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Donde Cuervo Dice su Nombre

Deucalion tenía la confianza que a Alexander le faltaba. En cualquier sitio donde estuvieran, pronto el nombre de Deucalion comenzaba a susurrarse en las tabernas y en los campos, pues nada más llegar se aseguraba de ser reconocido, las primeras veces por su raza y, a medida que pasaba el tiempo, por su habilidad para cazar monstruos. "Pronto los bardos cantarán de nosotros" solía decirle a Alexander "Hasta entonces, yo haré su trabajo" Era fiel a su palabra, eso había que reconocérselo.

A cualquier posada o taberna donde Deucalion pusiera pie, inmediatamente hablaba de todos los monstruos de los que se había encargado y de todos los tesoros que había conseguido. Se jactaba de su habilidad con la espada y decía que sólo verdaderos maestros podrían vencerle. Hasta la fecha, Alexander no lo había visto equivocarse al respecto. Mstislav le había enseñado lo básico para sujetar la espada, pero dos años de aventura fueron suficientes para que su habilidad en combate mejorase mucho, contra personas o monstruos. Además, el maldito elfo era rápido. Podría no ser el mejor espadachín del mundo, pero vete tú a saber quién podía alcanzarlo.

Nadie solía prestarle atención a Alexander, no con Deucalion en medio del lugar hablando de cómo le había seguido la pista a un pegaso hasta atraparlo y vendeselo a un noble de Doth o de cómo se dedicaba a rescatar chicos perseguidos por monstruos. Si Deucalion quería fama, Alexander estaba más que contento con cedérsela. A diferencia de Deucalion, que adoraba los elogios y los aplausos (especialmente si eran de chicas) Alexander no quería ni esperaba atención.

Prefería sentarse junto a la ventana a beber cerveza y observar a las personas. Siempre había gente que escucharía encantada a Deucalion; principalmente los niños, que soñaban en convertirse en grandes aventureros. Muchas chicas le escucharían simplemente porque ver una cara nueva en un pueblo pequeño era un alivio, y más todavía si esa cara nueva pertenecía a un atractivo elfo de cabellos negros y ojos verdes. Esos no eran los que le importaban a Alexander; que los niños y las chicas se quedaran con sus ensoñaciones, si estaban en un nuevo pueblo tendrían que ganar oro para dormir, y sólo podían ganarlo cazando monstruos. Eran los granjeros, posaderos y los pastores los que escuchaban las historias para saber si ése elfo era capaz de ayudar. Eran esos los que tenían el oro.

En ese pueblo, relativamente cercano al mar de Kioa, no parecían estar muy impresionados con su llegada. Probablemente es que estaban en un lugar muy transitado por viajeros que buscaban embarcarse, o quizá hubo estafadores por la zona. Fuere la razón que fuese, era ya más de media noche, Deucalion estaba más borracho que una tuba, y todavía no había nadie interesado en ellos.

— Qué crueles son los dioses... Qué crueles son los mortales — iba canturreando Deucalion mientras Alexander lo arrastraba por los callejones adoquinados del pueblo. Por acuerdo mutuo no dormían en una taberna hasta encontrar trabajo, lo que significaba que esa noche dormirían debajo de algún techo salido, o quizá en algún establo —. Nosotros no lo sabemos, no podríamos. Quien lo sabe, quien lo sabe es...

— Cierra el pico — murmuró Alexander con malhumor. Prácticamente lo estaba cargando, con una mano rodeándole la cintura y otra sujetándole el brazo para que no se le cayera —. Tienes que beber menos, maldita sea.

Pero Deucalion no hizo reconocimiento alguno del regaño, y en su lugar, se dedicó a tararear el resto de la canción. Alexander se detuvo, intentando buscar algún lugar decente para dejar a Deucalion, cuando escuchó a alguien que le hablaba.

— ¡Hey! ¡Ustedes dos! —. Por su apariencia, la mujer no había dormido en tres semanas. Parecía ser una granjera, a juzgar por sus fuertes brazos y por la aspereza en sus manos—. ¿Es cierto? ¿Es cierto lo que el elfo ha dicho? ¿Que son cazadores de monstruos?

— Mi amigo prefiere el término de cazarrecompensas — respondió Alexander. A sus dieciséis años, era más alto que Deucalion y más alto que la mujer, aunque no los superaba por mucho; en unos cuantos años más sería más alto que cualquiera —. No sólo monstruos, también buscamos tesoros.

La mujer le observó con preocupación, seguramente intentando adivinar qué tanto de ayuda serían un elfo borracho y un cuervo fuera del bosque.

— Pero combaten con monstruos — insistió ella —. ¡Les pagaremos! ¡Por favor! ¡Los hombres lobo se la llevaron! ¡A Maretta! ¡Y seguramente querrán comerla!

Es así como terminaron en la casa de la mujer, una casucha pequeña en comparación a la taberna donde habían estado antes, pero lo suficientemente grande para ellos. Pasaba de medianoche y Deucalion ni siquiera sabía a dónde le habían llevado, así que ella dijo que les contaría todo por la mañana, y que por ahora deberían descansar. Deucalion se quedó en la cama de la mujer y Alexander en las vigas del techo.

Hace años que no dormía en un verdadero árbol (no, fuera del bosque no había árboles de ramas gruesas como los Altos Árboles) pero de todas formas, no le gustaba dormir en las camas, pese a que Deucalion había insistido en que debería hacerlo. Si la posada donde se quedaban no tenía vigas de madera que sobresalieran, se iría a dormir sobre el tejado, pero nunca, nunca, en una cama y mucho menos en el suelo. Puede que no pudiera volar, pero las alturas le gustaban más.

— Ugh — murmuró Deucalion, por la mañana, despertando a Alexander —. Maldición, bebí demasiado.

— Eso dices siempre — respondió Alexander mirándolo desde el techo, en las vigas donde había dormido —. Y de todas maneras vuelves a beber. ¿Eres idiota?

— Sabes que sí — contestó el elfo, riéndose. Hizo una pausa para mirar a su alrededor, dándose cuenta de que no podía ser la habitación de una posada—. ¿Dónde estamos? ¿Nos conseguiste trabajo?

— ¿Esa es mi parte, no? —. Alexander se bajó de la viga con agilidad —. Vamos, sobrevivirás a la resaca. Me temo que acepté el trabajo sin saber de qué era exactamente. Pero es lo típico; matar monstruos.

La mujer los esperaba fuera de su habitación, preparaba algo en una gran caldera que probablemente había sacado para dar de comer a sus dos invitados. Deucalion suspiró con el aroma a comida; conociéndolo, probablemente tenía náuseas. Pero ¿Quién lo mandaba a tomar tanta cerveza?

— Servirá para la resaca — prometió la mujer, removiendo el caldo —. Necesitarán fuerzas, de todas formas.

— ¿De qué se trata? — preguntó Deucalion, sentándose en una de las desvencijadas sillas del comedor —. ¿Y de cuánto dinero hablamos?

Primero lo importante.

Ella tardó un poco en responder, mientras servía en cuencos hondos de barro. El caldo era color marrón con gotas de grasa flotando en la superficie, con pequeñas cebolletas y papas cortadas. También había carne cortada en desiguales trozos.

— Bueno, huele bien — aceptó Deucalion, mientras removía delicadamente el caldo con una cuchara. Alexander, ignorando la existencia del cubierto, se llevó el cuenco a los labios y bebió sin mayor cuidado.

— Son hombres lobo — soltó entonces la mujer, removiendo nerviosamente el contenido del caldero —. Tenemos hombres lobo en las afueras. Es una suerte que no los atacaran a ustedes pero... nadie sale ya del pueblo, y los soldados no se van a aventurar al bosque a buscarlos. Los cazadores de monstruos tampoco quieren hacerles frente.

— ¿Y por qué no hablan con ellos? —Quiso saber Deucalion—. No son animales, por eso está la parte de "hombre" en la oración.

— Son bandidos. La última vez que intentaron arrestarlos mataron a la mitad de los soldados al momento y a la otra mitad los colgaron en la entrada del pueblo como un aviso. Por eso nadie quiere hacerles frente.

La implicación en sus palabras cayó igual que agua fría. Los hombres lobo eran anormalidades monstruosas, ya era difícil hacerle frente a unos bandidos, pero si eran hombres lobo... bueno, Alexander entendía porque nadie quería encargarse del problema, incluso si no hubieran tenido la previa advertencia de los soldados colgados.

— Cualquier cazarrecompensas querría tener en su historial bandidos lobo— dijo Deucalion, pensativo —. Debe de haber una razón más, ¿cierto?

— Es una manada. Algunos piensan que son más de veinte.

Cinco estaba mal. Diez era un problema. Veinte, una pesadilla.

— Van a dar mucho oro por eso, ¿verdad? — preguntó Deucalion, entusiasmado.

— ¡Deucalion! — protestó Alexander.

— ¡Cuervo! — exclamó alegremente el elfo, se levantó y lo abrazó.

Contrariado, Alexander siseó, le puso una mano en la cara y lo apartó de sí, pero estuvo lejos de importarle al otro chico, pues su entusiasmo crecía a cada segundo.

— ¡Es nuestra oportunidad! — dijo Deucalion alegremente, caminando en círculos por la casita, dejando su plato olvidado en la mesa —. ¡Cuervo! ¡Te lo he dicho! Que algún día los bardos iban a componer canciones sobre nosotros. Y esta es la oportunidad perfecta, sólo imagínalo. ¡El cuervo y el elfo salvan a un pueblo de bandidos lobo!

— ¡No vamos a salvar a ningún pueblo, pedazo de demente! — exclamó Alexander, poniéndose de pie para detener aquellos alucines de gloria —. ¡No de una manada de hombres lobo!

Deucalion, sin embargo, no quiso hacerle caso, pues como si su resaca hubiera desaparecido mágicamente (Igual y la mujer era alquimista ¿Quién sabe?) ya había agarrado a su anfitriona de los brazos para hacerla bailar junto con él, tarareando alegremente una canción.

— N-no estarían solos — dijo la mujer, liberándose de Deucalion con la ayuda de Alexander —. Algunos en el pueblo están dispuestos a pelear también. Y tenemos espadas de plata. Pero necesitábamos a cazadores experimentados... ustedes son jóvenes, y si la mitad de lo que el elfo dijo es cierto...

— ¡Por supuesto que es cierto, adorable dama! — exclamó Deucalion, de pie sobre una silla —. ¡Me entrené con un ángel de ojos plateados! Mi honor es como el honor de un ángel: inquebrantable.

— Lo último es mentira — murmuró Alexander.

— Puede, pero lo primero no. ¡Está decidido, alado amigo! ¡No estaremos solos! ¡Tendremos compañía, con espadas de plata! ¿O es que le temes a unos lobitos, eh, Cuervo?

Dos años juntos era tiempo suficiente para que Deucalion aprendiera a picar el orgullo del cuervo. "Maldito sea ese elfo" pensaba Alexander, "es demasiado listo para su propio bien."

¡Por supuesto que Alexander no le tenía miedo a un montón de patéticos lobos! Veinte no eran más aterradores que uno.

Es así como, muy a su pesar, terminó siendo arrastrado a aquella taberna para hablar con aquellos pobres diablos que también querían pelear contra lobos. Eran siete en total; cuatro mujeres y tres hombres. Todos ellos eran mayores que Deucalion y Alexander, pero un vistazo dejó claro que ninguno de ellos se dedicaba realmente a la caza. Debían de ser granjeros, o tal vez se dedicaban a cuidar caballos. "Por eso necesitan a dos idiotas que saben lo que hacen" Probablemente sólo habían usado espadas para jugar entre sí a los caballeros.

— No — dijo Alexander nada más verlos, agarró a Deucalion del cuello de la camisa para sacarlo de la taberna—. Ustedes van a lograr que nos maten a todos.

— ¡Esperen! ¡No se vayan! — exclamó una de las chicas, buscando entre los papeles de la mesa—. Sé que probablemente nuestro dinero no sea mucho, pero tenemos un decreto que quizá podría interesarles....

Deucalion se liberó del agarre del cuervo y fue a tomar el papel, pero Alexander se le adelantó.

El cuervo examinó un momento las letras escritas con tinta y luego se lo pasó a Deucalion. Con desconfianza, el elfo alisó el pergamino y leyó a la luz de la ventana más cercana.

— Dice que seremos recompensados por el señor de estas tierras. Bla, bla, bla "A los cazadores que logren eliminar a los lobos, serán recompensados con una fiesta en su honor" —. Deucalion casi se atragantó al leer aquello en voz alta; todos sus sueños, todo lo que quería lograr, y sólo debía de matar a unos cuantos lobos —. Cuervo... será una fiesta en un castillo. ¡Sólo para nosotros! Fiesta significa dos cosas: ¡Oro y canciones!

— ¿Por qué te importan tanto unas absurdas canciones? — Protestó Alexander—. ¿De qué sirve que canten de ti si vas a estar muy muerto para escucharlo?

Una de las chicas se aclaró la garganta.

— ¡Tenemos espadas de...!

— ¡Nadie te está hablando a ti! ¡Qué importan ustedes y sus absurdas espadas de plata! — Le siseó Alexander a la chica y le arrebató la hoja de papel a Deucalion —. Esto es una locura, ya te dejé ir hasta aquí. Entre los dos yo soy el que tiene el sentido común y el sentido común dice que es un suicidio.

Sabía que Deucalion no lo iba a escuchar, o al menos, no sería tan fácil. Conocía muy bien al elfo, y sabía por experiencia que era muy difícil lograr que se retirase de trabajos así de peligrosos. Alexander mantenía sus esperanzas, pero en cuanto escuchó sobre el castillo supo que aquello sería un caso perdido. De todas formas, quería convencerlo antes de arrastrarlo a la fuerza.

— ¡Pero ustedes son... especiales! ¿Qué acaso los elfos no tienen poderes especiales? Algo que logre matar a los lobos, como hielo o... ¡Y los cuervos! ¡Con esas alas...!

— Si lo que querías era a alguien capaz de dejar a los lobos como estatuas de hielo, hubieras buscado a un hijo de Invierno— la interrumpió Deucalion —. Además lo que tienes aquí es a un cuervo que no puede volar.

— Y a un elfo cuyo poder mágico es ser un imbécil — añadió Alexander.

El aludido se encogió de hombros. Jamás había demostrado tener un poder mágico en especial, sólo la magia común. Por lo que Alexander sabía, los elfos sí tenían una especialidad, pero Deucalion simplemente se negaba a usarla o explicarla. A estas alturas, Alexander ya no insistía en el asunto, así como Deucalion tampoco le preguntaba por las alas.

— Los cuervos sí que tienen magia especial. ¿No se supone que son capaces de usar la magia de Noche? Son sus descendientes.

— Todos los cuervos tienen la magia de Noche, pero muy pocos van a ser capaces de controlarla durante su vida — respondió Alexander, repitiendo las palabras que su abuela le había dicho, hace muchos años, en lo que casi parecía una vida pasada—. Yo nunca he hecho magia como esa. Además, no quieres que lo haga. La magia de Noche es magia negra; destrucción, maldiciones y muerte. No quieres algo así.

No es que Alexander le tuviera miedo a la magia negra. Todos los cuervos la tenían, era absurdo temerle; pero eso no significaba que no la respetara. Noche era una de los cuatro primigenios, creadora de la raza de los hombres cuervo y madre de muchos de los dioses-demonio; todo lo que estaba relacionado a ella era peligroso.

Sus palabras, de todas formas, parecieron matar el ánimo del lugar. "Maldito elfo avaricioso" Alexander respiró hondo, tomó a su amigo por los hombros y se aseguró de que lo mirara a los ojos.

— Sabes muy bien que es un suicidio, ¿verdad?

— Lo sé, Cuervo.

— ¿Entonces por qué es tan importante?

Deucalion se quitó las manos de los hombros, pero no lo soltó. Alexander se quedó mirando sus manos; grandes, con garras, casi monstruosas y más similares a las de un ave que a las de un humano, siendo sujetas por las delgadas y finas manos de Deucalion, completamente distintas y elegantes a comparación. Y repentinamente sintió calor.

— Porque quizá esto sea lo que hemos estado buscando durante tanto tiempo. Piénsalo, Cuervo, seremos ricos. Podríamos llegar a conocer reyes.

Alexander se apartó con brusquedad.

— Muy bien. Pero si muero ten por seguro que volveré del infierno para arrastrarte conmigo.

Tan sólo obtuvo una risa por respuesta, pero fue suficiente. Ya estaba decidido, irían.

A Deucalion le dieron una espada de plata mientras que a Alexander una daga, puesto que a él no le gustaban especialmente las armas. Normalmente sus garras eran suficientes, reconocía que esta vez sería necesario llevar algo más.

Por supuesto que el elfo se encargó de hacer parecer que era alguna clase de salvador enviado por los dioses, prometiendole a todos los pobladores que se iba a hacer cargo él y su "valiente compañero" de los terribles hombres lobo que los acosaban. Era su forma de hacer que se entusiasmaran y al final le dieran más dinero.

Alexander ya ni siquiera se molestó en tirar por tierra todas las fantasias que estaba sembrando. Tan sólo le dijo a la gente que Deucalion estaba medio mal de la cabeza, pero que hacía su mejor esfuerzo.

Se marcharon al día siguiente.

Claro que Alexander no dejó asomar su nerviosismo ni un poquito, pero tenía que admitir que muy en lo profundo le daba miedo y sospechaba que a Deucalion también le asustaba. Intentaba esconderlo porque ése reto quizá era la llave para algo más grande. Siempre supo a qué clase de cosas se enfrentaba, pero tener algo tan grande, peligroso y palpable quizá le ponía las cosas en perspectiva.

Era de noche cuando lograron dar con el asentamiento de los bandidos. Durante todo el día estavo nublado: grandes y oscuras nubes de tormenta se venían aproximando desde la mañana y ahora, juzgar por los truenos distantes no tardaría en llover.

Posiblemente en algún momento fue la casa de algún hacendado; el edificio de tres pisos probablemente tuvo un aspecto muy delicado y elegante en algún momento, pero la habían adaptado para sus fines, pues la rodeaban fuertes paredes de troncos. En la entrada, ante las fuertes puertas de madera, había un par de cuerpos colgados a modo de advertencia.

— No podemos deshacernos hoy de los lobos — decidió Deucalion, quien al parecer finalmente pensaba con claridad —. Si matamos a un par hoy, perfecto. Pero no podemos con todos.

— Hay que buscar si Maretta sigue viva — coincidió Alexander —. Pero después hay que irnos. Ya pelearemos contra ellos si vuelven a acercarse al pueblo.

— Ve tú por ella. Tienes más facilidad de movimiento que yo— indicó Deucalion—. Los vamos a distraer aquí. Espero que no estén todos.

Alexander no estaba seguro de que esa facilidad de movimiento fuera a funcionar dentro de una casa, pero asintió de todas formas. Mientras escuchaba a Deucalion gritarle a los bandidos ("¡Mi nombre es Deucalion Durvasula y he venido para detenerlos de una vez por todas, bastardos de mierda! ¡Vengan a enfrentarme! ¡Los mataré uno por uno y colgaré sus cabezas afuera de cada casa!") se dirigió a un costado y subió. Mientras tanto, las provocaciones de Deucalion se iban haciendo más audaces y no pasó mucho tiempo para que escuchara el suave susurro de las espadas de plata ser desenvainadas.

La casa estaba en pésimas condiciones y olía todavía peor que afuera. La mitad de las ventanas estaban rotas, la pintura caída y la madera del interior estaba mohosa en su mayoría. Pese a que probablemente no había mucha actividad en ese lado de la casa, Alexander avanzó con cuidado, haciendo todo lo posible por permanecer en silencio pese a que muchas de las tablas rechinaban bajo su peso. Atento a cualquier ruido, fue revisando muchas de las habitaciones, en su mayoría abiertas y todas tan descuidadas como el resto del lugar. Muchas estaban vacías, otras eran obviamente las habitaciones de los lobos y otras simplemente almacenaban basura.

Ya en el segundo piso se encontró con la primera puerta cerrada. Cuando intentó abrirla y descubrió que estaba cerrada con llave estuvo a punto de dejarla hasta el último, cuándo se percató del pequeño sollozo que provenía del otro lado de la puerta. Bastaron un par de patadas para que el pomo de la puerta cediera y dejara ver en el interior a una chica.

Por un segundo se miraron, ella prácticamente estaba en una esquina de la puerta, temerosa del loco que había roto la puerta. Obviamente la habían golpeado.

— ¿Maretta? — preguntó Alexander con calma, agachándose para que sus alas cupieran por el marco de la puerta. Ella retrocedió cuando se acercó —. No te preocupes. Vine por ti, tu mamá me envía.

— ¿Quién eres tú? — preguntó ella a su vez, sin moverse todavía.

— Soy Cuervo — replicó, impaciente. Podía escuchar los crujidos de la madera, probablemente alguno había escuchado los golpes que le había dado a la puerta. Decididamente no tenía tiempo para delicadeza, así que tomó a Maretta de la muñeca y la empujó fuera del cuarto al pasillo —. Y si no me lo pones más difícil te voy a sacar de aquí.

El primer plan fue salir por donde había entrado, pero cuando se dirigieron a las escaleras se encontraron cara a cara con uno de los bandidos. Antes de que alguno de ellos reaccionara, Alexander volvió a jalar a Maretta y él mismo se puso entre la chica y el hombre lobo.

— ¡Corre! — le gritó a la chica —. ¡Ve al tercer piso!

El hombre lobo intentó esquivar a Alexander para atrapar a la chica, pero el cuervo se lo impidió. Odiaba los espacios reducidos y los odiaba todavía más para pelear, pero eso no le impidió sacar la daga de plata al mismo tiempo que el bandido empezara a asumir la monstruosa forma de un lobo antropomórfico.

Sabiendo que al cuervo le estorbaban sus enormes alas, el lobo atacó primero; una mordida dirigida a su brazo que casi lo hizo tropezar. Alexander respondió con un tajo que el bandido esquivó fácilmente agachándose; un error considerando que la daga no era la única arma del cuervo: con la otra mano rasguñó y le arrancó un ojo a su oponente.

— ¡Buscate otro cuervo! — le gritó Alexander, dándose la vuelta para encontrar a Maretta en el ático.

En el tercer piso sólo había una ventana, misma que la chica ya se había adelantado en abrir y atravesar; ahora se encontraba en equilibrio sobre las tejas de barro, sujetándose con fuerza al marco de la ventana.

— Vamos a saltar desde aquí para atravesar el muro de troncos— le dijo Alexander, saliendo de la ventana. Afuera, el viento soplaba y los truenos empezaban a tomar fuerza —. No podemos salir caminando con todos aquí.

— ¿No puedes volar hasta el pueblo?— gritó ella—. ¡Eh, tienes sangre en la mano!

— La sangre no es mía. Y no puedo volar, punto — replicó Alexander—. Te voy a cargar y más vale que te sujetes bien. No voy a poder atraparte si te caes antes.

Ella asintió y cuando Alexander la alzó Maretta le rodeó el cuello con los brazos.

Ahí es donde él vaciló un poco. Desde esa altura no se veía tan lejos el muro, pero sabía que sus alas no podían aguantar su propio peso y mucho menos el de Maretta, por más que la chica fuese delgada. No pretendía volar, pero inclusive planear resultaba difícil. El viento que soplaba lo complicaba más.

Maldita sea. Esto va a doler.

Maretta ahogó un gritó cuando él saltó, con las alas tan extendidas como podía. La derecha, por supuesto, no tuvo problema en atrapar el viento, pero la izquierda empezó a doler al momento de saltar y cedió apenas traspasaron el muro... a casi tres metros del suelo. La pobre chica se llevó la peor parte de la caída, pues mientras que Alexander se golpeó contra el muro, ella cayó sobre su pierna con un sonoro crujido que la hizo gritar.

— ¡Ay! ¡Mi pierna! — se quejó la muchacha—. Duele, duele, duele.

Con dificultad Alexander se puso de pie y se apresuró a llegar hasta ella.

— No pasa nada. Estarás bien — le aseguró a la chica. Le pasó una mano por el rostro, en lo que pretendía ser un gesto de ánimo y la tomó en brazos nuevamente, escuchando los gritos lejanos. Esperaba que Deucalion no los hubiera hecho enfadar demasiado.

De cualquier forma, si bien no los notaron en un comienzo, los bandidos no tardaron en darse cuenta de que todo el teatro del elfo no había sido más que una distracción del verdadero objetivo; Maretta. Quizá uno volvió a la casona y el lobo tuerto les contó lo ocurrido.

Apenas minutos más tarde, la tormenta se había desatado y con la chica en los brazos, era Alexander quien encabezaba la marcha, saltando por metros ayudándose de las alas. El ruido de la lluvia se mezclaba con los aullidos de los lobos y los pasos de sus compañeros sobre los charcos de lodo, mientras que el agua apenas los dejaba ver más allá de unos pocos metros por delante. Probablemente tendrían que cruzar un río o encontrar algún árbol muy alto si querían perder a la manada enfurecida, porque sencillamente corriendo no llegarían muy lejos.

Alexander buscaba algún árbol apropiado para dejar a la chica cuando escuchó un grito que lo hizo detenerse de inmediato. Se dio la vuelta sólo para observar con horror como uno de los lobos arrastraba a Deucalion, con los dientes enterrados en su pierna. Un par de chicos se habían rezagado para ayudarlo, pero otros tantos tenían bastante en claro que el objetivo era huir de ahí con vida. Alexander dejó a la chica en brazos de uno de estos últimos y sin siquiera pensarlo, corrió hacia los lobos.

Más preocupado por Deucalion que por las consecuencias e ignorando el dolor que aparecía cada vez que intentaba volar, Alexander estiró las alas, se alzó por encima de Deucalion y se dejó caer contra el lobo.

Plumas y pelaje cayeron cuesta abajo por el camino, y durante un breve instante sólo fueron ellos dos, plumas y garras contra pelaje y colmillos; un lobo que intentaba morder aún estando cayendo sin control, y el cuervo lleno de furia que apartaba el hocico rabioso.

Una vez en terreno llano el cuervo saltó sobre el lomo del otro animal, de la misma manera en la que un león cazaría a un ñu, y sin esperar a la manada que estaba a poco de alcanzarlos, atacó. Ni siquiera usó la daga para matar al lobo, todo lo que necesitó fueron las garras, que se clavaron en el cuello y desgarraron la piel del hombre lobo, prácticamente arrancando la carne. Y lo hacía con la misma facilidad con la que alguien mueve la tierra a un lado con las manos, añadiendo la ira ciega de un animal, hasta que del lobo no quedó más que un manojo de carne, huesos y piel sangrienta.

La manada, sabiendo la facilidad con la que el cuervo había destrozado a su compañero, pero todavía demasiado furiosos como para retirarse, caminaron lentamente, dándose tiempo entre sí para rodear a Alexander y alcanzar a Deucalion cuesta arriba, quien permanecía inconsciente. Alexander no les dio el gusto de acercarse demasiado a su amigo, pues corrió inmediatamente de vuelta y tomó la espada del elfo, deteniéndose un segundo para comprobar su estado; su frente sangraba, probablemente se habría golpeado cuando el lobo lo atrapó. No iba a levantarse pronto.

Alexander no sabía usar la espada, pero eso no fue impedimento para que la blandiera a un lado y otro, con tajos ciegos cada vez que un lobo intentaba acercarse demasiado.

— ¡Aléjense! — gritó, con la voz ronca por el esfuerzo, la furia, el miedo y la desesperación, al mismo tiempo que trazaba un tajo en el aire contra uno de los bandidos que se le acercó demasiado—. ¡Váyanse ahora mismo!

Su endeble defensa no resistió mucho, pues uno de ellos logró esquivar la espada; se adelantó, lo golpeó en la cara y le quitó el arma de las manos.

Entonces pasó algo muy extraño.

El mundo alrededor de ellos pareció perder todo rastro de vida, pues incluso la lluvia se detuvo y no hubo relámpagos ni luces en las lámparas de aceite. En el mundo tan sólo quedaba la enorme silueta alada de Alexander, casi como la sombra de un demonio. Y es un error afirmar que aunque el mundo estaba muerto el silencio era absoluto. Al principio el sonido fue tenue, demasiado bajo para ser percibido, pero pronto se transformó; chillidos y gritos inhumanos que salían del suelo, como si una grieta al infierno se hubiera abierto y los demonios lucharan por salir. No es eso lo que finalmente convenció a los lobos de que se habían metido con el cuervo equivocado; lo que los hizo retroceder aterrorizados fue ser testigos de cómo la masa sangrienta que alguna vez fue un hombre lobo se levantó, allí bajo la colina, con piel, carne y huesos colgantes, subió con un paso tambaleante y cuando los tuvo al alcance, atacó.

No se vio mucho de lo que sucedió, y los que estuvieron ahí contaron cosas distintas de lo que pasó entonces; uno contó que las sombras envolvieron a los lobos, los hundieron en el suelo (en la grieta al infierno) y desaparecieron. Otro afirmó que los lobos empezaron a luchar entre sí hasta matarse. Un tercero dijo que fue el mismo Cuervo, convertido en un demonio atroz, quién los mató a todos sólo con sus garras.

Sea a quien sea que escuches, el resultado es el mismo; ni un solo lobo sobrevivió esa noche.

Tan pronto como los animales desaparecieron volvió la vida al mundo; la lluvia se reanudó junto a sus relámpagos y la luz de las lámparas regresó a brillar con alegría, el lobo muerto siguió muerto y ya no hubo aullidos en el viento. Mientras Alexander levantaba a su mejor amigo del suelo, los testigos de la magia del cuervo se miraron entre ellos y supieron que no era al elfo a quien debían temer.

Lo más parecido a un médico que tenían en el pequeño pueblo era a una boticaria. Para cuando regresaron al pueblo Deucalion ya estaba despierto, pero estaba tan mareado por el golpe en la cabeza que Alexander lo llevó en brazos durante todo el camino. Después de revisar la pierna rota de Maretta, la boticaria se ocupó de la mordida de Deucalion y del golpe. Le vendó las heridas y dijo que debería descansar tanto física como mentalmente ("Mamá siempre decía que después de un golpe en la cabeza no debes de pensar demasiado") y con eso los dejó irse.

Dos días después, llegó la fiebre.

Durante ese pequeño transcurso de tiempo, Alexander creyó que ya no tenía nada que temer. Siendo sensato por una vez, Deucalion obedeció las instrucciones de la boticaria y se limitó a pasear por la taberna, escuchar las conversaciones ajenas y dormir.

Cuando comenzó la fiebre, el elfo insistió que no era nada y al principio Alexander le creyó. Pero al día siguiente la fiebre había empeorado y Deucalion no despertaba.

No es la maldición de los hombres lobo o el golpe en la cabeza lo que provocaba la fiebre, le aseguró la boticaria, sino una infección en la pierna herida. Si ahora que había tratado la herida no lucía peor al día siguiente, entonces podía esperar que se recuperase. Si por el contrario, la piel se ponía roja e inflamada otra vez, tendría que empezar a buscar un lugar digno de los restos de Deucalion.

Era muy poca la gente en Éter que practicaba la magia de la sanación, no tardó en descubrir Alexander; la mayoría se encontraban en las capitales, sirviendo a los reyes y a los nobles de alta cuna. No era tan difícil de aprender, pero era difícil encontrar maestro porque así se aseguraban la buena vida.

Por lo que a Alexander no le quedó más remedio que quedarse en un cuarto de la taberna y dejar a Deucalion sobre la cama.

La boticaria tan sólo le ofreció los remedios que conocía y le enseñó a cambiar el vendaje de vez en cuando. "Una vez hecho eso" dijo la mujer "No hay mucho que podamos hacer aparte de rezar"

Y es lo que Alexander hizo la mayor parte del tiempo. No le gustaba estar en espacios encerrados, así que la mayor parte del día esperó, sentado afuera junto a la ventana, atento a cualquier ruido del interior. Regresaba al interior del cuarto, le cambiaba el vendaje, salía para conseguir comida y volvía a esperar nuevamente. Durante la noche apenas dormía, en una de las vigas del cuarto, porque la fiebre podría regresar mientras esté dormido. A veces pasaba, y Deucalion murmuraba y se removía en sueños, con pesadillas febriles y casi siempre duraba horas y la frustración inundaba a Alexander porque no podía hacer nada más aparte de intentar bajar la fiebre con paños húmedos. Y ésa rutina se repitió. Y se repitió. Se sentía como una eternidad, cada día el amanecer iluminaba el cielo y Alexander no tenía forma de saber si la fiebre volvería o no, o si la herida volvería a inflamarse ni si Deucalion despertaría finalmente.

La boticaria tenía razón. Sólo quedaba rezar.

Alexander nunca fue un hombre devoto. Sabía que a los dioses había que tenerle respeto, pero más allá de no insultarlos, jamás se preocupó por ellos. Esa vez, sin embargo, rezó. Admitió que rezaba por razones egoístas, y que probablemente nunca más lo volvería a hacer, pero de todas formas rezó. Para que su amigo viviera, para que se recuperase. Para no perderlo.

Sin Deucalion Alexander no tenía lugar a donde ir. Deucalion es su lugar a donde ir. Son un equipo, y lo han sido durante los últimos dos años.

"Por favor" rezaba Alexander, frente a la veladora del pequeño templo del pueblo "Sin Deucalion no tendría nada. No me quedaría nada. Por favor, no quiero volver al bosque"

Tuvo que transcurrir alrededor de una semana para que finalmente Deucalion despertara. Abrió los ojos y observó el techo de madera, con un montón de plumas negras en una esquina. Sentía la boca seca y una extraña sensación en la cabeza, su pierna tenía un dolor que no era fuerte, pero sí constante. Intentó recordar lo último sucedido; sabía que estuvo enfermo aunque no por cuánto tiempo, y realmente lo único que tenía claro era la noche lluviosa con los hombres lobo. Había fragmentos de conversaciones y sensaciones frías, pero nada más.

Sentándose en la cama, soltó un suspiro cuando todos sus huesos crujieron. Tuvo que apoyar las manos en el colchón pues a pesar de que no se movió rápidamente sintió que el mundo le daba vueltas.

— ¿Cuervo? — preguntó al aire, sorprendiéndose de lo ronca que sonaba su voz.

Oyó el susurro de las plumas moverse y miró en la dirección de su amigo.

— Alexander — dijo el cuervo, bajando con cuidado de las vigas del techo.

— ¿Qué? — preguntó Deucalion, apenas asimilando lo que hay a su alrededor. Se revisó con cuidado el vendaje y la herida que finalmente empezaba a cicatrizar, ahora que la infección había desaparecido. Finalmente, el elfo volvió la vista hacia el cuervo y sólo pudo pensar en que tenía más ojeras de lo que recordaba.

— Mi nombre es Alexander.

Deucalion se tomó un segundo para asimilarlo, para reflexionar acerca de lo que esas palabras significaban en Alexander. Se miró la pierna, con la sensación extraña en su piel gracias a la enfermedad y regresó la vista a las ojeras del cuervo. Se puso de pie con cuidado y avanzó un paso. Tropezó, pero los brazos de Alexander lo sujetaron antes de que cayera.

— Una vez dijiste que sólo tus amigos tenían el derecho de conocer tu nombre — dijo Deucalion, sonriendo débilmente.

— Eso sigue siendo cierto — respondió Alexander.

Permanecieron incómodamente de pie, uno cerca del otro, hasta que Deucalion abrazó con fuerza a Alexander y éste no lo apartó. La habitación estaba en silencio, pero ninguno necesitaba hablar.

A pesar de que Deucalion tenía mucha curiosidad por los últimos días, no preguntó nada más aparte de cuánto tiempo estuvo enfermo. Alexander sólo le dijo que estuvo enfermo unos días y que la boticaria le atendió la herida en primer lugar. Conociendo al cuervo, seguramente se negaría a decir nada más si es que las sospechas de Deucalion estaban en lo correcto. Después de todo, Alexander era un tipo tan orgulloso como perezoso. Deucalion lo conocía lo suficiente como para saber que si no durmió por cuidar de él, es algo que el cuervo jamás le dirá.

— Todavía hablan de ti — le dijo, noches después de despertar. Todavía no era lo suficientemente fuerte para moverse o para asistir a la fiesta prometida, pero honestamente esperaba poder irse pronto. Hoy observaba a uno de los hombres que los acompañaron con los lobos beber y contar historias sobre lobos muertos. Deucalion no oía exactamente lo que decían, pero de vez en cuando el hombre los miraba.

— No me importa lo que la gente pueda decir. No me harán nada, de todos modos — respondió Alexander, observando a la multitud, sabiendo que muchos hablaban de él—. Y no te deberías preocupar por mí.

— ¿Entonces por quién?

— Sabes tan bien como yo que esos no eran lobos ordinarios. Eran hombres lobo, Deucalion. Y uno de ellos te mordió.

— Puedo vivir con alergia a la plata. Además, no es que eso vaya a ser un obstáculo para mi. He pensado mucho en lo útil que sería un malvado y poderoso hombre lobo. ¡Será más fácil pelear!

Alexander decidió no insistir más.

— Maretta no me hace caso — se quejó entonces Deucalion, también dejando de lado el tema, arrancándole una sonrisa a su amigo.

— Eso debe de ser algo nuevo para ti — contestó Alexander, riéndose —. ¿Cuándo fue la última vez que alguien te rechazó?

Deucalion suspiró con dramatismo.

— ¡Está encantada contigo! "No te quiero a ti. ¡Cuervo es mi héroe!" — exclamó Deucalion, imitando el acento de la chica —. ¡Es absurdo! Si hablamos de chicas, tienes los modales de una vaca y la delicadeza de un huracán ¿Cómo es que le gustas? Además, nunca te han interesado las mujeres ¿Siquiera te gustan?

— Maretta tiene mala suerte. No, no me gustan las chicas.

— ¿Oh? ¿Entonces miras para el otro lado? —. Deucalion no parecía estar particularmente sorprendido por esa declaración— Vamos, estoy seguro que a alguien por aquí le va a gustar tu bonita cara. Incluso tú puedes conquistar a alguien.

Deucalion tomó un trago de su bebida, empezando a escudriñar por la taberna en busca de alguna potencial pareja para su amigo, mientras que Alexander sólo lo miraba a él.

Y sin embargo, ninguno de los dos se dió cuenta. 

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