Un regalo original (y muy complicado)
Era un día de verano, de estos calurosos de la hostia en los que te arrancarías la piel si pudieras. Bajo su sombrilla de margaritas, una señora tomaba el sol con la cara blanca por la crema. Su pelo corto, en vez de ser blanco, tenía unos reflejos marrones que destilaban cierto olor a mierda. Un par de perros, los pocos que se atrevían a acercarse ante tal hedor, mantenían un cerco de cinco metros. La ochentera, con un bikini rosa fosforito, empezó a despertarse mientras frotaba su panza arrugada. De repente, cuando se sacaba una pelusa del ombligo, pareció recordar algo.
—¡Puñetas, la telenovela! —Y con esas, se levantó de su tumbona tras un par de quejidos cochambrosos—. ¡Harold! ¡Harold! ¿Dónde estás, Harold?
Un chucho enorme, con el pelo tan largo que por poco se tropieza a mitad de camino, se acercó a su dueña agarrando entre sus enormes fauces unas gafas con estampado de palmeras. El viejo pastor inglés, mansamente, se las dejó en su regazo en cuanto se sentó en la mecedora y se acomodó a sus pies. Mariela, nuestra protagonista, se puso sus lentes tras un par de vueltas y maldiciones. Ya con la vista clara, comenzó a hurgar debajo de su gran trasero en busca del mando para encender la televisión. Otro can, esta vez un mastín italiano de gran tamaño, comenzó a ladrar y tirar de la falda de la anciana. Ella, con su buen humor después de levantarse de la siesta, dijo algo parecido a: «Calla de una vez, Tontón» y continuó pasando la mano por los agujeros de la mecedora.
El destino, claramente irritado ante la actitud de su nueva víctima, hizo que una gloriosa corriente de aire le lanzara la hoja de un calendario a la cara. Sin embargo, la terquedad de aquella vieja era mayor, así que se negó a ver las señales y apartó de mala leche el trozo de papel. Entre más palabrotas, alcanzó por fin el mando, que estaba en la mesa llena de cuadros de perros, en concreto de sus treinta mascotas. Nada más encender, le subió la voz hasta el tope y comenzó a criticar la terrible historia entre la idiota de María Fernanda, José y Antoniete.
No tardó en dormirse, por lo que el sino volvió a actuar y hackeó su televisor para que apareciera el mes de noviembre y señalara dos fechas: la fecha de ese entonces, un viernes cuatro, y una semana después, el once. Pero, cuando despertó, no pudo ver más allá de un borrón extraño, pues los anteojos se le habían caído por algún lado. Tampoco es que le preocupara, con un par de pasos llegó hasta el vaso de agua y se lo echó encima, ya hasta ella se sentía algo asqueada por su roña.
Mariela siempre había sido algo extraña, más aún cuando consiguió una fortuna de la nada. No se había casado, más quisieran los hombres de su época. El único familiar que la visitaba muy de vez en cuando era su sobrino-nieto, Serafín, el nieto de su hermana la Paca. Él, muy a su pesar, le había tocado cuidar de aquella extravagante anciana. Una vez a la semana, se encargaba de limpiar esa enorme mansión junto a la marrana de su dueña. Aquel día, con un gesto de suplicio, se la encontró tirándose un vaso de agua encima. Tras un suspiro de agonía, se acercó a ella y comenzó su rutina.
—Abuela, no puedes hacer eso —dijo quitándole el objeto de la mando y arrastrándola hasta la bañera.
—Oye, niñato, yo no me meto ahí hasta que el agua esté calentita.
—Es verano, ¿para qué quieres...?
—¡¿Acaso vas a cuestionar a tu tía abuela?!
—Tú quédate aquí, abuela.
—Vale, vale, ¡pero no mires, pillo! Que con tu edad estáis todos más alterados. Mira que pensar en hacer cositas con alguien de mi edad...
—Pero si yo no... —Pero no tenía sentido, ella siempre tenía razón y él la culpa, daba igual lo que dijera.
—¿A qué esperas para echar el agua? Ni que la quisiera ardiendo, niño. ¡Date prisa que la gente como yo no tiene tiempo que perder! En cualquier momento me da un ictus y aquí mismo me caigo.
—Ya está, puedes meterte.
—Demasiado caliente... —se quejó con hastío, pero sentándose tan tranquila y dejando que el muchacho la acicalase.
—Abuela, ¿has pensado en Mariflor?
—¿Mariflor? ¿Y por qué tengo que pensar en esa vieja chochona?
—Porque dentro de una semana es el once del once, y ya sabes...
—¡¿Una semana?! ¿No podías avisarme antes? Maldita juventud de ahora, si no tienen memoria en sus tiempos mozos, ¡a saber cómo estarán cuando sean como yo! Tengo que prepararle algo, no hay tiempo para bañarse. —Con la cabeza aún llena de espuma, se levantó lista para partir.
Si había algo que realmente le importara a aquella extravagante anciana, era esa fecha. Un día único, donde hace más de ochenta años dos niñas muy ruidosas y molestas nacieron. El mismo día, pero procedentes de distintas familias. Las casualidades casuales del casual destino hicieron que ambas se convirtieran en mejores amigas, convirtiendo ese once de noviembre algo memorable. Sin embargo, por alguna razón, a Mariela siempre se le olvidaba.
—Tranquila, abuela, los baños atraen la inspiración.
—¿Quién te mete a ti esas tonterías en la cabeza?
—Fuiste tú quien me lo dijo.
—Y muy bien dicho. —Y se volvió a sentar en el agua, tan conforme—. Necesito un buen regalo, algo nuevo... Un libro ya está demasiado usado, una libreta no que la vieja rancia esa está más ciega que un topo. Quizá debería darle mis gafas...
—Pero, abuela...
—Ya, ya, lo sé, no puedo darle mis gafas porque yo también estoy ciega perdida. Niño, dame ideas.
—¿Qué querrías que te regalara ella?
—Un perro.
—Pues regálale eso.
—¡No me escuchas, niño! He dicho que quiero algo original, ya le regalé como tres perros, dos gatos y cinco caballos.
—Vale, vale, pues... ¿algo que quiera desde siempre?
—¿Un tío bueno, joven y con dinero? ¿Dónde voy a conseguir algo así? ¡Oh, espera! Tú eres joven, ¿no? Y tampoco estás tan mal, seguro que ya has tenido alguna chiquilla detrás de ti. Del dinero me puedo encargar yo, con la herencia y un par de...
—¡No! —exclamó el pobre muchacho horrorizado, no deseaba por nada del mundo casarse con una ochentera sin dientes—. Estoy seguro de que hay algo más que querría.
—¡Un dragón!
—Abuela, eso es imposible.
—¿Cómo que imposible? Trae el trasto ese y busca en el almazón ese, ya verás como te sale alguno.
—No creo que...
—¡Te he dicho que lo traigas!
El pobre Serafín, sin más remedio, enjuagó a la anciana y la dejó secándose mientras intentaba encender aquel portátil de hace cincuenta años. Tras enchufarlo, darle un par de golpes y pulsar el botón de encendido, pareció encenderse dando zumbidos bastante raros. El chaval tendría veintipocos años, era moreno y con una sonrisa siempre en la boca, de esos que apenas alguien conseguía caerle mal. Era, sencillamente, un espécimen en extinción que no estaba bien valorado.
—Abuela, ¿has pagado la red?
—¡Y yo qué sé! De eso se encarga tu madre, ya lo sabes.
Con otro suspiro, volvió con su trabajo imposible: encontrar un dragón de verdad en Amazon. Mientras, Mariela estaba metida en el baño, sentada en el váter y pensando en qué falda debería ponerse: si la azul o la de flores. Cada uno iba a lo suyo, pero los perros estaban inquietos. Imaginaos, si uno ya es problemático, cómo serían treinta. Todos inquietos porque era la hora de su paseo diario. Tras recibir un par de ladridos, decidió ponerse la azul y dejar a su nieto por ahí. «Ya es mayorcito para cuidarse solo», pensaba entre refunfuños. Por si acaso, dejó encima de la encimera un nuevo vaso de agua, un tenedor, un plato, dos servilletas y un táper con las sobras de los macarrones. Nadie sabe lo que va a ser necesario en su momento.
Intentando no tardar mucho, la vieja vestida con tacones y todo, cruzó por su kilométrico jardín lo más rápido que su maltratada rodilla le permitía. Una vez a las puertas de la verja, le dio a un botón y dejó que la fila de chuchos que había detrás de ella saliera corriendo al campo. Además de ser asquerosamente rica, tener una mansión enorme y un nieto guapísimo, vivía en mitad de la nada. Según ella, la gente era tan ruidosa con esos cacharritos que no podía pensar, por lo que se mudó aquí. Dejó la puerta abierta, porque, en fin, ¿quién andaría en mitad de la nada y se metería en su casa? Y volvió tranquilamente para ver si el muchacho ya se había muerto de hambre.
Por suerte, o por desgracia, él seguía intentando escribir en aquel viejo cacharro, pues la mayoría de las teclas estaban rotas. La mayor volvió a guardar la comida en la nevera para la siguiente ocasión y se acercó impaciente, pues notaba desde lejos que aún no había encontrado lo que ella quería. Tontón, el mastín de cabeza grande capaz de sentir las intenciones del destino, comenzó a ladrar de nuevo, pero volvieron a mandarlo callar. Segundos después, su dueña se tropezó con el mando de la televisión. El perro, lanzando un resoplido a modo de «Te lo dije», se fue corriendo en busca de sus compañeros, que ya estaban perdidos por el campo.
—¡Abuela! —exclamó Serafín antes de ir a socorrerla, pues con lo mal que tenía la rodilla ella no podía levantarse sola.
—Dame la mano —refunfuñó mientras se agarraba de su brazo y tiraba de él hacia abajo—. Eso es, niño. Ahora, —dijo una vez de pie—, cuéntame, ¿has encontrado ya un dragón a buen precio?
—Solo hay peluches y figuritas, ¿cómo quieres que encuentre algo que no...?
—¡Menuda sarta de tonterías! Con tantos pájaros en la cabeza normal que aún no tengas novia. ¡Ni siquiera tienes un trabajo decente!
—Pero, abuela, me pagas por limpiar tu casa.
—¿Te crees que eso es un trabajo? ¿Quién te va a dar dinero cuando yo me muera, listo? ¿Acaso pensabas que te iba a dejar algo en el testamento? ¡Pues no! Todo para Mariflor, que ella se lleve el marrón y reparta nuestras cosas.
—Pero...
—¡Nada, nada! ¿Entonces no encontraste un dragón?
—Que no. —La exasperación sobresalía por todos sus poros, estaba más que harto de esas locuras—. ¡Es simplemente imposible!
—A callar, niño, que te enfadas muy rápido. Si no puedes hacerlo con las nuevas tecnologías, tendré que llamar al viejo chochón. Prepara mis maletas, que esto se soluciona en un santiamén.
—¿Maletas? Abuela, ¿adónde cojones crees que vas?
—¡Esa boca! Un muchacho joven y guapo como tú no debería hablar así, que lo sepas.
—¿A quién estás llamando?
—Pues a un amigo, a quién si no. Al hijo de la Eufemia, ese que casi te ahoga en la piscina, ¿te acuerdas?
—¿Qué? ¡¿Dejaste que me ahogaran en una piscina?!
—¡No, por Dios! Solo casi... En fin, Serafín, trae mi maleta ya de una vez, que en cuanto lo llame esto está arreglado.
—¿Cómo piensas...?
—¡Calla, que no escucho el tono! —Sí, tenía en la oreja ese Nokia tan famoso que todos conocen ahora. Tras muchos, muchísimos, pitidos, alguien contestó, pues comenzó a hablar—: Ciego de mierda, ¿tienes algún dragón por ahí? Sí, pa' la Mariflor, exacto. ¡¿Cómo que en una semana?! Yo lo quiero ahora, viejales. ¡Más te vale darte prisa! Mañana mismo estoy en la puerta de tu casa, que lo sepas. —La cara del nieto era todo un poema, aunque ya debería estar acostumbrado a tales desvaríos—. ¿Te vienes o qué?
—¿Eh? ¿Pero adónde crees que vas?
—¡Pues con Luis Alfredo! ¿Quién si no? Venga, a por las maletas, que no pienso dejarte aquí solito para que me quemes la casa. —Sin embargo, el susodicho no se movió, pues estaba procesando las ocurrencias de su abuela—. ¡Vamos, niño, que aún tengo que cagar!
Continuará... ¿en el próximo cumpleaños?
NO, ESTO NO ESTÁ TERMINADO. SÍ, LO EMPECÉ HACE MEDIO AÑO, ¿Y QUÉ? QUIEN TENGA ALGÚN PROBLEMA LO ECHO A LOS PERROS.
En fin, yo dejo esto por aquí (bicos ies, bicos is mai berdei, bicos is jer berdei, bicos juasjuasjuas)
/procede a seguir teniendo una vida de estudiante promedio en vez de montarse una mafia
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