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CAPÍTULO 10


UN CABALLERO Y UN CASTILLO PARA LA LUNA

12 de octubre del 2001

Fetovaia, Isla de Elba, La Toscana.

Un pequeño Jean Franco de ocho años de edad, se sentía el niño más afortunado del mundo. No, no solo debía sentirse, era el niño más afortunado del planeta tierra. Los cálidos rayos del astro rey bañaban su piel blanca de un rico tono bronceado y sus pies se hundían en la fresca arena, provocando cosquillas en sus plantas. El mar mediterráneo creaba para sus oídos una espectacular sinfonía de fondo por sus olas naciente que terminaban chocando contra la playa. Y sus preciosos ojos azules, llenos de vitalidad y alegría, observaban con orgullo el castillo que por fin había terminado de construir.

Entre más de diez intentos fallidos, ese modelo de castillo fue el que mejor le pareció. Tenía que ser perfecto si era un regalo para Isis, la razón de sus júbilos.

Para el cumpleaños número cuatro de la pequeña Casiraghi, Dante y Caterina eligieron, como sede de celebración, una playa virgen de La Toscana. Con su vegetación mediterránea, colores de las plantas en flor y una colina que llegaba hasta el mar en un lienzo turquesa, les regalaba a sus visitantes una espectacular panorámica de lo que pudo haber sido el majestuoso e histórico Jardín del Edén.

Los padres de Franco e Isis reposaban sobre un par de camastros, disfrutando de un rico coctel veraniego. Se veían felices, enamorados y encantados frente a la visión de sus hijos jugando a la orilla del mar con la multifacética arena.

Dante Casiraghi había logrado lo que su padre hizo, y mucho más. Sus ancestros deberían estar orgullosos de él. Glorificó el imperio que le heredó Francesco, y vivía plenamente en el hedonismo sin reproches ni arrepentimientos. Junto con a su esposa, a la que amaba con todo el corazón, había formado una maravillosa familia. Sus hijos eran encantadores. Se robaban el corazón de quien sea que interactuara con ellos.

Jean, con su gran personalidad imponente y astuta, embaucaba a todos con su gran fluidez al charlar y responder con inteligencia. Dante comenzó a formarlo bien para ser el heredero del imperio Casiraghi. E Isis, con su dulzura, inocencia e ingenio, inducia a cualquiera a protegerla y mimarla. Nadie adivinaría que, detrás de aquellas sonrisas, ojos azules y pieles casi perfectas, se escondía la mafia dominando en sus genes.

A tan corta edad, Franco ya era un líder visionario; tenía su futuro planeado a la perfección.

Su primer objetivo era convertirse en un hombre tan importante y poderoso como su padre, para así poder construirle un castillo de verdad, y no de arena, a su hermana. Con eso sabía que la haría feliz. Ella siempre sonreía de una manera inigualable cuando veía esas historias y cuentos de princesas en la televisión, y él quería verla sonreír siempre. Para Jean, Isis era lo más importante en su vida y no dudaría ni un segundo en ser su caballero de blanca armadura que la defendería hasta del dragón más siniestro. Esa pequeña rubia lo era todo para él. La amó desde que supo que crecía en el vientre de su madre.

La pequeña e imprudente rubia, por otra parte, nunca sería considerada con su hermano, aunque también lo era todo para ella. Por lo regular, alteraba sus nervios al hacer cualquier cosa que la pusiera en peligro. Ella no se daba cuenta de lo mucho que aterraba a Franco el simple pensamiento de perderla. Jamás lo entendería...

Mientras Franco detallaba completamente concentrado las torres y puertas del castillo, Isis dejó sus muñecas abandonadas sobre la arena y se adentró en el mar. Su bonito traje de baño color rosa con lunares azules se mojó hasta la mitad, debido a la suave ola que arremetió contra ella. Eso, en lugar de asustarla, la hizo reír. Entonces, comenzó a buscar pececillos en el mar que le cubría las piernas hasta las rodillas.

Franco, al darse cuenta de que su hermana ya no estaba junto a él, dejó todo lo que estaba haciendo. Perdió todo color en su rostro y advirtió un horrible agujero en el estómago. Casi en estado de pánico comenzó a buscarla a su alrededor, hasta que la encontró chapoteando en el agua. Las gotas creaban un hermoso efecto gracias a los rayos del sol, como si estuviera lloviendo oro sobre Isis. Corrió en su dirección, angustiado porque cada vez le parecía a más distancia, muy lejos de su alcance.

Otra ola chocó contra Isis. Franco maldijo y apresuró sus pasos, e Isis se echó a reír más fuerte, llamando a gritos a los pececitos.

—¡Isis! —vociferó Franco, cuando sus pies tocaron el agua fría. Tuvo que levantarlos de una manera poco agraciada para poder andar más rápido dentro del mar, contra corriente. Su bermuda blanca se mojó, y una tanda de gotas salpicaron su espalda y torso desnudo.

Sujetó de la muñeca a su hermana al llegar a ella y comenzó a jalarla hacia la playa.

—¡Jean! —Isis tiró de su cuerpo en dirección opuesta. Su propósito de mantenerse dentro del agua era firme. Ambos eran igual de obstinados—. ¡Quiero ver pececitos! —berreó sin dejar de luchar para liberarse de la mano de su hermano.

—Aquí no puedes ver peces —aseveró Franco. Él estaba ganando esa batalla, ya casi estaban fuera del agua.

—Sí puedo —lloriqueó Isis.

Jean se sintió aliviado cuando Isis estuvo fuera de peligro, con los pies en tierra firme, lejos de las oscuras sombras del mar. Aunque, a diferencia de su hermano, Isis veía luz y diversión en aquel baile acuífero. De cualquier modo, Franco no la soltó, y siguió guiándola a la fuerza.

Isis dio buena lucha hasta que se liberó del agarre de su hermano. Se cruzó de brazos y comenzó a llorar suavemente, como una pequeña damita de sociedad viendo con nostalgia hacia el mar.

Franco se giró rápidamente, imaginando con horror que su hermana regresaría al mar. Sonrió con ternura al encontrarla con la vista fija en las olas que seguían siendo dóciles y, sinceramente, poco peligrosas. Soltando un suspiro resignado se acercó y se acuclilló frente a ella, consiguiendo que sus ojos quedaran a la misma altura.

—Yo puedo comprarte todos los peces que quieras, Isis —aseguró Franco, limpiando lágrimas y un poco de arena de las redondas mejillas de su hermana—. El mar es peligroso y no puedes estar en él tú sola. Si algo te pasa... —Se silenció por un segundo, mostrando dolor en sus aniñadas facciones—. Eres mi razón para existir.

Isis intentó dejar de llorar y se obligó a no mirar los ojos de su hermano, conservando su atención en el agua salada que resplandecía con los rayos del sol. Sabía de la intensidad de la mirada de su hermano y, de verlo, claudicaría con facilidad a su exigencia. Ella también poseía el orgullo de los genes Casiraghi. Eso provocó que sus labios temblaran en un adorable puchero y que Franco pareciera culpable. Lo amaba tanto, que estaba aborreciendo el hecho de no mirarlo.

—¿Sí entiendes que es peligroso? —insistió Franco.

Isis asintió y por fin se atrevió a ver los orbes de su hermano, idénticos a los suyos

—Entonces vamos los dos juntos al mar —demandó ella como digna portadora de su apellido.

—Está bien —aceptó Franco—, pero si dejas de llorar. —Se puso de pie y le ofreció una mano.

Isis se restregó los ojos con los puños, obedeciendo a la noble petición de su hermano, y aceptó su mano mostrando una sonrisa que poco a poco fue iluminando su rostro. Sí, era una pequeña manipuladora, otra cualidad Casiraghi.

—Gracias, sol —dijo Isis mientras caminaba de regreso al mar de la mano de su Jean.

—¿Sol? ¿Por qué sol? —Franco la miró de reojo, confundido.

—Porque el sol ilumina a la luna con su luz —respondió Isis, emocionada. Sintió que estaba dándole una buena lección de astronomía a su amado Jean Franco—. Y tú me iluminas.

Franco no supo qué responder en seguida. Su corazón se expandió cálidamente en su pecho, albergando mucho más amor del que ya sentía por su hermana. Ella era increíble, inteligente, dulce y lo amaba. Nadie en el mundo lo querría más que ella. Y el sentimiento era reciproco. Nadie amaría a Isis tanto como la amaba él. Existían como una leyenda del sol y la luna. Uno de los más bonito cuentos de hadas.

—¿No te gusta? —cuestionó Isis, casi decepcionada, al no obtener una respuesta inmediata de su hermano.

—Me gusta mucho —le cercioró Franco. Advirtió como sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad. Para ese instante, sus piernas estaban cubiertas hasta la rodilla por el mar—. Entonces tú eres mi luna. ¿No es así?

—¡Sí! —respondió Isis, como si Franco se hubiera ganado un millón de euros al responder—. Y siempre vamos a estar juntos, sol. —Lo abrazó con toda la adoración que albergaba por él en su corazón.

—Sí. Siempre, luna —juró Franco, sabiéndose el niño más afortunado del mundo. Entonces, la abrazó del mismo modo que ella lo hizo—. Pase lo que pase, Isis...

Sus corazones latieron juntos en ese momento. El pequeño rostro de Isis encajaba a la perfección en el pecho de Jean Franco. Eran la personificación de un amor tan puro como poderoso, que ni el sentimiento más oscuro podría extinguir. No existía nada que se pudiera comparar a eso que sentían. Cada uno sabía y aceptaba que sería capaz de dar la vida por el otro, a su manera, sin dudarlo ni un segundo. Honestamente, el sol que los iluminaba en esos momentos tuvo envidia de ellos dos, porque él no podía tener a la luna tan cerca.

Así, unidos en un abrazo, admiraron las olas y al astro rey reflejándose en ellas, permitiéndose arrullar por el sonido de las gaviotas.

Isis se olvidó de buscar pececitos. Franco dejó de lado su molestia para con su hermana por su poco sentido de supervivencia. Y ambos grabaron ese momento en sus memorias como recuerdo que atesorarían para toda su vida.

Desafortunadamente, Franco siempre gozó de un irritable temperamento. Los rayos del sol ya comenzaban a quemar sus mejillas, y le ardían los ojos, después de quince minutos de estar sin moverse dentro del mar.

Para disimular su mal humor frente a su hermana, Jean construyó la idea perfecta con el objetivo de ir a un lugar más fresco, y, de paso, tomar algo de agua. Asimismo, estaba ansioso por mostrarle lo que había construido para ella.

—Luna... —llamó Franco a su hermana, apreciando lo bonito que sonaba decirle así. La llamaría así toda la vida—. Tengo una sorpresa para ti.

Isis levantó la cabeza hacia él, arrugando su frente adorablemente. Sus hermosos ojos se llenaron de emoción y brillaron más que el mismo sol.

—¿Un regalo? —Isis soltó a su hermano y se cubrió los ojos.

Franco se echó a reír, siguiendo su juego, y la guio fuera del mar sujetándola dulcemente de los hombros.

Mientras caminaban con Isis sin dejar de cubrir sus ojos, Jean respondió al saludo de su mamá, sonriéndole como el niño amado y protegido que era. Su papá hizo una seña militar que Franco contestó y contó los años que le faltarían para convertirse en alguien tan asombroso como él. Amaba a su familia. Atesoraba lo que tenía, aunque, a veces, escuchaba disparos, y en ocasiones veía sangre manchando la ropa de su padre y del señor Di Santis.

Con el amigo de su padre convivían frecuentemente. En cada oportunidad, Benedetto le pedía que lo llamara tío, pero Franco nunca aceptó. No lo hacía por ser descortés, al contrario. Benedetto lucía casi tan imponente como su padre, y creía que merecía todo su respeto; el mismo sentimiento que Franco deseaba tuvieran un día por él. Por ende, siempre fue el señor Di Santis. Isis, por su parte, al ser mucho más achispada y despreocupada, lo empezó a llamar tío desde que comenzó a hablar.

Jean Franco tenía una familia amorosa y unida. Si pedía cualquier juguete, siempre lo conseguía empleando un poco de ingenio y manipulación. Usaba ropa cara y sus zapatos siempre estaban limpios. Comía los alimentos más ricos, las bebidas más refrescantes y las golosinas más dulces. Hacía los mejores viajes en Europa y Asia. Su perro golden retriver, al que nombró "Cerbero" porque le estaban enseñando un poco de literatura griega, lo protegía como un buen guardián. Era un niño mimado con la mejor educación de Italia, que disfrutaba de todas las facilidades del mundo. ¿Qué más podía pedir? Lo poseía todo, hasta a la luna.

Al estar a unos pocos metros de distancia del castillo de arena, Franco detuvo a Isis. Se inclinó lo suficiente y le susurró al oído—: Ya puedes ver.

Isis inmediatamente se destapó los ojos dando saltitos de anticipación. Estrechó la mirada para volver a adaptarse a la luz, y al darse cuenta de lo que había frente a ella, se llevó las manos a la boca, ahogando un grito llenó de emoción.

—¿Es mío? —inquirió Isis, volteando a ver a su hermano por encima del hombro. Sus ojos brillaron con inocente fascinación.

Franco asintió con orgullo. Sus labios se estiraron en la mueca infantil más arrogante que alguien había visto jamás.

—¡Wow! —Isis se echó a correr en dirección al castillo—. ¡Mi hermano me hizo un castillo! ¡Papi! ¡Mami! —exclamó mientras se apresuraba a su obsequio hecho de arena.

Al llegar al castillo lo rodeó, observando cada prolijidad, aún sin creerse que su hermano hubiese hecho algo así para ella. Se agachó y se asomó para poder ver mejor los detalles de las ventanas y las torres, preguntándose en qué momento debió construirlo Franco. Estuvo tan ocupada bronceando a sus muñecas, que no advirtió el gran desempeño de su hermano en esa edificación tan hermosa y perfecta.

Entre tanto, Franco no pudo quitar esa sonrisa llena de petulancia. Le había quedado asombroso. Supo, antes de que ella lo viera, que iba a encantarle.

—¿Es solo para mí? —inquirió Isis, como si no se lo creyera del todo aún.

—Es todo para ti, luna. —Franco se arrodilló frente al castillo, tomó la pala que usó tiempo atrás para construirlo, y comenzó a darle los últimos detalles—. Sabía que iba a gustarte. Pronto te daré un castillo de verdad, ¿quieres? El más grande y bonito —presumió, concentrándose en la parte de una de las torres que se había desmoronado un poco.

Isis se arrodilló junto a él, mirándolo con adoración. En el mundo jamás se vería tanta devoción como la que tenía esa pequeña niña de cuatro años por su hermano mayor. Colocó la mano sobre la de su sol y le dio un beso muy dulce y suave en la mejilla.

—Sí quiero. El castillo del sol y la luna —aceptó Isis.

Franco levantó la mirada, repentinamente ansioso. Clavó con intensidad sus ojos azules en los de ella, y la tomó del mentón con cariño, obligándola a no apartar la vista de él.

—Tienes que prometerme que jamás vas a ponerte en peligro, Isis —le pidió Franco con solemnidad. Ese pequeño beso fue la detonación que le mostró lo mucho que le asustaba perderla por cualquier razón. ¿Qué sería de su vida sin ella?

—Nunca me pondré en peligro, sol —aseguró Isis dedicándole la sonrisa más bonita del universo—. Lo prometo.

—Yo te juro que jamás dejaré que te hagan daño, luna —decretó Franco—. Daría por ti mi alma y mi vida. —Las vehementes palabras de ese niño de ocho años sonaron como una promesa adulta y madura. A pesar de su corta edad, Franco presumía de una determinación y una entereza envidiables hasta para hombres de la edad de su padre—. Te amo con el corazón.

Isis asintió, segura de que Franco no mentía. Confiaba en lo que él acababa de prometerle. Sabía que mientras su hermano viviera, ella podría estar tranquila y feliz, porque su caballero de blanca armadura siempre la protegería. Él era fuerte y poderoso. Y la amaba más que a nada en el mundo. Nunca podría dudar de una promesa de su hermano. Tenía un caballero y un castillo. ¿Qué podría salir mal?

—Gracias por hacerme brillar con tu luz, sol. —Isis le ofreció esas palabras con alegría y agradecimiento—. Te amo con el corazón —susurró. En seguida se lanzó sobre él, rodeándolo del torso con sus pequeños brazos.

Lo que esa caprichosa rubia no sabía, era que ella siempre sería la luz de Jean Franco. Por eso la protegería a cada minuto de cualquier monstruo o pesadilla.

Franco la sostuvo entre sus brazos, estrechándola con la suficiente fuerza para transmitirle todo el amor que sentía por ella, pero sin llegar a herir de ningún modo su cuerpo. Quiso quedarse así para siempre y olvidar que al día siguiente serían un poco más grandes. Deseaba que su luna nunca dejara de abrazar al sol.

Bastaron menos de dos minutos para que Isis se quedara dormida, agotada por el calor de la playa. Sus frágiles brazos se aferraban a su hermano, como si temiera que la soltara, dejando presionada la mejilla contra su pecho. En algún momento despertaría y volvería a prestarle toda su atención al castillo, pero, en esos instantes, necesitaba el refugio de su sol.

Franco se recostó sobre la arena y la acunó contra su cuerpo, creando una barrera protectora con sus extremidades superiores, y le recargó uno de los pómulos sobre la cima de su cabeza. Así solían dormir la mayoría de las noches, cuando cualquiera de los dos se escabullía a la habitación del otro, buscando no dormir en soledad. ¿Cómo no amar a una criatura tan bonita como ella? Le transmitía paz y alegría con solo respirar.

Jean recordó que el día en que sus padres le anunciaron que tendría una hermana, dejó de pensar en sus carritos de juguetes y se dedicó a diseñar una nueva habitación para la nueva integrante de la familia. Marcó todos los días en el calendario hasta que tocó el momento de su nacimiento. Varios meses después, cuando Caterina y Dante llegaron a casa con un bebé llorando, Franco pidió para cargarla. La sostuvo e inmediatamente la recién nacida olvidó su llanto. Segundos más tarde se quedó dormida, mientras él acariciaba su frente rosada con los labios. Ese fue el momento cumbre para que el universo supiera que serían inseparables.

Inquietantemente inmóvil, mientras la seguía sosteniendo como cuando era un bebé, juró en silencio que sería capaz de venderle el alma al diablo solo para asegurarse que Isis nunca le faltara. Y si incumplía su promesa, entonces que el infierno se apiadara de su alma.

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