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Donde Conocen a un Ángel


Cuando llegaron al final del camino, se encontraron con los límites del bosque. Deucalion había tenido razón al suponer que quizá lo que el bosque había querido era que hablara con Alexander; ese no era el pueblo del lago.

Alexander ni siquiera vaciló cuando se encontraron en el límite, pero sí se volvió a mirar al bosque. No estaba asustado de dejar definitivamente el bosque, ni tampoco estaba nervioso. Era otra emoción... que le daba ganas de reír y gritar al aire de sólo pensar que ahora podría hacer cualquier cosa... y que ya no tenía ninguna razón para seguir escuchando burlas sobre él. Se sentía eufórico. Jamás volvería. Ni siquiera en el fin del mundo. Estaba seguro de ello.


Después de caminar sin rumbo llegaron a un pequeño pueblo del camino, donde decidieron pasar la noche en una posada; Deucalion tenía oro consigo, y fue suficiente para que les dejaran una habitación. A la propietaria del lugar no pareció importarle mucho tener un híbrido y un elfo en su establecimiento pues, como pudieron comprobar cuando se sentaron a cenar, no eran los únicos viajeros por ahí. Entre los más notables estaba un cambiaformas, cuyo cabello rojo estaba casi al rape. Había un vampiro, reconocible por los caninos inusualmente largos para alguien que no era un híbrido. También había un descendiente de dragón, cuyos ojos de serpiente parecían querer mirarlo todo.

A pesar de ellos, era un hombre alado lo que tenía toda la atención de los dos. No era un tipo cualquiera, eso era obvio; de unos veinte años, quizá, el hombre tenía una armadura negra, con una espada de igual color. Sus alas tenían plumas que eran de distintas tonalidades de plata, algunas más oscuras que otras. No tenía las patas de ave (usaba botas, Alexander le aseguró a Deucalion que sería muy incómodo usar esas cosas) y en sus manos no había garras, así que no podía ser un híbrido. Además de sus alas, la otra cosa en él que llamaba la atención eran sus ojos. No como los de Deucalion; alargados y en forma de almendra. No, era por el color. Los ojos de del hombre alado eran, igual que sus alas, plateados. Verde era un color común, en comparación a los anaranjados, más comunes en los híbridos. Incluso el violeta se veía de vez en cuando. Pero plateados...

Desde que habían notado ese detalle, Deucalion y Alexander no habían dejado de discutir al respecto, sentados en una mesa de la taberna, ni siquiera demasiado alejados del hombre.

— Es un fantasma— le susurró uno al otro.

— No es un fantasma.

— Pues tiene ojos de fantasma.

— Estoy completamente seguro de que tú nunca has visto un fantasma.

— ¿Y tú has visto alguno?

— Por supuesto que no.

Aparentemente sintiéndose observado, el hombre alado miró a su alrededor. Había estado hablando con una mesera, y ésta pareció decepcionada de que el hombre se distrajera tan rápidamente. Deucalion y Alexander, por su parte, miraron hacia otro lado fingiendo admirar la pared, pero incluso si el hombre no hubiera percibido el movimiento, por sí mismo un chico cuervo llamaba la atención. Se disculpó con la mesera y se acercó a los dos.

— Si disculpan mi curiosidad, ¿qué hace un cuervo fuera del bosque? — Preguntó, colocándose enfrente de su mesa, llevaba consigo una jarra de cerveza que apenas había probado. En ese momento Alexander decidió que no podía ser un híbrido. El tono de su voz y su forma de andar le recordaban más al rey que una vez había conocido que a cualquier otro cuervo que hubiera conocido —. No es común ver a tu raza por aquí. Y este... ¿es un elfo?

— ¿Qué se supone que es usted? Pensé que era una clase de cuervo, pero me faltan algunos detalles — preguntó Alexander, evitando la pregunta. Además de que no tenía punto seguir fingiendo demencia—. Y los ojos son más extraños que los de Deucalion.

— Parece que me está mirando el alma — apuntó Deucalion y Alexander asintió.

— Soy un ángel — aclaró el hombre, pasando la vista entre uno y otro, quizá dándose cuenta de la pareja poco usual que eran—. Supongo que tampoco es común ver a mi raza por aquí. ¿Puedo saber sus nombres?

— Este es Deucalion, yo soy Cuervo.

— ¿Un cuervo que se llama Cuervo?

— Lo sé, es divertido — respondió Deucalion, riendo —. ¿Seguro que eres un ángel? Pensé que eran más... interesantes. Las alas, quiero decir. ¡He escuchado de plumas hechas de agua! Las tuyas parecen de ave y ya. Sin ánimo de ofender, Cuervo.

— ¿Qué tanto has escuchado acerca de los ángeles? — preguntó el hombre, riendo, pero sin negar nada.

Deucalion se encogió de hombros, removiendo con la cuchara su cuenco de sopa. Alexander también estaba comiendo, pero no parecía tener menor interés en la cuchara.

— Que viven muchísimo tiempo. Y que las plumas de sus alas pueden variar dependiendo de cuál astro vienen — respondió Alexander, mirando al ángel con los ojos entrecerrados, como si no estuviera del todo convencido con este hombre que tenía al frente—. Plumas de agua, de oscuridad o de colores. Nunca escuché de simples plumas grises.

— Duele un poco ¿sabes? — lo reprendió el ángel, aunque no parecía en absoluto herido u ofendido. Todo lo contrario, dio un trago de la cerveza —. Soy Mstislav. Un gusto.

Era obvio que el hombre no tenía intención de marcharse pronto, de hecho, parecía tan curioso de los dos chicos como ellos de él, por lo que dejó su jarra de cerveza en la mesa y se sentó frente a ellos. Cómo si aquello hubiera sido una invitación, Deucalion y Alexander se miraron brevemente, decididos a satisfacer toda la curiosidad.

— ¿Y cuántos años tiene? He oído que los ángeles viven mucho más que la mayoría de los mortales y se quedan jóvenes durante mucho tiempo.

— ¿Es cierto que sus plumas sirven para la fuente de la juventud?

— ¿La fuente de la juventud funciona en los ángeles?

— Si funciona en los ángeles entonces también funciona en las sirenas.

El ángel sonrió con cierta confusión, obviamente sin estar acostumbrado a tratar con personas tan jóvenes, pero no parecía molestarle precisamente. Todo lo contrario, parecía serle divertido que le hicieran tantas preguntas, a pesar de que no se molestó en responder todas.

— No soy tan viejo, tengo la edad de la que me veo — dijo Mstislav.

— Eso significa que si se ve como de veinte años... ¿es porque tiene veinte años? — preguntó Alexander.

El ángel asintió y Deucalion suspiró con dramatismo.

— Me siento estafado. Tanto tiempo escuchando sobre ángeles centenarios y aparece uno de veinte años.

Las quejas de Deucalion sólo hicieron reír al ángel.

— ¿Qué? ¿No han terminado de molestarme? — exclamó éste alegremente, fingiendo que estaba dolido —. Además, Deucalion, casi puedo decir lo mismo de ti. Un elfo cuya raza no se ha visto en siglos y el primero que veo tiene... ¿Qué? ¿Trece años?

— ¡Tengo quince!

— Y ni siquiera es uno muy amenazante — observó Mstislav, alzando una ceja—. El cuervo, por otro lado...

Alexander ya estaba riéndose de la burla de Mstislav y obviamente la indignación de Deucalion sólo le hizo aún más gracia. El elfo, como cualquier otro joven, definitivamente quería ser mayor de lo que en realidad era. En comparación al ángel, que era como un mar en calma, Deucalion estaba visiblemente ofendido con ser confundido con alguien menor.

— ¡Soy lo suficientemente amenazante! — Alegó Deucalion y agitó su arco en el aire—. ¡Soy el mejor arquero del mundo! ¡Y si supiera usar espadas, te vencería en un duelo! ¡Cuervo! Si dejas de reírte te lo agradeceré muchísimo.

Pero aquello sólo hizo reír más a Alexander, y Mstislav no tardó en unirse también. Aunque Deucalion intentó protestar, diciendo que sólo le estaban subestimando, no tuvo punto, pues sólo provocaba más risas. Finalmente se rindió y decidió que si no podía contra el enemigo, se uniría a él, y terminó tomando cerveza y uniéndose al buen humor de la noche. El ángel les contó que estaba ahí de paso, y a su vez, Deucalion habló al hombre de su propósito de convertirse en un aventurero. Alexander se contentaba con que Deucalion hablase por él y es algo que éste hizo de buena gana la mayor parte de la noche.






Al día siguiente, el pueblo estaba en una agitación, notable en comparación al día anterior. Deucalion, que no estaba acostumbrado a beber alcohol, se quejó toda la mañana del dolor de cabeza, que pareció olvidársele en cuanto volvieron a encontrarse con el hombre alado. Mstislav hablaba con una mujer, a cargo de unos establos que parecían dañados. Cuando los dos se acercaron al ángel, la conversación ya había acabado.

— Un monstruo atacó sus establos anoche — les explicó Mstislav—. No hay muchos soldados en el pueblo y los que hay estarán ocupados con la fiesta de Invierno, viendo que los ladrones no intenten aprovecharse de la situación. Me ha pedido que le ayude.

— ¿Y sabes qué monstruo ha sido? — preguntó Alexander, acercándose a mirar las marcas de garras en la madera.

— Bah, sólo ha sido un tigre de las nieves. Me preocuparía si fuera un grifo o algo así. ¿Por qué no vienen conmigo?

— ¿A cazar un tigre?

El ángel le sonrió a Deucalion, quien compartía el interés de Alexander en la marca de garras; ya que era del sur, probablemente no había visto esa clase de animales en su vida.

— Dijiste que querías tener aventuras. Pues ser un cazarrecompensas te dará muchísimo dinero... y mucho que ver. Si quieres serlo, cazar un tigre es un buen lugar para empezar.

— ¿Qué se supone que hace un cazarrecompensas?

Mstislav se encogió de hombros.

— ¿Hacer cualquier cosa por la que la gente esté dispuesta a pagar? —. El ángel se encogió de hombros—. Por aquí estarán agradecidos de deshacerse de los animales salvajes, pero seguro en las ciudades más grandes habrá quien quiera tesoros... pero no esté dispuesto a buscarlos por su cuenta. Suena como algo que tú quieres hacer.

— ¿Eres un cazarrecompensas? — preguntó entonces Alexander.

No. Sólo estoy de paso, y ella me pidió ayuda. Me quedaré hasta la fiesta y después me iré.

Era evidente que el asunto le interesaba a Deucalion pero, a pesar de todo lo que había dicho, seguía reacio a proceder. A lo que había conocido sobre el elfo, Alexander pensaba que iba a apuntarse e intentar dirigir el camino, pero no fue así. En realidad, parecía incómodo.

— Sí. Pero... enséñame a utilizar la espada — dijo Deucalion finalmente, a lo que Mstislav alzó una ceja, sin esperar tal condición.

— Anoche dijiste que eras un excelente arquero.

— Los elfos del bosque son excelentes arqueros — respondió Deucalion, alzando la cabeza—. Yo soy Deucalion Durvasula y no quiero ser como esos idiotas.




Nadie sabía exactamente cuándo se celebraría la fiesta de Invierno, pues nunca era una fecha exacta; la fiesta de Invierno empezaba con la primera nevada del año y nadie era capaz de predecir eso. Por ahora, suponían que sería hasta la próxima semana, así que Deucalion tuvo tiempo de aprender a utilizar la espada.

El mismo Mstislav, cuando Alexander le preguntó al respecto, dijo que les ayudaba porque no tenía mucho que hacer; mientras el tigre no regresara pronto a atacar los establos estaría bien. Además, faltaba poco para la fiesta y hasta entonces no tendría mucho por hacer. Deucalion, por su parte, demostró ser rápido para aprender. No tardó en aprender a sostener la espada correctamente (la cual consiguió, convenciendo al herrero del pueblo de que le llevaría la piel del tigre de las nieves, una vez que lo haya cazado), pero de todas formas Mstislav le dijo que no debería usarla contra el tigre de las nieves o sería un suicidio. Pero que sabiendo eso, y practicando cada día, pronto sería capaz de enfrentarse a un tigre y más.

Por lo que, a pesar de toda su molestia, Deucalion tuvo que cazar al tigre con el arco. No era la primera vez que Deucalion cazaba un animal en el bosque, afirmó, y que buscar al tigre sería sencillo. Como a Alexander jamás le habían enseñado nada sobre cacería (por sus alas, obviamente), decidió que no quería arruinar esto y se quedó en el pueblo. Sabía que tarde o temprano tendría que aprender a cazar si quería acompañar a Deucalion, pero éste pequeño encargo era más importante para Deucalion que para el cuervo, y no se iba a dar el lujo de arruinarlo. Cazando al tigre, Deucalion podría demostrar más adelante que era competente para esa clase de encargos.

Así que mientras Mstislav y Deucalion se adentraban en el bosque, Alexander se quedó en el pueblo. Todos parecían estar ocupados, con las decoraciones y la comida, yendo de un lado a otro. El primer día, Alexander se contentó con observarles desde el tejado de la posada donde anteriormente se había quedado con Deucalion. Pero al segundo día ya se aburría, y sabía que Deucalion tardaría como mínimo otro día más en regresar, por lo que decidió hablar con la gente.

El pueblo estaba lo suficientemente cerca del Bosque de los Altos árboles como para que muchos conocieran la mala fama de la gente cuervo; muchos se divertían de asaltar a los viajeros e incluso el mismo Alexander había empezado a robarles antes de irse. Por lo tanto, muchas personas incluso llegaron a ocultar sus cosas de valor que estuvieran a la vista. No es que eso le afectara a Alexander, era una fama que su gente se había ganado a pulso. Siempre que nadie mencionara su ala torcida, no tenía por qué enfadarse. Y nadie lo mencionó.

Pero una vez que estuvo claro que Alexander no tenía intención alguna de robarles (o al menos, les tranquilizó el hecho de que no intentara hacerlo), estuvieron un poco más abiertos a hablar con él. La mayoría simplemente parloteaba sobre la fiesta, las cosas que le faltaban por cocinar o lo preocupado que estaba de que su hija bailara con algún extraño con malas intenciones. Otros tantos le pedían que ayudara con las decoraciones; aunque Alexander no podía volar, sí era lo suficientemente alto como para servir en tal tarea. Además, no tenía problema en subirse a los techos. A cambio, le regalaban dulces que no estaban lo suficientemente bonitos para la fiesta.

Deucalion regresó, triunfante, el mismo día que comenzaría a nevar, aunque no era consciente de ello. Estaba sucio, pero parecía eufórico, y, llevando a cuestas la piel del tigre, le comenzó a contar a Alexander lo que había sucedido; habían tardado casi cuatro días en dar con el animal, y cuando lo lograron estuvo a punto de alcanzar a Mstislav, pero justo entonces Deucalion le había acertado con una flecha y...

Bueno, el herrero estuvo feliz de recibir la piel prometida y la dueña de los establos le pagó de buena gana todos sus ahorros a Deucalion, ya que Mstislav dijo no necesitar el dinero. Ese día, minutos después de la puesta del sol, empezó a nevar.

La fiesta de Invierno marcaba el inicio de dicha estación, y en celebración a ello, el Señor Divino del frío mandaba una suave nevada ahí donde alcanzaran sus dominios. Pero, acompañando a la nevada, llevaba también una aurora boreal. Era un dios; él podía llevar nieve incluso si el día era despejado y mostrar auroras boreales incluso si estaban demasiado lejos de los polos.

Cuando las luces comenzaron a iluminar el cielo nocturno, Deucalion estaba dentro de la posada.

Fue la nieve lo que le llamó la atención lo suficiente como para salir. Alexander, sabiendo que probablemente Deucalion nunca había visto la nieve, lo esperaba afuera, deseoso de ver su reacción.

— ¿Qué es esto? — le preguntó Deucalion, mirando con sorpresa cómo uno de los copos caía delicadamente sobre la palma de su mano y se derretía por el calor.

— Es nieve — respondió Alexander, mirando la aurora boreal que duraría toda la noche. En el bosque no celebraban el inicio del invierno de la misma manera que fuera de, y de todas formas, ésa no era la primera vez que Alexander veía nieve —. Invierno la manda, junto con las luces, cada vez que su estación empieza.

— Nunca lo había visto — murmuró Deucalion, asombrado. Intentaba atrapar más copos, pero la mayoría se le escapaba fácilmente de entre los dedos.

— Vives demasiado al sur.

Pronto empezó a sonar la música. Violines, principalmente, comenzaron a tocarse, en compañía de algunas flautas. Muchos empezaron a sacar todos los postres que habían preparado los días anteriores, poniéndolos a disposición de cualquiera que quisiera probarlos. Los más jóvenes empezaron a bailar en compañía de la música y, de esa manera, empezó la fiesta de Invierno.

— Vamos — dijo Alexander, empujando a Deucalion hacia los bailarines—. ¿No tienes ganas de celebrar que mataste a ese tigre? Vamos a bailar.

— No sé bailar — respondió Deucalion.

— ¿A quién le importa? Yo tampoco.

Y los dos chicos también se unieron a la fiesta. 




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