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CAPÍTULO 21

PRIMERA VISITA ENTRE LAS PRÓXIMAS VEINTICUATRO HORAS

Giulio entró al cuarto de terapia intensiva en donde se encontraba Franco al filo de la muerte. Lo hizo con la cabeza gacha y la vista enfocada en la punta de los zapatos. Tenía miedo de verle. El aroma del lugar ya era lo suficiente aterrador y deprimente. Y, si se le sumaba ese espantoso y tedioso ruido que provocaban las máquinas que miden los signos vitales, se conseguía un estado emocional de lo más lúgubre.

En correspondencia, estaba ahí para verlo y pedirle que se quedara, no para despedirse de él, como lo había sugerido el doctor tras darles la lamentable noticia de su fase deplorable de salud. Por ello, utilizando todo ese coraje que el propio Franco le enseñó a tener, levantó la mirada, conservando la cabeza inclinada por si requería con urgencia volver a bajarla.

Encontrarse con el hombre sobre la cama austera del hospital lo dejó entender por qué el medico sugirió que se despidieran.

Giulio experimentó un ramalazo de vértigo que le expulsó todo el aire en los pulmones. Incluso, por un segundo, creyó haber recibido los mismos golpes que Franco obtuvo varias horas atrás. Ese individuo no parecía el líder de una de las más peligrosas organizaciones criminales de Italia, y tampoco lucía como su hermano. Cerró los ojos con fuerza y se volteó, incapaz de soportar verlo de ese modo.

El tono bronceado de piel en el rostro de Franco había desaparecido en su totalidad, abriéndole paso a un color grisáceo y cenizo. Mismo lugar, estaba salpicado de infinidad de gotas de sudor empapándole el rostro y el cabello. Sobre ese tono horrible de piel, se lograban apreciar las series de moretones y lesiones provocadas por los miserables golpes que le había propinado el cobarde que lo llevó a ese estado. Tenía un ojo abultado, sombras muy oscuras bajo las pestañas y un cúmulo de manchas moradas en lo que se lograba apreciar de su cara.

Como aditivo a esa escena, había una sonda intravenosa en su cuello, la cual le suministraba la exacta medida de antibióticos para atacar la infección en su sangre, y otra más en su brazo que le administraba los nutrientes necesarios para mantener su organismo. Algunos cables, adheridos con una especie de chupones a su pecho desnudo, se conectaban con una máquina que media sus signos vitales. El sonido que esta provocaba era bastante lento y pausado, casi nulo. Sobre su boca se hallaba una máscara de oxígeno conectada a otro aparato que se empañaba en consecuencia a su respiración.

Las inhalaciones que hacía eran forzadas y largas, provocando un sonido rasposo y estrangulado que brotaba de su garganta. De repente se quedaba inmóvil por un par de segundos, y exhalaba del mismo modo, figurando que le costaba expulsar el oxígeno. Escuchar el modo en que respiraba daba más que miedo. Cada una sonaba como si fuera su último aliento.

Giulio apretó con más fuerza los ojos, ocasionando que gotas saladas y ácidas salieran furiosas sin darles oportunidad de descansar en sus mejillas. Cada una de ellas aterrizó dolorosamente en el suelo y en su camiseta blanca. Una prenda que, pocos minutos atrás, logró conseguir como suplantación de la camisa que amablemente le había prestado Fabio.

Muy lentamente, regresó la cabeza a su sitio y se obligó a abrir los ojos. Sus facciones se contrajeron en una mueca de dolor y se dejó arrastrar por la devastación. Fue tanto su sufrimiento, que se sentó en el suelo, incapaz de controlar el dolor en toda su caja torácica. También parecía no poder respirar. Recargó la espalda en el pequeño mueble de aluminio a un costado de la camilla, y dejó caer la cabeza hacía atrás, sin avergonzase por las lágrimas que seguía expulsando. Jamás lo había visto tan... no encontró un adjetivo que describiera el aspecto de Franco.

Solo hubo una ocasión en que lo vio medianamente desvalido. Fue en aquella época que Ronaldo y su padre se aprovechaban del pequeño niño que perdió a su familia.

Giulio lo había estado esperando en la puerta de la residencia principal en la Villa Di Santis para que ambos se fueran al colegio. De la nada, Ronaldo apareció detrás de Franco en el momento que este iba a comenzar a bajar las escaleras con su uniforme y su mochila, y lo aventó. Rodó escaleras abajo, hasta el pie de la escalinata, quedando por unos minutos inconsciente. Por fortuna, no pasó a mayores. Lamentablemente, Franco no acusó a Ronaldo con Benedetto.

Por un mes llevó una venda en la cabeza, y un brazo y una pierna enyesados. Y ni así faltó una sola vez a la escuela ni a los entrenamientos en el foso. Era tan decidido... tan fuerte, valiente y obstinado. De hecho, unos días después de ese incidente, Giulio y Franco aflojaron los tornillos del ventilador en el techo de la habitación de Ronaldo. Por la noche, el ventilador se cayó cuando el malvado niño Ronaldo lo encendió, ocasionándole una lesión en la cabeza. Sinceramente, la herida se vio más aparatosa de lo que fue. No obstante, fue una buena venganza por lo que Ronaldo le hizo.

¿Por qué ahora Franco no se empecinaba del mismo modo?

—¿Sabes qué, compañero? Me gusta tu hermana —dijo Giulio de la nada. Tenía los brazos recargados en las rodillas flexionadas y la vista fija en la pared frente a él—. Nunca quise tener novia, pero ahora sí quiero. Y deseó que sea ella —confesó, esperando que Franco lo estuviera escuchando—. Me parece que es la mujer de mi vida. Es un poco manipuladora como tú, pero es perfecta. Tendrías que verla. Creo que me enamoré de ella a primera vista.

Giulio se quedó en silencio tras esa revelación, con la esperanza de que Franco hablara.

Esperó un minuto o dos, pero no hubo nada. La única replica que recibió fue la de su respiración aterradoramente forzada y el sonido de sus débiles signos vitales.

—Puta madre, Franco. ¿En serio? —gruñó Giulio. Al mismo tiempo, golpeó duramente el mueble a sus espaldas con el puño. Un par de lágrimas sigilosas acompañaron esa acción—. ¿No piensas despertar y despedirme? Vamos, amenázame con cortarme la lengua o las pelotas. —Se enfureció a un más y se puso abruptamente de pie—. ¿No vas a decirme que es lo más estúpido que me has escuchado decir? ¡VAMOS! ¡Despídeme, carajo! —rugió, ahogándose en el llanto que estaba conteniendo con bastante ahínco.

Se inclinó sobre el cuerpo inmóvil y enfermo de Franco y recargó la frente en la de él, lleno de desesperación y furia.

—¡Despídeme, porque esto es estúpido! —prosiguió lleno de suplicio—. ¡Es estúpido que tú estés aquí! ¡Eres un imbécil! ¡¿Por qué no me dijiste que sabías que ibas a tu puta muerte?! ¡Somos un jodido equipo! ¡Me elegiste como tu segundo, mierda! ¡Tenías que haberme dicho! —Apretó tanto como le fue posible la mandíbula. Y sus lágrimas se mezclaron con el sudor en el rostro de Franco—. Lo hubiéramos solucionado —sollozó ásperamente, sin advertir que el cuerpo comenzó a temblarle. Se había abandonado a un llanto abatido y desolado.

Y así lloró por más de cinco minutos sin cambiar de posición. Mantuvo la frente pegada a la de Franco, deseando regresar en el tiempo y quedarse ahí, en el foso, cuando fumaban a escondidas con apenas once años y se comían la alacena entera los fines de semana porque no tenían colegio ni tareas. Deseó volver al día en que se conocieron. Le había gustado mucho el pastel, pero más le gustó que lo invitara a su vida. Nadie había hecho eso por él. Todos los matrimonios que adoptaban niños en la casa hogar siempre lo rechazaron. Solo Franco le dio una familia. ¿Y ahora se la iba a quitar? Que se fuera a la mierda.

Sorbiendo duramente por la nariz, se enderezó.

—Si no despiertas —comenzó a decir ásperamente—, voy a chocar el Ferrari, me mudaré a tu ático y Hades tendrá que acostumbrarse a vivir en la calle —lo amenazó, mostrando una expresión más que sombría.

De ese modo, volvió a esperar el tiempo prudente para obtener una respuesta de parte de Jean Franco, tamborileando los dedos en el espacio libre de la camilla. Pero, de nuevo, no hubo nada. Solo los mismos sonidos devastadores que anunciaban la lenta extinción de una vida.

—De acuerdo, jefe. He recibido tu orden. —Se limpió bajo los ojos y la nariz con el brazo, y salió de aquella habitación, manteniendo la firme idea de acatar sus explícitas órdenes.

Durante su camino a través del pasillo, empezó a ver todo rojo. La furia dentro de él se expandió por toda su sangre, quizá del mismo modo que la infección de Franco. Lo abdujo tan profunda e intensamente, que dejó de pensar. Necesitaba un blanco para sacar toda esa ira. E, irónicamente, lo encontró en el hombre vestido con una bata blanca que parecía charlar con Benedetto y Vittoria.

En seguida, arremetió contra el doctor con gran fuerza, soltando un bramido furioso. Lo tomó de la parte superior de la bata y lo empujó contra el muro más cercano, a un lado de la isla de información.

—¿Por qué no estás haciendo nada para salvarlo? —le preguntó Giulio en un rugido iracundo. Gotas de su saliva aterrizaron en el rostro asustado del pobre médico—. Si no lo salvas, voy a matarte —le advirtió totalmente fuera de sí, estrellándolo duramente contra el muro.

Todo el personal de esa área se asombró y algunos comenzaron a gritar. Otros llamaron en seguida a los guardias de seguridad. Vittoria se echó a llorar. Y Benedetto dejó que Giulio hiciera su trabajo. Él también querías matar a los médicos por incompetentes.

Vito y Claudio entraron de inmediato a la sala de espera. Cada uno apresó a Giulio de un brazo, y, con gran rapidez y fuerza, lograron apartarlo del médico.

Giulio, aún más furioso por haberle arrebatado la posibilidad de golpear a alguien, luchó para liberarse. Sus tirones fueron tan enérgicos, que consiguió que el cuello de la camiseta se le desgarra un poco.

—¡Déjenme, cabrones! —rugió. Su rostro de había teñido de un intenso color carmesí y sus fosas nasales se dilataban con gran vigor. Sus ojos ya no eran color miel, se habían convertido en dos llamas candentes que aparentaban querer lanzar fuego a quien fuese que estuviera frente a él—. ¡Dije que me suelten! —volvió a exigir, en un rugido que le desgarró la garganta.

Vito y Claudio no obedecieron. Insistieron en retener a Giulio. Había entrado en un completo estado de demencia, y, si lo soltaban, aunque fuese un poco, temían que realmente cumpliera la amenaza que le hizo al médico.

Inesperadamente, un cuerpo delicado y suave impactó contra su torso. Dos brazos dulces lo envolvieron con gran fuerza, en un trabajo más sutil y cortés por contenerlo.

—Detente —le suplicó Isis trémulamente. Parecía estar llorando—. Por favor —volvió a pedir, ya que Giulio no dejaba de retorcerse. Apretó los ojos con vigor y se encogió de hombros, adquiriendo un poco más de firmeza en su cuerpo para así conseguir calmar las sacudidas con que intentaba liberarse él.

Giulio, al escuchar la voz de Isis, dejó de luchar y la envolvió con ambos brazos inmediatamente.

Vito y Claudio lo soltaron, relajándose ante la intromisión de la hermana de su jefe, y se retiraron lentamente sin hacer a un lado su estado de alerta.

La espalda de Giulio colisionó contra la pared adyacente al muro en donde había arremetido contra el doctor. En el proceso, se llevó a Isis con él. No la soltó ni un momento. Los brazos los aferró a ella, comprendiendo que era el único modo de mantener medianamente la cordura. El pecho le subía y bajaba con sacudidas violentas, en la lucha por recuperar el ritmo normal de su respiración.

Le dolió en lo más hondo escuchar el llanto afligido y asustado de Isis. Cerró los ojos, expresando tormento, y le recargó la barbilla en la cima de la cabeza.

—Lo siento, ángel —musitó, estrechándola con ímpetu. Entonces, se atrevió a aspirar profundamente, llenándose los pulmones con el aroma natural de la hermosa mujer mostrándole comprensión y fuerza pese a que seguía llorando.

Isis recargó la mejilla en el pecho de Giulio, justo en el sitio donde latía su corazón, del mismo modo que en su baile. No dijo ni una palabra, se restringió a sentir sus latidos.

Eso, en consecuencia, pareció calmar a Giulio de una forma inaudita. La respiración le volvió a la normalidad y los latidos se le estabilizaron.

Ambos se refugiaron extrañamente en el sufrimiento del otro.

Fabio y Claudio regresaron a su posición, tras asegurarse que Giulio estaba bajo control.

Entre tanto, Vittoria y Benedetto, desconcertados, observaron el modo en que conectaban Giulio e Isis.

—Creo que Giulio tiene un serio problema de salud mental —comentó Vittoria. Se limpió con un pañuelo la humedad bajo los ojos y recargó la cabeza en el brazo de su padre.

—¿Cuál de todos? —preguntó Benedetto con cierta sátira.

—Le gusta la versión rubia y femenina de su jefe. Eso es retorcido —exhibió Vittoria, confundida.

—No creo que solo le guste —sopeso Benedetto.

Tal vez, si depositaba un poco de fe en sucesos mágicos, astrales o deidades supremas y dejaba de ser tan práctico, podría asegurar que Giulio Marchetti fue enviado como un ángel oscuro a la vida de los hermanos Casiraghi.

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