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CAPÍTULO 34

—Volviste —jadeó Isis manteniendo los ojos abiertos desmesuradamente. Sus iris zafiro desbordaban asombro e incredulidad.

Ambos fueron inmovilizados por circunstancias diferentes, quedando sin la posibilidad de acercarse al otro.

Por un lado, pese a que Isis tuvo suficiente tiempo para acostumbrarse a la visión y presencia de su hermano, le impactó verlo despierto. Lo rodeaba un aura peligrosa, mismo efecto que atestiguó en la boda y que le sorprendió volver a apreciar. Dormido le había dado la impresión de que estaba en calma, pero de pie y mirándola con esos ojos iguales a los suyos, podía experimentar lo que era estar cerca de un hombre lleno de poder y soberbia. Una advertencia tacita para cualquiera, menos para ella. No le daba miedo, todo lo contrario, se sentía más segura que nunca tras convivir con asquerosos sujetos que acataban órdenes fingiendo poseer un poderío que no tenían.

Sin embargo, no le restó potencia a las emociones que advertía mezclándose en su torrente sanguíneo. Siempre quedarían resquicios de una idea efímera; la idealización de nuestro ser amado. Su capacidad mental no le estaba dando armas necesarias para habituarse a la visión de un hombre que había dejado de ser un niño mucho tiempo atrás. Y no cualquier hombre, sino uno que parecía ser duro e inflexible. Además, que una parte de ella se había adaptado, y quizá hasta resignado, a vivir con él fuera de consciencia.

Franco, por otra parte, quedó paralizado en el pasado, concretamente en un incendio que fue el inicio de su calvario. Por más que deseó avanzar y abrazarla como tanto lo había soñado e imaginado, no conseguía hacerlo. Si se movía, tal vez se desvanecería o se la volverían a quitar. O, quizá, le exigiría que se apartara. La escuchó decir que no quería estar a su lado. Le había escrito palabras de odio en color carmesí.

Aunado a eso, persistía la incongruencia en su mente que no le dejaba espacio para entender que, después de tanto tiempo sin ella, por fin la tenía ahí sin importar si lo seguía queriendo o no.

Por fortuna, Isis fue más rápida en reaccionar. Se deslizó por la cama, bajó de ella y corrió hasta su hermano. Colisionó contra él en un abrazo que le arrebató el aire y le produjo una lluvia de lágrimas llenas de amor y desconsuelo entremezclados.

Franco la recibió envolviéndola con fuerza férrea. Un lamentable gemido, desbordando agonía y dolor, se le escapó de la garganta. Ese modo de abrazarse le llegó hasta lo más profundo de las entrañas. Respirar le dolió en el pecho, en la garganta y en los oídos. Su cuerpo languideció, simbolizando todos esos años de angustia y desesperanza, llevándolo a colapsar contra la puerta detrás de él, arrastrando a Isis consigo. Cerró los ojos y aspiró con fuerza. Qué maravilloso olía la luna.

—Perdóname, por favor —suplicó Franco atormentado. Fue lo único que se vio capaz de decir. Su perdón era lo único que necesitaba.

Isis dejó el sigilo. No le importó hacer sonidos impropios de una persona normal y se largó a llorar desconsoladamente, escondiendo el rostro en el pecho de su hermano. Su aroma le ocasionó más potencia a su llanto.

—¿Perdonarte por qué? —sollozó ella, aferrándose con manos y uñas a la espalda de su hermano. Temía volver a ser apartada de él—. No tengo nada que perdonarte. No me pidas perdón. —Negó frenéticamente. El agua salada en sus mejillas humedeció la camiseta blanca de Franco.

—Rompí mi promesa —declaró Franco, estrujándola con más ahínco—. No logré mantenerte a salvo. —Un poco más y rompería su propia maldición de no poder o no saber llorar.

—No digas eso, por favor —le exigió Isis, levantando la cara hacia él. Encontrarlo con los ojos cerrados y las facciones retorcidas de amargura le laceró tanto como su propio llanto—. Te sacrificaste por mí. Me salvaste, Jean. Sé que estuviste buscándome todo este tiempo. Perdóname tú a mí. Jamás me abandonaste. Lo siento. —Le sujetó la cara amorosamente, aborreciendo la visión del sol sufriendo. El alma se le quebró todavía más. ¿Qué les habían hecho?

Franco abrió los ojos abruptamente al escucharla. No había odio en las palabras de su hermana, ni siquiera rencor, solo culpa. La misma culpa que él experimentó todos esos años. En sus orbes se reflejó el desconcierto. ¿Entonces no lo odiaba? Pero si...

—¿Me amas? —preguntó Franco siendo más duro de lo que pretendió. No era sencillo dejar a un lado su estricta personalidad.

—Siempre —juró Isis, sosteniéndole la mirada—. Te amo con el corazón.

Franco sufrió un cruel latigazo en el pecho. Un golpe que rompió su maleficio. Sin verlo venir, un torrente de lágrimas surcó sus pómulos, mejillas y mandíbula. Una reacción tan silenciosa como impetuosa. «Sí me ama...», pensó sorprendido.

La sujetó de la nuca, y la presionó contra su hombro, amándola más que nunca y herido peor que el día que la alejaron de él. ¿Cómo pudo haber sido tan cobarde para dejar que se la arrebataran? Por su poco honor se privó de escuchar esa frase casi toda su vida.

—Te amo más que a nada —juró Franco vehementemente. Le dio un beso en la frente y la abrazó con más vigor—. Te amo con el corazón.

—No puedo creer que estés de regreso conmigo —lloriqueó Isis ocultando el rostro en la curva del cuello de su hermano. Se aferró a él del mismo modo que lo hacía él con ella. Era como si en ese acto quisieran recuperar todo ese tiempo perdido—. Oh. Dios mío. Estás realmente conmigo. Jamás pensé que volvería a mi hogar.

Así se mantuvieron por varios minutos. Él llorando silenciosamente. Ella sollozando como si le costara trabajo respirar. Ambos sufriendo en un fugaz instante todos esos años que vivieron alejados, acompañados de la incertidumbre y en soledad.

Franco lo había logrado. No del modo que esperó y buscó, pero realmente consiguió salvar y recuperar a su hermana. No era un suceso fácil de asimilar, si tenía que ser honesto. Miles de preguntas lo abordaban. Eran tantas, que se sentía sobrecogido, mas hubo tres que se asomaron por encima de todas las demás: ¿Qué seguía? ¿Dante estaría orgulloso de él por haberse convertido en ese hombre que siempre le enseñó que quería que fuera? ¿O estaría decepcionado por haber dejado que lastimaran a su princesa? Por lo menos esperaba que sus padres, a donde sea que hubiesen ido, los estuvieran viendo juntos de nuevo.

Quería saber todo sobre ella. Deseaba conocer sus manías, inquietudes, temores, fobias, alegrías y tristezas. Si tendría un color favorito o cuál sería su película predilecta. ¿Le gustaría algún género literario en especial? ¿Y su libro de preferencia? ¿A qué lugar del mundo anhelaría viajar? Tal vez compartían gusto por la comida.

Lamentablemente, no podía preguntarle. Lo entendió con un sabor amargo que le provocó nauseas. ¿Cuánto puede saber uno de sí mismo estando encerrado y alejado del mundo? No sabía con certeza si fue prostituida, si estuvo cautiva o qué demonios fue de ella todos esos años. Cómo iba a interrogarla sino estaban en una situación normal. Se angustió al reconocer que no sabía qué hacer, como debía actuar, qué debía preguntar y qué no deseaba saber.

Por ende, eligió un terreno un poco más seguro, o al menos eso esperaba, situado en el presente.

—¿Te gusta tu habitación? —cuestionó en un susurro, siendo cauteloso.

Isis se apartó de él y asintió frenéticamente. En sus labios se expandió una sonrisa llena de felicidad que le iluminó de inmediato los ojos acuosos e irritados. Su nariz lucia muy adorable, así, enrojecida.

—Es muy bonita —confesó ella, ligeramente tímida—. Es tan, tan hermosa. No puedo creer que la hicieras para mí, que la tuvieras todo este tiempo por mí. —Extendió los brazos y dio vueltas sobre su propio eje con el rostro hacia el cielo. Con ello logró enternecer y suavizar las facciones de Jean—. ¡Es como el cuarto de una princesa en su castillo! —Se detuvo bruscamente, quedando de espaldas a su hermano. La imagen de un día en la playa la azoró, lastimándole detrás de las costillas. Se quedó muy quieta—. Luna, tengo una sorpresa para ti —dijo inadvertidamente, imitando a su hermano de ocho años—. ¿Un regalo? —añadió como cuando era una pequeña amada y consentida. Solo que, en esta ocasión, sonó llena de pena. Comenzaba a darle sentido a algunas cosas que averiguó en esos días.

—¿Isis? —la llamó Franco suspicaz, apartándose de la pared.

Ella se dio la vuelta, encontrando a su hermano yendo en su dirección. Le angustió ver suplicio en sus facciones.

—Es mi castillo —adivinó Isis, deteniendo los pasos de Franco.

Jean asintió, tragó duramente y apretó la quijada. «Parte de tu castillo. Pronto te daré un imperio entero», juró en silencio. En sus zafiros se reflejó peligro. Una advertencia implícita, dirigida a sus enemigos.

Le estaba resultando muy complicado poder contener sus instintos más primitivos. Su sed de vengar el tiempo que Isis estuvo lejos de él cobraba vida propia. Por primera vez, el corazón se anteponía imperiosamente sobre su mente. Además, aunque el carácter de Isis parecía dócil, poseía una intensidad que desarmaba. Y eso que llevaba menos de media hora con ella.

—Dijo que te entristecerías —sopesó Isis arrugando la frente—. Por eso estás triste ahora —se lamentó.

—No estoy triste, Isis —mintió Franco.

Sí lo estaba, y mucho. Pero no solo era víctima de ese sentimiento. Miles de ellos lo avasallaban, llevándolo a un camino en el que pronto perdería el control de sus acciones y emociones. Por eso requería dominarse con más ímpetu, aunque Isis necesitara únicamente un hermano. Los dos estaban fracturados de distintas maneras, y él quería darle voz, asesinando y torturando, a cada uno de esos fragmentos. No conseguía sacarse esos pensamientos de la cabeza.

—Sí lo estás —aseguró Isis, regresando a posicionarse frente a él. Le acarició la mandíbula, los pómulos y la frente, en el proceso de convencerse a sí misma que realmente estaba ahí con él—. Lo siento. Era una sorpresa para mí. No debí abrir la puerta blanca.

Franco cerró los ojos absorbiendo las caricias de su hermana. Lo tocaba de un modo que le hirió en lo más profundo del alma. El cuerpo le tembló, incapaz de poder mantenerse estable emocionalmente. Era su pequeña y amada hermana. Y, aunque había crecido, todavía albergaba características de una niña. Isis no era una adulta del todo, pero tampoco era una niña llena de jovialidad. Parecía haberse estancado en el medio del camino. ¿Qué le había hecho? ¿Por qué dejó que le arrebataran toda una vida? Jamás se lo perdonaría.

De improvisto, Isis se entretuvo en la cicatriz que se presumía en el pómulo izquierdo de su hermano, dibujándola muy lenta y suavemente con la yema de los dedos.

Franco fue sorprendido por esa tierna acción. En la boda, lo había acariciado de manera similar, como si esa característica de él en particular la hipnotizara. Abrió los ojos y se quedó observando el modo en que Isis veía esa lesión antigua. Ella era demasiado curiosa...

—¿Cómo la conseguiste? —preguntó Isis desviando su mirada enternecida hacia los ojos de su hermano—. Creo que es muy bonita.

A Franco siempre le gustó llevarla y la portaba con orgullo. Le recordaba un antes y un después en su vida, pero jamás la describió como bonita. Desde su perspectiva, le parecía que le daba un toque más atemorizante a su apariencia. No era demasiado grande, apenas tenía un centímetro y medio de longitud, pero sí alcanzaba a resaltar sobre su piel.

—En una pelea cuando conocí a Giulio —respondió Franco ásperamente.

—¿Te gustaba pelear mucho? —inquirió Isis ladeando ligeramente la cabeza. Tenía tantas ganas por saber todo de él.

—No. —Franco tragó duro, paralizado ante la presencia pura y noble de su hermana. ¿Por qué lo veía con tanta adoración si era un monstruo? —. Solo si me molestaban.

—¿Desde cuándo conoces a Giulio? —Isis apartó la mano y las cruzó frente a ella, insegura. ¿Y si se molestaba por interrogarlo?

Franco lamentó no seguir percibiendo el tacto tan dulce de su hermana. De algún modo, sintió frío.

—Desde hace veinte años —respondió él.

—Oh... —Isis frunció el ceño. ¿Veinte años? Casi el mismo tiempo desde que la arrebataron de su familia—. Nunca estuviste sólo... —Sonrió y regresó a verlo—. Por eso te quiere tanto.

Franco, cegado por el odio a sí mismo, interpretó la actitud de Isis como un sutil reproche. Él tuvo a Giulio como compañero toda la vida. ¿Isis a quién pudo haber tenido? No se necesitaba ser muy inteligente para entender que su hermana estaba lastimada también por la soledad. Su manera de interactuar era poco común, ni siquiera un niño introvertido reaccionaba tan ingenuamente. Sin temor a equivocarse, supo que lo que ella sentía, lo decía.

—Nunca dejé de echarte de menos —aseguró Franco con dureza. Ese tono de voz tan inflexible no fue en dirección a su hermana. Se estaba fustigando a sí mismo.

—Ya lo sé —corroboró ella. Una lágrima muy pequeña aterrizó en su ropa—. Sé que me buscaste, sol.

Franco estiró la mano y le limpió la humedad de la mejilla. Ella sonrió agradecida. Él no encontró donde guardar tanto amor por ella.

—No lo suficiente —manifestó Franco, lamentando el no haber sido capaz de encontrarla mucho antes.

Isis lo abrazó y se largó a llorar suavemente.

Franco también la abrazó, cerró los ojos y se tragó el llanto. Seguía sintiéndose indigno. Llorar únicamente lo haría parecer un hipócrita. Casi estuvo seguro de que su padre estaría avergonzándose de él.

—Siempre es suficiente —sollozó ella—. Creí que estaba sola en el mundo. Siempre es suficiente.

Él quiso rebatir ciertos puntos con Isis, pero algo blanco, pequeño y peludo capturó su interés. Esa cosa se sacudió a lado de un holgazán Hades que dormía cómodamente sobre todos los cojines de decoración de la cama. La cosa peluda y horrorosa se deslizó por debajo del hocico del dóberman, se estiró, bostezó y abrió unos diminutos ojos azules gatunos.

—¿Por qué hay un gato bebé? —preguntó Franco en voz baja.

Isis se apartó de su hermano, se limpió las mejillas con las palmas y volteó hacia la cama. De inmediato sonrió como una adolescente enamorada.

—Me lo dio Giulio hace un par de horas —reveló Isis olvidando su anterior estado de tristeza. Se acercó a la cama y llamó al gatito con un par de golpecitos en el colchón—. Creo que se siente culpable por haberme dejado unos días para ir a Francia. —Volvió a llamar al gato. Este se acercó dando varios saltos, jugueteó con los dedos de Isis, y se frotó en su palma, ronroneando—. ¿No es adorable? Le puse Zeus. Si hubiera sido mujer la habría llamado Medusa. ¿Has visto sus tatuajes? Son increíbles.

Franco se quedó observando a esa bola espantosa de pelos. Aborrecía a los gatos tanto como a Paolo o a Liandro. ¿En qué mierda estaba pensando Giulio cuando se lo dio? Un momento... ¿Que sus tatuajes qué?

—Isis... —la llamó Franco intentando no sonar demasiado enfadado—. Los gatos y los perros no se llevan bien. —Procuró mantener la calma.

En ese momento, el perro traidor lamió al gato, moviendo la cola. Eso tenía que ser una maldita broma.

—Ellos sí. ¿No te gusta? —preguntó emocionada. Lo miró por encima del hombro y le sonrió—. Es para que no me sienta sola cuando él no esté.

—Ya no hace falta. Yo estaré contigo todo el tiempo. —Franco sonó más arisco de lo que pretendía.

—Pero a él voy a echarlo de menos. Ha sido tan bueno conmigo. Me cuida siempre. Y creo que nos queremos —confesó Isis. Regresó su atención al gato y al perro jugueteando, y se unió a ellos, acariciando a los dos simultáneamente—. Hades estuvo casi todo el tiempo contigo, ¿sabes? No comió muy bien. Te extrañaba también. —Le acarició detrás de las orejas al dóberman, consiguiendo que moviera con más velocidad la cola.

Jean Franco se quedó a mitad de la frase de Isis. ¿Por qué carajo iba a echarlo de menos? ¿Que se querían? Sus fosas nasales se dilataron.

—¿Qué tan bien te cuidó Giulio? —inquirió Franco en voz baja, casi peligrosa.

La sonrisa tímida que le dedicó Isis fue respuesta suficiente.

Con que un ángel...

Franco recordaba con claridad el baile que tuvieron Giulio e Isis en la boda. Definitivamente su segundo había encontrado a un ángel en su hermana pequeña. ¿Cuánto pudo haber ocurrido durante ese tiempo que estuvo inconsciente?

—Isis... —insistió Franco al notar el rubor en las mejillas de su hermana.

—Vas a enfadarte. Dice que vas a matarlo —dijo ella, algo ofuscada. Era una tonta por haber abierto la boca de más—. Deberías sentarte.

—Isis... —Franco se arrastró las manos por la cara, perdiendo de a poco la cordura.

—¿Es verdad que puedes matarlo? —preguntó Isis sumamente angustiada—. No quiero que lo lastimes. Él te quiere, y a mí...

¿Cómo? Evidentemente, ella lo creía capaz de matarlo. Pero, ¿por qué? ¿Quién hacia esa pregunta con tanta certeza?

Franco se sentó al pie de la cama, muy lejos del gato, y seguido a eso tomó a su hermana del mentón, invitándola a mirarlo directo a los ojos.

Isis parecía temerle, pero no por ella. No... Quizá ya sabía quién era él realmente. Lo veía como mucha gente lo observaba cuando lo encontraban en su modo más aterrador. Sin embargo, Isis no conocía todo lo que había detrás, y claramente no entendía que su lealtad para con Giulio era inquebrantable y que jamás le haría daño. Aun así, no le pareció normal que lo cuestionara de ese modo.

—¿Tienes miedo? ¿Crees que te haré daño? —inquirió Franco suspicaz y lleno de pena.

—A mí no —declaró Isis, sosteniéndole la mirada.

—Sabes quién soy... —conjeturó Franco completamente resignado. Siendo sincero, qué había esperado. Estuvo rodeada de toda su gente mientras él convalecía. Hubiese sido un milagro que no lo supiera.

Isis asintió. Apretó las manos en puños y se obligó a dejar de verlo. No le temía, obviamente, pero no sabía hasta qué punto era peligroso. En todo ese tiempo no se permitió pensar que su hermano podía hacer el mismo daño que le hicieron a ella. No era tonta. Los malos siempre serían los malos, aunque fuesen amados. Era la hermana y fue la hija de un capo. Por eso le tocó ese cruel destino.

Se limpió la gota de agua salada que le corrió rápida por la mejilla. Lo peor de todo era que deseaba ser parte de esa vida. Una retorcida manera de enfrentar el pasado que sufrió.

—Eres el Demonio de Florencia. Un mafioso —contestó ella con la mirada clavada en el regazo—. Sé que asesinas, vendes drogas y armas, extorsionas y torturas. Y creo que te gusta... Giulio, Vito, Claudio, todos ellos son parte de esto.

Franco recibió un golpe invisible en el pecho. Jamás dejó de sentirse orgulloso de lo que era, hasta ese momento.

—¿Quién te lo dijo? —pidió saber Franco dejando atrás su aflicción. No le agradó que su hermana conociera esa verdad si apenas estaba de regreso a una vida "normal".

—Primero Paolo —contestó Isis levantando la mirada hacia él—. Es un hombre cruel. Pero de todos modos hubiera sido fácil averiguarlo. Ellos siempre hablaban como si yo no estuviera.

—¿Quiénes ellos?

—El tío Benedetto, Vittoria, Giulio y tus hombres. Todos ellos. —Isis rio nasalmente con amargura—. No soy tan frágil y tonta como piensan.

—Nadie cree que eres tonta —le aseguró Franco.

—Entonces dime si eres capaz de matar a Giulio —exigió saber Isis, angustiada.

—Jamás le haría daño —aseguró Franco duramente.

—No sé quién eres —afirmó Isis entre sollozos, lacerándolos a ambos con dicha confesión—. Y tú no sabes quién soy yo.

—Eres mi hermana —declaró Franco con aspereza—. Soy tu hermano. Eso es todo lo que importa.

—Quiero ser como tú... —confesó Isis acongojada. Quería hacer el mismo daño que le hicieron a ella. Quería pertenecer al mundo de su hermano. Eso le enfermaba y al mismo tiempo le causaba emoción. ¿Qué clase de persona era? Ni siquiera ella lo sabía.

Franco sintió como si una gran cantidad de agua helada le hubiera caído encima.

—¿Qué dijiste? —Franco le apartó las manos de la cara a su hermana.

—Quiero vengarme por lo que me hicieron —proclamó Isis siniestramente. Sus facciones se endurecieron, dándole un aspecto amenazante. Incluso sus ojos tomaron un matiz frio y calculador. Dejó de verse como la hermana de Jean y se convirtió en parte del Imperio Casiraghi—. Ayúdame —le exigió.

Fue impresionante para Jean Franco presenciar ese cambio en su hermana. Era un espejo frente a él. Eso lo atemorizó a la vez que lo enorgulleció. Su sangre clamaba por ser escuchada. Le exigía darle a Isis lo que pedía, porque él lo haría. Tenía firme el objetivo de cobrarse todo lo que les hicieron, pero jamás imaginó que Isis querría hacer lo mismo. ¿Qué se supone que tenía que hacer? Aceptar la pondría en peligro. No hacerlo también.

—Bien —aceptó Franco afilando la mirada—. Pero lo haremos a mi modo.

Isis asintió y lo abrazó agradeciéndole en silencio. Tal vez ser malos no era tan malo, después de todo.

Tras el reencuentro tan esperado, que se suscitó de manera insospechada, los hermanos Casiraghi decidieron ponerse un poco al día respecto a la vida en que se formó Franco. No había intenciones por indagar o cuestionar el pasado de Isis. Eventualmente, se sabría la verdad.

En los pensamientos de un hombre obcecado por cobrar facturas, continuaba predominando la venganza, y seguiría buscando a los responsables. No obstante, en ese momento, su prioridad era conocer un poco de la personalidad de su hermana, y así darle confianza y comodidad. E Isis quería saber todo sobre su hermano, absolutamente cada detalle. Al perecer albergaba una engrandecida admiración como si fuese un superhéroe invencible.

Por ello, se acomodaron sobre la cama de princesas entre los cómodos cojines de decoración y se cubrieron con una manta lila, ambos recargados con la espalda en la cabecera, permitiendo que el traidor de Hades y el intruso de Zeus durmieran a sus pies sobre el colchón.

Sin lugar a dudas, a Franco le daría alergia pronto, pero le restó interés. Increíblemente volvía a estar con Isis, y eso era mucho más importante que cualquier otro evento inoportuno y gatuno. Ya encontraría la manera de deshacerse del horroroso peludo y de castigar al dóberman por su subordinación.

Envueltos en ese ambiente tan cálido y lleno de emociones, Franco alimentó la curiosidad de Isis. Lo hizo iniciando con el relato de su vida, desde que conoció a Giulio Marchetti. Posteriormente, le contó como construyó su sequito de hombres honorables y leales, y continuó con todo lo referente a los negocios turbios que rescató del antiguo dominio de su padre. También, le informó sobre cómo Benedetto se hizo cargo de él y de algunas eventualidades con Vittoria. Lamentablemente, no pudo evitar el tema del modo en que la buscó por todos esos años. No le hizo gracia decírselo, pero ella era tan obstinada como él, y no hubo manera de disuadirla. De todos modos, Isis no se mostró decepcionada o aterrada, al contrario, su admiración incrementó.

Isis, por su parte, habló un poco acerca de esos días después de su rescate.

Algunas de esas anécdotas casi llevaron a Franco al borde de la muerte por tercera vez. Sufrió pequeños infartos que, en su momento, le reprocharía a su segundo al mando. Asimismo, como la vio tan orgullosa de sí misma y asombrosamente emocionada, no le hizo ninguna especie de amonestación.

Por suerte, Isis omitió ciertos detalles íntimos que solo le pertenecían a ella y a Giulio. No consideró necesario develarle cada pormenor a Jean. Los besos debían guardarse solo en las memorias de los protagonistas, sobre todo si se tiene un hermano líder de una organización delictiva.

Durante ese tiempo, Isis se permitió abrazar a su hermano cada que se le ocurría, y este, en respuesta, le regalaba besos en la frente y las sonrisas más sinceras, aunque muy pequeñas.

Franco iba a tener que trabajar muy duro en dejar de lado su personalidad contenida, al menos para con su hermana. Qué complicado era poder actuar con normalidad, tras tanto tiempo de vivir bajo las sombras de un pasado oscuro y una vida llena de culpas y rencores por sí mismo.

Mientras que los hermanos se conocían y reconocían sin interrupciones, Vittoria y Giulio se aburrieron en el gran salón. Ninguno de los dos tenía mucho por decir. Vittoria seguía enredada en sus pensamientos sobre su huida y la paternidad de Franco. En cuanto a Giulio, este se dedicó a recitar en su mente la mejor forma de decirle a Franco todo lo ocurrido durante su ausencia. No había muchas opciones de dialogo, todas llevaban al mismo destino: la pérdida de sus testículos.

Casualmente, Vittoria y Giulio se dirigieron a la cocina, quizá por algo de beber o de comer. No obstante, fueron atraídos por la puerta entreabierta de la habitación de Isis. Tras compartir una mirada cómplice, y un tanto entretenida, olvidaron lo que les competía frente a la estufa o el refrigerador, y se encaminaron hacia la estancia del portón blanco. De un momento a otro, se convirtieron en un par de adolescentes sin educación, ávidos de información.

Ya en la puerta, ambos se asomaron silenciosamente por la hendidura. Los dos fueron víctimas de la incredulidad y el asombro.

La imagen que se les presentó fue fuera de este mundo. Un cuadro que eran indignos de admirar. La simbiosis perfecta que contradecía cualquier ley sobre creencias y religiones. Un demonio y un ángel impugnando a su conveniencia un nuevo significado de coexistencia y compatibilidad. Pagano o no, los Casiraghi le daban un sentido diferente al amor y a las teorías sobre estos seres ancestrales.

Para Giulio, ver a Isis y a Franco juntos se le presentó como el epítome de esos veinte años. La sonrisa que se le dibujó en la cara, repleta de melancólico orgullo, mostró que su trabajo había terminado satisfactoriamente.

Tener la oportunidad de observar a su jefe y amigo lejos de esa penumbra en la que estuvo viviendo le provocó un inmenso placer, en especial, porque, aunque seguía luciendo atemorizante con esas facciones endurecidas, podían apreciarse otro tipo de emociones en su expresión. Le enterneció atestiguar como le dio un beso en la frente a Isis y el modo en que ella sonrió como respuesta, llena de júbilo. No encontró miedo ni confusión en los ojos de su ángel. Por fin, la luna y el sol tenían lo que se merecían.

Evidentemente, su labor y su deber para con los Casiraghi había culminado. Por alguna razón lo sintió como si ese hubiera sido el motivo para el que nació. Igualmente, permanecería leal a su lado. No sería ingenuo, ese era apenas el comienzo del fin. Se venían cosas difíciles y él los protegería hasta el final, como siempre lo hizo Franco con él. Su corazón se hinchó, e, incluso, olvidó todo lo perturbador que hicieron durante todos esos años. Nunca habría mejor recompensa que ver a quienes amas en el lugar a donde pertenecían. Y él era afortunado porque formaba parte de ese lugar.

Por otra parte, Vittoria absorbió esa imagen con sentimientos encontrados. Ninguno malo, sinceramente. Pero su atención se enfocó especialmente en su esposo, el padre de su hijo.

Ese hombre al otro lado de la puerta, no era el que siempre tuvo cerca en su día a día. Lo encontró tan diferente, que los ojos se le llenaron de lágrimas. Esa pequeña curvatura que se le pronunciaba en los labios a Franco era tan sincera, que alcanzaba a iluminar los zafiros que fueron su verdugo por años; toda frialdad se había evaporado. Así brillaba como un adolescente, como el chico que siempre debió ser y al que le quitaron la oportunidad de serlo. Se mostraba relajado hasta cierto punto. Y no se podía ignorar la manera tan delicada y tierna con que trataba a su hermana. Le hablaba con fluidez. La abrazaba presionándola contra su costado. La besaba en la frente o en el cabello. La amaba...

Vittoria descubrió al verdadero hombre detrás de la máscara de un capo peligroso y sin escrúpulos. El padre que su hijo necesitaba y tenía derecho a tener. Ya ni siquiera pensaba en ella misma. La quisiera o no, su pequeño podía ser increíblemente amado por Jean Franco Casiraghi. La cuestión era si Franco aceptaría o podría ser padre con Isis apenas a su lado. Le pareció un pensamiento demasiado egoísta querer quitarle ese momento que no tuvo oportunidad de experimentar por años. No obstante, pudo sentirse feliz por ambos. En específico por él.

A su vez, deseó un poquito de ese hombre para ella. Un par de esas sonrisas y un beso, ¿tal vez?

—Era por eso —musitó Vittoria, como si acabara de hacer un gran descubrimiento. Se apartó de la puerta y recargó la espalda en la pared contigua a la próxima estancia, tomando una distancia prudente del cuarto de Isis.

—¿Era por eso qué? —la cuestionó Giulio. Cerró la puerta con precaución, sintiéndose repentinamente culpable por haber hurgado en la intimidad de Franco e Isis, y recargó la espalda en la pared paralela a Vittoria.

Los dos fueron alumbrados por la tenue luz de las lámparas del pasillo, como si los ayudaran a ocultarse de oídos ajenos.

—Que no sonreía —anunció Vittoria con la mirada fija en los ojos de Giulio. Así, reveló una sonrisa afligida—. Ella tenía su corazón.

Giulio asintió, sonriendo de lado. Sus ojos demostraron que conocía a Franco más que a sí mismo.

Vittoria tuvo un poco de envidia por ese dato. Si tan solo Franco la hubiera dejado seguir siendo su amiga, en ese momento no se estaría sintiendo tan fuera de lugar. No pertenecer a algún sitio volvió a agobiarla.

—Tal vez las cosas ahora sean diferentes. —Giulio señaló con la barbilla el vientre de Vittoria, y después echó la cabeza hacia atrás, enfocando la vista en el techo—. Sé que van a ser diferentes —sopesó. Cerró los ojos y dejó caer los hombros. Todo cambiaría. Él había cambiado. Definitivamente no era el mismo ni volvería a serlo. Se le formó un nudo en la garganta. Isis...

—Es que no sé qué hacer —confesó Vittoria en un susurro afligido. Darles voz a esos pensamientos constantes la atemorizó. Miró hacia la puerta para asegurarse que nadie saldría por ahí próximamente, y volvió su atención a Giulio—. Ni siquiera lo planeé.

—Pero te lo pasaste bien —se burló Giulio, dándole una rápida mirada sin cambiar de posición—. Ya son adultos, pelirroja. Franco tampoco fue muy responsable al respecto. Y aun así no es un hombre que le dé la espalda a su familia. Ese bebé lleva su sangre... Puta madre. —Se enderezó abruptamente—. ¿O es mío? A mí no me vas a amarrar con un hijo. Nos cuidamos.

—Eres un animal —le reprochó Vittoria. Todo su rostro se coloreó de carmesí por la furia y la vergüenza entremezcladas—. No necesito amarrarte, pero puedo decirle a mi papá que es tuyo y a ver qué haces.

Giulio estrechó la mirada sobre ella, analizándola. De inmediato sus cejas se arquearon, denotando escepticismo.

—¿Es de Cavalcanti? —preguntó Giulio en un gruñido ronco.

—Claro que no —aseguró Vittoria elevando la barbilla—. Nunca me acosté con él.

—¿Estás seguras? Las reservaciones del "Isis" no dicen lo mismo —rebatió Giulio.

—Se puso tan ebrio que ni los aretes tuve que quitarme —recordó Vittoria, divertida—. Pero es violento y terminó haciendo el ridículo amenazando a una mucama con su navaja. ¿Puedes creerlo? Odié a Franco por mandarme a asegurar su maldita alcaldía.

Qué información tan interesante para Giulio. ¿Por qué nunca se los dijeron los empleados del hotel? Tal vez, con esa referencia, podrían avergonzar a Paolo públicamente para que le negaran la alcaldía o, al menos, con Franco de nuevo en el juego, la seguirían postergando. Iba a tener que revisar los videos en cuanto tuviera tiempo.

—¿Te hizo daño a ti? —le preguntó Giulio lentamente.

—No —contestó Vittoria—. Pero eso no quita que sea repugnante. Giulio, si Isis estuvo con él...

El corazón de Giulio se aceleró violentamente y le laceró una puñalada en el pecho. Siempre estuvo consciente sobre la situación de Isis en manos de Paolo, pero no se permitió hondar en el asunto o hubiera perdido la cabeza. Isis lo había necesitado a su lado, no buscando matar a alguien, aunque lo estuvo deseando por muchas razones. No obstante, que lo dijera Vittoria fue un gran golpe. Su ángel... ¿Qué tanto pudo haberle hecho Paolo? Una vena en la sien le empezó a palpitar. Ni siquiera de debía únicamente a los sentimientos que albergaba actualmente por ella. Por casi dos décadas la consideró importante. Veinte años de búsqueda y de saber que era la hermana de su mejor amigo le dejaron quererla, incluso sin conocerla. Y ahora que la amaba... Qué gran mierda. No quería imaginar lo que le pudo haber hecho ese cabrón asqueroso.

—Ya me encargaré de eso —aseveró Giulio comprimiendo la mandíbula—. Y tú encárgate de tu asunto. No voy a ocultarle a Franco tu secreto. Lo sabes, ¿verdad? No puedo ni quiero.

Vittoria asintió, tragando audiblemente. Se envolvió el estómago con un brazo y echó la cabeza hacia atrás, disimulando las lágrimas. Cada vez se sentía más confundida. Y no, no abortaría. Pero podía fingirlo y largarse, o quedarse a descubrir qué podría pasar con Franco siendo papá. Cualquiera de las dos posibilidades ameritaba tener que enfrentarse a la dureza e inflexibilidad de Jean Franco.

—Solo dame tiempo —suplicó Vittoria—. Necesito saber qué hacer.

—Si abortas... Vittoria, Franco no se lo va a tomar nada bien. —Hasta Giulio tuvo miedo—. Y si sabe que yo estaba enterado... ¿Entiendes que vas a joder muchas cosas?

Vittoria se lamentó haber abierto la boca aquel día. Giulio podía llegar a ser disperso, pero no era tonto. Iba a ser difícil convencerlo de un aborto natural.

—Lo entiendo —se exasperó Vittoria—. Dame unos días, por favor.

—Bien, pero no más —exigió Giulio—. Ya se ve que estás subiendo de peso.

Vittoria se miró el estómago con el ceño fruncido, ocasionando que Giulio sonriera entretenido hasta la medula.

—¿Y tú no piensas hacer nada respecto a Isis? —inquirió Vittoria, con una sonrisa dos a uno. La pelirroja salía victoriosa de esa contienda.

La mueca divertida de Giulio se borró ipso facto. Honestamente, eso fue un tres a cero.

—¿Hacer respecto a qué con ella? —preguntó Giulio, más serio que en toda su vida.

—Para estar con ella —le aclaró Vittoria—. Dijiste que las cosas podían ser diferentes.

—No hay nada que tenga que hacer —aseveró Giulio, apartándose de la pared—. Ya tiene lo que necesita.

—¿Y tú?

—También... —Giulio abandonó a Vittoria en el medio del pasillo, escuchando nuevamente como el corazón se le convertía en pequeñas esquirlas esparciéndose con saña en su interior.

Isis ya tenía al diablo para protegerla y él era el protector del diablo. No había nada más por hacer.

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