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PRÓLOGO

¡Hola, mes chères roses!

"Las leyendas son ecos de verdades enterradas, susurran promesas rotas y horrores olvidados. A veces, al mirar más allá del cuento de hadas, lo que encontramos es un reflejo de nuestros propios miedos."


GABRIELLA

El aula de Filología se encontraba inundada por una cálida luz natural. Los rayos del sol se filtraban a través de las amplias ventanas, acariciando los rostros de los estudiantes, quienes, absortos en la discusión, apenas notaban el resplandor dorado que iluminaba el espacio. Gabriella, como de costumbre, ocupaba su lugar en la primera fila. Sentía un creciente entusiasmo mientras el debate se centraba en el análisis de los cuentos de hadas. Esta clase era, sin duda, una de sus favoritas. El profesor Martínez, con su aire enigmático y mirada penetrante, tenía la habilidad de transformar cada lección en una exploración profunda y fascinante que cautivaba a todos los presentes.

—Como hemos discutido, las versiones de Disney han suavizado y embellecido los cuentos de hadas para hacerlos más accesibles y optimistas para el público moderno —comenzó el profesor, su voz resonando con una calma que sugería que estaba a punto de adentrarse en un terreno más profundo—. Sin embargo, las versiones originales recopiladas por los hermanos Grimm son mucho más sombrías, crudas e incluso violentas.

Mientras hablaba, el profesor señaló las diapositivas que se proyectaban en la pantalla. Las imágenes de las adaptaciones de Disney, brillantes y coloridas, contrastaban drásticamente con las ilustraciones oscuras y a menudo perturbadoras de los cuentos originales. Gabriella levantó la mano con determinación, su mente ya trabajando en las conexiones entre las diferentes versiones que había estudiado y los elementos que las diferenciaban.

—Tiene razón, profesor —dijo con entusiasmo, su voz clara llenando el aula—. La versión de Disney de La Bella y la Bestia retrata un romance redentor, una historia de transformación y amor verdadero. Pero en el cuento original, la narrativa es mucho más sombría, con elementos que reflejan las durezas de la vida y el castigo inherente a la transgresión.

El profesor Martínez asintió lentamente, su mirada fija en Gabriella, como si hubiera estado esperando precisamente esa respuesta. Había algo en sus ojos, un brillo particular, que parecía intensificarse cuando se dirigía a ella, una chispa que sugería un conocimiento que iba más allá de lo que la clase había discutido hasta ese momento. Por un instante, Gabriella sintió un escalofrío inexplicable, como si esas palabras hubieran resonado más allá del debate académico, tocando algo profundo dentro de ella, algo olvidado.

—Exacto, Gabriella —respondió, su voz descendiendo apenas un tono, lo suficiente para que el ambiente en el aula se volviera más denso, cargado de una expectación palpable—. Pero, ¿alguna vez se han preguntado por qué existen tales variaciones en estas historias? —Hizo una pausa deliberada, permitiendo que la pregunta se asentara en la mente de sus estudiantes antes de continuar—. Algunas leyendas sostienen que los cuentos originales estaban basados en eventos reales, en hechos que capturaban los miedos más profundos y oscuros de la humanidad.

El aire en la sala pareció cargarse de tensión. Gabriella sintió su estómago revolverse, una sensación de desasosiego crecía en su interior. No podía evitar preguntarse por qué las palabras del profesor le afectaban tanto. Había algo extraño en la forma en que hablaba, algo que le resultaba inquietantemente familiar, como si esos miedos y esas historias no fueran del todo ajenos a ella. Era una sensación que no lograba entender, pero que la atrapaba cada vez más.

Javier, uno de los compañeros de Gabriella, frunció el ceño, su curiosidad evidentemente despertada.

—¿Eventos reales? —preguntó, su tono teñido de escepticismo—. ¿Podría explicarse mejor, profesor?

El profesor Martínez se inclinó hacia adelante, sus movimientos lentos y calculados. Un destello peculiar brilló en sus ojos, como si estuviera a punto de revelar un secreto guardado durante siglos, algo que solo pocos sabían.

—Así es —respondió con una calma que solo intensificaba el misterio—. Existen teorías que sugieren que los cuentos recopilados por los hermanos Grimm no eran simples historias, sino narraciones inspiradas en realidades mucho más oscuras, reflejando los temores más profundos de la época. Tomemos, por ejemplo, La Bella y la Bestia. Algunos creen que, en su forma original, no era simplemente una historia de amor, sino una alegoría sobre la lucha y la redención en tiempos de gran oscuridad, una representación simbólica de la naturaleza humana enfrentándose a lo desconocido.

Gabriella sintió un escalofrío recorrer su espalda. Algo en esas palabras resonaba con una verdad que no lograba comprender del todo, pero que parecía acercarse a una herida vieja y latente. Mientras escuchaba al profesor, una sombra de un recuerdo antiguo e inalcanzable se agitó en su mente, pero desapareció antes de que pudiera aferrarse a él. Como si las palabras del profesor estuvieran abriendo puertas cerradas en su subconsciente.

—Entonces, ¿cree que estos cuentos tienen raíces en hechos históricos? —insistió Javier, su tono revelando una mezcla de duda y fascinación.

—No necesariamente hechos históricos tal como los entendemos, Javier —respondió Martínez, su tono más enigmático—. Pero sí en realidades que, en algún momento, fueron lo suficientemente poderosas como para influir en la creación de estos relatos. No subestimen el poder de las leyendas para capturar la esencia de lo que los humanos temen, anhelan, y en ocasiones, intentan olvidar.

Gabriella observaba al profesor con atención, sus palabras resonaban en su mente como un eco persistente. Había algo en la manera en que hablaba, algo en la forma en que describía aquellas historias, que las hacía sentir más como advertencias veladas, más cercanas y peligrosas de lo que cualquiera en la clase podría haber imaginado. Era como si esas leyendas oscuras fueran algo que el profesor conocía de primera mano. Algo que no sólo enseñaba, sino que había vivido.

—Las historias no solo reflejan lo que fue, sino lo que aún puede ser —continuó Martínez, su mirada fija en Gabriella, quien sintió una punzada de ansiedad inexplicable—. Algunas puertas, una vez abiertas, no pueden ser cerradas. Y a veces, lo que se ha contado como un mito, no es más que un susurro de lo que aún acecha en las sombras.

El aula, que momentos antes rebosaba de luz y energía, ahora parecía envuelta en una atmósfera densa de suspense e intriga. Los estudiantes, antes distraídos o simplemente participando por obligación, ahora estaban completamente inmersos en las palabras del profesor. Aunque el debate continuó, la sensación de que algo más grande y ominoso estaba siendo insinuado permaneció en el aire, impregnando cada rincón del aula y dejando a Gabriella con una inquietud que no podía ignorar.

—La historia de "La Bella y la Bestia", tal como fue contada por los Grimm, contiene elementos que se refieren a maldiciones, oscuridad, y una lucha entre la luz y las sombras que, en su origen, era mucho más literal de lo que nos gusta imaginar hoy —añadió Martínez, con una sonrisa críptica.

Salir del aula no disipó la sensación de que, debajo de la superficie de todo lo que habían discutido, yacía una verdad más profunda y oscura, una verdad que Gabriella no podía ignorar. Mientras recogía sus pertenencias, no pudo evitar lanzar una última mirada al profesor Martínez, quien, por un breve instante, pareció devolverle una mirada cargada de conocimiento y, quizás, de advertencia.

ALEXANDER

La noche había caído sobre el castillo como un velo impenetrable, sumergiéndolo en una neblina densa de oscuridad. Las torres góticas se alzaban como garras retorcidas que arañaban el cielo, y los muros de piedra negra, impregnados de antiguos conjuros, latían al unísono con un ritmo opresivo, como un corazón oscuro que nunca descansaba. Alexander, conocido por muchos como la Bestia, se movía entre las sombras con la elegancia de un depredador. Su silueta, alta y esbelta, se deslizaba sin esfuerzo a través de los corredores desiertos, donde las paredes de piedra antigua parecían latir con una vida inquietante. Cada rincón de aquella fortaleza parecía respirar al ritmo de su furia contenida, como si las sombras mismas conocieran sus secretos más oscuros y sus miedos más profundos. El aire viciado, cargado con el hedor penetrante de la muerte y la desesperación, impregnaba cada rincón de aquella fortaleza, haciéndola sentir como una tumba olvidada.

Aquellos que se habían atrevido a invadir su territorio eran un grupo de mercenarios, cazadores de tesoros, impulsados por la codicia. Habían llegado al castillo atraídos por rumores sobre la existencia de un artefacto único, una reliquia antigua que prometía poder absoluto: el corazón palpitante de la Bestia. La leyenda afirmaba que quien lograra poseerlo podría dominar las sombras y alterar el destino de cualquier reino. Sin embargo, la ambición de estos hombres sería su ruina, pues ignoraban el verdadero precio de su búsqueda.

Oculto en la penumbra, Alexander los acechaba, sus ojos resplandecientes con una luz malévola, reflejando la crueldad que anidaba en lo más profundo de su ser. Los invasores se movían con una precaución torpe, sus pasos resonando contra las losas frías del suelo, mientras intentaban desentrañar los secretos que creían escondidos en los pasillos. Cada paso que daban era como una burla al poder del castillo, un lugar donde la propia oscuridad parecía viva, observando, esperando el momento justo para devorarlos. Sin saberlo, sus temores alimentaban a una presencia sombría que los observaba con hambre, una presencia que crecía con cada latido acelerado de sus corazones.

—Este debe ser el lugar —murmuró uno de los hombres, revisando un mapa desvaído con manos que temblaban de forma apenas perceptible. La voz, apenas un susurro, se perdió en la vastedad de la oscuridad que lo rodeaba, devorada por el silencio opresivo. Su aliento se condensó en el aire gélido, una advertencia más de la amenaza invisible que acechaba en cada sombra.

Alexander se deleitaba no solo con la ignorancia de los intrusos, sino con la desesperación palpable que emanaba de sus cuerpos, un banquete de miedos y deseos rotos que alimentaban las sombras. Para ellos, el corazón palpitante no era más que una promesa de poder absoluto. Lo que no sabían era que este "tesoro" no era un simple objeto, sino la esencia misma de su propio poder y maldad, un poder tan oscuro y retorcido que ningún mortal podría manejar sin ser consumido por él.

Pero ese poder no siempre había sido suyo.

Alexander lo había ganado a un precio incalculable. El recuerdo de cómo lo obtuvo todavía quemaba su alma, un vestigio de la traición que lo había condenado a esta existencia. Había sido un rey, un hombre marcado por el honor y la lealtad. Pero la oscuridad que ahora lo envolvía no era solo la sombra de su poder, sino también la de una maldición. La maldición nacida de la traición más dolorosa. Una que había confiado más que en su propia sangre.

Con un movimiento apenas perceptible de su mano pálida, el dueño del castillo desató a los Acechasombras. Estas criaturas no solo eran engendros de la oscuridad; eran manifestaciones de la maldad que Alexander había cultivado y perfeccionado, cada uno un reflejo distorsionado de su propia alma perdida. Nacidas de la oscuridad misma, se materializaron como bestias voraces, emergiendo de la penumbra con cuerpos amorfos y ojos que brillaban con un deseo insaciable. Los mercenarios sintieron la presencia de los engendros antes de verlos, tensándose en anticipación de un ataque que sabían inevitable, pero que no podían prever.

-—Manteneos alerta —ordenó el líder del grupo, su voz firme a pesar del temor palpable que impregnaba el ambiente. Los hombres desenvainaron sus armas, formando un círculo defensivo mientras miraban con nerviosismo a su alrededor.

—No tenemos otra opción —respondió otro, más joven, su tono lleno de una resolución forzada—. Este es el único camino para alcanzar el corazón.

Los Acechasombras, sin embargo, eran una extensión de la oscuridad misma, y se movían como un manto viviente, envolviendo a los hombres en sus garras insustanciales. La lucha, aunque desesperada, estaba perdida antes de empezar. Las criaturas los atacaron con una ferocidad inhumana, devorando cada gramo de vida en sus presas, mientras los hombres blandían sus espadas y lanzaban hechizos que se disolvían inútilmente en la negrura.

Los gritos de los mercenarios comenzaron a resonar por los corredores, un eco desgarrador que rompió el silencio de la noche. Las criaturas se abalanzaron sobre ellos, moviéndose con una velocidad aterradora, cubriendo a sus víctimas en una oscuridad devoradora. Los hombres, atrapados en un frenesí de terror, luchaban con desesperación, pero no había salvación. La penumbra los envolvió, y uno por uno, sus voces se extinguieron, dejando atrás solo un silencio sepulcral.

Desde las sombras, Alexander observaba la masacre con una sonrisa cruel en los labios, sus dientes destellando bajo la tenue luz de la luna que se filtraba a través de los vitrales rotos del castillo.

—¿Así que estos son los valientes que se atreven a desafiarme? —murmuró con desdén, su voz profunda resonando en la oscuridad—. Debieron saber que el poder de las sombras no se conquista con simple codicia.

Mientras los Acechasombras devoraban a sus víctimas, el líder de los mercenarios, último en pie, intentaba mantener su compostura. Sus ojos, llenos de desesperación, buscaron una salida, pero solo encontró las garras de la oscuridad cerrándose sobre él. Exhausto y acorralado, cayó de rodillas, su mente llena de un terror absoluto mientras la penumbra lo consumía.

Cuando el último de los intrusos cayó, Alexander emergió de las sombras, caminando con pasos firmes y calculados entre los cuerpos inertes. Su presencia, alta y amenazante, era apenas visible en la penumbra, pero su aura dominaba el espacio. Cada paso que daba resonaba en los adoquines de piedra, como el eco de una sentencia de muerte.

"Lo fácil que es acabar con aquellos que se creen invencibles," pensó con frialdad, su mente recreando la traición que lo convirtió en una Bestia. "Las sombras son mis aliadas, y en este reino, soy el único amo."

La traición que había sufrido le había enseñado que la oscuridad no solo habitaba en el poder, sino en la naturaleza más profunda de aquellos en los que confiaba. Esa lección lo había transformado en lo que era ahora, una Bestia. Una criatura de sombras y dolor.

—Tan fácil como esperaba —murmuró con frialdad, inclinándose sobre el cadáver del líder mercenario, cuyos ojos permanecían abiertos, congelados en una expresión de terror absoluto. Con un tono lleno de burla, añadió—: ¿Creíste que el corazón de la Bestia se podía reclamar sin pagar el precio? Esta es la realidad de desafiarme.

Mientras se levantaba, su mirada recorrió los cuerpos que yacían a su alrededor. Sus ojos, carentes de toda compasión, eran pozos de oscuridad que absorbían la luz escasa del lugar. Con un último vistazo de desprecio, Alexander se volvió, dejando atrás la escena de la masacre, su figura desvaneciéndose nuevamente en la penumbra.

El castillo, como si respondiera al retiro de su amo, comenzó a cerrar sus sombras alrededor de los restos, tragándose los últimos vestigios de los intrusos. El silencio, profundo y absoluto, se instaló en el lugar, como si los mercenarios nunca hubieran existido.

La noche continuó su marcha implacable, envolviendo el castillo en un manto de oscuridad eterna, mientras Alexander se desvanecía en las profundidades de su dominio, dejando tras de sí un rastro de crueldad y el eco de un poder tan oscuro que nadie osaría desafiarlo nuevamente.

Gabriella se removía inquieta en su cama, atrapada en un sueño profundo que no la dejaba descansar. La luz de la luna llena se filtraba suavemente a través de las cortinas de su ventana, proyectando sombras largas y ondulantes en las paredes de su habitación. Aunque todo estaba en silencio, su mente era un torbellino de imágenes vagas y emociones que no lograba comprender.

Caminaba por un sendero oscuro, rodeada de árboles imponentes cuyas ramas parecían extenderse hacia ella, como si intentaran atraparla. A lo lejos, podía escuchar un eco, un latido sordo que se repetía en la negrura. Cada latido resonaba en su pecho, un compás frenético que no lograba calmar, como si su propio corazón estuviera respondiendo a un llamado desde lo más profundo de la oscuridad. Cada paso que daba la acercaba más a una presencia que, aunque invisible, le resultaba inquietantemente familiar. El aire a su alrededor se volvía más denso, cargado de una energía que no entendía, pero que la envolvía.

De repente, el paisaje cambió. Ya no estaba en un bosque, sino en un vasto campo de niebla. La silueta de un castillo se alzaba en el horizonte, sus torres recortadas contra un cielo oscuro y sin estrellas. Gabriella sentía una atracción inexplicable hacia esa fortaleza sombría, como si algo en su interior la llamara, rogándole que se acercara. Pero a medida que daba un paso, el latido que antes había oído se volvió más fuerte, más intenso, resonando en su pecho como si fuera su propio corazón el que estaba en juego.

Y entonces lo vio. Una sombra imponente, de pie frente a las enormes puertas del castillo. No podía distinguir su rostro, pero sus ojos... esos ojos azules brillaban en la oscuridad como un faro hipnótico en la tormenta. Eran un azul frío, profundo, que destellaba con una intensidad antinatural y casi dolorosa, perforando la penumbra como si fueran dos pozos sin fondo capaces de desvelar su alma. Una mezcla de terror y atracción la invadió, sus pies congelados en el suelo, incapaz de moverse. Sentía que esos ojos azules, llenos de una promesa oscura, la desnudaban hasta el alma, desatando un anhelo que la estremecía. Era una llamada, no solo de miedo, sino de deseo, de una necesidad profunda que no podía ignorar.

El latido se hizo ensordecedor, y cuando la figura extendió su mano hacia ella, Gabriella sintió que su propio corazón respondía. Era como si una parte de ella, profundamente oculta, estuviera conectada con ese ser, con esa sombra. Quería huir, pero al mismo tiempo, un deseo incomprensible la empujaba hacia él, hacia lo desconocido. Esos ojos eran un reflejo de algo perdido y temido, algo que reclamaba una parte de ella, y Gabriella sentía que, si no los alcanzaba, nunca conocería esa verdad oculta que la atormentaba.

Sin embargo, justo cuando estaba a punto de dar otro paso, una luz brillante apareció a su lado, destellando con una fuerza que la cegó momentáneamente. La figura oscura se desvaneció en la neblina, y el latido se detuvo. Gabriella sintió una mano cálida sobre su hombro, pero cuando se dio la vuelta para ver quién estaba allí, la luz la envolvió por completo, devolviéndola a la realidad.

Despertó de golpe, con la respiración entrecortada y el corazón latiendo frenéticamente. Se sentó en la cama, tratando de calmarse, pero la sensación de que algo más grande estaba en marcha persistía. No podía recordar los detalles del sueño, pero esos ojos azules, fríos y penetrantes, seguían grabados en su mente. Un miedo primitivo mezclado con una extraña sensación de destino. Gabriella llevó una mano a su pecho, sintiendo su corazón aún desbocado, como si ese latido no perteneciera del todo a ella. Era como si su cuerpo supiera algo que su mente no alcanzaba a comprender, una conexión con esos ojos que la aterraba tanto como la atraía.

Mientras Gabriella se esforzaba por recuperar la calma, lejos, en las profundidades de su castillo, Alexander también se encontraba inquieto. Caminaba por los pasillos vacíos de su fortaleza, sintiendo un cambio en el aire, una perturbación en las sombras que lo rodeaban.

Algo, o alguien, se acercaba. No sabía qué era, pero una parte de él, oculta bajo capas de oscuridad y maldición, lo sentía. Había un aroma dulce y familiar en el aire, un rastro leve que se mezclaba con la brisa gélida del castillo, perturbando la quietud a su alrededor. Era una presencia distinta, luminosa pero cargada de una fuerza magnética, que desafiaba la penumbra de su dominio con una intensidad que lo desarmaba. Esa sensación no solo lo inquietaba; lo provocaba, despertando en él un hambre primitiva y voraz que no lograba entender. Era un eco, un susurro que lo arrastraba hacia lo desconocido, mezclando promesas de luz y oscuridad entrelazadas, atrayéndolo sin remedio hacia esa fuente de atracción que vibraba en su interior.

Se detuvo frente a un enorme ventanal que daba al horizonte, donde la noche reinaba eterna. Cerró los ojos por un momento, dejando que esa sensación lo invadiera por completo. El aroma suave y embriagador lo rodeaba, un olor a lavanda y algo más, algo salvaje, que lo atraía más de lo que quería admitir. No era miedo lo que sentía, ni siquiera amenaza. Era algo más profundo, una llamada seductora y peligrosa que resonaba en su ser. Cada inhalación lo llenaba de esa esencia perturbadora, despertando algo que había estado dormido durante demasiado tiempo. Alexander apretó los puños, su mente luchando contra esa conexión invisible que lo hacía sentirse expuesto, vulnerable, como si esa presencia estuviera arrancando las sombras que protegían su corazón. Cada vez que se dejaba arrastrar por esa sensación, no podía evitar sentir que algo más fuerte que él lo estaba reclamando, una atracción tan primitiva y visceral que amenazaba con consumirlo.

—¿Qué es esto...? —susurró para sí, con el ceño fruncido, incapaz de deshacerse de la sensación.

Las sombras en torno a él se agitaron levemente, como si respondieran a sus pensamientos, pero Alexander no podía identificar qué era lo que lo perturbaba. Algo estaba cambiando. Algo, con el aroma de ella, la esencia de la mujer, se filtraba en su mente y lo desestabilizaba, desatando en él un deseo que no quería reconocer. Era una fuerza que lo arrastraría fuera de la seguridad de su oscuridad, empujándolo hacia un lugar donde sus sombras no podrían protegerlo.

Mientras la luna brillaba alta en el cielo, ambos, Gabriella y Alexander, sintieron ese tirón en sus almas, un lazo invisible pero inquebrantable que los ataba el uno al otro. La conexión era tan intensa y desconcertante que los dejaba a ambos vulnerables, casi al borde de un abismo que los atraía sin remedio, como si cada respiración de Alexander estuviera impregnada del rastro de ella, de ese aroma que lo enloquecía y lo desnudaba por dentro. La luz y la oscuridad, dos fuerzas destinadas a encontrarse, comenzaban a fundirse en una danza de deseo y peligro, desatando una tormenta que no podrían detener.

¡Hola, hola, aquí la autora! He estado revisando el prólogo durante estos días y creo que está revisión es la que más me convence, es un poco más larga, con menos redundancia y más fluidez en la lectura.

¡Espero que os guste! 🖤🖤🖤

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