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CAPÍTULO 27

—¡Tenemos que irnos! —gritó Giulio más alto de lo normal. Las vibraciones sonoras de la explosión afectaron medianamente la audición de todos en el puerto.

Claudio, quien iba al volante de la camioneta blindada, aceleró, chirrió las llantas y comenzó a conducir en retroceso a través del andén de madera. A pesar de que los contendores ocasionaban que hubiese muy poco espacio para maniobrar, lo hacía con excelencia.

Todo se volvió un caos en cuestión de segundos.

La multitud de hombres empezó a repartirse por el muelle. Algunos corrían lejos del fuego y de regreso a sus respectivos clanes. Otros, se apresuraban a levantarse con dificultad del suelo. Algunos más apagaban sus prendas ligeramente en llamaradas y otros tantos auxiliaban al que lo necesitara.

Ese fue el modo en que acabó esa batalla de poderes que dejó a Isis Casiraghi como una digna portadora del apellido frente a decenas de hombres. Paolo iba a ser una burla para su propia gente, seguramente. Y el imperio Casiraghi había entrado en una nueva era.

La noche, teñida del más intenso y abrasador naranja, iluminó el rostro de Isis de una manera amarga. El fuego al inicio del muelle había logrado atrapar su atención por completo, ocasionando que todo a su alrededor dejara de existir como una realidad. Las llamas se reflejaban en sus pupilas, creando una película de terror en donde ella era la única espectadora. Un filme en blanco y negro de un pasado oscuro y lleno de dolor.

Esa era la segunda vez que presenciaba las consecuencias de un incendio.

Muerte, llanto, calor, dolor en la piel, gritos desesperados, sangre, carne al rojo vivo... Sieve. Más muerte, balas en la frente, disparos en el pecho, golpes, su miedo reflejado en unos ojos idénticos a los de ella... Sieve. Lágrimas en el rostro de Jean, exigencias imperativas y sin sentido, una bolsa en su cara, un idioma que no conocía, la voz de su hermano gritando su nombre... Sieve. Olor a cigarrillo, un golpe en la cabeza, el motor de un auto, risas aterradoras, una superficie rasposa lacerando su mejilla... Sieve. Un futuro lejos de la persona que más amaba en el mundo... Sieve. Oscuridad.

Voces del presente se mezclaron con sus recuerdos.

«¡Cuántos!»

«¡Sin bajas! ¡Cinco heridos!»

«¡Que nos encuentren en el kilómetro cuarenta!»

«¡Bonita!»

«¡Paolo logró escapar!»

«¡Más rápido!»

«¡En el yate!»

«¡Zamir también!»

«Isis... Ángel...»

Ese último par de palabras la regresaron medianamente a la realidad.

Giró la cabeza en dirección a la voz que más le gustó entre todas las demás y... —Sieve —musitó. Sus ojos no lograron enfocar al hombre frente a ella. Seguía pérdida en el tiempo y su mirada desorbitada era la clara evidencia.

—¿Qué? —preguntó Giulio, asustado por la apariencia tan perturbadora de Isis.

—Jean... —susurró Isis. Su mirar se nubló y gotas cálidas le acariciaron las mejillas.

—Mierda —se reprochó Giulio, tomándola del rostro delicadamente—. Creo que vas a entrar en shock, bonita—. Le dio un beso en la frente y le acarició los pómulos con los pulgares—. Sabía que esto era una locura. No debí traerte —le habló con ternura, intentando llegar hasta donde estuviese su mente—. Está bien. Habla conmigo.

—Sieve... —repitió Isis, regresando la vista al frente. Ya no encontró en su campo de visión el incendió. En su lugar, descubrió las luces de las casitas y locales marítimos. Estaban dejando el puerto a toda velocidad.

—Isis... ¿Qué es Sieve? —inquirió Giulio, sacudiéndole ligeramente la cabeza—. ¿En dónde están Vito y Fabio? —les preguntó a Darío y a Claudio que iban en la parte delantera de la camioneta.

—Ya cogieron una camioneta —informó Darío.

—Apenas están saliendo del puerto —concluyó Claudio.

—¿Qué carajos hago? Isis está en shock o no sé —gruñó Giulio, desesperado.

—Igual y si la besas otra vez... —sugirió Claudio, olvidando que Isis era nueva en todo eso y que no debían hacer bromas post enfrentamientos.

—¿Cómo carajo sabes...?

—Te convendría no volver a besarla delante de Fabio —comentó Darío, mordiéndose la mejilla para no echarse a reír—. Te maldice por quedarte con la chica. Todos lo escuchamos. No traes audífonos, ¿verdad?

Giulio lo ignoró sabiamente, colocando toda su atención nuevamente en Isis.

—Bonita, me asustas un poco —le susurró volviendo a agitarle la cabeza con gentileza.

Isis parpadeó un par de veces, consiguiendo enfocar la mirada. Así fue como se encontró con los bonitos y tiernos ojos de Giulio. Tomó aire y vomitó. Dobló el cuerpo sobre su estómago y se deshizo del almuerzo justo en el pantalón y las botas de Giulio. El sonido que hizo su garganta al expulsar todos esos desechos fue algo aterrador.

Giulio ni siquiera se alteró o se asqueó. Le quitó los mechones de cabello sueltos para que no se ensuciara y le acarició la espalda.

La segunda arcada de Isis provocó que el vómito salpicara las mangas de los sacos impecables de Darío y Claudio. Giulio se enorgulleció de Isis en silencio.

—¿Traemos pañuelos? —preguntó Giulio, agachándose para analizar el rostro de Isis.

Ella ya no parecía querer volver el estómago de nuevo, pero se había quedado en esa posición tomando respiraciones profundas.

—No —respondió Darío.

—Entonces dame tu corbata —le ordenó Giulio.

—Eres un cabrón —gruñó Darío quitándose la corbata, evidentemente molesto. Se la entregó a Giulio y le obsequió una seña muy inapropiada para una dama.

Claudio fingió toser, ahogando una risotada.

Giulio esperó a que Isis no tuviera más nauseas, acomodándole ondas de su rubio cabello detrás de la oreja. Así lo hizo por un buen par de segundos, hasta que contempló como le regresó un poco de color al rostro alumbrado por la lámpara en el cielo de la camioneta.

—¿Mejor? —le preguntó Giulio, torciendo los labios en una sonrisa.

Ella asintió y se enderezó, regalándole una sonrisa tímida.

—Lo siento —se disculpó ella, apartándose cabello de la frente—. Espero que no hayan sido tus botas favoritas.

—Descuida, ángel. —Giulio se acercó a ella y, usando la corbata negra, le limpió la comisura de la boca con suavidad, sin poder quitar su estúpida sonrisa de idiota. Verle los labios no le hacía pensar en vómito, sino en el beso que le dio. Sin dudarlo la besaría, justo en ese instante, aunque oliera al almuerzo procesado de esa mañana o del día anterior—. Tengo muchas de estas. Espero que Darío tenga más de estas —se burló, limpiándole el labio inferior aun con la corbata.

Isis se rio por lo bajo, desviando la mirada de la intensidad con que los ojos de Giulio brillaban atentos en ella.

Entonces, se dio cuenta que aun llevaba en las manos la pistola que su soldado le dio en el puerto. Se le quedó mirando, en un análisis profundo. La giró un par de veces para grabarse su forma, el tamaño y el color. Pesaba, pero le gustó que parecía tener esencia propia. Un ser viviente más, lleno de poder. También le fascinó como se veían sus manos envolviéndola. Y, sobre todo, le encantó saber que, si movía el dedo al gatillo y lo presionaba, estaría tomando autoridad sobre una vida que no le pertenecía. Podía matar a todos los que la humillaron, la golpearon y la hicieron vivir en un infierno desde que le arrebataron a su sol. Podría empezar con Paolo por haber creído que tenía derecho sobre la vida de su hermano.

En seguida recordó todo lo que ocurrió minutos atrás y experimentó un ramalazo nuevo de adrenalina. Sí, ahí pertenecía.

—Creo que fue increíble —jadeó, volteando a ver a Giulio con una sonrisa de lo más complacida.

—¿Qué fue increíble? —preguntó Giulio, arrugando el entrecejo. Hizo bolita la corbata y se la regresó a Darío.

—Todo eso —exhaló Isis, mirando hacia atrás—. Los disparos, huir, el miedo, el vértigo... —Regresó la vista a Giulio y le ofreció de regreso la pistola, extrañándola antes de siquiera dejarla ir.

—Es broma, ¿no? —inquirió Giulio, escéptico. Ni siquiera le pudo prestar atención a la pistola. Isis en serio era una demente. Y tal vez por eso le gustaba tanto.

—No —contestó Isis, indignada—. ¿Qué a ti no te gusta? —Elevó una ceja en un gesto desafiante.

—Sí —respondió Giulio, como si fuese lo más obvio—. Pero yo soy hombre.

—No puedo creer que dijeras eso. —Isis se sorprendió, mucho más indignada que antes, cruzándose de brazos. Aún sostenía la pistola. No podía pasar inadvertida la manera en que encajaba a la perfección con su mano.

—No lo entiendes, Isis —se quejó Giulio, arrastrándose las manos por la cara, excesivamente frustrado. Se encorvó y recargó los codos en las rodillas—. Cuando tu hermano despierte, en serio va a matarme. —Resopló sin poder resignarse a una muerta tan prematura a manos de su mejor amigo.

—¿Por besarme o por meterme en esto? —dijo Isis, mirando hacia la ventana. Había comenzado a llover.

Darío y Claudio silbaron, totalmente divertidos por el problema en el que estaba metido el segundo de su jefe.

Claudio tomó una desviación y observó por el espejo retrovisor. Ya los habían alcanzado todas las demás camionetas. Muy a lo lejos se lograba escuchar el sonido de las sirenas de patrullas y ambulancias, que, muy seguramente, estarían yendo hacia el desastre del puerto.

—¿Lo ves? Primero va a torturarme y luego me matará —se resignó Giulio—. Incluso, así como es de cabrón, puede que me reviva para volver a tortúrame.

—Yo apuesto a que va a revivirte —se jactó Claudio.

—¿Aunque me hayan gustado las dos cosas? —preguntó Isis, ausente y sin pensarlo, siguiendo con el dedo una gota de lluvia que caminaba por la ventana. No creía que su hermano fuese capaz de quitarle algo que ella deseaba. Porque deseaba seguir siendo parte de eso, y anhelaba más besos de Giulio.

Eso silenció la próxima broma que Darío y Claudio tenían para divertirse de Giulio.

Giulio, a su vez, se quedó inmóvil con la vista fija en las botas llenas de vómito. El corazón le brincó demasiado fuerte contra la caja torácica, y perdió el aliento por un segundo. Su primer instinto fue indagar más en el asunto, en concreto con lo del beso, pero no evidenciaría cualquier cosa que estuviera pasando entre ellos frente a esos dos idiotas burlones. El foso entero ya tenía buen material para molestarlo por días.

Tras una eternidad de silencio, eligió el otro camino. El de la mafia.

—¿Cómo es que sabes sobre cosechas y cocina, Isis? —preguntó, recordando lo sorprendido que estuvo cuando le ofreció a Zamir los veinte hombres.

—Vi "El Padrino" —contestó Isis, con total orgullo, volviendo la vista a Giulio—. También "El Irlandés", "Muchos de los Nuestros" y un montón más de esas películas.

Darío y Claudio se voltearon a ver sorprendidos. Tal vez podían pelear contra Giulio y Fabio por la chica.

Giulio se inclinó ligeramente hacia Isis, la tomó del mentón y negó estrechando la mirada. Una nueva sonrisa tembló en la comisura de su boca.

—Estoy seguro de que en esas películas no hablan sobre eso, ángel —aclaró Giulio, intrigado.

Isis se aclaró la garganta, incómoda. Aunque su incomodidad no se debía al modo en que la tomó Giulio, porque le gustó sobremanera. Su inquietud nacía de la verdadera razón detrás de sus conocimientos cuestionados.

—Puede que haya visto algunas series hispanas —dijo Isis rápidamente, en un inútil intento por que no la escucharan. Se apartó del toque de Giulio y enderezó la espalda, juntando toda su dignidad—. De los Cielos o una cosa así, y unas cuantas más —explicó. Esos programas siempre le parecieron sobreactuados y muy melodramáticos, pero la dejaban con ganas de un capítulo más. Por eso le daba un poco de vergüenza admitirlo. De todos modos, dudaba que Giulio conociera alguno de esos programas.

Giulio comenzó a reírse y de inmediato se cubrió la boca para no ceder a su personalidad molesta, tonta y burlona. Un chip que al parecer se le había puesto a toda la guardia Casiraghi sin que lo supieran.

—¿Viste esas patrañas latinoamericanas? —la interrogó, esforzándose para no delatar su diversión.

Por favor. Entonces Giulio sí las conocía, y claramente no le gustaban. Qué humillación.

—Era eso o cosas asiáticas—impugnó Isis, defendiendo con el corazón sus gustos televisivos.

—Y preferiste el narcotráfico —especuló Giulio, intrigado.

—¿No crees que tiene sentido? —preguntó Isis. Subió los pies al asiento y abrazó sus piernas. La adrenalina casi había salido de su sistema por completó y comenzaba a tiritar de frío—. Tal vez nací para esto. Pienso que las encontramos, soldado —musitó, emocionada.

—¿Encontrar qué, bonita? —la interrogó Giulio, pasando de la intriga al embeleso.

No transcurría ni un segundo en el que ella no dejara de sorprenderlo. Veía incuestionable el hecho de que Isis llevaba los mismos genes dominantes que Franco aprovechaba para ese estilo de vida. Por amor a Dios ¡Había conseguido persuadir a Zamir con facilidad! Definitivamente había nacido para eso. El problema radicaba en que tal vez Franco iba a ponerse un poco difícil.

—Mis alas... —confesó Isis en un susurro, encogiéndose como si no deseara que nadie más la escuchara, solo él.

El corazón de Giulio dolió y también se alegró. Además, se enterneció al máximo. Y se sintió completamente orgulloso al haberla ayudado a encontrarlas.

Tragó el nudo en la garganta, producto del sin fin de emociones que lo avasallaron, y asintió. Sus ojos se estacionaron en los de Isis con gran intensidad, comprendiendo que, ni aunque un hermano protector lo intentara, conseguiría apartar a Isis de su verdadera naturaleza.

Isis, totalmente hipnotizada por ese nuevo momento que compartían, buscó la mano de Giulio a tientas, en la oscuridad, y le regaló un ligero apretón; un gesto de total gratitud. No hacía falta que dijeran nada más.

Lamentablemente, Giulio sufría un poco de déficit de atención, y una pregunta lo abordó inoportunamente.

—Dame un momento, ángel —dijo Giulio, escandalizado—. ¿Cómo viste todos esos programas y películas?

—Pues en una televisión —respondió Isis, como si Giulio hiciera las preguntas más tontas del mundo.

—¿Veías televisión? —Giulio se asombró ridículamente—. ¿Tenías televisión?

—No. Yo no —contestó Isis, dándole una mirada crítica a Giulio. ¿Por qué ella iba a tener una televisión? ¿Y por qué actuaba tan sorprendido? La televisión ya existía desde muchos, muchos años atrás—. La última mujer que se hacía cargo de mí tenía —explicó, como si Giulio fuese un niño pequeño con problemas de entendimiento—. Cuando todos se iban a dormir, me escabullía a su cuarto y la veía con ella. A veces también me escondía para ver la que los hombres que me cuidaban tenían en la sala. Es sorprendente que un aparato de esos pueda tener cientos y cientos de películas y programas para que elijas —dijo en tono soñador.

Giulio examinó la actitud de Isis en silencio.

Lo primero que pensaría una persona que goza de su libertad, cuando conoce a otra que estuvo secuestrada o cautiva por casi toda su vida, es que muy posiblemente se les niega ese tipo de actividades. En contra parte, cualquier cosa que pudiera pensar el cautivo le parece de lo más normal, cuando para el hombre libre no lo es. Que tuviera acceso a un artefacto como esos, aunque no se lo hubieran dado a ella directamente, en el mundo real no era ordinario. Y ella lo relataba como si fuese algo casual, pese a que no lo era.

Isis poseía una ingenuidad cautivamente. Para la civilización podría ser inocencia, pero para Isis era su vida. La única vida que conoció antes de ser liberada. Su único contacto con el mundo exterior fue ese.

Qué triste le resultó a Giulio entenderlo. Jamás llegó a pensar tan profundo en la situación. Únicamente intentaba ser cuidadoso para no asustarla o abrumarla. Bueno, más o menos cuidadoso. La había besado, y a ella le gustó.

Al parecer, Claudio y Darío llegaron a la misma conclusión. Ambos se encontraron con la mirada desconcertada de Giulio por el reflejo del espejo retrovisor, luciendo confundidos y afligidos.

Por otra parte, Giulio no poseía certeza de nada en absoluto sobre cómo vivió Isis todos esos años. Una de las preguntas más insistentes era cómo y desde cuando estuvo con Paolo. Y, un sin fin más, que le sugerían un camino largo y complicado. Franco tenía que despertar y en conjunto averiguarlo.

—¿Por qué me parece que están sintiendo lástima por mí? —dijo Isis, recargando la barbilla en las rodillas. No hubo reproche en sus palabras, solo una profunda tristeza.

Aparentemente, así iba a ser toda su vida en adelante. Pero no parecía justo si era fuerte y decidida, valiente y lista. Era tan valiosa como ellos. Pensó en que, quizá, el hecho de haber vivido diferente le estaría quitando estima.

Giulio tuvo deseos de regañarla y decirle que no volviera a mencionar esa atrocidad jamás. ¿Cómo iba a sentir lástima por ella si era un ser envidiable? Sus entrañas se retorcieron. Lo llenó de rabia escuchar tanta tristeza. No obstante, entendió que en ese momento no necesitaba que fueran condescendientes con ella. Lo que Isis demandaba en silencio era objetividad.

—Más o menos —dijo Giulio—. Creo que debiste quedar con Zamir sin el cinco por ciento.

Claudio y Darío se dedicaron una mirada confundida, preguntándose qué diablos estaba haciendo ese imbécil.

Isis lo miró con el ceño fruncido, ofendida.

—¿Por qué? Sé cómo podemos obtener las mismas ganancias —se defendió Isis, irguiéndose abruptamente.

—¿En serio? —Giulio fingió incredulidad y molestia—. Te dije que me dejaras todo a mí, Isis. Ni siquiera yo conocía a ese idiota. Te arriesgaste demasiado.

Isis no podía creerse lo que Giulio estaba diciéndole. Cómo se atrevía. ¿Y su soldado dulce y tierno? Le dolió un vacío en el estómago, y ese hueco se convirtió estrepitosamente en furia.

—¿Y tú qué hiciste? —le preguntó, encrespada—. Solo te escuché rogar por la perpetuidad de un acuerdo de palabra.

—No le rogué —se defendió Giulio. Su molestia en ese momento fue legítima.

—Sí lo hiciste. —Isis se burló de él, totalmente presuntuosa—. Además, si tanto te molestó que llegara a ese trato, ¿por qué me besaste? —Delató un gruñido muy tierno.

—¿De dónde piensas que vamos a sacar veinte hombres? —preguntó Giulio, ofuscándose en serio. Fue un golpe bajo que usara el beso en su contra.

—Hazte cargo tú de eso si te crees tan capaz —aseveró Isis, cruzándose de brazos.

—Fuiste tú la que hizo el trato, ángel —le recordó Giulio.

—Pero tú eres el segundo de mi hermano, no yo. ¿No quedas a cargo mientras él no está?

—Te equivocas, bonita —la corrigió—. Está claro que mientras él no esté, la que da las órdenes eres tú.

—¿Qué? —preguntó ella, confusa—. ¿Quieres que te dé órdenes?

—¿Quieres darme órdenes? —preguntó él, en tono inquisitivo.

—No —aseguró ella al borde de las lágrimas—. Quiero que ya no hables.

—¿Es una orden? —volvió a inquirir Giulio.

—No me gusta pelear contigo —declaró Isis, afligida—. ¿Qué estás haciendo? Solo debiste decirme que estuvo mal y ya. Aunque yo creo que lo hice bien. Mantuvimos el trato de Jean y le dimos una paliza a Paolo.

—Entonces...

—¿Entonces qué? —se enfurruñó Isis.

—Tú le diste una paliza a Paolo. Eres una jodida Casiraghi —concretó Giulio, con solemnidad.

—¿Tienes problemas de personalidad? —preguntó Isis, confundida.

—Tal vez —confirmó Giulio—, pero ninguna de ellas sentiría lástima por ti. Tienes todo mi respeto, Isis.

—Y el mío —secundó Claudio, por fin entendiendo lo que Giulio estaba haciendo.

—También el mío —terció Darío sin comprender una mierda. Pero igual tenía su respeto y admiración.

Isis observó a los tres hombres con los ojos entrecerrados, esperando comprender que estaba pasando. Ah, vaya... ¿Por qué los hombres tenían que ser tan complicados?

—¿Qué no pudiste decirme que no sentías lástima por mí desde el inicio? Te hubieras ahorrado todo esto. —Isis le reprochó a Giulio. Su labio inferior tembló en un intento de puchero.

—¿Y me hubieras creído? —preguntó Giulio, arqueando una ceja.

—Sí —sentenció Isis—. Confío en ti...

Puta madre. Eso no se lo esperó Giulio ni por asomo. ¿Y qué se decía contra eso?

—Bueno, de todos modos, pienso que debiste quedar sin el cinco. —Giulio le sonrió, cómplice.

—Ya cierra la boca —dijo Isis, soltando una risita. Se acercó a él y lo abrazó por el costado, recargando la cabeza en su hombro.

—Igual que Franco —se lamentó Giulio, resignado, recargando la cabeza en la de Isis. Tal vez había alimentado a un monstruo.

En ese momento, tres de las camionetas de la guardia los adelantaron y las otras dos se quedaron atrás, formando una escolta para el vehículo en que iban ellos.

Isis probablemente tardaría en entender que, lo que hizo en el puerto, fue más que mantener un acuerdo que se creó desde años atrás.

Aunque no lo hubiese logrado, cuando enfrentó con esa seguridad a Zamir y a Paolo, conquistó, como Franco, una organización. Isis demostró que poseía una mentalidad innovadora, intuición, confianza en sí misma, capacidad para resolver problemas, coraje y, sobre todo, inspiración; cualidades naturales en ella. Los inspiró del mismo modo que Franco lo consiguió años atrás dándoles una mejor visión de la vida, entregándoles la posibilidad de cambiar la miseria por poder, dinero y confianza. E Isis reafirmó esos ideales al convertirse, frente a ellos, en un Fénix que resurgió de las cenizas de una cuna que en su momento se creyó destruida. Ella era un ejemplo de supervivencia, digna de todo su respeto. Alguien que inspira es mucho mejor que cualquiera que aterra, porque eso genera lealtad desde los cimientos. Además, no solo eran un grupo delictivo. Eran una familia y ella se ganó con creces un lugar entre ellos. La seguirán, igual que a Jean Franco, llenos de orgullo y honor.

Tras un buen tramo de camino, Isis cabeceó casi rindiéndose ante el cansancio. Entonces, de la nada, se le ocurrió que...

—Quiero rescatar a la mujer que me cuidaba —anunció, enderezándose de súbito.

Giulio y los otros dos se sobresaltaron, dando un pequeño respingo.

—¿Qué dices? —preguntó Giulio, tallándose los ojos con los talones de la mano. Él sí se había sumergido en un sueño profundo.

—La mujer que me cuidó en los últimos años —repitió Isis—. ¿Crees que podamos rescatarla?

—¿Por qué harías algo así? —inquirió Giulio, aturdido—. Si ella era parte de todo eso...

—No estaba ahí por su voluntad —lo interrumpió Isis, torciendo el gesto en una mueca triste—. La obligaban a hacer... cosas. A veces ni siquiera intentaba detenerlos, solo lloraba. Casi siempre lo hacían para que yo viera —confesó, apenada. No obstante, no parecía perturbarla hablar del tema.

A quien sí descolocó la información, fue a Giulio y a Claudio. Darío se volvió a dormir, como el pésimo copiloto que era.

—¿Ángel, alguna vez a ti...? —intentó saber Giulio, totalmente alterado. No era una pregunta que debía hacerse así, como si nada. Por ello dejó las palabras al aire, lamentándose enseguida por haberlo dicho.

—¿Podemos rescatarla o no? —preguntó Isis, fingiendo no haber escuchado a Giulio.

—Tal vez —meditó Claudio.

—Pero tendríamos que saber primero en dónde estuviste todo este tiempo y cuantas veces te movieron de ubicación —argumentó Giulio, aún perturbado por la idea de que Isis hubiese sido obligada.

—Siempre estuve en el mismo sitio —aclaró Isis, mordiéndose la uña del pulgar—. La casa estaba en medio del bosque y había un río muy cerca de ahí. La única vez que me movieron fue para llevarme con Paolo —confesó, con su mirar expectante puesto en Giulio.

—¿Y pudiste notar si la distancia fue muy larga? —preguntó Giulio, interesado. Y no, no era por la mujer a la que quería salvar la Madre Teresa Casiraghi. Si encontraban el sitio donde estuvo, seguro hallarían algunas respuestas.

—No fue mucho... —anunció Isis, reprimiéndose un poco. Regresar a ese pasado, para nada lejano, le revolvió el estómago.

Giulio cayó en cuenta de una situación. Fue tan abrupta la manera en que consiguió hallarle sentido, que le costó trabajo creérselo.

—Sieve —caviló Giulio en una exhalación. No era posible...

—El río Sieve —dijo Claudio, anonadado. También había escuchado a Isis decir esa palabra cuando entró en ese pequeño estado de shock.

—Me estás jodiendo —dijo Giulio, en completo estado de incredulidad—. ¿Sabes que el rio Sieve está en Italia, ángel?

—Sí. Está en la Toscana —contestó Isis, sin entender qué demonios le estaba pasando a Giulio—. Estudié geografía. —Se indignó.

—Creo que es ahí donde estuviste todo este tiempo —exhibió Giulio, encontrándose con la mirada suspicaz de Claudio por el retrovisor.

Isis se le quedo viendo como si hubiese perdido la cordura por completo.

—No puedes saberlo. Hay muchos ríos —impugnó ella.

—Isis, antes de que me vomitaras no dejabas de decir Sieve —le aclaró Giulio, un poco frustrado.

—No, yo no...

—No importa —aseguró Claudio. Se orilló y frenó sin previo aviso. Enseguida torció la mitad del cuerpo y enfrentó la mirada de Giulio—. Es una posibilidad.

Los demás vehículos se detuvieron y encendieron las intermitentes simultáneamente.

Giulio asintió, totalmente de acuerdo con Claudio, y enfocó su atención en Isis, tomando una respiración profunda. No quería hondar mucho en su pasado, pero en ese momento le pareció necesario.

—¿Recuerdas cualquier cosa de los alrededores? —le preguntó delicadamente—. Algún letrero, casas, gente...

—No —respondió ella, negando un par de veces—. A veces iba al rio, pero siempre me acompañaban seis hombres. Y es todo... Ah, era una casita de fachada en ladrillos grises. Pero estaba en medio del bosque. No había nada más.

—¿No intentaste escapar alguna vez? —preguntó Giulio, demasiado insistente para la estabilidad de Isis.

—¿Escapar? —ironizó Isis, con amargura. Estaba comenzando a entrar en el peligroso camino de la ansiedad—. Escapas de un lugar en el que no quieres estar porque tienes a donde ir o sabes que quieres ir ahí.

En ese momento, levantó una barrera invisible. Se alejó de Giulio y recargó la espalda en la puerta, como si estuviera escondiéndose de algo que le horrorizaba

—Yo no tenía a donde ir, Giulio —prosiguió—. Esa era la única vida que conocía. Qué gracioso, ¿no crees? —Se rio llena de pena y su vista se nubló gracias a las lágrimas que se le estancaron y que no debía dejar salir. Si lloraba, la encerrarían...—. Resulta que sí tenía a donde huir, a donde regresar. —Los ojos le jugaron una mala broma, dejando salir tristes lágrimas, una tras otra.

—¿Pensabas que Franco estaba muerto? —preguntó Claudio.

—Ya basta —le reprochó Giulio a Claudio en un gruñido—. Está bien, Isis. Lo siento... —le pidió lleno de aflicción y se acercó a ella. Le limpió las lágrimas con los nudillos y le sonrió, deseando con todo el corazón que dejara de llorar.

Isis se encogió de hombros, como si estuviese resignándose.

—Lo lamento —sollozó ella—. Solo entendí que jamás volvería a verlo. Tiene que perdonarme.

—Eres un imbécil —espetó Giulio. ¿Y ahora que carajos hacia? Quería abrazarla y calmar su tormento, pero no sabía si eso la perturbaría aún más. Aunque... dijo que confiaba en él.

Arriesgándose, la tomó de la mano y entrelazó sus dedos como lo habían hecho en ocasiones anteriores. De algún modo lo encontró como una manera de comunicarse y llegar a ella emocionalmente.

Para el alivio de Giulio, Isis no hizo ningún intento por apartarlo o retirar la mano. Al contrario, se aferró a ese contacto y recostó la cabeza en el respaldo, cerrando inmediatamente los ojos.

En ese instante, tocaron el cristal de la ventana de Darío. Este se despertó de inmediato, asustado. Rápidamente bajó el cristal, y la cara de Vito apareció con el cabello mojado y gotas de lluvia cayéndole por la nariz y la barbilla, luciendo descolocado.

Todos, menos Isis, llevaron su atención hacia él.

—El jefe despertó...

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