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El Cuervo en el Bosque

Su nombre era Alexander. Igual que todos los de su raza híbrida, tenía garras afiladas, enormes alas negras y era extraordinariamente alto para su edad.  En realidad, él no destacaba entre los demás, excepto por una sola cosa.

Alexander no podía volar.

Sus padres nunca le dijeron el motivo; que antes de que las primeras plumas nacieran una de sus alas se rompió y no sanó correctamente, quedando permanentemente doblada hacia afuera, impidiéndole cerrarla y abrirla del todo. Dejaron que Alexander asumiera que fue una maldición de los dioses, que nació así. Dicen que los cuervos son rencorosos, y Alexander los odiaría si algún día se enteraba de esa verdad.

Lo descubrió a muy corta edad; odiaba ser el eslabón débil. Odiaba que se burlaran de él. Odiaba que todo lo que lo hacía especial fuera lo mismo que lo hacía débil. Cualquier cuervo que no puede volar está destinado a morir.

Con nueve años, no sería esa la primera vez que los demás se burlaban de él, y estaba seguro que no sería la última. Normalmente eran mayores, los que tenían diez o doce años, los que se metían con él. Los otros eran demasiado pequeños para entender lo que significaba su ala defectuosa.

Así que a Alexander no le sorprendió en absoluto que, tan pronto como notaron que se acercaba al río, a muchos metros por debajo de ellos, un grupo de otros chicos se le acercaran.

Casi todos eran mayores, que sabían que era fácil meterse con alguien más pequeño y que además nunca podría alcanzarlos. Alexander los odiaba, a todos y cada uno se ellos, porque se reían de él y no podía hacer nada para impedirlo.

—Hey, Alexander. ¿A dónde vas? ¿No quieres jugar? ¿Vas al río? ¡Ya sé! ¡Quién llegue primero gana! ¿Qué dices?

Sabiendo que contestar cualquier cosa sólo iba a empeorar eso, Alexander avanzó, decidido totalmente a ignorarlos. Quizá con un poco de suerte se cansarían y lo dejarían en paz. La mala noticia es que eso nunca le había sucedido.

—¡No me ignores! ¡Te estoy ofreciendo jugar con nosotros! ¡Te vas a quedar solo!

—¡Justo ahora me encantaría que me dejaran solo — respondió Alexander, deteniéndose sólo lo suficiente para mirarlo con furia. Sabiendo que si se quedaba a su alcance Alexander lo lastimaría, el chico se cuidó de volar más allá de su alcance.

—No deberías hablarme así. Quiero ser tu amigo. ¡Hari, ya sé! ¡Vamos a ayudarlo a llegar al río!

Hari era otro chico mayor que él, y por lo tanto, más fuerte. No le supuso ningún problema sujetar a Alexander con fuerza, levantandolo por encima de los árboles. Alexander gritó y trató de clavarle las garras, pero lo único que hacían los demás era reírse.

—Suéltame. ¡Suéltame ahora mismo!

Obviamente, Hari no le hizo caso. Todo lo contrario, lo llevó más lejos y finalmente se detuvo sosteniéndolo en el aire, lejos de los árboles, justo en medio del río.

Cuando vives en las copas de los enormes árboles del bosque es difícil que le tengas miedo a las alturas. Aprendes a moverte por las ramas, sabes cuáles soportan tu peso y cuáles no. Lo que da miedo no es la altura, es la caída. Alexander sabía eso mejor que nadie. Había caído muchas veces, por supuesto, pero jamás al río.

Había llovido mucho durante los últimos días, lo que siempre significaba que el río estaría desbordado y furioso. Ahora más que nunca, con el agua rugiendo por debajo de ellos, Alexander era consciente de lo que significaría caer. Podía ver cómo el agua arrastraba troncos caídos, ramas, hojas e incluso a algunos animales. Si caía ahora, el agua lo arrastraría también y probablemente se ahogaría.

— ¡No me sueltes! — gritó Alexander, aferrándose al chico que lo tenía atrapado —. ¡No te atrevas a soltarme!

— ¡Me estás haciendo sangrar! — exclamó éste, olvidándose de cuál era su propósito al llevar a Alexander ahí, ahora más preocupado por las heridas en sus brazos causadas por las garras de Alexander —. ¡Basta, me duele!

Entonces, mientras uno luchaba para no caer y el otro para que lo soltara, Alexander no pudo agarrar más que ropa, que cedió fácilmente bajo su peso y se desgarró, dejándolo en una caída libre al río.

Voy a morir pensó cuando intentó estirar las alas y en cambio sólo consiguió un agudo dolor.

Lo último que pudo escuchar Alexander antes de que el agua lo engullera fue a su hermana gritar su nombre, desesperada por alcanzarlo.

Entonces el agua marrón lo arrastró con furia, sin dejarle tiempo a respirar. No podía ver y el rugido del agua tampoco lo dejaba escuchar nada, pero le pareció escuchar la voz de su hermana y trató de nadar hacia ella, extendiendo una mano para que pudiera sacarlo. Y aunque ella lo alcanzó, y aunque pudo sujetar su mano, y aunque intentó sacarlo del agua, la fuerza del río y el peso de las alas mojadas eran más de lo que ella podía soportar sin caerse también. Alexander sintió un agudo dolor en la mano justo antes de que su hermana perdiera el agarre y volvió a hundirse en el río.

Si se desmayó por la falta de aire, por algún golpe contra las rocas o por el miedo, en realidad nunca lo supo. Cuando despertó, estaba tan lejos que incluso parecía otro río; calmado y poco profundo. Totalmente ajeno a lo que había sucedido, el bosque permanecía en completa calma, con la luz del sol colándose entre las hojas iluminando alegremente el agua transparente.

Tosió el agua que había entrado a sus pulmones y haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, Alexander se arrastró trabajosamente fuera del agua y una vez en la hierba ahí se quedó, mirando el cielo que se vislumbraba entre los árboles. De haber sido un poco mayor quizá se hubiera sorprendido de su buena suerte al no ahogarse en el río, o al no golpearse muy duro contra algún tronco o rama caída. En su lugar, sólo estaba asustado.

Le dolía la mano izquierda, le dolían los pulmones. Tenía un corte en una de sus patas, sus alas estaban empapadas y estaba cansado y hacía frío y estaba solo. Además no sabía dónde estaba, nunca se había aventurado a esa parte del bosque. No sabía qué tan lejos tenía que estar para que el río estuviera tan calmado.

No estaba muy seguro de lo que debería hacer. El primer paso era, por supuesto, conseguir que sus alas se secaran. Hacía frío y las plumas mojadas no estaban ayudando en nada. Pero después de eso, no sabía qué hacer. Su madre le había dicho que si algún día se perdía debía de ir a lo más alto de un árbol y entonces esperar o buscar si había alguien conocido cerca. Normalmente escalar por el tronco no era ningún problema, pero le dolía mucho la mano y también la pata. Dudaba mucho que pudiera subir mucho así.

Por lo que mientras sus alas se secaban con ayuda del sol, Alexander se quedó en la orilla del río, con la vana esperanza de que su hermana o su madre llegaran en cualquier momento. Ellas podían seguir el curso del agua hasta ese lugar, ¿no? Sabían que no podía volar, por lo que buscarían cerca del suelo. Pero aunque pasó el tiempo suficiente para que se secaran sus alas, para que le diera hambre y para que anocheciera, nadie apareció.

La primera noche fue la más difícil, pues Alexander no sabía prender fuego y tampoco sabía cazar. El hambre, más poderosa que el cansancio o el frío, lo empujó a buscar algo, pero todos los animalillos del bosque huían tan pronto como percibían su olor y no se atrevió a tocar ningún arbusto de frutos silvestres, ya que no sabía cuáles eran venenosos y cuáles no. Al final, decidió probar suerte en el río, aunque era de noche la luz de la luna se reflejaba en las escamas plateadas de los pequeños peces. Probablemente le tomó más de una hora atrapar uno, que no era más grande que su mano. Pero era suficiente y con eso se conformó.

Por lo menos pensó, mientras clavaba las garras en el vientre del pez sé limpiar pescado.

No le importó comérselo sin cocinar. A los cuervos no les importa comer carne cruda y Alexander no era la excepción. Tampoco era la primera vez que comía algo crudo. El pescado estaba bueno, pero al niño le supo amargo, porque sabía que estaba solo.
Esa noche lloró y luego durmió en las raíces de un árbol.

El día siguiente no fue mucho mejor. Aunque consiguió atrapar otro pez con más facilidad, pudo confirmar sus sospechas. Su mano izquierda dolía ante cualquier movimiento y empezaba a formarse un moretón en la muñeca; no podía aguantar la presión de trepar. Y qué decir de su pata, cuya herida comenzaba a sangrar con casi cualquier esfuerzo. Después de intentarlo un par de veces, y caer cada vez porque su mano se paralizaba del dolor, por mera desesperación intentó volar.

Realmente lo intentó, extendiendo las alas tanto como podía, haciendo acopio de todas sus fuerzas en intentarlo. Ni siquiera en casa había intentado con tantas ganas volar. Pero su ala defectuosa, además de desequilibrarlo, no logró alzarlo más allá de dos metros. La presión de mover el aire era más de lo que podían aguantar los huesos mal soldados y la punzada de dolor fue tan fuerte Alexander tardó en darse cuenta de que estaba nuevamente en el suelo, exactamente igual a lo que había pasado en el río.

No volvió a intentarlo.

Rindiéndose, decidió seguir el curso del río, de vez en cuando intentando atrapar más peces, hasta que llegó la noche.

Los siguientes días fueron casi idénticos entre sí. A veces intentaba hacer una fogata, pues había visto a otros hacerlo, pero pronto descubrió que con una mano inutilizada era un caso perdido. No podía golpear las piedras con suficiente fuerza para crear una llama. Se conformó con dormir protegiéndose con sus alas, a pesar de que el suelo era más frío que el viento. Una vez por poco consiguió atrapar a un zorro. Pero el animal era más fuerte de lo que había esperado y además le mordió la mano.

El cuarto día comenzó lloviendo. Alexander no quiso acercarse al río por miedo a que la corriente fuera demasiado fuerte para él, por lo que intentó buscar qué comer entre los árboles. Por la lluvia todos los animales se habían escondido y seguía sin ser una opción comer de los arbustos silvestres. Tenía mucha hambre y mucho frío.

No sabía cuánto había avanzado ni cuanto había pasado del día cuando notó que el río se bifurcaba. ¡Todo ese tiempo siguiendo contracorriente el río para encontrarse con que dos distintos se unían! ¿Ahora cómo se suponía que iba a encontrar el camino a casa? Si se equivocaba tendía que volver sobre sus pasos, y tan sólo darse cuenta de que estaba en la dirección equivocada le iba a tomar días, si no es que semanas. Soltó a llorar y se sentó. Los odiaba, los odiaba a todos, a la lluvia por desbordar el río, al río por existir, odiaba a esos niños por molestarlo, a su madre por no haberlo matado cuando supo que jamás podría volar. Odiaba a los dioses y también odiaba sus inútiles alas. Y se odiaba a sí mismo, por haber caído al río y por no poder volar.

Es mejor sentirse enojado que sentirse miserable ¿no?

Estuvo muy tentado a abandonarlo todo. ¿Qué caso tenía? Mucha gente decía que el Bosque de los Altos Árboles siempre te llevaba a tu destino, quitándote algo a cambio, pero sabía perfectamente que eso no aplicaba a la gente cuervo. Su raza había nacido en ese bosque, ¿Por qué a ellos se les iba a aplicar las mismas normas que a los demás? Estaría perdido para siempre.
Alexander lloró y también dio rienda suelta a todo su odio que tenía por la existencia, sabiendo que esta vez no había nadie que pudiera juzgar sus lágrimas ni su desesperación.

Casi al anochecer decidió que podría estar caminando en la dirección contraria, pero al menos así sabía que tarde o temprano volvería a encontrar su hogar. Eligió uno de los dos ríos y siguió su curso, rezando para no encontrarse con otra encrucijada así. Ni avanzó mucho, de todas formas, porque le dolía la cabeza y estaba cansado.

Por la mañana, lo despertaron las voces. Al darse cuenta de que no podían ser otros cuervos, Alexander se levantó inmediatamente y se escondió cerca de uno de los arbustos al lado del río. Agachado, observó por entre las hojas a tres viajeros, que hablaban entre sí sobre el camino. Uno de ellos era un hombre con una gran panza y una espesa barba negra. Su pecho estaba cubierto por cota de malla y en su cinturón colgaba una espada. Otro era un joven rubio, con un carcaj de flechas en la espalda y un arco curvo casi tan alto como él. Alexander supuso que ése debía de ser un cazador, porque sabía apagar sus pasos sobre las hojas caídas. Ése sujetaba de las riendas lo que parecía ser un caballo de carga, pues Alexander jamás había visto uno tan enorme.

El último era un hombre que quizá tendría la edad de su madre; no demasiado mayor para tener arrugas ni canas, pero sí lo suficiente como para moverse con la confianza de quien sabe exactamente lo que hace. Tenía el cabello de un tono cobrizo oscuro y también tenía barba, aunque más recortada que la del otro hombre. Él tenía una espada también, pero estaba mucho más decorada que la del hombre gordo, por lo que quizá era más un adorno. Su ropa era más suave; desde su escondite Alexander no podía ver cómo era el tejido y no hacía ruido al moverse.

Alexander decidió esperar a que se fueran y así seguir con su camino, pero se dio cuenta de que si los tres eran viajeros, probablemente tenían consigo comida. Y si tenían comida, entonces Alexander podía robárselas. Esperó a que el caballo comenzara a beber del río para salir del escondite y buscar en la dirección de la que habían salido esos hombres.

Se sorprendió de que no los hubiera notado la noche anterior; habían acampado relativamente cerca, sus cosas todavía estaban en el campamento, y las últimas brasas de lo que había sido una fogata todavía estaban calientes. Conteniendo la respiración y escuchando con atención la conversación lejana, Alexander comenzó a buscar en la carreta que tiraba el caballo; ahí estaba la mayor parte del equipaje. Con cuidado de mover la menor cantidad de cosas para no hacer notar su presencia, Alexander comenzó a buscar entre las cosas hasta que consiguió su premio: en uno de los sacos había ruedas de queso y pan. En otro había lo que parecía papas y cebollas. Había encontrado algunas pieles curtidas, probablemente les serviría de para protegerse del frío, si es que llegaba a nevar.

Finalmente, se decidió por llevarse una barra de pan, ya que no tenía nada con qué cortar el queso. Ya que estaba en el asunto, también tomó una de las pieles. Escuchó las voces acercándose, por lo que no se atrevió a buscar más y corrió a esconderse, rezando para que el cazador no notara su rastro.
Una vez que quedó claro que el cazador no notó ningún rastro cuando volvió a enganchar al caballo a la carreta, sólo quedó el miedo de que fueran a descubrir que faltaba comida y una piel, pero ninguno pareció notar nada. Recogieron sus cosas, el hombre de la ropa fina se subió a la carreta junto con el cazador y el hombre gordo los siguió a pie. No tenían ninguna prisa por llegar a su destino, y a Alexander le pareció que pasaba una eternidad hasta que se alejaron lo suficiente como que se atreviera a abandonar su escondite.

El trabajo que le había costado conseguir la barra de pan valió la pena. Después de días comiendo pescado sin cocinar, el pan sabía a gloria divina. Pocas veces Alexander había llegado a probar pan, pues la gente pájaro no sembraba y rara vez comerciaba con los viajeros; si conseguían comida como esa, seguramente también la robaban. Y además, la piel era cálida. Tal vez sus alas lo protegían del viento nocturno, pero el suelo, y más aún el suelo cercano al río, era terriblemente frío durante la noche gracias a la humedad. La piel lo protegería contra eso.
Continuando su camino por la ladera del río, Alexander se dio cuenta de que los tres viajeros se habían ido en la misma dirección que él. Y sabía que normalmente los caminos que se acercaban a un río y no lo atravesaban rara vez se apartaban de éste, pues era una constante fuente de agua. Si iban en la misma dirección, entonces podría seguir robándoles comida. Definitivamente quería probar el queso que había visto. No tenía con qué cortarlo, pero si iba mientras los hombres dormían, tendría tiempo de sobra para que se le ocurriera algo.

Animado por la idea, Alexander se separó del río para buscar el camino que los viajeros seguían, siguiendo las huellas de las ruedas del carro. Al cabo de un rato pudo verlos a la distancia, y estando lo suficientemente alejado pero sin perderlos de vista, los siguió por toda la tarde. Se detuvieron algunas veces, para dejar al hombre de la barba subir e intercambiar lugares con el cazador. Unas horas antes del anochecer el cazador se alejó para buscar algo y Alexander decidió esperar mientras atrapaba algún pez para esa noche; habiendo robado ese mismo día el pan, no se atrevía a volver a intentarlo tan pronto. 

Durante los siguientes días se dedicó a seguirlos. Jamás se atrevía a acercarse demasiado, no mientras estuvieran despiertos o el cazador anduviera cerca. Era a ése especialmente a quien Alexander le tenía miedo. Había visto muchas veces a otros arqueros y sabía lo mortales que eran sus flechas. Si de repente decidía perseguir a Alexander, no estaba seguro de si lograría huir. A pesar de ello, varias veces lo siguió, y de esa manera aprendió de cuáles arbustos podía comer sin miedo.

Era por las noches cuando realmente se acercaba. Los hombres dormían cerca de una pequeña hoguera que solía encender el hombre gordo, y de vez en cuando Alexander se acercaba para calentarse y asar el pez que esa noche hubiera podido atrapar. No siempre les robaba pan.



— Sabía que había alguien que nos había estado robando — dijo el hombre de la barba negra, endureciendo su agarre cuando Alexander intentó escapar —. No estaba completamente seguro, pero ahora sé que fuiste tú, ¿verdad?

El hombre lo estaba sujetando de la muñeca herida y el dolor parecía subirle por todo el brazo. Alexander no podía pensar, entre el dolor y el miedo. El cazador estaba cerca y probablemente no tardaría en acercarse si no se iba de ahí ya.

Intentó liberarse, pateándolo y luchando para que abriera los dedos, pero el hombre era mucho más fuerte que él, y en lugar de soltarlo, lo alzó un poco más del suelo.

— ¿Gavin? — preguntó el cazador.

El joven se acercó, confundido ante la situación. Evidentemente no esperaba ver a un cuervo por ahí, pero eso no le importaba a Alexander. Él sólo podía ver la flecha en el arco, lista para ser disparada. Entonces sujetó el brazo del hombre con la mano buena y le clavó las garras, mordiéndole también la mano para que lo dejara libre. Sorprendido, gritó y lo soltó, Alexander no perdió ni un instante; se metió debajo de la carreta y se arrastró hasta que pudo salir del otro lado. Corrió directo a los árboles, más preocupado por quiénes estaban detrás suya que por mirar enfrente, por lo que no tardó en chocar contra una masa sólida y cálida.
Aturdido, Alexander retrocedió y observó al tercer hombre, el de la ropa fina, mirándolo. Llevaba leña en los brazos, por eso se había alejado tanto.

Sabiendo que estaba acorralado, Alexander le quitó al hombre su espada, demasiado pesada para que pudiera blandirla y se volvió para enfrentar a los otros dos. Sabía que no era lo suficientemente fuerte como para usar la hoja y menos utilizando mayormente una sola mano, pero esperaba que ellos no lo supieran.

Durante instantes que parecieron eternos, nadie dijo nada. Alexander retrocedió para poder esconderse otra vez entre los árboles y también para poder tener a los tres a la vista. El cazador vacilaba con la flecha en el arco, mientras que el hombre con la barba negra se sujetaba el brazo donde Alexander le había clavado las garras. El único que no parecía verse realmente afectado por la situación era el hombre de la ropa fina, quien se agachó muy lentamente para dejar la leña en el suelo.

— Bueno — dijo éste, mirando a sus dos compañeros —. ¿Qué se supone que está pasando?

— Ha estado robándonos. Quien sabe por cuánto tiempo — respondió el hombre gordo, dando un paso al frente —. ¡Y me clavó las garras!

— ¡No te me acerques! — le gritó Alexander, siseándole al mismo tiempo que retrocedía un paso más.

Nuevamente todos guardaron silencio, pero esta vez el cazador miró al hombre pelirrojo, como preguntando algo. Alexander sólo se tensó más, si ese le daba órdenes al cazador y decidían dispararle...

— Deja el arco. No vamos a dispararle — ordenó finalmente, cómo si toda la situación le pareciera absurda —. Es sólo un niño. Además, si el bosque quiere quitarnos comida en lugar de algo peor, yo estoy bien con ese trato.

— Ese niño me mordió.

— Das repelús ¿quién no lo haría? — le respondió alegremente y finalmente miró a Alexander, quién decididamente siseó otra vez y retrocedió un paso más. Ya faltaba poco para poder huir, ahora que el cazador había bajado el arco —. Tranquilo. No te vamos a hacer daño. ¿Cómo te llamas?

Al notar que no iba a responderle, el hombre le sonrió con amabilidad y se llevó una mano al pecho.

— No temas. Mira, mi nombre es Rhett. Él se llama Blaze  — dijo, señalando al cazador y luego al hombre gordo —. Y ese de ahí es Gavin. Ninguno de ellos te va a hacer daño. ¿Tienes hambre? Blaze es un excelente cazador, podrá conseguirnos algo.

Nuevamente, no tuvieron ninguna respuesta por parte de Alexander. La adrenalina ya había pasado, y ahora el dolor en su muñeca se había disparado nuevamente, por lo que se había visto obligado a apoyar la espada en el suelo. Ahora que el cazador, Blaze, ya no tenía el arco en las manos se sentía un poco más tranquilo, pero no estaba seguro de si podría confiar en estas personas. Nunca se había interesado especialmente en saber de qué conversaban, así que sabía tan poco de ellos como ellos de él. Sin embargo, Rhett estaba lejos de rendirse, pues se acercó un paso. Al notar que Alexander no retrocedía, se acercó otro paso más y se agachó para quedar a su altura, aunque todavía había poco más de un metro que los separaba.

— Oh. Tu mano se ve muy mal. ¿Te lastimaste? Déjame ayudarte ¿sí?

Alexander bajó la vista para mirarse la mano. Efectivamente, tenía un aspecto peor de cuando había caído, probablemente debido al esfuerzo de luchar contra Gavin y luego de sujetar la espada. Además de que dolía mucho. Quizá... quizá no estaría mal aceptar la ayuda. Respiró hondo y finalmente soltó la espada.

— Sí. Me duele mucho — admitió tristemente.

Volviendo al campamento, lo hicieron sentarse sobre la carreta, donde Blaze comenzó a examinar la muñeca lastimada. El hombre le dijo que parecía que se la había roto, pero como era cazador y no médico, no pudo ofrecer más ayuda aparte de vendarle con cuidado la mano y luego, con ayuda de una rama cortada, se la inmovilizó.

— Eso es. Probablemente tardará en sanar, pero con eso debería evitar que te lastimes más. — dijo Blaze, terminando de ajustarle el vendaje improvisado —. ¿Estás herido en algún otro lugar? Tu ala se ve un poco...

— No toques mis alas — exclamó Alexander, siseándole.

Blaze alzó las manos en señal de rendición y se apartó.

— ¿Estás perdido? — le preguntó entonces Rhett, quien en compañía de Gavin había terminado de guardar el campamento mientras Blaze lo atendía —. ¿O quizá estás yendo a alguna parte del bosque?

— No estoy perdido — respondió Alexander, demasiado orgulloso como para admitir que sí lo estaba —. Sólo estoy volviendo a casa. En contra de la corriente del río.

— Eso es bueno. Nosotros seguiremos este camino un poco más. ¿Quizá quieras venir con nosotros? Al final tendremos que salir del bosque, pero supongo que estarás cansado de caminar.

No había razón para decirle que no. De todas formas los iba a seguir porque todavía tenían comida. Por lo que, para gran disgusto de Gavin, que todavía estaba enojado por la mordida, Rhett lo subió a la carreta, encima de todo el equipaje y continuaron su camino.

— ¿Cómo te llamas? — le preguntó Rhett, en una de las usuales pausas para que Blaze bajara de la carreta y Gavin tomara su lugar.

— Cuervo — respondió Alexander.

— ¿Un cuervo que se llama Cuervo? — inquirió Rhett, claramente sin creerse la mentira.

— No le voy a decir mi nombre a un desconocido — contestó— ¿Por qué eres el único que no camina?

La pregunta pareció sorprender un poco al hombre, que dudó un poco antes de contestar, encogiéndose de hombros.

— Porque tengo el privilegio; soy un rey. Oye, no me cambies de tema; yo tampoco te conozco y aun así te dije mi nombre.

Alexander no pudo evitar sonreír mientras se encogía de hombros.

— Si no te gusta, puedo llamarte Rey. A ese Cazador y al otro Gordo.

— ¡Estoy escuchando!


Fue mucho más fácil ahora que estaba en compañía de ellos. No tenía que preocuparse por la comida, pues Blaze ya se ocupaba de eso, aunque un par de veces le mostró cómo conseguía atrapar a los peces. Gavin aceptó su compañía, aunque a regañadientes y Rhett solía contarle historias sobre todo lo que había fuera del bosque. Lo primero, lo que también interesó a Alexander, es que fuera no abundaban los híbridos de pájaro. Por lo tanto, eran muy pocos los que podían volar. Muchas veces se encontró soñando despierto con lo que podría ser ahí fuera. Definitivamente no sería el eslabón débil, no entre tantos que tampoco volaban. Entre ellos sería algo más. Los hombres cuervo eran más altos que los demás, y sus garras los hacían mucho más mortíferos. Si se iba del bosque, aquello que lo hacía débil carecería de importancia, y entonces... y entonces sabrán los dioses lo que sería capaz de alcanzar.

Tuvo mucho tiempo para pensar en eso. El viaje se hacía largo y los días se convirtieron en pocas semanas. Así que sí, tuvo tiempo para pensar seriamente si realmente quería volver a casa. ¿Realmente quería, a ese lugar dónde se burlaban de él, donde era especial por ser débil? ¿A ese lugar donde lo habían empujado al agua? Había días en los que su decisión era un rotundo no. No, jamás volvería. Acompañaría al rey hasta su reino, al otro lado del continente, y entonces Blaze le enseñaría a cazar y no necesitaría la ayuda de nadie nunca más.

Y otros días simplemente sabía que no podía hacerlo, porque extrañaba a su mamá.

A medida que pasaba el tiempo, el río se volvía más peligroso; era más profundo y más rápido. Justo como el que había en casa. También pasó el tiempo y su mano dolía cada vez menos, hasta que finalmente Blaze le dijo que ya no necesitaría las vendas, pero que tuviera mucho cuidado de no lastimarse otra vez. Entonces, no fue más que cuestión de un par de días para que finalmente, cómo Rhett le había dicho, tuvieran que separarse; el camino se separaba y ellos ya no continuarían siguiendo el río.

— Espero que puedas regresar con tu familia — le deseó Rhett, con su sonrisa tonta. Alexander le sonrió de vuelta, sabiendo que definitivamente no podía pedirle que se fuera con ellos.

— Gracias — contestó Alexander, devolviéndole el abrazo —. Yo también quiero eso.

— Probablemente los cuervos no lo necesitan — le dijo Blaze, entregándole la daga que solía usar para limpiar la carne —. Pero estaría bien que te acordaras de mí.

A esa parte del bosque no llegaba ningún camino; señal de que quizá estaba cerca, pues los viajeros evitaban a los cuervos tanto como les era posible. Era de noche cuando finalmente Alexander llegó, ese mismo punto donde se había caído. Lo reconocería mejor desde arriba, pero había bajado muchas veces antes y sabía que los árboles eran los mismos. Observó un poco las hojas, la luz de la luna más arriba, y decidió que quería sorprender a alguien. Así que en completo silencio, comenzó a trepar por uno de los troncos, agradeciendo que su muñeca estuviera sana otra vez.

Habiendo alcanzado la altura suficiente para intentar adivinar quienes estaban cerca, sólo fue cuestión de esperar un poco, hasta que finalmente escuchó unas voces muy familiares; era Hari. Aguantando la respiración para no delatarse, Alexander subió lo suficiente como para tener cerca a Hari, que no reaccionó a su presencia, probablemente porque no lo notó.

Alexander no le dio esa tranquilidad durante mucho tiempo. Saltó sobre él y le hizo perder el equilibrio, aunque las ramas todavía eran muy gruesas como para que cayeran los dos.

— Me hiciste caer — susurró Alexander, clavándole las garras en los hombros al otro chico —. ¡Hiciste que me cayera al río! ¡Pudiste haberme ahogado!

— ¡Suéltame! ¡Alexander! ¡Me estás lastimando!

— ¡Eso quiero, pedazo de idiota! — gritó Alexander, tentado a sacar la daga que Blaze le había regalado —. ¡Te odio!

Los susurros de los más adultos no se hicieron esperar, muchos sorprendidos de ver ahí a Alexander y otros exigiéndole que soltara a Hari. Tuvieron que intervenir tres cuervos para finalmente lograr que Alexander lo soltara, y habría peleado para liberarse de no haber notado quién era la persona que lo sujetaba.

— ¡Alexander! ¡Alexander! ¡Cálmate! Cálmate — repetía su madre una y otra vez, apagando por completo su ira.

— ¿Mamá? — preguntó Alexander.

Cuando ella asintió, Alexander la abrazó y soltó a llorar.










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