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CAPÍTULO 7


El chalé de la Villa de los Di Santis fue presuntuosamente construido casi veinte años atrás, y remodelado constantemente con la finalidad de estar a la altura de las necesidades ostentosas de sus propietarios. Un lugar digno de admirar y frecuentar, fundado a base de arquitectura renacentista. El exterior se veía espectacular, pero no era lo que más hipnotizaba. Su interior daba la impresión de estar visitando la Capilla Sixtina si se miraba el techo y se descubría una extraordinaria réplica de los frescos que se pintaron en la edificación original por dos artistas florentinos sublimes: Miguel Ángel y Leonardo Da Vinci.

Para ese gran evento, no se escatimó en gastos. Las mesas redondas, cubiertas del satín parisino más fino, combinaban a la perfección con las sillas vestidas en una excelente mezcla de telas doradas y blancas. El servicio sobre las mesas presumía vajillas finas de porcelana procedentes de Alemania, y una cubertería completa de plata. Las copas del más selecto cristal, el mejor de los vinos y champagne, la mejor elección de música y el hermoso piso de mármol, eran la evidencia de como la estirpe italiana gozaba del hedonismo.

Vito y Fabio se quedaron a las afueras de ese recinto, acompañando a dos hombres de la escolta del anfitrión. Uno de ellos era Lorenzo, y el otro el suplente del que cayó en el anterior enfrentamiento con los insurgentes.

Franco y Giulio entraron al chalé, siendo bien recibidos por un cover de la famosa canción Del Fantasma de la Ópera, interpretado por la talentosa Lindsey Stirling en compañía de su violín. En ocasiones, Benedetto era extravagantemente internacional. Mas, ¿a quién no podría erizarle la piel esa melodía en cualquier versión?

Casiraghi y Marchetti se presentaron a la celebración creando un peculiar concepto de ambivalencia. La soberbia y la rudeza disfrazadas de smoking y elegancia.

Giulio inmediatamente fue a por la comida, murmurando un par de palabras locuaces sobre la fuente de chocolate blanco que lideraba la mesa de bocadillos y postres. Mientras que, Jean Franco, se quedó de pie a unos metros del umbral, estudiando la mueblería y a los invitados de ese especial cumpleaños del jefe de Gobierno.

Decenas de hombres vestidos de smoking o trajes frac, se hallaban sentados en sus respectivos sitios, charlando, fingiendo una sonrisa, riendo abiertamente o simplemente escuchando. Algunos otros se encontraban de pie rodeados de esposas, amantes, la dama en turno, una hija o una madre. Todas ellas, ataviadas en elegantes vestidos y adornando sus cuellos, muñecas y orejas con la pedrería más fina, eran ajenas a que podrían estar siendo engañadas por sus maridos, intercambiadas por sus padres o deseadas para que al terminar la celebración mantuvieran relaciones sexuales clandestinamente.

A veces, Franco sentía que vivía en una época antigua. Y como no, si la humanidad no había evolucionado del todo en algunos aspectos.

No deseaba estar ahí, honestamente. El suceso de un par de horas atrás con el hombre de Paolo, le había arrebatado la capacidad de fingir interés en cualquier conversación y la habilidad de simular una sonrisa ante un chiste sin gracia. La sangre en sus venas seguía en punto de ebullición. Sus extremidades vibraban de impotencia y rabia. Los ojos azules de su hermana lo perseguían. Y casi parecía que el fuego que incineró su cabaña estaba quemando su cabeza.

Sin razón aparente, comenzó a buscar una sedosa melena del rojo más intenso entre toda la multitud. Adivinaba en silencio el color del vestido que llevaría puesto y qué corté destacaría su cintura y su escote. No entendía por qué hacía aquello, pero sabía que necesitaba verla. O al menos eso le impuso una parte de su mente para encontrar un enfoque entre el rompecabezas que en ese momento invadía sus pensamientos. Su imagen nunca le regalaría tranquilidad, pero sí un poco de distracción gracias a esa riña que existía entre ambos.

Desafortunadamente, no fue una melena roja la que encontró en su escudriño. ¿Qué demonios hacia ahí Paolo Cavalcanti? Maldición. Seguramente Vittoria lo llevó como su acompañante.

Por puro instinto, Franco dio un paso lleno de furia hacia adelante, pero se dominó a tiempo. Era imprudente que Paolo estuviera ahí. Tenía ganas de arrancarle la cabeza después de torturarlo por un buen par de horas. La certeza de que estaba implicado en los sucesos de su hermana se hacía inequívoca con el trascurrir de los minutos, y no podía hacer nada en su contra de momento. Para empezar, si lo eliminaba, perdería una buena oportunidad de encontrar a Isis; si es que de verdad estaba liado con eso. Encima, asesinarlo con una bala en la frente, ahí o en cualquier otro lugar, lo señalaría de sospechoso por homicidio ventajoso, como se previno en el inconveniente con Leonardo Conti que fue solucionado con tiempo. Lo que sí podía hacer, era darle la bienvenida a la celebración de su protector, al ingenioso estilo Casiraghi.

Se colmó de autonomía, irguiéndose imponente, y comenzó a avanzar hacia Paolo. Se abrió paso discretamente entre los invitados, ofreciendo un par de disculpas y pidiendo permiso a quien se le pusiera enfrente. Entonces, cogió dos copas de champagne del mesero que pasó por delante de él, y siguió hasta que alcanzó a Paolo quien charlaba animosamente con uno de los nuevos miembros del senado.

—Paolo —lo saludó Franco educadamente.

El sujeto de cabellera castaña clara, peinada pulcramente con gomina, se giró en su dirección, revelando unos ojos grises algo desorbitados por el alcohol.

Paolo era un tipo bastante atractivo, si se tenía gusto por la belleza estereotipada. Sus rasgos lo hacían lucir como la versión pálida del muñeco Ken de los sesentas. Mostraba ejercitarse constantemente, aunque no como un hábito. Y sus casi treinta años ya eran evidentes en los inicios de los signos de edad que se marcaban en la comisura de sus ojos. No es que se percibiera como un viejo a punto de los cuarenta, pero había algo de cansancio en sus facciones, como si la vida no le hubiese jugado siempre a su favor. Un buen contraste con la belleza de Franco, ya que, aunque a él todavía no se le comenzaban a hacer notorias ciertas evidencias de los años y de la carga pesada sobre sus hombros, su actitud frívola y prepotente lo hacían lucir seductoramente tres años más viejo.

—Franco —contestó Paolo. Se disculpó con los hombres que charlaba y colocó toda su atención sobre él.

—Es una sorpresa verte aquí... ¿Por fin escalando? —dijo Franco irónicamente, ofreciéndole una de las copas de champagne. Un atisbo de sonrisa engreída curvó sus labios, y sus ojos destellaron amenazantes.

Paolo observó con suspicacia la copa que le ofrecía. Un segundo después, enfrentó la mirada gélida de Franco, sonriendo como si hubiese descubierto un gran tesoro perdido.

Cavalcanti comprendía esa silenciosa e implícita amenaza del capo Casiraghi, alusiva a un concepto denominado "El banquete envenenado". Dicho conocimiento, nació durante una guerra de dos poderosos clanes entre 1981 y 1983. Un dato cultural, del que un buen mafioso no podía prescindir, acerca de una teoría sobre un capo importante de esa época que, se especuló, había tendido una emboscada en la que con un solo banquete logró envenenar a dos docenas de hombres de su adversario. Sin embargo, era una artimaña de resultados dudosos, ya que entre mafiosos se saben traicioneros y nadie podía ser tan ingenuo como para cavar su propia tumba al probar algún veneno en banquetes italianos patrocinados por el enemigo.

—Si algo me llegara a ocurrir, sería un gran inconveniente para ti. Pero, eso ya lo sabes —comentó Paolo cogiendo la copa que Franco le ofrecía. La dejó sobre la mesa a un costado de él y prefirió seguir degustando de su vino.

Franco aceptó que Paolo Cavalcanti sí podía llegar a ser un enemigo peligroso. Comenzó a entenderlo un par de horas atrás.

—Sigues vivo y ciertamente no has supuesto ningún inconveniente para mí —rebatió Franco. Con distinción, bebió un poco de su espumosa bebida—. No soy yo el que está aquí como un simple acompañante. No recuerdo que el Parlamento haya dispuesto para ti una invitación que dejó Benedetto abierta para ellos.

Paolo se obligó a relajar la mandíbula, y así no demostrar lo mucho que le había trastocado el comentario. En efecto, estaba ahí gracias a que Vittoria lo había invitado de último momento. No recibió invitación directa del anfitrión y mucho menos parecía que a los del Parlamento les interesara su compañía para ese evento.

—Sería lamentable que extendieran el periodo de nuevas elecciones, ¿no te parece? —apuntilló Paolo. Sin duda, sus palabras derrocharon segundas intenciones—. Por cierto, te ves algo perturbado, deberías descansar. Espero que no te ocurriera nada desagradable. —Fingió lamentarse, peros sus labios se curvaron en una mueca maliciosa.

Ese comentario alertó a Franco impetuosamente. No le pareció que lo pronunciara por casualidad. Una razón más que sumarle a su teoría. Tuvo que hacer acopió del poco autocontrol que le quedaba. Se limitó a observarlo, instalando ferozmente sus ojos azules, fríos como un iceberg, en los orbes grises y guasones de Paolo. Si hubiese aplicado más fuerza al modo en que sostenía la copa, seguramente la hubiera hecho añicos. Ni siquiera se atrevió a decir una palabra. Le concedería a Paolo la victoria en esa batalla, porque era su turno de mover una ficha; un peón con sangre Cavalcanti. Alessia Cavalcanti, para ser más precisos.

—Hasta pronto, Casiraghi —se despidió Paolo, chocando su copa con la de Franco. Giró sobre sus talones y se acercó a un grupo de hombres que parecían bastante animados por el vino.

El temblor que empezó a sacudir las manos de Franco fue difícil de controlar. Se bebió todo el líquido en su copa, con la vista puesta en la espalda de Paolo, repitiéndose internamente que no podía dejar que su corazón lo doblegara. Actuar emocionalmente en esos momentos sería un error, por más que quisiera lanzarse a él y golpear su estúpido rostro de muñeco avejentado.

Franco buscó a Giulio entre la gente, con la intención de contarle lo que había ocurrido. Lo encontró platicando con una joven que podía enviarlo a la cárcel por no tener la mayoría de edad. El muy idiota tenía una expresión bien entrenada de niño bueno, que nadie debería creer, mientras le acariciaba el brazo a su conquista ilegal. La chica le pasó la mano por su rebelde cabello, mostrando la misma expresión de niña buena que, probablemente, tampoco nadie debería creer.

Vaya. Así que Giulio pretendía estar de vacaciones o en una noche de fiesta. Una lástima tener que sacarlo de su error. Franco avanzó en esa dirección, dejando la copa vacía sobre la primera mesa a su alcance.

—¡Hijo! ¡Ahí estás! —exclamó Benedetto, obstaculizando el trayecto de Franco. Lo abrazó y le dio un par de palmadas en la espalda. A pesar de ser de noche, llevaba puestos sus lentes de sol, dándole una apariencia más extravagante al estar vestido con el único smoking blanco de todos en ese lugar. Le gustaba ser el centro de atención, eso sin duda.

—Feliz cumpleaños. —Franco le regresó el gesto afectivo—. Es una ventaja que no parezcas de setenta —se burló, logrando sonar entretenido. Tuvo que esforzarse para no mostrar su perturbación. En ese momento no parecía que a Benedetto pudiese llegarle a importar cualquier otra cosa que no tuviera que ver con la celebración, y tampoco merecía que se la arruinaran.

—Con esta casi ceguera me siento como de ochenta —se quejó Benedetto, palmeando un par de veces el brazo de Franco.

—No seas exagerado. Ya deberías estar buscando la otra operación —le sugirió Jean.

—Son puras patrañas, pero no hay que afligirnos ahora. Esta noche será inolvidable —anunció Benedetto, arrastrando las palabras. Su aliento con aroma a brandy inundó las fosas nasales de Franco.

¿Cuánto tiempo debió tomarle a Franco recuperarse lo suficiente para poder asistir a la fiesta? La mayoría de los presentes ya se veían con varias copas de más.

—¿Qué es lo que no me estás diciendo, Di Santis? —inquirió Franco.

—¡Bebe, hijo! —exigió Benedetto alegremente. Alcanzó dos copas de champagne del mesero que en ese momento pasó a su lado, y muy insistentemente le ofreció una a Franco.

Franco aceptó la copa, sin poder dejar de observar a Benedetto con suspicacia. Algo lo tenía de más entusiasmado, y eso no le dio buena espina, porque no le había informado nada bueno en los últimos días. Igualmente, si el suceso lo tenía así de animado, no debía ser algo que a Franco tuviera que preocuparle.

Benedetto chocó su copa con la de Franco y ambos bebieron. El hombre mayor terminó todo su contenido de un trago. El más joven solo le dio dos sorbos, deseando terminar con ese encuentro y llegar hasta Giulio, o, en su defecto, salir de ahí.

Ninguna de las dos cosas ocurriría pronto. Liandro Di Santis, el hermano menor de Benedetto, se unió a esa pequeña comitiva, mostrando una sonrisa que se tensó al encontrarse con la calculadora mirada de Franco.

El menor de los Di Santis tenía un parecido bastante notable con su hermano, si se suplían las canas por un cabello castaño y se le restaban unos diez años. Por otra parte, la personalidad competitiva y soberbia de Benedetto no lo había alcanzado del todo. Para Liandro, un simple puesto entre los miembros del senado era suficiente. No aspiraba a un lugar más alto, ni gozaba de esa sed de poder que poseía Benedetto. Su naturaleza circunspecta y retraída los diferenciaba indiscutiblemente. Y, aunque conocía de la segunda vida que siempre llevó su familia, no participaba activamente. Únicamente disfrutaba de los beneficios de su apellido y de su silencio.

Para Franco, esa era una manera astuta de jugar dentro de la mafia; no obstante, era una apuesta peligrosa. Liandro no llevaba la experiencia necesaria para sobrevivir en caso de que su hermano pereciera. Ya siendo pesimistas, Benedetto podría dejarlo en la calle en un abrir y cerrar de ojos si se llegara a cansar de la situación.

—Jean Franco —lo saludó Liandro, levantando la copa en un gesto cortés.

—Liandro —respondió Franco, imitándolo.

—Susanna te está buscando para el brindis —le informó Liandro a su hermano, tomándolo fraternalmente de la nuca. Sacó un papel arrugado de uno de los bolsillos del pantalón y se lo entregó—. Este es el discurso que ella escribió para ti.

Benedetto se carcajeó sin vergüenza. Agarró la hoja, la rompió en un montón de pedacitos y los aventó como si fueran confeti en honor al festejado. Uno le cayó cómicamente en el cabello.

—Yo no necesito un discurso. Todo lo tengo aquí. —Benedetto se regocijó, tocando con el índice la sien de su hermano.

A Franco eso le hizo mucha gracia. No pudo ocultar el temblor en la comisura de sus labios.

Por el contrario, a Liandro le molestó esa actitud. Lo evidenció quitándole a su hermano el pedazo de papel del cabello, en un gesto bastante brusco.

—Me da vergüenza cuando te embriagas así —le reprochó Liandro, alisándole las solapas del smoking,

—Y a mí me importa una mierda, hermano. Tú no tienes voz ni voto —le recordó Benedetto, apartándole las manos. Al instante, le pegó unas buenas palmadas en las mejillas.

Eso enfureció al menor de los Di Santis. Su rostro se coloreó de carmín, echándole un rápido vistazo a Franco. Lo habían humillado frente a un tipo que no pertenecía a su familia.

Franco, alimentando su maldad, elevó una ceja en cuanto Liandro se encontró con su mirada, obsequiándole una expresión que se burlaba a gran escala de él.

—Iré por Vittoria —añadió Benedetto, ahuecando la parte trasera del cuello de Franco en un gesto entrañable—. No te alejes demasiado, hijo. —Esa advertencia la tiñó de un aire misterioso. Entonces, volvió a carcajearse, dejándolo a solas con Liandro.

Se podía notar la aversión entre Franco y Liandro a varios metros de distancia.

Liandro jamás estuvo de acuerdo con la decisión de Benedetto sobre dejar entrar a ese Casiraghi a su familia, y se lo hizo saber a Jean Franco desde el momento en que llegó a la residencia de los Di Santis. No le importó que fuera un niño asustado que acababa de ver a su familia morir. Esa noche lo sacó del cuarto que Benedetto había dispuesto para él y lo dejó fuera de la Villa. Franco durmió en un rincón junto a la gran fuente, sin nada que lo cubriera del frio. Al día siguiente, Benedetto lo recompensó dándole una de las habitaciones principales, a un lado de la de Vittoria. Eso, por supuesto, enfureció más a Liandro. Y, cada que tenía oportunidad, le gritaba que era un sucio huérfano, que tuvo que haber muerto en ese incendio o que debía estar en la calle. Todo eso hasta que Franco lo encontró teniendo relaciones sexuales con uno de los esbirros de Benedetto. Desde entonces, Franco descubrió la manipulación a base de información trascendental y Liandro tuvo que dejar de humillarlo.

Indudablemente, con el trascurso de los años, el carácter fuerte y dominante de Franco incrementó junto con su poder, y el cariño que Benedetto albergaba por él se hizo más grande. En oposición a Liandro, que prefirió permanecer en su zona de confort y, por consecuente, quedó por debajo de Franco en todos los aspectos.

Asimismo, Liandro aprovechaba cualquier situación para fastidiar a Franco con su habitual modo pasivo-agresivo.

Puesto que, claramente, era estúpido, y aunque sabía que debía temerle al protegido de su hermano, no era capaz de controlar sus instintos suicidas. Como en ese momento, en el que se dio cuenta que Franco había dejado de prestarle atención y su interés se había centrado en Paolo Cavalcanti.

—Si estuviera en el Parlamento votaría por él —comentó Liandro, dándole una palmada condescendiente en la espalda a Franco.

Lo primero que quiso hacer Franco, fue cortarle el brazo. Pero, ya de por sí Liandro era imbécil conservando todas sus extremidades.

—Pero nunca vas a estar ahí, ¿verdad? Tu conformismo un día va a cansar a tu hermano —confirmó Franco, dedicándole una sonrisa llena de engreimiento—. Si por mí fuera, ya estarías en la calle.

—En seis meses seré miembro del Senado —le recordó Liandro, como si Franco tuviera problemas de entendimiento.

Justo en ese momento, una estrepitosa y nada educada carcajada resonó por encima de la excelente música instrumental, llamando la atención de una buena cantidad de invitados; entre ellos Franco y Liandro. Un obsequió de la vida para Jean.

Ronaldo Di Santis, el hijo mayor de Liandro, era el dueño de esa horrible risa que alertó de su mal comportamiento. Este y su hermano menor, Renato Di Santis, se hallaban a dos mesas de distancia, conversando con otros dos hombres. Ronaldo tenía el cabello castaño, con la apariencia de no haberse bañado por días, desagradablemente despeinado. Y vestía con un pantalón negro de mezclilla, una camisa azul celeste fuera de la cinturilla del pantalón y unos zapatos sin lustrar. Continuaba riéndose de pie, haciendo un gesto obsceno con la mano frente a la cremallera de su pantalón. Los otros dos hombres se rieron de su vulgar seña y siguieron bebiendo.

Entre tanto, Renato vestía un traje arrugado, la camisa también suelta, el saco no tenía ningún botón abrochado y un gorro negro cubría su cabeza. Estaba sentado, luciendo perdido, como si hubiese ingerido alguna sustancia ilícita durante las pasadas dos horas. Su foco de atención era el florero de hermosas rosas blancas en el medio de la mesa.

Con veintidós y veintiséis años, los hijos de Liandro no tenían las características para formar parte de ese mundo.

Liandro enviudó cuando su esposa descubrió los negocios turbios de Benedetto, y amenazó con divulgarlo, dejándolo a cargo de dos niños de siete y once años. Parecía no estar desempeñando bien su labor como padre. De cualquier modo, se entendía que el fallecimiento de su esposa no supuso un doloroso luto.

—Honestamente, dudo que algún día formes parte de algo importante —exhibió Franco, soltando el humo del cigarrillo en plena cara de Liandro—. La imagen que dan tus hijos ensucia el apellido Di Santis. Deberías ocuparte más de ellos.

—Tú no te preocupes por mis hijos —dijo Liandro, acercando su boca a la oreja de Franco—. Ellos sí tienen un padre que los respalde. —Fue malicioso, palmeándole la espalda con más fuerza y valentía de la necesaria. Por supuesto que no tenía instinto de supervivencia.

El interior de Jean Franco se sacudió con violencia en respuesta. No obstante, siguió mostrando esa templanza que conseguía hacer dudar a sus adversarios de estar obteniendo el resultado deseado.

—Qué curioso —dijo Franco. Se posicionó frente a frente con Liandro y le acomodó el cuello de la camisa, mirándolo desde unos centímetros más arriba—. Si se trata de mí, tú no tienes un hermano que te respalde. —Su amenaza la acompañó apagándole el cigarro en una de las solapas del saco.

Liandro apretó la mandíbula con fuerza, observando el modo en que Franco arruinó su smoking. Quiso hacer una réplica en consecuencia, pero, lamentablemente, no había nada que objetar. El protegido de su hermano tenía razón. Si Benedetto algún día estuviera en la necesidad de elegir entre él y Franco, elegiría el apellido Casiraghi.

—Sigue disfrutando de la velada —añadió Franco, obsequiándole una sonrisa siniestra.

Franco comenzó su andar con un brazo detrás de la espalda y una mano sosteniendo su copa, en un caminar que sugería que el fino piso no merecía ser tocado por sus pies. Tristemente, por dentro, su rabia seguía creciendo con rapidez.

Desde el primer momento supo que ese hombre sería un problema. Lo odió todos esos años en silencio por el modo en que lo humilló cuando tuvo oportunidad. En varias ocasiones imaginó incontables maneras de acabar con él, pero lo dejó en simples divagaciones. Aunque esa amenaza hacia Liandro tenía buenos fundamentos, no deseaba ensuciarse las manos con la misma sangre de Benedetto, debido a su lealtad.

Franco observó la hora en la pantalla de su celular, al detenerse cerca de la mesa de bocadillos, preguntándose cuanto más tardaría Benedetto en hacer el brindis; se marcharía en cuanto terminara.

Por supuesto, Giulio ya no estaba ahí. Qué cabrón.

Comenzó a rastrear todo el recinto con la mirada, en su busca. Al no encontrarlo, sospeso la idea de que probablemente ya estuviera por el segundo orgasmo en alguno de los baños o en el auto. Gracias a Dios que llevaron la BMW y no su preciado Maserati.

—Por lo menos deberías quitar tu cara de culo en el cumpleaños de mi papá —dijo de repente Vittoria, colocándose a un costado de Franco—. ¿Por qué siempre la traes? ¿Es un adorno de todos tus trajes?

Franco contó hasta mil en un segundo y la miró por el rabillo del ojo. La encontró tan hermosa que casi perdió la habilidad para respirar.

Vittoria lucía un precioso vestido de satén color perla de caída recta. El corte en uno de sus laterales exhibía con elegancia gran cantidad de piel, desde sus pies hasta la parte superior de sus muslos. Su espalda iba al descubierto por completo. Aunado a a eso, el escote que cubría su pecho era holgado, escondiendo la mayoría de piel de sus pechos, y, aun así, dejaba buena parte del centro al descubierto.

—No puedo tener otra cara cuando existe a mí alrededor gente como tú —dijo Franco, cuando por fin recordó como respirar. Fue una tarea muy difícil, a decir verdad. Se había perdido, por un segundo, en las preciosas esmeraldas incrustadas en los ojos de Vittoria que resaltaban por la sombra plateada. El elegante cuello femenino clamó su atención al estar expuesto, debido a que llevaba el cabello peinado en un moño desordenado y varios mechones enmarcaban su fino rostro.

Por su parte, Vittoria no pudo dejar de admirarse de la belleza cruda y solemne de Franco. Pese a que siempre lo veía vestido de traje, no conseguía dejar de azorarla su presencia intimidante y sus rasgos severos. En smoking era la representación física de la soberbia. Siempre daría esa primera impresión, aunque lo conocieras por años. Con esos ojos tan fríos, y a la vez tan excepcionales, la dejaban pensar que ese color fue hecho exclusivamente para él.

La pelirroja logró notar que esos ojos se veían algo turbios, como si algo lo estuviera perturbando.

Ambos apartaron la mirada al mismo tiempo.

—Eso es un halago de tu parte —comentó Vittoria, disfrazando su debilidad anterior—. Muy pocas personas logran alterarte por lo austero que eres.

—¿No deberías estar con tu novio? —inquirió Franco.

—Todavía no es mi novio —contestó Vittoria, con chulería. Le arrebató la copa de champagne y brindó hacia él.

¿Por qué demonios le gustaba quitarle así las cosas?

Vittoria le dio un trago a la bebida y se dispuso a alejarse.

—Un momento. —Franco tomó a Vittoria del brazo antes de que se marchara, enroscó el índice en la tela en el medio del escote y tiró hacia abajo. Con eso, consiguió que las montañas de sus pechos quedaran más expuestas.

Vittoria siguió los movimientos de Franco, tensándose de anticipación ante aquel acto que casi pareció una caricia íntima.

—Así Paolo lo apreciara mucho más —explicó Franco—. Tómalo como una atribución a tu causa. Sigo sin escuchar que renuncia a la alcaldía.

—Ah, eso. Lo había olvidado. —Vittoria pronunció más su escote al retirar, insinuantemente, unos centímetros del satén holgado que caía como una cascada sobre sus senos—. La pasamos tan bien, que de pronto olvido que quiero largarme de aquí. Y si me permites, debe estar buscándome. —Dio media vuelta en otro intento de alejarse de ahí.

Franco esa vez la tomó de la muñeca y la giró, de nuevo impidiendo que se marchara. Ambos quedaron tan cerca, que sus respiraciones se entremezclaron. Ni siquiera notó que estaba montando una escena digna de espectadores curiosos. Escuchar que la pasaba bien con Paolo le provocó una sensación desagradable y extraña. Nunca le había incomodado saber que Vittoria se acostaba con alguien, sin embargo, parecía que, si ese alguien era Giulio o Paolo, la situación se retorcía. ¿Pero qué mierda?

—¿Ya te acostaste con él? —la interrogó Franco suavemente, oscilando la mirada de sus labios a sus ojos.

Vittoria no se dejó intimidar por su seductora cercanía ni su atrayente presencia, se soltó tirando de su brazo con más fuerza de la necesaria. Sin querer golpeó con el codo a un invitado que iba pasando por detrás de ella, pero no se molestó en disculparse.

—¿Cuándo te ha importado? —le reprochó ella entre dientes—. Pero si tanto te interesa, déjame decirte que no creí que las suites del "Isis" fueran tan bonitas. Mantente alejado de mí. —Lo señaló con el dedo, miró de un modo anormal a las espaldas de Franco y por fin logró marcharse.

Franco se lamentó en ese momento haber perdido el control. No era de su interés si ya se había revolcado con Paolo o no. De alguna manera sentía que estaba perdiendo, y no una batalla, sino la guerra contra Cavalcanti. Así no se comportaba un Casiraghi, definitivamente.

Miró a su alrededor, asegurándose de no haber capturado la atención de demasiada gente. Le alivió descubrir que todos estaban enfocados en sus propios asuntos. Todos, excepto una persona.

—Tengo la lista de huéspedes de esta semana. ¿Quieres verla? —dijo Giulio detrás de Franco, acercándose hasta que quedó a un lado de él.

—Tú ni siquiera deberías estar aquí —le advirtió Franco. Sin querer, observó como Vittoria llegaba a Paolo y le colocaba una mano en el pecho, dándole un beso en los labios mientras se reía discretamente de algo que seguramente le debió haber dicho él—. Tienes traslados que hacer.

—¿Te molesta que folle con él o con los hombres en general? Sigo sin poder dormir. —Giulio recargó el codo en el hombro de Franco, entreteniéndose con la misma escena de Vittoria.

Franco le dedicó una mirada amenazante por el rabillo del ojo, metiendo ambas manos a los bolsillos del pantalón.

—No sabemos si ya se acostó con él —aseveró Franco.

Giulio sacó el teléfono celular, sin apartar el codo del hombro de Franco, y comenzó a pasar el dedo una y otra vez a través de la pantalla.

—Mierda... —Se escandalizó Giulio.

Regresando a ser un adolescente inmaduro, Franco le arrebató el teléfono a su segundo y revisó lo que apareció de inmediato en la pantalla: reservaciones a nombre de Vittoria Di Santis y Paolo Cavalcanti. Dos veces. Suite 609 y 603. Servicio completo. ¿Por qué, de todos los hoteles en Florencia, elegían el suyo?

Jean Franco le regresó el móvil A Giulio, escondiendo cualquier expresión en su rostro que delatara lo mucho que le enervó descubrir que usaban su hotel. Seguramente, Paolo lo hizo para burlarse de él.

—Deja de ser un cabrón con ella, porque yo creo que sí la quieres —sugirió Giulio.

—Los traslados —exigió Franco—. Y no estoy bromeando.

—Eres un aguafiestas —se quejó Giulio—. Tengo planeado el de Atlanta para dentro de dos días, y dentro de cuatro el otro a Liverpool.

—¿Ya aseguraste las ubicaciones y los nuevos datos? —pidió saber Franco.

—Está hecho —afirmó Giulio.

—¿Aprendieron bien el idioma?

—Ese es fácil.

—Bien. ¿Y el intercambio de hoy con los franceses? —Franco siguió presionando a Giulio, sorprendido por su capacidad de trabajar y poder tener sexo al mismo tiempo.

—En media hora se empezará a ejecutar —respondió Giulio, presumiendo su profesionalismo—. Tenemos a diez hombres en la operación y doce en cubierto, como siempre. Hay modelos nuevos de armas.

—Asegúrate de llegar esta noche a tu piso. Te espera una buena recompensa —le anunció Franco, ofreciéndole un cigarrillo.

—¿Son tres? —preguntó Giulio, aceptando el cigarro que le brindó. Los suyos se habían caído en el retrete cuando sacó con apuro un condón unos minutos atrás, y le fue imposible poder recuperarlos.

Ambos encendieron sus respectivos cigarros.

—Solo dos —decretó Franco.

—Qué avaro —le recriminó Giulio—. Espero que ya hayas pensado sobre mi propuesta de ponerme a un segundo a mí. Como tu mano derecha, ya debería estar gozando de ciertos privilegios.

—Me impresiona que sigas soñando. —Se compadeció Franco.

El tintineo de una copa al ser golpeada por un cubierto interrumpió las actividades de todos los presentes. La música dejó de escucharse y las cabezas de la multitud giraron en sincronía hacia el sonido que pretendía llamar la atención. Los murmullos cesaron y el silencio inundó aquel gran chalé.

Benedetto se hallaba de pie sobre un pequeño estrado, sosteniendo una copa y una cuchara para té o café. Resplandeció en sus labios una sonrisa de lo más complacida al ver como todos sus invitados atendieron a su llamado. Aunque llevaba las gafas oscuras, Franco supo que sus pupilas debían estar brillando de puro egocentrismo y goce.

—Reciban mi gratitud por haber asistido a este evento —comenzó a exponer Benedetto—, aunque no puedo ver bien quien ha asistido. —Se dio unos golpecitos en la montura de los lentes, consiguiendo que una ola de risas llenara por unos segundos el espacio—. Como sabrán, aprecio la diversión de una excelente fiesta, por eso seré breve con este brindis para que puedan seguir disfrutando. Sin desestimar todos los obsequios que me han dado, me tomé el atrevimiento de hacerme mi propio regalo de cumpleaños. Levanten sus copas —pidió orientando en lo alto su copa de champagne.

Como si estuvieran entrenados, todos los invitados también alzaron sus copas. Incluso Franco y Giulio lo hicieron, mas no fueron tan ridículos y prefirieron alzarlas apenas frente a sus rostros.

—Brindemos por mí y por la próxima unión marital de mi amada y hermosa hija, Vittoria Di Santis —clamó Benedetto, desbordando emoción.

Las copas desaparecieron de las alturas. Varias exclamaciones ahogadas se unieron a los murmullos curiosos y sorprendidos. Las cabezas de la aglomeración se movieron de un lado a otro en una danza frenética, ávidos por más información.

Casi todas las cabezas, para ser sinceros. Cuatro de ellas quedaron paralizadas con la vista fija en Benedetto Di Santis. Cuatro pares de ojos, unos azules, otros color miel, unos verdes y otros grises, se estacionaron, incrédulos, en el Jefe de Gobierno.

—No los veo brindar —reprochó Benedetto a sus invitados y soltó una carcajada impropia de aquel momento.

Todos bebieron de sus copas, menos los dueños de los cuatro pares de ojos que seguían sin creer lo que habían escuchado.

—¡Eso! ¡Celebren conmigo esta nueva era para los Di Santis! —exclamó Benedetto, mientras le rellenaban su copa vacía—. Pronto recibirán su invitación para el evento de compromiso. ¡Qué esperan! ¡Sigan celebrando!

La música volvió a sonar y la gente se disipó en toda el área del chalé, sin dejar de comentar la noticia.

—¿Tú sabías de esta mierda? —le preguntó Giulio a Franco, en un susurro contenido.

A Franco se le complicó responderle en seguida puesto que su atención había pasado de Benedetto a Susanna. La mamá de Vittoria estaba detrás de su esposo, con una sonrisa ancha y sincera plantada en la cara, observando a las personas que se aglomeraban alrededor de su hija casi enterrada en un mar de gente ansiosa por felicitar a la nueva pareja. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Volteó a ver a Giulio, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Se sentía traicionado por su protector. En respuesta a la pregunta, solamente negó con la cabeza y se apresuró a buscar con la mirada a Vittoria. Tal vez, en ella podría encontrar respuestas a todas las preguntas que en ese momento abordaban su cabeza como misiles en campo de entrenamiento.

¿Por qué Benedetto querría unir los apellidos Cavalcanti y Di Santis si nunca fueron familias aliadas en la política? ¿Estaría pasando algo más dentro del Parlamento? ¿Cuándo debió haber pedido Paolo la mano de Vittoria? ¡Y por qué mierda él no lo sabía! Eso no le convenía de ninguna manera...

—Creo que vas a desmayarte —dijo Giulio, sonando escéptico.

—Cierra la boca. —Franco le dio unos suaves golpes en el pecho con el dorso de la mano a Giulio, en un gesto que exigía concentración. Seguía intentando hacer contacto visual con Vittoria, pero solo podía ver su melena roja asomándose entre espacios de los cuerpos que estaban agrupados a su alrededor.

Entonces, descubrió a Paolo sonriendo con regocijo, aceptando las manos de los hombres que lo felicitaban mientras asentía y reía con disimulo.

Como una venganza siniestra, Paolo desvió su mirar hacia Jean Franco. Por un segundo se mostró victorioso frente al gran capo Casiraghi, pero solo fue por un instante. De la nada, Vittoria lo abandonó y se abrió paso entre el gentío imprudente. Parecía perturbada. Su pecho se agitaba con violencia.

Los ojos esmeraldas de Vittoria colisionaron con ímpetu en los de Franco. Los tenía enrojecidos y llenos de lágrimas, a punto de echarse a llorar.

A Jean se le retorció el estómago al ser consciente de dos cosas importantes. En primer lugar, Vittoria no parecía estar al tanto de toda esa mierda. Y, segundo, lo miraba con una tristeza que dolía y una decepción que mataba. Imaginarla con un vestido blanco no le azoró, seguro iba a ser la novia más hermosa del mundo. Lo acuchilló la idea de Paolo desposándola, y no solo por lo nauseabundo que se advertía tal acontecimiento.

Franco le había insistido a Benedetto que pensara sobre la opción que le planteó sobre dejar a Vittoria fuera de ese mundo, y que le permitiera salir de Europa para que hiciera su propio camino. Sin embargo, aunque poseía un gran poder en varios aspectos referentes a Benedetto, en cuestiones de su hija no podía hacer mucho. Por otra parte, si Vittoria se casaba con Paolo le daría más poder entre el gobierno. Su plan inicial había sido todo un desastre.

Vittoria se echó correr, lejos de la multitud, en dirección a los baños que se hallaban hasta el fondo del chalé.

—No te pierdas otra vez —le advirtió Franco a Giulio.

Jean comenzó una marcha firme, pero lenta, hacia el rumbo que tomó Vittoria. Evitó mirar a Benedetto, quien estaba a pocos metros de distancia bebiendo con un par de miembros del Parlamento. Se preguntaba, una y mil veces, si su leal protector estaría pensando en traicionarlo de alguna manera. Honestamente, lo que acababa de hacer parecía un perjurio.

Al ingresar a la zona de los sanitarios, se encontró a Vittoria dando respiraciones profundas al tiempo que se acomodaba el escote frente a la puerta del baño de damas. Se aproximó lentamente a ella, pensando en lo genuina que era.

La pelirroja se percató de su presencia. Giró abruptamente y se acercó a él, emanando furia de sus ojos verdes y de todo el cuerpo en general.

—Eres un hijo de puta —lo acusó entre dientes, empujándolo inútilmente del pecho—. Me dijiste que si hacia esto mi papá me dejaría tranquila.

—Lo sé —contestó Franco, impasible.

—Eres un puto mentiroso. —Vittoria quiso volver a empujarlo, pero Franco atrapó sus muñecas en el aire y la jaló contra su pecho.

Franco también comenzó a experimentar rabia. Vittoria no tenía por qué enervarse tanto, si no le costaba nada confraternizar con Paolo. Le echó un rápido vistazo a la multitud y tiró de ella sin decoros, encerrándola con él en el baño. Después de poner el pestillo, la aprisionó contra la pared y bajó el rostro a su altura, dejando escasos centímetros de separación entre sus labios.

Vittoria ahogó una exhalación ante tanta cercanía. El pulso se le disparó y su respiración, ya de por sí errática gracias a los acontecimientos, se violentó más. Por puro instinto presionó las manos en el pecho de Franco, indecisa en si apartarlo o acariciar esa parte fuerte y suave a la vez.

—Si lo pienso bien, no debería suponer un problema para ti ser esposa de Paolo —susurró Franco, golpeando su pesado aliento contra los labios de Vittoria—. Ya te tomó.

Vittoria tragó saliva, desviando la mirada a los seductores labios de Franco.

—Soy una mujer que le gusta disfrutar de una vida sexual activa. No por eso tengo que casarme con nadie —aseguró Vittoria, cerrando las manos en puños sobre el pecho de Franco. Fue imprudente el deseo abrasador que experimentó por arrancarle el maldito smoking y poder sentir su piel—. Y tú eres un imbécil mentiroso. ¿Desde cuándo lo sabías?

—Desde el momento que tú te enteraste —le aseguró Franco. Una de sus manos tomó vida propia y viajó a la cadera de Vittoria, presionándola contra el centro de sus cuerpos. Definitivamente él también deseaba arrancarle la ropa, y más.

—No te creo. —Se envalentonó Vittoria, acercando unos milímetros los labios a los de Franco—. Si me casan expongo toda la mierda que hay en los laboratorios, te lo juro. Prefiero vivir en la cárcel que atada a un imbécil como Paolo —amenazó Vittoria. No notó que, mientras hablaba, su pecho se rozaba sutilmente en el torso de Franco.

Jean Franco se perdió de cualquier tipo de advertencia hueca de Vittoria. Su atención se centró en el modo en que sus cuerpos estaban unidos casi en su totalidad. El aroma dulce de esa mujer era embriagador y la forma en que movía los labios al hablar sugería lo bien que debía sentirse besarlos.

La entrepierna de Franco vibró y su mirada viajó más abajo, en donde los senos de Vittoria lo acariciaban.

Ella lo seducía incentivando su imaginación. Mostraba la cantidad exacta de piel, permitiéndole divagar en cómo sería el resto de su cuerpo. Así era como cautivaba su interés. Un recato erótico que exigía toda su atención y que no lo dejaba aburrirse exhibiéndose por completo.

Jean sabía que era momento de retirarse, su mente se lo exigía con insistencia. Sin embargo, cuando alzó la vista y volvió a encontrar en su camino esos labios rojos y delicados, la voz de su razón se hizo más lejana, hasta que dejó de escucharla. Rodeó a Vittoria de la cintura empleando solo un brazo, y la besó. Tomó sus labios de la manera más cruda y desesperada, sorprendiéndolos a ambos.

Fue un desconcierto que incentivó a Vittoria, pues respondió al exigente beso de Franco, ahogando un gemido ante el sabor fascinante de su boca. Sabía mucho mejor de lo que llegó a imaginar. Sus lenguas se conocieron y se reconocieron, bailando una ferviente danza creada por alguna ninfa de la seducción.

Las manos de Vittoria hicieron un recorrido por los hombros de Franco. A su vez, Franco levantó el vestido de Vittoria, recorrió las yemas de los dedos por la extensión de sus muslos y los coló en esa parte cálida y oculta.

El pecho de Franco vibró con un gruñido al descubrir la humedad en esa zona extremadamente lista para él. Con delicadeza irrumpió bajo su lencería, y jugó con ese botón clave que le aseguraría una visita al cielo. Vittoria echó la cabeza hacia atrás, meciendo sutilmente las caderas, en sincronía con los movimientos que Franco utilizaba para estimularla.

La heredera Di Santis sabía de bocas ajenas el espectacular amante que era Franco y de su fanatismo por los juegos preliminares, pero nunca imaginó que superara sus expectativas. Franco sabía dónde tocar, rozar y presionar. Tenía total conocimiento de cómo mover incluso la lengua para causar tentación.

Franco se separó medianamente de Vittoria, buscando, con las pupilas dilatadas de deseo, que lo mirara. Un mechón de cabello se le había soltado y le caía sobre la frente.

Vittoria hizo caso a la exigencia de Franco y estacionó sus ojos igual de dilatados en los de él. Ambos respiraban inhalaciones y exhalaciones profundas y aceleradas. Y, sin querer, se pidieron permiso para tomar lo que, probablemente, estuvieron deseando reclamar por muchos años.

"Invierno" de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi llegó a sus oídos con ímpetu porque, claro, también había bocinas en los cuartos de baño. Esa melodía fue lo que les dio permiso de continuar.

Franco fue más imperioso al volver a apoderarse de la boca de Vittoria, en un beso emanando pasión. Por su parte, la pelirroja le quitó sin cortesías el moño del smoking y comenzó a desabrocharle los botones del saco y la camisa, anhelando hacer contacto directo con su piel.

La canción de fondo parecía haberse unido a ellos, mezclando sus acordes con cada movimiento que Franco y Vittoria empleaban. Violines al son de los besos y contrabajos en sincronía con las caricias otorgadas.

Franco introdujo lentamente uno de los dedos en el canal estrechó y mojado de Vittoria, revelándole lo bien que se sentiría estar dentro de ella. Vittoria, en consecuencia, gimió ahogando ese sonido en el interior de la boca de Franco. Ella supo que, si lo tenía de otra manera en su interior, enloquecería. Y quería enloquecer.

Vittoria bajó las manos hasta la cremallera del pantalón de Jean Franco y, en expertos movimientos, le desajustó el botón, retiró la hebilla del cinturón y le bajó el cierre. Incentivada a cada segundo por la mano experta de Franco, le rodeó la cadera con una de sus esbeltas piernas, ocasionando que el vestido se le deslizara hacia atrás, invitándolo.

Jean volvió a alejarse de los labios de Vittoria. Así, observó, mediante sus ojos azules oscurecidos por el deseo, el modo en que le ofrecía parte de ella. Sin pensarlo un segundo más se liberó de la estorbosa presión que hacían su pantalón y calzoncillos. En seguida, hizo a un lado la tela que cubría la feminidad de Vittoria y se hundió en ella, con la mirada fija en sus ojos verdes, robándoles a ambos un fuerte jadeo.

Vittoria tuvo que sujetarse de los firmes hombros de Franco, estrechándole la afilada cadera con la pierna que lo envolvía, anticipándose al temblor de sus rodillas.

Franco, presintiendo que ese encuentro duraría menos de lo deseado, se aferró llevando un brazo entorno a la cintura de Vittoria. Fue obligado a mantener el equilibrio recargándose en una mano contra la pared. Sus embestidas al inicio fueron lentas y controladas, dándole la oportunidad a Vittoria de adaptarse a él. No podía creer que se sintiera tan malditamente bien. Su calor y humedad lo recibieron como si lo hubieran estado esperando por años.

De un momento a otro, sus arremetidas comenzaron a tomar un ritmo más exigente y fuerte, llegando tan profundo en el interior de Vittoria, que ya no hubo manera de que se siguieran sosteniendo la mirada. La pelirroja elevó la cara al cielo, cerró los ojos y le clavó las uñas en los hombros, desnudando esa parte de su cuerpo con un ágil tirón de la tela. Franco recargó un costado de su rostro en la cabeza de Vittoria y se dejó llevar, penetrándola una y otra vez. En cada embiste lograba tocar ese punto interno que a Vittoria le robaba un calambre placentero y que conseguía que sus paredes palpitaran.

La canción llegó a su clímax junto con Vittoria. Ella intentó apretar los labios para no exhibir el grito de placer más exquisito de su historia, pero, todo el temblor de su cuerpo, y ese delicioso hormigueo que nació del centro de su vientre, la imposibilitaron de silenciarse. Eso dirigió a Franco a su propio momento cumbre. Las paredes de Vittoria, que se contrajeron con violencia ante aquel orgasmo que aún no culminaba, lo llevaron a la locura. Se hundió con más fuerza, deseando prolongar ese momento, y, al mismo tiempo, rogando que terminara. Necesitaba liberarse y saborear ese tirón en su bajo vientre.

Franco dio una estocada más, encajándole los dedos en la piel sensible de las caderas, y con un gemido de lo más varonil y excitante se corrió en su interior.

Ninguno de los dos reconoció la nueva sinfonía. Lo único que podían escuchar eran sus respiraciones y el ritmo errático de sus corazones. La frente de Franco se había perlado deliciosamente y el escote de Vittoria lucia igual de húmedo.

Vittoria escondió el rostro en el cuello de Franco, aceptando con la inteligencia emocional de una mujer madura que sus sentimientos por él eran mucho más peligrosos que una simple animadversión. Claramente, eso no implicaba que tuviera que revelárselos a nadie, mucho menos a Franco.

Él presionó la mejilla en la sien de Vittoria, completamente complacido. Un placer que se fue desvaneciendo lentamente, regresándolo poco a poco a la realidad. Buscó alguna señal de arrepentimiento, pero no encontró absolutamente nada. Si Vittoria tenía que casarse, lo haría con el recuerdo de él en su interior. Una memoria que deseaba la acompañara el resto de su vida.

Sin premeditarlo, Franco le otorgó a Vittoria dos regalos de boda: sus caricias convertidas en tinta indeleble sobre su suave piel, y su semilla bajo el gen dominante Casiraghi.

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