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CAPÍTULO 32


Giulio regresó de Francia el viernes antes del atardecer, y todo seguía igual. Su líder y amigo aún no despertaba. Hades apenas si comía. Vittoria se veía más cansada, pero no engordó. Fabio permanecía en sus intentos por llamar la atención de Isis. Susanna y Benedetto estaban de visita como todos los días desde que instalaron a Franco en el ático, llevándole un montón de regalos a Isis. Vito, Darío y Claudio escoltaban las puertas del ascensor. Y Ofelia seguía insistiendo en preparar la comida favorita de su jefe para obligarlo a volver.

Todo seguía igual, menos Giulio.

La había jodido en todas las formas posibles. No logró mantener el acuerdo con los franceses, Gian había escapado de la casa franca en Lucca, y, lo peor de todo, había buscado dejar de amar entre dos pares de piernas parisinas y una botella de vodka. Jamás se había sentido tan miserable en toda su vida.

El imperio Casiraghi existía sobre la cuerda floja en vísperas de caer.

Si las autoridades encontraban al muchacho que ocasionó la muerte de Ronaldo, se iría al carajo todo. Seguramente los delataría porque demostró que su lealtad no era inquebrantable. Además, los clientes con quienes ya tenían apalabrado el intercambio de armas habían dado su adelanto, y no tenían nada para proveerles. Decepcionaba a Franco y también a Isis. No sabía cómo podría mirarla a la cara sin sentir vergüenza de sí mismo. Mientras que ella era pura, él era un círculo vicioso. Como todos, también albergaba sus propios demonios.

Revisó la hora en el celular, detestando el cansancio de su mente y de su cuerpo. Quería dormir y, de ser posible, cambiar de lugar con Franco.

¿A caso alguien se preocupaba por él?

Sí, una hermosa mujer lo hacía. Sin embargo, aunque quería tenerla, se aseguró de perderla antes de siquiera intentar estar con ella.

Entró a la habitación de su amigo, descubriendo que Vittoria y Benedetto charlaban cerca de la puerta. Hades dormía con la cabeza en el regazo de Franco. E Isis no se veía por ningún lado. Ella posiblemente estaría dándose un baño. Siempre lo hacía cuando estaba por entrar el anochecer. Le gustaba ir limpia y fresca a la cama, después de darle un baño seco a su hermano.

—Giulio —lo llamó Vittoria cuando pasó delante de ella.

—Ahora no, pelirroja —decretó Giulio, cabizbajo, dirigiéndose a la cómoda frente a la cama de Franco.

Por primera vez odió estar ahí porque olía a Isis. A ese dulce y tierno aroma de frambuesas que siempre dejaba ella por donde iba. Le dolió respirar. Él probablemente seguía oliendo a alcohol y a sexo.

—¿Está todo bien? ¿Cómo te fue en el viaje? —insistió Vittoria, yendo detrás de él.

—¡Dije que ahora no! ¡Mierda! —exclamó Giulio, sin detener sus pasos. No estaba del todo en sus cabales. No podía estarlo. «Vamos a terminar todos en la cárcel», le gritaba su fuero interno, advirtiéndole.

Vittoria pausó su camino, ligeramente sobresaltada. Vio a Giulio buscar en el último cajón de la cómoda, y se adelantó solo un paso cauteloso. En ese sitio guardaban los cambios de depósitos de orina y las sondas para el suero.

—Ya lo cambié yo —le avisó Vittoria en un susurro.

—Entonces voy a asearlo. —Giulio abrió el primer cajón del mueble y comenzó a buscar el paquete de toallas húmedas que usaban para mantener a Franco lo más limpio posible. ¿Dónde mierda estaban? Ni siquiera eso podía hacer bien.

—¿No esperarás a Isis? —le preguntó Vittoria, sin saber que sus palabras tocarían a Giulio como un disparo en el pecho.

«No merezco ni escuchar su nombre», pensó Giulio, reprochándose iracundo.

—¡Déjame sólo! —vociferó Giulio, al tiempo que revolvía todas las camisetas blancas de algodón con el propósito de encontrar un maldito paquete de paños húmedos—. Largo, no quiero a nadie a aquí. Este es mi trabajo... —Continuó examinando entre las prendas, aunque, siendo francos, ya no buscaba nada.

No quería ver a Isis. No iba a poder mirarla después de lo que hizo. Era evidente que no tenían una relación, pero se sentía como si le hubiese sido infiel. Y es que, con honestidad, le fue desleal a ella y a sus propios sentimientos. Cuando no te mantienes fiel a tus ideales, eres nada y no eres digno.

—Está bien, Giulio —aceptó Vittoria. Entendía que su apreciado amigo estaba teniendo un muy mal momento y que no podía hacer nada por él, pero jamás lo había visto tan... herido—. Estaré en el salón, por si me necesitas. —Vittoria se marchó.

—¿Tan mal te fue? —preguntó Benedetto, observando la desesperación de Giulio por buscar nada.

—Perdí el negocio —confesó. Dejó de remover los objetos en el interior del cajón y recargó las manos en la superficie del mueble, dejando caer la cabeza entre los hombros—. No tenemos provisiones. Esta mierda nunca había pasado—. Levantó la mirada hacia Franco, pidiéndole perdón en silencio.

—Yo tengo algunas... —comenzó a decir Benedetto.

—No las suficientes —le interrumpió Giulio. «Si no terminamos en la cárcel, alguno va a terminar con una bala en la cabeza por incumplimiento, incompetente», se mofó de sí mismo—. Nadie querrá hacer negocios sin el apellido Casiraghi presente. A Isis no la puedo llevar más. Cada vez es más impredecible.

Benedetto, como era su costumbre, analizó a Giulio. Su postura, el tono de sus palabras, y su aflicción se debían a algo más. Existía algo parecido al suplicio en sus palabras. Un negocio infructífero no llevaba a un hombre como ellos por ese camino.

—Pasó algo más... —indagó.

—Deja de psicoanalizarme con tus mierdas de anciano y sabiduría —le exigió Giulio—. Déjame sólo.

—Como lo desees —acordó Benedetto—. Pero no olvides que seguimos trabajando en unidad. No me has pedido ayuda, Giulio. Un líder sabe cuándo se necesita que le den una mano.

—Yo no soy Franco. Vete —demandó Giulio.

Benedetto se marchó, sospesando algunas ideas para ayudar a su protegido a salir del problema en que estaba casi hasta el fondo. Un imperio de esa magnitud no podía ni debía caer con tanta facilidad.

Giulio estaba haciendo un excelente trabajo, aunque su prioridad había estado siempre en su corazón. Isis demandó todo ese tiempo más de él y era de esperarse que las cosas se estuviesen complicando. Asimismo, no se había dictaminado la última palabra.

Giulio, por fin a solas, se quedó un par de minutos en la misma posición, procurando acallar todos esos pensamientos que lo amedrentaban.

De repente, con la mirada fija en el cajón abierto, algo llamó su atención. La esquina de lo que parecía una fotografía se asomaba de entre las prendas. No la había visto en ese sitio con anterioridad. Tomó el pequeño y arrugado objeto, intrigado, y deseó en seguida no haberlo hecho jamás.

Era la toma de una chica llorando, muy parecida a Isis unos buenos años más joven, vestida de una manera poco elegante con el rostro manchado de maquillaje. A su lado se veían dos hombres que la sujetaban de la cara, siendo maliciosos a la hora de tocarla. No se apreciaban sus caras, pero se entendía que la estaban lastimando.

Aturdido, giró la foto con la intención de dejar de ver esa doliente imagen. Y volvió a anhelar no haber descubierto esa foto nunca en su vida. En letras rojas leyó: "Te odio, sol".

Por unos segundos dejó de orbitar sobre la tierra y fue dirigido en espiral a un lugar lleno de ira y oscuridad. Tuvo deseos de matar a quien se le cruzara en el camino, incluso a sí mismo. ¿Qué miserable y vil persona pudo atreverse a hacer algo tan cruel con esos dos hermanos que de pequeños no poseían ningún tipo de maldad, convirtiéndolos en dos seres llenos de pena?

De inmediato se le reveló una cruda realidad. Esa supuesta verdad a la que Jean Franco no quería regresar. Lo conocía tan bien como a él y no le costó adivinar que...

—Ya sé por qué no quieres regresar con nosotros, amigo. —Giulio sopesó para sí mismo, lleno de furia y desolación.

—¡No la veas! —exclamó Isis desgarradoramente desde la puerta. Llevaba el cabello mojado y vestía un pijama de color lila a cuadros blancos—. ¡Por favor!

Isis había conseguido mantenerse tranquila cuando descubrió la foto, porque su hermano la necesitaba. Pero ahora veía cómo todo el nuevo mundo que tenía de frente se derrumbaba.

Giulio inmediatamente levantó la mirada de la fotografía, encontrándose con los ojos de Isis llenos de miedo y desesperación. Verla le impactó más de lo que esperó. Su corazón creó un extraño sonido de esquirlas cayendo sobre una superficie.

—Isis —musitó aturdido. Vio la foto y de regreso a ella—. ¿Tú pusiste esto aquí?

Isis negó pausadamente, dando pequeños pasos en su dirección.

—Jean no puede saber que la encontré —suplicó Isis. Una gotita salada escapó de sus atormentados ojos.

—Está bien, bonita —accedió Giulio—. No le diremos nada. La guardaré en el mismo lugar.

—¿La viste? —preguntó Isis, emanando desesperanza en el tono de voz. Seguía acercándose temerosa a Giulio.

Giulio se quedó a medio trayecto de regresar la fotografía a su sitio. Tragó duramente y asintió, sosteniéndole la mirada.

—¡Por qué! ¡Ahora tú también vas a avergonzarte de mí como mi hermano! —exclamó Isis, lanzándose sobre Giulio con el firme objetivo de arrebatarle la fotografía. —. ¡Por eso no quiere volver conmigo!

Giulio elevó la fotografía por encima del nivel de su cabeza, impidiendo que Isis la tomara. ¿Desde cuándo habría visto esa vileza, si él jamás supo de su existencia?

—¡Dámela! —le exigió Isis, aventándolo del pecho.

Giulio dio un traspié, sorprendido por esa reacción.

—Tranquila, ángel —le pidió, totalmente descolocado—. No la necesitas. Nadie se avergüenza de ti.

—¡Claro que sí! —Isis siguió luchando para quitarle esa sucia foto—. ¡Me ensuciaron! ¡Devuélvemela! Siempre me ensuciaron —sollozó desconsoladamente, dando una serie de manotazos. No desistía en su labor de recuperar la imagen—. Ahora ya no me quieres porque soy sucia y fea. Por qué sí me querías, ¿verdad? Lo lamento, yo no quería. Perdóname. Jean tampoco me quiere más. —Isis perdió la poca cordura que le quedaba.

Giulio se preguntó, recibiendo lacerantes latigazos en el corazón, en qué puto mundo ella pedía perdón por algo de lo que jamás fue culpable. Qué momento tan más cruel para que se mostrara esa parte de su pasado. Él era el sucio... dejó que lo mancharan otras manos que no quiso sobre su cuerpo. Permitió que otros labios borraran el sabor del beso más bonito de toda su vida. ¡¿En qué puta vida esas cosas pasaban?!

La envolvió con fuerza entre los brazos, deseando poder tranquilizarla, aunque se sintió aún más avergonzado. Ni por las tres duchas que se dio antes de volver a Italia terminó de sentirse libre de esa inmundicia que él mismo se ocasionó. ¿Cómo se permitía tocarla? ¿Cuántas cosas debieron haberle hecho? ¿Y si él no era tan diferente a esos hombres?
Ese último pensamiento le heló la sangre.

Isis, mientras intentaba liberarse de la prisión de los brazos de Giulio, recordó aquel día y otros tantos más similares.

—¡Suéltame! ¡Ya no más! ¡No me toquen! ¡No! —bramó enloquecida. La habían tocado por todas partes y sin permiso. Por debajo de la ropa y por encima. La llamaron zorra. Le robaron sus primeros besos. La mancharon cruelmente. Y ahora también Giulio lo sabía. Y su hermano. ¡Su sol! Por eso ya no quería despertar. ¿Quién iba a querer como hermana a una persona sucia cómo ella? —¡No! ¡Eso no! ¡Déjenme! —vociferó, empujando una y otra vez a Giulio del pecho. Seguramente vendría la peor parte. Cuando le derramaban en las piernas, los brazos y la ropa ese asqueroso fluido que la dejaba un aroma horrible por días.

—Basta, Isis —le pidió Giulio, reforzando su agarre entorno a ella.

Sin duda alguna, Isis había sufrido abusos inimaginables.

Los orbes ámbar de Giulio se llenaron de ira, presentándose en forma de agua salada que dejó salir sin remordimientos.

—Por favor. Te suplico que pares. No sé qué hacer... —La abrazó incluso más fuerte, ansiando que dejara de sacudirse de ese modo tan violento.

Isis no atendió la demanda atormentada de Giulio. Tomó más fuerza y logró liberarse de él. Entonces corrió a una de las esquinas y se escondió allí. Se cubrió con los brazos y comenzó a llorar con mucho más ímpetu.

—¡Jean Franco va a caer, perra estúpida! —recitó Isis, en ese estado de trance que ya todos conocían.

Giulio fue con ella y se arrodilló. Quiso tomarla de la mano, pero Isis lo apartó.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Vittoria, entrando veloz y asustada. Se detuvo en cuanto vio a Isis encorvada y a Giulio llorando silenciosamente frente a ella. Qué lamentable escena.

—¿Tuvo alguna crisis cuando me fui? —preguntó Giulio, sujetándose la cabeza. ¡Ya no soportaba el llanto de un ángel!

—¡Jean Franco va a caer, perra estúpida!

—No —respondió Vittoria inmediatamente, acuclillándose juntos a ellos—. Solo estuvo más ausente de lo normal, pero dejó que mi papá y mi mamá se quedaran con ella. Creo que de alguna manera los recuerda. A mí ni en pintura me quiso cerca. ¿Qué pasó?

Giulio negó. Enfocó su angustiada mirada en Isis y volvió a intentar tomarla de la mano. Eso siempre funcionaba. ¿Por qué ahora no?

—¡Jean Franco va a caer, perra estúpida! ¡No le importas más! —Isis se agarró el cabello con fuerza y tiró de este, descontrolada—. ¡No! ¡Jean! ¡Jean! ¡Sol! ¡Ayúdame! ¡Yo sí te amo!

Benedetto se asomó con el propósito de entrar a auxiliarlos, pero algo inverosímil lo detuvo bajo el marco de la puerta, atrapando por completo su interés.

—Luna... —Jean Franco Casiraghi logró abrir sus atormentados zafiros.

Franco se sentó de manera abrupta, advirtiéndose totalmente desubicado. Su mirar fuera de órbita viajó en torno a la habitación, luciendo asustado y confundido. Se advirtió como el niño que perdió a su familia. Lograba escuchar partes de sus recuerdos y la voz de la pequeña Isis gritando su nombre. Le pedía ayuda. ¿En dónde estaba? Todo en su periferia se le mostró difuso, mas sus recuerdos eran nítidos detrás de sus párpados.

Una puñalada en el estómago...

Franco se levantó la camiseta de algodón, descubriendo una herida finalizando el proceso de cicatrización en su costado derecho. Dibujó la protuberancia en su piel con la yema de los dedos, siguiendo con la vista los movimientos. Sí. Lo recordaba. ¿En dónde estaba Isis? ¿Y si no logró rescatarla?

El primer impulso de Benedetto fue acercarse, pero se reprimió de hacerlo. Franco siempre fue un hombre orgulloso que, si no necesitaba ayuda, no la pedía. Y si se la ofrecían, no la aceptaba, a menos que fuera necesario. Era imperativo que lo hiciera por su cuenta.

Vittoria y Giulio seguían intentando ayudar a Isis. Ninguno sabía todavía que Franco había vuelto.

Franco dejó de atender la lesión en su abdomen y levantó la mirada. Tres siluetas se le mostraron frente a él, aunque lamentablemente no lograba enfocarse. ¿Quiénes eran? Seguía escuchando a su hermana llamarlo, pidiéndole ayuda. Se desesperó, cerró los ojos y se apretó las sienes con los talones de las manos.

Un incendio. Isis llorando al tiempo que se la llevaban. Sus padres muertos. Carlo. Los días posteriores en el lugar de acogida. El dolor. La soledad. Otra vez la puñalada. Isis llorando detrás de Paolo. Giulio. La boda. La carta de renuncia. La presión de la puñalada. Las suplicas de Isis.

Abrió los ojos de nuevo. No parecía estar ocupando su cuerpo. ¿Quién demonios era? ¿El niño asustado?

«Vamos Franco. Recuerda quién eres hijo», pensó Benedetto, con su interés únicamente sobre él. Le atormentó verlo tan ausente, perdido... Le recordaba al pequeño que encontró en una triste sala de servicios sociales esperando que llegaran por él.

Franco se fijó en la sonda intravenosa en su brazo. De inmediato siguió la manguera con la vista, encontrándose con una bolsa medio llena de un líquido transparente. Se arrancó la aguja de la piel y regresó su vista al frente.

De ahí venía la voz de su hermana. No sonaba como la pequeña Luna de cinco años, pero parecía estar sufriendo igual. Sus gritos laceraban. ¿Qué le hacían? ¿Y si era solo un sueño? Le dolió un inmenso hueco en el tórax.

Volvió a cerrar los ojos, en esa ocasión con más fuerza. Le frustraba no entender nada de lo que ocurría. Podía ver realistas trozos de su pasado, pero no había nada más, hasta la puñalada.

Las esmeraldas de Vittoria odiándolo en silencio. Los ojos angustiados de su leal compañero. Las ruinas Casiraghi. El baile de Giulio e Isis. El pequeño Giulio y él corriendo lejos de un taxista. El foso. Los huérfanos como él convertidos en hombres. Un imperio. Muerte. Un asesino que disfrutaba de tomar vidas para su beneficio. Poder. Dinero. ¿Quién era Franco ahora?

UN IMPERIO.

«Hazlo Franco», volvió a pensar Benedetto, sin dejar de prestarle atención.

Franco se oprimió con más brío los ojos, soltando un gemido de frustración.

Un sujeto con un solo propósito. Más gritos de su hermana. No. Ya no estaba asustado. Ya no era un niño. Isis lo necesitaba. Era un hombre poderoso y peligroso...

Sí. Sabía quién era.

Con lentitud abrió los ojos otra vez. Ya no tenía miedo.

Él era el Demonio de Florencia...

Benedetto tuvo un escalofrió al atestiguar como los zafiros de Franco se abrieron con esa resolución frívola que siempre lo caracterizó. Fue como si hubiesen oprimido un interruptor, trayendo de vuelta al verdadero Jean Franco Casiraghi.

La confusión y el desasosiego de Franco fueron suplantados por determinación y soberanía. Y sus facciones se endurecieron, dándole más énfasis al escarchado en su mirar. Él era un hombre que no se dejaba doblegar por nada.

Franco estaba de vuelta.

De un momento a otro, Benedetto vio como Franco se levantó de la cama. Su presencia era tan extraordinariamente imperiosa, que llenó la estancia en un segundo con esa aura que emanaba. Rezumaba peligro mientras caminaba a través de la habitación.

Jean Franco sabía perfectamente a donde iba. Al fin, con el corazón rebosante de alegría y el alma llena de ira, conseguía encontrar a su hermana. Era una de las tres siluetas que vio anteriormente. Y ella lo necesitaba.

Benedetto siguió cada uno de los movimientos de Franco.

El caminar de Franco era lento y altivo. Llevaba la espalda completamente erguida y la frente en todo lo alto. La alfombra incluso tuvo miedo de sus pasos. Esa determinación en su expresión era impresionante. A pesar de que iba descalzo, vistiendo un pantalón negro deportivo muy inapropiado en él, conseguía absorber todo lo que le rodeaba. Ese era el hombre al que Benedetto vio crecer.

«Lo lograste, hijo. La encontraste», se enorgulleció en secreto Benedetto. Una sonrisa de lo más complacida tembló en una de las comisuras de su boca, desbordando respeto y admiración en su expresión.

En sigilo, se retiró de la puerta y se marchó, dándole a su protegido la intimidad que necesitaba para reencontrase con su hermana, como debió haber sido desde el inicio.

—Yo me encargo —demandó Franco con voz ronca y rasposa, al llegar hasta el terrible episodio del que era víctima su hermana. Ella seguía llorando y gritando sin control.

Giulio y Vittoria se sobresaltaron y se levantaron abruptamente, descolocados.

—Franco —musitó Vittoria, con los ojos abiertos desmesuradamente al descubrirlo detrás de ella. Dio un paso hacia atrás y se cubrió la boca con una mano.

—Mierda... Franco —jadeó Giulio al mismo tiempo, sosteniéndose de la orilla de la cómoda detrás de él. ¿En qué momento?

Franco los ignoró. El suplicio de su hermana lo sentía como suyo, enterrándose con saña en lo más hondo de su alma. Comprendía que la habían herido más allá de lo impensable. Isis, su preciosa luna, era lo único que le interesaba.

Fue siniestra la forma en que su cerebro la reconoció. Su físico era el de una mujer de casi veintiséis años, pero su voz y su alma le parecieron tan frágiles como la niña de cinco años que le arrebataron. Se agachó y la tomó en brazos, llevándola contra su pecho.

En ese instante, Franco advirtió como su corazón volvió a latir. Era una sensación que había olvidado. El calor en su pecho y el nudo vertiginoso en la boca del estómago estaban ahí. Un nudo en la garganta y un par de lágrimas acariciando la cicatriz en su pómulo izquierdo intensificaron su sentir. Jamás se podría inventar una palabra para lo que estaba experimentando.

Isis dejó de gritar inmediatamente, aunque sus sollozos persistieron muy bajos y entrecortados. Se encogió contra el cuerpo que la sostenía y se cubrió la cara. Le gustaba ese lugar. Era calientito y lleno de amor. Lo reconocía de algún sitio, pero no lograba encontrar de donde o por qué. De igual manera, se dejó absorber por esas sensaciones, frotándose suavemente contra el cálido y suave pecho que halló a un costado de su cabeza. Pensó que estar ahí era como encontrarse bajo los radiantes rayos del sol.

Franco caminó con su hermana en brazos de regreso a la cama, y la estrujó suavemente, obligándose a pensar que era real. Tantos años sin poder tocarla y por fin tenía la oportunidad de hacerlo... Honestamente, temía despertar y descubrir que era solo un sueño. Nunca pensó que se sentiría tan bien, aunque lo imaginó infinidad de veces. Su hermana estaba de vuelta a su lado.

La acostó sobre el colchón y él se recostó a su lado, envolviéndola como solía hacerlo cuando, de niños, ambos se buscaban para acompañarse por las noches.

Isis seguía sollozando e hipando.

Él amó incluso esos pequeños sonidos que brotaban de su garganta. Le presionó los labios en la frente y cerró los ojos. Vaya... que impresionante era volver a amarla así, sin nada que los separara.

Isis se acomodó, aferrándose en puños a la parte delantera de la camiseta del sol radiante, y por fin dejó de sollozar. Fue cuestión de segundos para que se quedara dormida.

Isis estaba tan rota como Franco. Asimismo, entre los dos recogerían sus fragmentos, los unirían y reclamarían su supremacía frente a todo aquel que les hizo daño.

Según la segunda ley de Newton, Isis fue la fuerza externa necesaria para que el movimiento uniforme en el que permaneció Franco, durante todo ese período de inconciencia, tuviera un impacto significativo y por fin dejara ese estado de reposo.

Que Dios se apiadara de todas esas almas que separaron a los hermanos Casiraghi. Franco jamás volvería a ser un caballero de blanca armadura, pero no habría nada mejor que un demonio perverso y sombrío para proteger de la oscuridad a la luna.

AVISO DE ULTIMA HORA, ITALIA. EL DEMONIO DE FLORENCIA ESTÁ DE REGRESO.

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