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Ignis de Ignis

Escuchando la sugerencia de Ibrahim, Dominick empezó a gestionar sus tutorías en Física, Química y Matemática. Pensando que quizá sería un buen negocio, no dudó en apartar una sala de estudio en la biblioteca del colegio, así impartiría clases de una manera más cómoda. Era la primera vez que visitaba aquel espacio, dado a que nunca había tenido la necesidad de utilizarlo.

La biblioteca era amplia, contaba con una recepción que daba paso a una enorme habitación en donde estantes de libros se abrían paso. Frente a la misma había una pequeña sala con sofás de diversos tonos marrones. 

Pasó a través de un arco que comunicaba la recepción de la biblioteca y los espacios de enriquecimiento cognitivo: una sala común con mesas largas donde se podía estudiar en grupo, una sala de computación; otra cuyas paredes de vidrio permitían ver las divisiones del espacio dentro de ellas, eran salas grupales con pizarra acrílica, mesa rectangular para cinco personas, sillas y portátil. Hacia el oriente habían varios compartimentos donde solo había lugar para una persona, sobre cada puerta rezaba un cartel con la siguiente inscripción: «Sala de Lectura».

Dominick se dirigió a una de las salas grupales. Le sorprendió lo rápido que había corrido la voz de sus clases personalizadas; afuera le esperaban aproximadamente veinte jóvenes de tercero, cuarto y quinto año. Esbozó su peculiar media sonrisa, caminando hacia el salón.

Le fue inevitable escuchar el suspiro de algunas de ellas, mientras pasaba por su lado. Se dio cuenta de que muchas no estaban allí sólo por la necesidad de aprender, sino de tener algún tipo de contacto con él, y eso le hizo sentirse más seguro consigo mismo.

Entró en el espacio, percibiendo a través de la panorámica las canchas deportivas, en donde algunos chicos jugaban voleibol. Colocó su morral en el espaldar de una de las sillas, sacó su libro de Física ubicándose en la Ley Fundamental de la Dinámica. Dio una breve lectura al libro, repasando con el dedo aquellas partes que consideraba claves.

No le llevó más de un minuto hacerlo, por lo que en cuanto se sintió preparado salió a llamar al primer grupo de muchachas a las que enseñaría.

Había planificado enseñar por una hora a cada grupo. Mientras las chicas se acomodaban en el saloncito, aprovechó para escribirle un mensaje a Ibrahim: «Gracias mi pana, te debo una merienda». Recibiendo a los pocos segundos un texto como respuesta: «De nada. Procura que no sea una galleta». 

Lo que le hizo sonreír.

Aidan había marchado con Natalia a su casa. Se mantuvo en silencio todo el camino, con el rostro ligeramente cabizbajo y las mejillas ruborizadas, los mechones rubios que se escapaban del gorro Hipster caían con suavidad sobre sus mejillas.

Natalia no dejó de hablar durante todo el camino, aunque él había dejado de escucharle después de los primeros cinco minutos. Su corazón y su mente se habían quedado en el Salón de Música. Ni la embriagadora esencia de rosas de la joven le atrajo de regreso a la tierra. No podía entender cómo todos sus sentidos se encontraban centrados en Maia.

Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que había pasado de largo frente a su casa. Fueron los gritos de Dafne los que les detuvieron, de haber seguido, Coco, su enemigo mortal, se hubiera interpuesto en su camino.

De cierta forma, le agradeció a su hermana, lo menos que deseaba era toparse con aquel "perro desgraciado".

—¡Hey! ¿Adónde ibas? —le preguntó Dafne, dándole un golpe en el brazo.

—¿Ah? ¡Ah! Iba a por unas papitas —mintió.

—¿Quieres ir a comprar papitas? —le contestó Natalia—. ¿Si quieres te acompañamos?

—¡Nou! No es necesario. Toma. —Le dio el bolso a Dafne—. Dile a mamá que voy a por unas papitas y un dulce para Ibrahim.

—¿Para Ibrahim?— preguntó Dafne—. ¿Desde cuándo le regalas dulces a Ibrahim?

—Estaría asombrado por tu curiosidad si no supiera que tu círculo de amistades es taaaan limitado... En fin, comprarle un dulce a Ibrahim es lo que hago cada vez que pierdo una apuesta. ¡Se llama pagar, hermanita!

—¿Y cuál era la apuesta? —quiso saber Natalia.

Aidan lamentó que fuera tan entrometida, por ese breve instante sus cautivadores ojos azules le parecieron una molestia, pero si había empezado a mentir no iba detenerse a la mitad.

—Ha perdido uno de mis equipos de fútbol. ¿Satisfechas? —preguntó viendo a su hermana, tratando de disimular que el cuestionamiento iba para su invitada.

—No sé porque tendría que estarlo. Nunca he entendido tu relación con Ibrahim. Bien, Naty —le dijo tomándola del brazo—, mi mamá se muere por conocerte. ¡Le he hablado maravillas de ti!

—Sí —contestó la chica siendo arrastrada por Dafne.

La vio entrar en el porche de su casa, dio media vuelta para seguir su camino. Sacó el celular para comunicarle a Ibrahim lo que acababa de pasar. Dafne nunca se quedaba con una respuesta a medias, mucho menos si él continuaba estando bajo la mirada escudriñadora de su madre, por lo que le pidió que mintiera sobre la apuesta, en caso de que su hermana le diese por preguntar.

Se sorprendió al no encontrarse con Coco, quizá por el clima frío le habían dejado encerrado en la casa, aunque se sintió satisfecho al escucharle ladrar.

Las calles de su residencia estaban prácticamente vacías.

En una esquina había una pequeña tienda con vitrinas de vidrio en donde se exhibían diversas masas: profiteroles, tartaletas, milhojas, dulces de leche y de coco, quesillos, gelatinas, brownie. Aidan abrió la puerta, haciendo que la campanilla de viento sonara. 

El ambiente era cálido, agradable a todos los sentidos, los colores y la belleza de la decoración de cada uno de los dulces que reposaban en el mostrador complicaban la elección de uno. Había una suave melodía que embriagaba los oídos, y el aroma simplemente le hacía flotar. Sacó de nuevo el celular.

—¡Hey! ¡Fuego de Ignis!

—¡Mi pequeño sol! ¿Llegaste bien?

—Sí. Espera un momento. —Aidan se ruborizó—. Necesito poner el teléfono en altavoz, estas férulas no me dejan ser. ¿Cómo estás?

—Estoy bien, escogiendo un regalo para ti.

—¿Un regalo? ¿Qué piensas darme, fuego mío?

—¿Fuego mío?

—¡Culpa a Ackley! Él habla tan extraño y creo que se me pegaron algunas formas de trato y palabras de su léxico. —Aidan sonrió. Él conocía muy bien a Ackley, sabía cómo era su forma de expresarse y conducirse, le estaba tomando mucho afecto, así que era un honor ser tratado de esa manera—. Pero si no quieres que te llame así...

—¡No! —le atajó—. ¡No! La verdad es que me gusta, mi pequeño sol.

—Entonces, Aodh te diré «fuego mío» cuando no existan moros en la costa.

—¡Como quieras, mi pequeño sol!

—¿Y qué piensas regalarme? Aunque no sé si sea válido decir cuál es el regalo.

—Por mí no hay problema. Quiero compartir contigo algunos de mis dulces favoritos, pero también quiero comprar unos que te agraden, así podremos intercambiar.

—¡Oh, qué lindo! —Aidan se ruborizó aún más. Su sonrisa fue tan evidente, que la joven que estaba esperando para atenderle sonrió con picardía, apartando su rostro para darle un momento de intimidad—. Profiteroles, palmeritas, cualquier cosa que tenga chocolate, las tartaletas, los alfajores, los suspiros. ¡Amó los suspiros!

—Entonces —suspiró—, te envió uno de los tantos que he tenido hoy.

—¡Aodh! —exclamó, bajando de nuevo la voz—. Es un hermoso gesto, pero me refiero a los que se hacen con clara de huevo y se deshacen en la boca. ¡Ah! ¡El mango verde con sal!

—¡Je, je! No creo que pueda conseguir aquí lo último.

—Bien, bien, dejemos el mango verde para nuestras escapadas a la playa. Me conformo con cualquiera de las anteriores.

—Vale, déjame agregarle los míos. ¿Te veo mañana?

—Sí. Pensaré en una manera de escapar de Ignacio. ¡Claro! Lo haré después de que me ayude con el trabajo de Física.

—Yo también tengo que ponerme en eso.

—¿Lo harás con Natalia?

—Sí.

—Casi podría asegurarte que la envidio.

—¿Por qué tendrías que envidiarla?

—Puede entrar a tu casa, mientras que yo estoy vetada, sin contar que puede andar a tu lado sin restricciones de ningún tipo.

—Pues casi podría envidiar a Ignacio, porque puede sentarse a tu lado en clases y puede visitarte cuando lo desee. Tus padres le aman y tiene el privilegio de compartir contigo los trescientos sesenta y cinco días del año.

—No es lo mismo.

—¿Cuál es la diferencia, mi pequeño sol? —le preguntó mientras le indicaba a la chica los dulces que metería en la cajita, entre ellos algunos macarrones de chocolate.

—Él es mi primo y eso nunca cambiará. En cambio, ella es una extraña y puede llegar fácilmente a tu corazón.

—Ciertamente, podría, pero no lo hará.

—¿Y por qué estás tan seguro? —le preguntó un tanto molesta, debido a que no esperaba aquella respuesta.

—¿Es que no te has dado cuenta, Amina? ¡Me has convertido en un autómata! ¡Y lo mejor de todo es que me encanta! Pienso, respiro, me muevo por ti.

—¡Te quiero, Aodh! ¡Te quiero infinitamente!

—¡Y yo a ti, Amina, infinitamente más! — la joven le tendió la cajita con una sonrisa.

—¿Te escribo más tarde?

—Puedes escribirme cuando quieras. Amina, te llamo en la noche. ¡Te quiero!

—¡Yo también te quiero!

Colgó el teléfono, saliendo del local con una cajita rectangular de unos veinte por diez. Adicional a eso había comprado dos trozos de torta para compartir con su familia después de la cena, así evitaría que revisaran la caja que la joven había sellado con cinta plástica, siguiendo sus instrucciones. 

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