde se posicionó, desde muy joven, en la cima.
Entró al cobertizo desprovisto de cualquier tipo de mueblería. Lo único que albergaba era una puerta de acero cubierta por una cama de paja en el piso. Los rayos de luz, que se filtraban a través de las ranuras de las maderas, se reunían justo en ese lugar, invitando a indagar lo que se hallaba debajo de esa entrada.
Fabio Y Bruno se adelantaron a Franco y abrieron la portezuela para él, revelando unas escaleras de concreto que conducían a algún lugar bajo tierra.
—Esperen fuera y examinen el perímetro hasta que yo salga —les ordenó Franco, encendiendo otro cigarro. De inmediato, bajó la escalinata lentamente con Hades detrás de él.
A mitad de camino, se comenzaron a escuchar gruñidos, murmullos, sonidos de golpes y de disparos, alentándolo a recuperar su autonomía por completo. Ese lugar, como mucho territorio italiano, le pertenecía, y no solo como un área geográfica.
Al pie de las escaleras se detuvo y analizó la estancia que lo recibió. Era un bunker que los Di Santis habían construido en la segunda guerra mundial, y que Franco y Benedetto convirtieron en una fosa de entrenamiento inspirado en una base militar.
En el centro se hallaba un cuadrilátero de boxeo, donde se entrenaba a la guardia Casiraghi para enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Del lado derecho se apreciaba un adaptado con maderas de tiro al blanco empotradas en la pared, salpicadas de agujeros, y una mesa con gran variedad de armas de fuego y armas blancas, desde fusiles de asalto y pistolas de diferente calibre, hasta dagas, catanas y chacos. A la izquierda se alineaban diez literas. Cada espacio estaba personalizado por sus dueños, con diversidad de posters, diferentes estilos de ropa de cama y prendas colgadas o sobre los colchones.
En esas camas dormían los jóvenes que empezaban su entrenamiento para ser parte del grandioso imperio Casiraghi. Los hombres que ya pertenecían a la guardia solo entrenaban ahí. Aproximadamente a los veintidós o veinticuatro años los empleaba Franco, y con la buena suma de euros que les pagaba, tenían oportunidad de comprar o rentar cualquier tipo de piso o casa en Florencia, y dejaban de vivir en ese foso.
Las comidas las compartían en dos largas mesas de madera que se hallaban cerca de las literas. Las duchas se encontraban en un apartado al que se accedía por la puerta ubicada en la pared frente al ring. Nada de internet que los distrajera de su objetivo, y mantenían clases cinco días a la semana. Y, si se debía aclarar, gozaban de una excelente alimentación.
Franco siempre iría a lo grande.
Ese día solo entrenaban los jóvenes. La segunda y la primera guardia estaban en una operación de traslado de mercancía de armas que se transportaría a Eslovenia esa noche, liderada por Vito. Por eso, en esa ocasión, Bruno fue elegido para ser parte de la escolta personal de Franco, junto con Fabio. Aún se resentía la ausencia de Antonio.
Franco buscó a su mano derecha entre los dieciocho chicos que se repartían en todo el recinto. Todos ellos vestían ropas deportivas. Algunos estaban practicando su tiro con dagas, y cuatro se hallaban sobre el cuadrilátero con el entrenador dando la orden para una pelea de dos contra dos. A continuación, encontró a Giulio. Este les enseñaba a ocho de esos aprendices a desarmar y armar sus pistolas con rapidez y destreza, en su mayoría sentados en la mesa que ocupaban para comer.
Hades, como un buen traidor, corrió hacia el amigo de su amo mientras ladraba. Entonces lo atacó juguetonamente. Mordió la parte baja del pantalón de Giulio y comenzó a tirar de él, moviendo la cola. El tonto humano se echó a reír dejando lo que estaba haciendo. Se encorvó y le acarició bajo las orejas y el hocico. Sí, Hades a veces perdía el estilo.
—¡Hades! ¡Zu deiner position! —le ordenó Franco a su perro. Lo hizo en un excelente y fluido alemán, que en español se traducía a "Hades, a tu posición".
El perro obedeció de inmediato y regresó corriendo a lado de su dueño. Entonces, retomando su alter ego engreído, se sentó con el lomo erguido y la cabeza derecha. Tenía que esforzarse mucho por no seguir meneando la cola.
Giulio, entre tanto, observó a Franco desde la distancia, con los ojos entrecerrados. Seguía molesto con él por arruinar su perfecta camioneta. Por ello, el camino del edificio a la Villa Di Santis lo habían convivido en silencio y no lo acompañó a la comida.
Honestamente, aunque Giulio no hubiese estado enojado, no hubieran entablado ningún tipo de conversación. Franco emanaba un aura turbia y no era bueno presionarlo cuando se encontraba en ese modo. Lo mejor era darle su espacio y seguir mandándolo a la mierda en silencio. Ni siquiera tuvo deseos de agradecerle por los dos regalos de piernas largas y tacones que lo habían recibido al llegar a su piso.
El capo Casiraghi le ordenó a su hombre de confianza que se acercara, creando un rápido movimiento de mano en el que empleó el dedo índice y el dedo medio.
Giulio les anunció algo a los jóvenes antes de acatar el mandato de Franco y se acercó a él, presumiendo el tatuaje que cubría todo su brazo derecho. Al vestir en esa ocasión con una camiseta negra de algodón sin mangas, y sus típicos jeans azules, se lograba apreciar por completo el dibujo del Dios griego Zeus. Por lo tanto, también se veía en su totalidad el otro diseño permanente de serpientes que parecían enredarse en su cuello. Dichos reptiles se unían a un rostro femenino de ojos dorados y dientes ligeramente afilados, en una excelente representación de Medusa.
—A sus órdenes, jefe —dijo Giulio, cruzándose de brazos al detenerse frente a su líder con la espalda bien recta.
Franco tuvo el absurdo impulso de poner los ojos en blanco. Por suerte no lo hizo, o le hubiese arruinado su imagen impasible. Giulio no lo llamaba así por ningún motivo, a menos que quisiera hacer un drama al estilo rudo, tatuado e imbécil.
—No seas ridículo —le reprendió Franco con irritación—. ¿Cómo va el entrenamiento?
—Tiene buen ojo para elegirlos, jefe. —Giulio parecía estar dispuesto a alterar el temperamento de Franco—. Pero todavía son muy chicos para que alguno de ellos me supla cuando renuncie.
Franco casi pudo jurar que escuchó una sonrisa escondida detrás de ese tono de voz llano que empleó su melodramático segundo.
—Entonces mejor que no compres una camioneta nueva en los próximos años —amenazó claramente Franco. Sí, no mentía—. Necesito a uno que sepa conducir motocicletas de pista.
—Tenemos a uno, ¿lo olvidaste? —confirmó Giulio—. Sigue asistiendo a las carreras ilegales en sus días libres.
Aunque Franco era bastante estricto con sus futuros hombres, les daba ciertas libertades para hacer actividades extracurriculares. Eso los incentivaba aún más. Después de todo, cada uno de esos chicos vivía para ellos mismos, no tenían familia y necesitaban su propia identidad.
—¿Qué tan bueno es? —preguntó Franco—. ¿Cuándo es "La cuarto de millón" de este mes? Necesito saber si las corre.
Esa competencia ilegal de motos siempre fue la de más audiencia y con el doble de participantes dentro de La Toscana y sus inmediaciones. A diferencia de las sencillas, donde se apostaban las motocicletas o poca cantidad de dinero entre los adversarios, en "La cuarto de millón", obviamente, el primer lugar se ganaba doscientos cincuenta mil euros. Pero, así como era famosa por su premio y su entorno extravagante, también era de las más peligrosas. Muchos chicos llegaron a perder la vida en la carrera final.
—Casi tanto como nosotros, pero no corre en esa. —Giulio frunció el ceño, medianamente confundido—. La carrera es en una semana.... ¿Quieres que regresemos a correr? —preguntó emocionado y un tanto descolocado.
En una etapa complicada de rebeldía, cuando Marchetti y Casiraghi descubrieron la adrenalina que proporcionaba la velocidad, se volvieron los mejores y los más populares en las carreras ilegales de motos de esa región, sobre todo en la anteriormente mencionada. Tenían dieciocho años cuando empezaron a correr, consiguiendo que decenas de mujeres se sintieran atraídas por ellos. Fueron, en aquella época, el dúo perfecto. El engreído inalcanzable y el fornido "puedo con todas".
Desafortunadamente, solo duraron un año en el rubro.
Giulio y Franco siempre se llevaron el primer y segundo lugar, ganándose la admiración de muchos y el odio de otros más. No obstante, Benedetto los descubrió en la carrera de fin de año y les prohibió que siguieran haciéndolo. Los hubiese dejado seguir si Franco no hubiera estado todavía expuesto al peligro que representaban los rusos. Así que, por respeto a Benedetto, dejaron de hacerlo.
Fue una gran lástima que nunca más regresaran. Franco descubrió en las carreras una manera de liberar su sufrimiento. Mientras conducía a toda velocidad, podía ignorar el dolor permanente en su pecho y centrarse en el vértigo que se le instalaba en la boca del estómago.
—Ya tienes treinta. Madura —se exasperó Franco. Aunque, curiosamente, esa parte de su adolescencia le sugirió que cogiera una moto una vez más y se olvidara del suplicio que vivía recientemente.
—¡Ja! ¿Madurar? Yo no me emberrinché y convertí en mierda un estéreo de miles de euros porque no me gustaba la puta música —lo interrumpió Giulio, en un razonable reproche.
—Sigue y vas a tener que preocuparte también por cuatro llantas —volvió a amenazarlo Franco—. Entrena al muchacho para que corra en la carrera.
—¿Tú no piensas? —se asombró Giulio—. Mañana tengo traslado a Atlanta y después a Liverpool. Eso ya me quitó una semana. Tengo que cuidarte el culo. Y no olvides que me mandaste como apoyo a la embarcación de Benedetto en Emilia, que es en una semana y media. Con eso ya perdí dos o tres días. ¿Para qué lo quieres ahí? No va a estar listo en cuatro.
Joder. Franco se había olvidado por completo de los dos traslados. Dentro de poco más de dos semanas, un par de días después de la boda, tenía que hacer su ritual para quedar en posesión de otra de las prostitutas de Koslov. Eso iba a ser un problema, asumiendo que tendría que llevar a Vittoria a vivir con él. El capo Casiraghi iba a tener que cambiar un poco sus actividades, en lo que todo regresaba a su cauce, que sería después de las nupcias. Un acontecimiento que ignoraba todavía Giulio.
—Te lo diré cuando lo tengas listo para la carrera —le aseguró Franco, rascando la cabeza de Hades—. Aplaza los traslados tres semanas y que se sigan preparando. A la embarcación sí vas, hay un hombre de Benedetto que no me parece de fiar. Regresa completo o te asesino. Y asegúrate de comprar el mejor traje que no te apriete los testículos.
—Exijo un segundo para mí —demandó Giulio, enfurruñado. ¿Cuándo iba a poder tener un maldito día de descanso? En ese punto, sus cejas ya debían estar por clavarse en sus ojos—. ¿Y para qué quiero yo un jodido traje?
—Para ser mi padrino de bodas dentro de dos semanas—confesó Franco, tan tranquilo, que pareció estar dando las noticias del clima.
Hubo un momento de silencio, como si de pronto los dos se hubieran tele transportado a un funeral. Inclusive, Hades dejó de jadear.
—¿Cómo? —preguntó Giulio, adoptando una posición muy graciosa. Daba la impresión que estuviese esperando un ataque sospechado—. Ni siquiera conozco a la pobre desafortunada y ya pusiste fecha. ¿Cuándo pasó?
—Por supuesto que la conoces. —Franco le dio a Giulio unas palmadas poco amistosas en una de las mejillas—. Conoces cada parte de lo que será mío hasta que la muerte nos separe —ironizó. Dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras.
Hades, como fiel perro guardián, subió flanqueándolo.
—¿De qué jodidos me estás hablando? —cuestionó Giulio, ascendiendo detrás de Franco.
—Me voy a casar con Vittoria —reveló Franco.
La carcajada que soltó Giulio retumbó en todo el bunker. Tuvo que detenerse a mitad de las escaleras para no caerse y romperse el cuello. Franco no era un tipo que hiciera bromas porque siempre fue reconocido mundialmente por su carácter amargado, y, cuando las hacía, escogía los temas menos divertidos. Pero Giulio sí se divertía, ya que realmente era una broma ingeniosa. Porque sí era una broma, ¿no?
Se silenció abruptamente al notar que Franco casi estaba en la cima de la escalinata. No era una puta broma.
—No —exhaló Giulio. Corrió escaleras arriba y logró alcanzar a Franco justo cuando salió al cobertizo—. No puedes casarte con ella. —Su sentencia la culminó colocándose frente a él.
—¿Por qué? ¿Es tuya? —preguntó Franco, obligado a detener sus pasos. Ni siquiera él, como portador de esas palabras, pudo evitar la sorpresa por la posesividad con que las pronunció.
—No seas imbécil. A veces me pregunto si tu inteligencia es fingida —le recriminó Giulio, elevando su tono de voz—. Benedetto acaba de anunciar su compromiso hace menos de veinticuatro horas.
—¿Escuchaste el nombre del prometido? —cuestionó Franco con algo de ironía.
—No —respondió Giulio, arrugando la frente.
—Una manipulación al estilo Benedetto —anunció Franco.
Giulio se quedó callado por unos segundos, intentando descifrar el significado de aquello.
—No entiendo. —Terminó por decir Giulio, ganándose un dolor de cabeza por pensar tan rápido en tan poco tiempo—. ¿Todo el tiempo fuiste tú y no me lo dijiste?
—No. —Franco le dio una rápida mirada a la puerta del cobertizo que estaba cerrada. Necesitaba irse de ahí cuanto antes. Comenzaba a invadirlo de nuevo esa sensación parecida a la abstinencia—. Benedetto me dejó elegir el nombre del novio, y es el mío el que aparecerá en las invitaciones de la boda —anunció recordando el momento en que escribió su nombre en esa insignificante pero poderosa hoja de opalina.
—Sigo sin entender una mierda.
—Estoy bajo investigación por el homicidio de Leonardo —le explicó Franco, percibiendo una gota de sudor nacer en su frente—. Necesito el apellido Di Santis. Sabes cómo funcionan las cosas en la aristocracia. La intención de Benedetto nunca fue casar a Vittoria con Paolo, sino persuadirme a su modo. Es la única manera de ganar ventaja frente al Parlamento. —Sin meditarlo volvió a mirar hacia la puerta. No estaba de ánimos para darle explicaciones a Giulio, pero, de no hacerlo, no iba a cerrar la boca hasta que tuviera las herramientas necesarias para entender.
De cualquier modo, Giulio debía estar al tanto de la mayoría de sus movimientos por lo que representaban dentro de la Cúpula Casiraghi. Pocos secretos le podía guardar, como la foto de Isis. Le daba vergüenza que supiera el hermano de mierda que había estado siendo por tantos años.
Esa vez a Giulio no le costó comprender, pero... Entenderlo no significaba que lo aprobara.
—No puedes casarte con Vittoria. No así —demandó Giulio, adoptando un tono de voz ofensivo para un capo peligroso.
—Tú no puedes cuestionar las decisiones de tu jefe. Vuelve a tu trabajo —gruñó Franco. Se dispuso a salir de ahí dando un paso por el costado de Giulio.
—En este momento no le estoy hablando a mi jefe ni soy tu segundo, Franco —manifestó Giulio, endureciendo más el tono de su voz—. Si te casas así con Vittoria, van a destruirse. No lo hagas...
—Necesito hacer esto —aseguró Franco, aceptando que Giulio, probablemente, tenía razón. Sin embargo, no tenía opción.
—Fue tu amiga y la alejaste fingiendo odio para mantener el control sobre ti mismo —evidenció Giulio—. Y ahora la quieres atar a ti por la misma razón. Ella te ama y vas a lastimarla.
Franco, por un segundo, se quedó sin respiración. ¿Cómo podía amarlo cualquiera si su hermana no lo hacía?
—Ella no me ama —aseguró Franco, casi jactándose—. Regresa a tu trabajo, Marchetti. —Intentó de nuevo avanzar, pero Giulio le colocó una mano en el pecho, conteniéndolo.
Franco observó la mano de su amigo como si apestara.
—Sí lo hace —espetó Giulio—. Y si el amor es obligado a convertirse en odio, no tienes ni puta idea de lo que puede llegar a provocar.
—¿Alguna vez te has enamorado? —contratacó Franco, entendiendo que estaba entrando en un debate poco maduro. Además, sabía la respuesta. Su mejor amigo jamás se había fijado en una mujer de un modo emocional, solo le gustaba mantener relaciones sexuales a diestra y siniestra.
Franco seguía perdiendo autoridad sobre sí mismo. En otras circunstancias, hubiese dejado a Giulio hablar solo.
—No —contestó sinceramente Giulio. Jamás había experimentado amor por una mujer, porque ninguna de las muchas que conocía le parecía lo suficientemente dulce y noble como para poder merecer esa clase de sentimiento. En el mundo que vivía, la mayoría de las personas actuaban para su propio beneficio. Ni siquiera sabía si creía en el amor. Asimismo, si alguna vez conociera un ángel, sin duda se enamoraría de esa criatura—. Pero debería amar a mis padres y solo puedo odiarlos por abandonarme. De no haber sido por ti...
Ambos se quedaron en silencio, sosteniéndose la mirada. Los dos comprendían el significado de todas esas frases. Individualmente y en conjunto, le daban una representación.
Por lo tanto, Franco le daría la razón a Giulio, sin expresarlo. Alguna vez su hermana lo amó, y ahora que posiblemente no quedaba nada de ese sentimiento, no podía negar la verdad. Él la obligó a odiarlo por haberla abandonado.
Tenía que salir de ahí de inmediato.
—Si no quieres ser mi padrino como amigo, entonces es una orden —aseveró Franco.
En esa ocasión, el jefe Casiraghi no fue interrumpido en su intento por huir. Giulio, dominado por la impotencia, se quedó de pie, observando a su hermano por elección andar hacia la puerta.
Franco estaba demasiado herido por la vida, como para aceptar que merecía un poco de cariño. Siempre se había aislado de cualquier emoción externa o interna. En el fondo tenía un corazón noble, y había una pelirroja rebelde que podía ablandarlo. O, por defecto, si las cosas las seguía llevando por ese camino, terminaría endureciendo otro corazón.
Jean Franco abrió la puerta, ignorando la pena que ocasionó en su amigo. La punta de una pistola al otro lado del umbral lo recibió apuntando a su frente.
Hades comenzó a ladrar frenéticamente y se lanzó a por el atacante de su amo. Sin embargo, Franco sonrió de una manera atemorizantemente retorcida al reconocer al hombre frente a él y le ordenó a su perro que se detuviera, de nuevo en un fluido idioma alemán.
El dóberman dejó de ladrar y retrocedió. Pero, un poco rebelde, se colocó en posición de ataque y enseñó sus afilados dientes, gruñendo.
—Ronaldo. Nunca imaginé que sabrías como sostener una pistola —se burló Franco, ladeando la cabeza ligeramente en un gesto siniestro. Sus facciones se afilaron, conduciéndolo a perder todo rastro de emociones humanas.
Giulio en seguida llegó detrás de Franco, empuñando la pistola que en menos de un segundo había sacado de detrás de la cinturilla del pantalón.
—Baja el arma —exigió Giulio, apuntando con la pistola hacia a Ronaldo.
—Voy a matarte—amenazó Ronaldo a Franco, acercándole más la boca de la pistola a la frente.
Gracias a eso, Franco pudo darse cuenta que Renato no le había quitado el seguro al arma, y, en particular, que le temblaban las manos.
—Le jodiste la mano a mi papá. No perteneces a los Di Santis. ¿Con qué puto derecho? —gruñó Ronaldo entre dientes. Su expresión evidenciaba ira, frustración, pero, por encima de todo, perturbación. Sus ojos saltaban de un lado a otro como si no supiera donde enfocarlos, y su rostro había perdido una buena cantidad de sangre.
—Adelante. —Con total tranquilidad, Franco sacó un cigarro y lo encendió—. Pero permíteme —dijo con el cigarrillo entre los labios. Empleando ambas manos, ayudó a Ronaldo a sostener correctamente la pistola. Se vio obligado a entrecerrar los ojos para que no le molestara el humo. Entonces, le acomodó la mano izquierda en torno a la culata, subiéndola un poco más, y le adaptó el índice sobre al gatillo, ya que ni siquiera podía alcanzarlo por el modo en que lo había posicionado—. Ahora sí. —Se retiró el cigarro de la boca y guardó la mano libre en el bolso del pantalón, alentándolo con extremada presunción—. Muéstrame qué tan valiente eres.
Ronaldo dudó. El cuerpo entero comenzó a vibrarle al compás del temblor de sus manos, y la mirada la osciló de Franco a Giulio. Ni siquiera era capaz de retener el arma en la misma posición. La soberbia de Franco, más la diversión que descubrió en el rostro de su secuaz, lo enervaron. Realmente deseaba tirar del gatillo y trascender como el hombre que terminó con uno de los capos más peligrosos de Italia, pero no tenía valor. Él no llevaba el gen de la mafia corriendo por sus venas.
Franco y Giulio esperaron pacientes. El dóberman se aburrió, dejó de gruñir y se echó a los pies de Franco. Todos ahí entendían que Franco no corría ningún peligro. Giulio, no obstante, no bajó la pistola.
Inesperadamente, una lágrima llena de rabia corrió a través de la mejilla pálida de Ronaldo.
Giulio frunció el ceño, y Franco ni siquiera se inmutó. Ronaldo era un cobarde igual que su padre.
—¿Cómo lo hiciste tú? —preguntó de repente Ronaldo, apretando sus manos entorno a la pistola. El sudor de sus palmas ocasionaba que se le resbalara.
—¿Hacer qué? —inquirió Franco, soltando el humo del cigarro al hablar.
—Ser valiente —contestó Ronaldo trémulamente—. ¿Cómo lograste sobrevivir y convertirte en lo que eres sin tu familia? Sin tu mamá. Esta mierda también te la arrebató. —Otra lágrima corrió por su rostro.
Se entendió, abruptamente, que no era rabia, sino impotencia y soledad. Ese mundo lograba superar a muchos de los que vivían dentro o alrededor de él.
Eso supuso un gran golpe que Franco no vio venir. Los recuerdos de su mamá lo azoraron y casi debilitan su máscara imperturbable. La recordó tan bella y dulce mientras le cantaba canciones para dormir y lo arropaba. Sus memorias le mostraron como se sentía estar entre los brazos de una madre cariñosa y protectora. Nunca pudo olvidar el modo en que besaba sus mejillas y le decía lo bonitos que eran sus ojos azules. Ese precioso color fue un gen que ella le heredó a sus hijos.
Por otro lado, rememoró los días posteriores a su perdida. Cómo lo hizo o cómo logró sobrevivir fueron preguntas que nunca se hizo. Sin duda, Benedetto fue de gran ayuda. Pero, constantemente, las primeras semanas deseó desaparecer de ese mundo anhelando morir. Las humillaciones de Liandro, las noches oscuras sin canciones de cuna y los días desprovistos de los ojos y sonrisas de su hermana, lo dejaban agotado de siquiera querer seguir respirando. Un día olvidó el por qué debía seguir con vida e intentó quitársela. Ese hecho lo volvió más duro consigo mismo. Mas un evento inesperado lo salvó y, sin entenderlo, se convirtió en un héroe. Desde entonces, nunca se permitió volver a olvidar el motivo por el que tenía que seguir viviendo, y que lo alentaba a no derrumbarse.
Sin premeditarlo, Franco obtuvo las respuestas al cuestionamiento de Ronaldo. Un veredicto que tenía nombre griego, y otro que estaba muy cerca suyo. Ninguno de los dos podía pronunciarse en voz alta.
—Usando el cerebro que tú aparentemente no tienes —contestó Franco, con dureza—. Aún conservas a tu padre y a tu hermano.
—¡Mi papá es un puto maricón que se jode a los hombres de mi tío! —bramó Ronaldo, a punto de perder la cordura. Su agarré se debilitó, pero logró a tiempo regresar la pistola a su inicial posición, todavía "amenazando" a Franco—. ¡Y mi hermano está muerto en vida por la mierda que se mete! —Se adelantó un paso, presionando la boca de la pistola en la frente de Franco con manos temblorosas.
Giulio se enderezó y también dio un paso adelante, soltando un gruñido. Hades, a su vez, se colocó de nuevo en alerta.
Por su parte, Franco no se permitió sentir pena por Ronaldo, aunque su confesión lo ameritaba. Si se veía subjetivamente, y en teoría, Ronaldo estaba solo, casi huérfano igual que él.
Liandro era un idiota que nunca aprendió a ejecutar su paternidad, y un bueno para nada que vivía del dinero que su hermano y el propio Franco generaban. Renato se había perdido en el mundo de las drogas. Vittoria nunca pareció interesada en tener una relación con sus primos. Y Benedetto nunca les prestó atención a sus sobrinos...
De igual forma, Ronaldo podía prescindir de su padre, de su prima y de su tío. Pero, ¿y su hermano? Se suponía que los hermanos existían para protegerse, acompañarse, amarse incondicionalmente y nunca abandonarse. Ronaldo había dejado que su hermano se matara lentamente. No tenía excusa para ser un maldito cobarde y creer que estaba sólo. Aún tenía oportunidad de salvar la vida de su hermano menor y, por consiguiente, su afecto. Una oportunidad que Jean Franco ya no poseía, al menos si se hablaba del amor de su pequeña hermana.
—Debiste huir de aquí hace años y llevarte a tu hermano —dijo Franco, casi con condescendencia—. Ahora ya es tarde para los dos. Eras su única salvación.
—¡O puedo matarte y así dejas en paz a mi familia! ¡Mi tío ni siquiera nos voltea a ver por tu culpa! —vociferó Ronaldo, presionando con más ímpetu el arma en la frente de Franco.
A Jean le pareció que Ronaldo sufría trastorno de personalidad múltiple. El problema era que todas sus personalidades eran estúpidas.
—¡Basta, Ronaldo! —exigió Giulio, cargando la pistola. Simultáneamente, se acercó más a él—. No seas imbécil y baja el arma. Hace algún tiempo que muero de ganas por pegarte un jodido tiro.
Giulio hubiese podido quitarle la pistola si no fuera tan impredecible. Ronaldo estaba alterado por el alcohol y, aunque fuese un inculto en tema de armas, él no iba a subestimarlo como solía hacer Franco. Una actitud que últimamente estaba odiando de él.
Bruno y Fabio llegaron tardíamente por detrás del hijo mayor de Liandro Di Santis, empleando la misma posición de defensa que Giulio para proteger a su respetable jefe. Lamentablemente, iban a tener un buen escarmiento por no haber estado alerta de la seguridad de Franco. Nadie hubiese imaginado que atacarían en ese recinto, y un Di Santis, a Jean Franco Casiraghi, el protegido y aliado del jefe de esa residencia. Era evidente que no se debía subestimar la idiotez.
Franco les dedicó una mirada de advertencia a Fabio y a Bruno. Ya se daría el tiempo para pensar en un buen castigo.
De inmediato, regresó su atención a Ronaldo. En ese instante, se dio cuenta del pulgar de Ronaldo viajando al seguro de la pistola con el índice temblando sobre el gatillo. Así que no era tan idiota, después de todo. Tal vez, si tuviera el control de sus manos, no estaría apuntando al hombro de Franco y podría sujetar con mayor firmeza el arma. No había entendido la clase exprés que se le dio minutos atrás.
Giulio también lo advirtió. Como un buen equipo se comunicó con Bruno y Fabio, por medio de un par de miradas, y estos actuaron inmediatamente.
Bruno rodeó con destreza el cuello de Ronaldo, usando un brazo, y le pegó en la muñeca con fuerza, ocasionando que soltara el arma. Fabio, velozmente, le retorció uno de los brazos hasta la espalda y lo tiró al suelo. La cara de Ronaldo rebotó en el césped y lo subyugaron, presionándole el cuerpo completo y la cara contra la hierba fresca.
Ronaldo ni siquiera intentó defenderse. Dejó que lo sometieran. Había sido muy idiota al creer que podía siquiera herirlo. No tenía las agallas, de cualquier modo. Aunque lo hubiese interceptado a solas, sin ningún hombre que lo protegiera, Casiraghi hubiese encontrado la manera de salvar su culo porque era inteligente, habilidoso, muy rápido, frívolo y sabía luchar cuerpo a cuerpo. Sobrevivió a un incendio y a la soledad... Lo admiraban y envidiaban por igual. Por eso quería ser como él. No, mejor dicho, quería ser él y, en consecuencia, deseaba eliminarlo. Un deseo que veía muy lejos de cumplir.
Franco observó con aburrimiento toda esa escena dramática que se pudo haber evitado si sus hombres hubiesen estado atentos. Después, miró a Giulio de soslayo, quien ni siquiera había participado en esa tediosa reyerta. Los dos estuvieron muchas veces en situaciones muchísimo más peligrosas que esa, y siempre salían limpios de cada una de ellas. La actual le parecía a Franco un entrenamiento para sus jóvenes en adiestramiento.
Tiró la colilla de cigarro frente a la cara de Ronaldo, intencionado el que rozara su nariz, y lo apagó con la punta del zapato.
—Llévenlo a la Villa y díganle a Liandro que mantenga a su hijo sobrio. Ebrio es más estúpido que él —ordenó Franco a Fabio y Bruno—. Y los quiero ver a los dos en mi ático a las nueve de la noche. ¿Dónde mierda estaban?
—Lo sentimos, Franco —se disculpó Bruno en nombre de él y de su compañero. Fabio seguía ocupado con Ronaldo.
—Ya veremos. —Franco comenzó su camino, con Giulio y Hades detrás de él.
—¿Qué se supone que debo hacer ahora? —preguntó Ronaldo trémulamente, pausando los pasos de Franco. La hierba frente a su cara se sacudió, gracias a su respiración rápida y descontrolada—. Contigo al frente de este mundo de mierda, ¿qué nos espera?
Franco sonrió y ajustó el cuello de su camisa, en una actitud soberbia y complacida.
Renato y Ronaldo nunca fueron capacitados para pertenecer a ese mundo. Liandro los dejó a su suerte. Ni siquiera les enseñó a defenderse, y mucho menos a participar. Los mantuvo al margen, cuando sabía que se requería de malicia para vivir rodeados de muerte, tentaciones viciosas y amenazas constantes. Si tal vez lo hubiese intentado, Ronaldo hubiera sido un buen elemento. Se admitía que gozaba de osadía, en una versión estúpida por haber amenazado a Franco, pero pudo haber pulido esa cualidad. No obstante, no fueron adiestrados, y tampoco lo llevaban en las venas. Eventualmente, los dos hermanos perderían algo más que a su madre.
—Si no naciste para la mafia, procura sobrevivir a ella —aconsejó el Demonio de Florencia, volviendo a retomar su camino hacia las afueras de la Villa Di Santis, custodiado por Giulio y Hades.
La luz del mediodía creó tres sombras alargadas y siniestras sobre el pasto que los persiguieron mientras dirigían sus caminos. Un extraordinario simbolismo. Siempre los acosaría la oscuridad de la muerte en donde sea que estuvieran.
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