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CAPÍTULO 9

¡Hola, mes chères roses!

"No hay mayor condena que la de vivir atrapado entre lo que fuiste y lo que te obligaron a ser." — Alexander Rousseau

ALEXANDER

El crepitar del fuego era lo único que rompía el silencio en la vasta sala personal de Alexander, donde las sombras danzaban, reflejando su propio tumulto interno. Sentado en su sillón de cuero oscuro, su postura relajada no reflejaba en absoluto la tormenta que se agitaba bajo su fachada imperturbable. Los ojos de Alexander permanecían fijos en las llamas, pero su mente estaba lejos, atrapada en el enigma que representaba la intrusa.

Habían pasado ya siete días y seis noches desde que la intrusa había aparecido en sus dominios, inconsciente y malherida, tras el incidente con los Acechasombras. La aparición de aquella luz que no debía existir en su reino oscuro seguía siendo un misterio que lo atormentaba. Desde entonces, la joven había permanecido en su habitación, recuperándose lentamente bajo el cuidado de Seraphina. Alexander, en un acto completamente ajeno a su naturaleza, había decidido dejarla vivir, una elección que lo seguía carcomiendo como un veneno que se esparcía lentamente. ¿Por qué no había acabado con ella? Esa pregunta seguía atormentándolo, pero la respuesta seguía evadiéndolo, enterrada en lo más profundo de su ser.

El recuerdo del aroma de la mujer, dulce y seductor, lo mantenía inquieto. Algo en esa fragancia le provocaba una sensación de desasosiego que no lograba entender ni controlar. El aroma no era simplemente el de una humana. Había algo más en ella. Era por eso que se había recluido en su sala personal, evitando su propia habitación, donde la presencia de la joven lo envolvía en una red de emociones que lo desconcertaban y enfurecían a partes iguales. Cada vez que intentaba acercarse a su habitación, apenas podía soportar estar allí unos minutos antes de retirarse, abrumado por una mezcla de furia, atracción y vulnerabilidad. La vulnerabilidad era lo peor de todo. No podía permitirse ser vulnerable, no él, no en su propio dominio.

A pesar de todo, había algo en ella que lo desestabilizaba, algo que no podía ignorar ni destruir Cada vez que recordaba su aroma, su luz, una punzada de algo desconocido lo invadía. No era deseo. No era simple atracción. Era algo más profundo, un eco antiguo de algo que se había perdido en su oscuridad. Esa incertidumbre lo devoraba. Era peligroso. Y Alexander odiaba lo que no podía controlar.

Un suave crujido de pasos en la penumbra le indicó que no estaba solo. Sin apartar la mirada del fuego, Alexander percibió la presencia de Seraphina antes de que ella siquiera hablara. La criatura, que alguna vez fue un ángel de luz, ahora se mantenía firme en su forma mancillada, pero aún emanaba una fuerza que imponía respeto.

—¿Qué haces aquí, Seraphina? —preguntó Alexander, con una voz que rezumaba indiferencia, aunque sus músculos estaban tensos bajo la piel, esperando una respuesta que ni él mismo sabía si deseaba oír.

Seraphina, sin inmutarse, avanzó unos pasos más, manteniendo la distancia respetuosa pero firme. Sabía que cualquier palabra equivocada podría desencadenar la ira de Alexander, especialmente en su estado actual de inestabilidad. Seraphina sabía que cada palabra que pronunciaba debía estar medida al milímetro. Alexander era impredecible, peligroso. Pero también sabía que su amo, por más fuerte que fuera, estaba ciego en muchas cosas. Ella veía lo que él no veía: que Gabriella no solo era una amenaza, sino también una oportunidad. Y si ella lograba jugar bien sus cartas, podría recuperar lo que tanto anhelaba. No había lugar para los errores.

—He venido a hablar sobre la humana, mi señor —respondió Seraphina, sin rodeos—. Ha despertado, pero algo en ella es... diferente.

Finalmente, Alexander giró su cabeza lo suficiente para que su mirada gélida se encontrara con la de ella.

—Diferente, dices —repitió con una mezcla de desprecio y curiosidad—. ¿Qué más has averiguado?

Seraphina respiró hondo, eligiendo cuidadosamente sus palabras.

—Tiene fragmentos de recuerdos, pero cada vez que intenta recordarlos... siente un dolor agudo. Como si algo estuviera bloqueando su mente. Quizás algo, o alguien, la ha traído aquí por razones que aún desconocemos.

Alexander frunció el ceño, su mente calculadora procesaba la información. Ese dolor... lo había escuchado antes en las historias de las razas antiguas, pero no quería admitir lo que eso podía significar. Había esperado esa respuesta, pero algo en su interior lo incitaba a seguir indagando, a descubrir más sobre esta intrusa que tanto lo perturbaba. A pesar de su dureza, había una sombra de interés en sus ojos. ¿Qué podía ser tan importante en una humana común?

Seraphina no podía evitar sentir una vibración en el aire, algo que resonaba con un eco de lo que ella creía haber olvidado hace mucho tiempo. Los Althara... ¿Podría realmente Gabriella estar conectada con ellos? Esa raza extinta que alguna vez había protegido con su vida y que fue destruida en las sombras de la guerra. Si era así, su aparición aquí no era una coincidencia, sino un presagio de algo mucho más grande que cualquier intriga en este castillo. Pero revelar sus sospechas antes de tiempo podría ser tan peligroso como callar. No podía permitirse fallar en este momento, no ahora.

Sus pensamientos volvieron al momento en que la vio por primera vez, a la inexplicable luz que emanó de ella y que destruyó a los Acechasombras, una luz que no debería haber sido posible en sus dominios oscuros.

—Obsérvala de cerca —ordenó finalmente, su voz más baja pero no menos severa—. Si hay algo que descubrir, lo sabremos. Y si no... —Sus ojos brillaron con un peligro latente—... nos encargaremos de que su presencia aquí no traiga más caos del necesario.

Seraphina, percibiendo la vacilación de su amo, permitió que una leve sonrisa, casi imperceptible, curvara sus labios antes de hablar de nuevo, esta vez con un tono sutilmente calculado:

—La chica... ha mostrado un interés inusual en ti. Ha preguntado por quién es realmente la Bestia y por qué ella sigue con vida.

Seraphina sabía que esto lo golpearía profundamente. Observó con atención la reacción de Alexander, buscando la más mínima señal que delatara la tormenta interna que ella intuía. Aunque sus palabras parecían neutrales, cada sílaba estaba cargada con la intención de poner a prueba su autocontrol, de ver si el monstruo en él podía ser desatado con solo una mención.

Las palabras, simples y directas, lo golpearon con fuerza. Alexander sintió cómo algo en su interior se agitaba, un sentimiento que se había esforzado en ocultar. La aparente indiferencia de su semblante no podía ocultar la tensión que ahora se hacía evidente en la firmeza de su mandíbula y en la forma en que sus dedos se crispaban levemente sobre el reposabrazos. Esa observación, sencilla pero cargada de significado, lo inquietó profundamente. Una oleada de pensamientos contradictorios comenzó a asaltarlo, mientras el eco de las palabras de Seraphina resonaba en su mente, forzándolo a cuestionar la fragilidad de su propio autocontrol ante la presencia de la humana y su interés en él.

—Se llama Gabriella —comentó Seraphina, dejando que el nombre se deslizara lentamente de sus labios, como si lo saboreara. Era un nombre con un peso, un eco que resonaba en la vasta sala, flotando en el aire como un susurro prohibido.

Alexander repitió el nombre en su mente, y luego, sin querer, sus labios dejaron escapar el nombre en un susurro casi inaudible: Gabriella. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, una sensación que no lograba comprender, como si ese nombre tuviera un poder que él no podía controlar. Y el recuerdo del dulce aroma de la joven se entrelazaba con ese escalofrío, intensificando su desasosiego.

Seraphina lo observaba, sus alas mutiladas moviéndose levemente en la penumbra, mientras evaluaba cada reacción. Había algo en ese nombre que resonaba no solo con Alexander, sino con ella misma. Pero no podía permitirse ser imprudente. No aún. Gabriella podría ser la clave de lo que había perdido, y no dejaría que Alexander se lo arrebatara.

—Puede que sea la que hemos estado buscando —dijo, su tono cargado de insinuación y convicción. Cada palabra estaba calculada para golpear a Alexander donde más dolía: su control sobre sí mismo.

Las palabras de Seraphina lo sacaron de su ensoñación. De inmediato, su semblante se endureció, y una chispa de furia brilló en sus ojos mientras se volvía hacia ella, su voz fría como el hielo.

—No pierdas tu tiempo con ilusiones, Seraphina —dijo, su tono afilado y definitivo—. Es solo una intrusa, como cualquier otra. Y al final, morirá como todas las demás.

El ángel no se inmutó ante la reacción de Alexander. En lo más profundo de su alma, ella sabía que la furia de Alexander no era tanto hacia ella, sino hacia el conflicto interno que él no podía controlar. De hecho, parecía haber anticipado ese estallido de ira. Dio un paso adelante, plantando cara a su amo, sus palabras resonaron con una fuerza que pocas veces usaba en su presencia.

—No te olvides, Alexander, que todos los que estamos aquí te servimos por un propósito —dijo Seraphina, con la voz firme y desafiante—. Yo lo hago para recuperar lo que alguna vez fui, para retornar a mi ser original. No olvides que tú me necesitas tanto como yo a ti. Y si esta chica, Gabriella, es lo que hemos buscado durante tanto tiempo, no te atrevas a ignorarlo.

La osadía de Seraphina lo tomó por sorpresa, y algo oscuro se desató en su interior. Con un rugido feroz, Alexander se levantó del sillón y cerró la distancia entre ellos en un instante. Sus manos, fuertes y despiadadas, se cerraron alrededor del cuello del ángel, levantándola del suelo con facilidad. Su furia contenida estalló en un acto de violencia primitiva.

—Yo soy el amo y señor de estos dominios, Seraphina. Nunca olvides eso —rugió él, cargado de amenaza—. Todos los que viven aquí lo hacen bajo mi voluntad. Tú incluida.

Con un gesto brutal, arrojó a Seraphina al suelo. El impacto hizo que su cuerpo chocara con fuerza contra las frías losas de la sala. El ángel cayó de rodillas, sus alas maltrechas se desplegaron ligeramente antes de que se las obligara a permanecer bajas. Se quedó allí, respirando pesadamente, mientras la mirada fría de Alexander la taladraba. No dijo nada más, pero la expresión en su rostro dejaba claro que la lección había sido comprendida.

Seraphina, aun respirando con dificultad, no pudo evitar sentir una vibración en el aire, algo que resonaba con un eco de lo que ella creía haber olvidado hace mucho tiempo. Los Althara... ¿Podría realmente Gabriella estar conectada con ellos? Esa raza extinta que alguna vez había protegido con su vida y que fue destruida en las sombras de la guerra. Si era así, su aparición aquí no era una coincidencia, sino un presagio de algo mucho más grande que cualquier intriga en este castillo. Pero revelar sus sospechas antes de tiempo podría ser tan peligroso como callar. No podía permitirse fallar en este momento, no ahora.

Mientras se levantaba del suelo, los ojos vendados de Seraphina parecían contemplar algo más allá de la furia de Alexander. Una leve sonrisa, apenas perceptible, curvó sus labios antes de que bajara la cabeza en sumisión.

—Como desees, mi señor —dijo finalmente, su voz suave, pero con un matiz de desafío que Alexander no pudo ignorar. Seraphina sabía que, aunque la amenaza de Alexander era real, ella tenía información que él necesitaría tarde o temprano. Luego, sin más palabras, Seraphina se retiró, desapareciendo en las sombras con un silencio casi etéreo.

Alexander, aún agitado, volvió a su sillón, la imagen de Gabriella y su dulce aroma impregnando sus pensamientos. Apretó los puños, frustrado. ¿Cómo podía una humana tener tal poder sobre él? La decisión de dejarla vivir, la actitud desafiante de Seraphina, y la insistencia de la intrusa en conocer más sobre él, se entrelazaban en su mente, dejándole con un desasosiego que no lograba disipar. Sabía que entrar de nuevo en esa habitación, donde el aroma de Gabriella lo envolvería, sería peligroso para su propia cordura. Pero ese pensamiento, como un veneno, seguía carcomiéndolo.

Mientras tanto, el fuego en la chimenea seguía ardiendo con indiferencia, y Alexander dejó que sus pensamientos se sumergieran en las sombras danzantes, buscando respuestas que se le escapaban. Pero una certeza permanecía: Gabriella no era simplemente una intrusa. Era un enigma, uno que lo desafiaba en cada nivel. Era algo más, algo que no podía comprender ni controlar, y ese desconocimiento lo llenaba de una mezcla de miedo y furia.

El silencio en la sala era roto solo por el crepitar del fuego, cuando el sonido suave de una puerta abriéndose de nuevo atrajo su atención. Alexander levantó la cabeza, endureciendo su expresión al reconocer la figura que entraba.

Morran, su fiel consejero y sirviente desde tiempos inmemoriales, avanzó con pasos mesurados. Se detuvo a una distancia prudente, sus ojos oscuros observando a su amo con una mezcla de preocupación y curiosidad.

—¿Qué ha ocurrido, mi señor? —preguntó Morran, su tono respetuoso pero cargado de un conocimiento tácito. Sabía que Seraphina había estado allí y lo que esa conversación implicaba.

Alexander no respondió de inmediato, su mente aún girando en torno a Gabriella. La idea de eliminarla antes de que pudiera causar más problemas le parecía cada vez más atractiva. No podía permitir que alguien, ni siquiera una mera humana, alterara el equilibrio que había establecido en sus dominios. Su voz era baja, como un murmullo que apenas rasgaba el aire.

—Esa chica... Gabriella... —dijo Alexander, su voz ganando firmeza—. Debería matarla, Morran. Antes de que se convierta en un problema mayor. Antes de que...

Alexander se detuvo, como si las palabras que estaba a punto de decir le incomodaran más de lo que estaba dispuesto a admitir. El nombre de Gabriella no salía de su mente, ni tampoco su presencia en el castillo.

Alexander se detuvo, como si las palabras que estaba a punto de decirle incomodaran más de lo que estaba dispuesto a admitir. Morran frunció el ceño, sus facciones se oscurecieron por un momento, como si el mismo pensamiento que atormentaba a Alexander hubiera cruzado por su mente. Sin embargo, pronto encontró la compostura, y cuando habló, su voz era calmada, casi paternal.

Morran frunció el ceño, sus facciones se oscurecieron por un momento, como si el mismo pensamiento que atormentaba a Alexander hubiera cruzado por su mente. Sin embargo, pronto encontró la compostura, y cuando habló, su voz era calmada, casi paternal.

—Mi señor, con todo respeto, deshacerse de ella ahora podría ser un error.

Alexander entrecerró los ojos, una chispa de impaciencia brillando en ellos. No estaba acostumbrado a que se cuestionaran sus decisiones, y Morran lo sabía bien.

El consejero dio un paso adelante, manteniendo su postura humilde, pero su tono reflejaba la confianza de alguien que había sobrevivido a los caprichos de su amo durante siglos.

—Mi señor, si la joven fuera una simple intrusa, su vida ya habría terminado sin que usted se tomara la molestia de considerarlo. Pero algo en ella ha despertado su interés... Y no solo en usted. Seraphina también lo ha notado. Todos los habitantes de nuestros dominios han comenzado a susurrar, incluso las sombras están inquietas. Si esos humanos descubren a Gabriella, podrían llevársela con ellos. Y no creo que sea algo que usted esté dispuesto a permitir.

Alexander sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo. Las palabras de Morran resonaban con verdad, y a pesar de que la idea de permitir que alguien más se entrometiera en sus dominios lo enfurecía, la posibilidad de perder el control sobre Gabriella lo aterraba aún más. ¿Qué tenía esa joven que perturbaba tanto el equilibrio de su mundo?

Morran continuó, su tono cambiando ligeramente, reflejando la gravedad de la situación.

—Además, los centinelas han comunicado actividad sospechosa en la frontera de nuestros dominios. Esos intrusos... parecen estar buscando algo, o alguien. Han aparecido intrusos y, en poco tiempo, llegarán a traspasar el umbral hacia el castillo.

Alexander se enderezó, el fuego en sus ojos reflejando su creciente interés y furia. La mención de intrusos intentando atravesar el límite hacia su dominio le provocó un torbellino de emociones. Su naturaleza depredadora se despertó instantáneamente, y en su mente no había más que la idea de cazar a esos insolentes que se atrevían a invadir su territorio. Pero, más allá de todo, la posibilidad de que esos intrusos pudieran encontrar a Gabriella y llevársela lo enfurecía de una manera que no lograba comprender.

—¿Intrusos, dices? —Alexander murmuró con un tono gélido—. ¿Cuántos?

—Lo suficiente como para sugerir que no son meros aventureros. Parecen tener un propósito claro. Mi señor, es posible que la mágica luz que Gabriella emitió cuando llegó aquí haya atraído más ojos de los que imaginábamos. Los arcanos podrían haber sentido su presencia, y ahora esos intrusos están aquí, guiados por esa misma señal. Si la encuentran... podría ser demasiado tarde para manejar las consecuencias.

Alexander apretó los puños, sintiendo una ira ardiente tomar el control. No solo por Gabriella, sino por el descaro de aquellos que creían que podían invadir sus dominios, por aquellos que pensaban que podrían encontrar el corazón de la Bestia y sobrevivir.

En su interior, sentía la batalla entre su lógica y su rabia. Sabía que actuar solo por ira podría ser su perdición, pero la mera idea de que estos intrusos llegaran a Gabriella hacía que sus instintos más oscuros tomaran el control. La ira en Alexander creció como un incendio descontrolado, y con ella, una oscura resolución se formó en su mente. Si estos intrusos habían venido a desafiar su dominio, lo harían a costa de su cordura y de sus propias almas. Él mismo les mostraría el error de su atrevimiento. Era hora de que sintieran el verdadero poder de la oscuridad que habitaba en su interior.

Finalmente, Alexander tomó una decisión. Se giró hacia Morran, su voz ahora más calmada, pero cargada de una furia contenida y peligrosa.

—No permitiré que esos humanos se acerquen más. Iré a darles la bienvenida personalmente. Una bienvenida que no olvidarán... ni en esta vida, ni en la próxima.

Morran asintió, reconociendo el cambio en su amo. Sabía que cuando Alexander tomaba una decisión, no había vuelta atrás. Y, en el fondo, sentía una mezcla de lástima y terror por aquellos intrusos que estaban a punto de enfrentarse a la furia de su señor.

—Como desee, mi señor. Estoy seguro de que será una bienvenida memorable.

Alexander no respondió, simplemente caminó hacia la puerta, la determinación en cada uno de sus pasos. Cada paso que daba estaba cargado de una resolución oscura. Se regodeaba en la promesa de sangre, de destrucción. La incertidumbre sobre Gabriella seguía presente, pero en ese momento, su ira hacia los intrusos lo consumía. Si tenía que demostrar su poder, lo haría de la manera más letal posible. La noche había traído consigo la promesa de sangre y dolor, y Alexander no pensaba defraudarla.

Mientras la puerta se cerraba tras él, Morran observó cómo su amo se marchaba, sabiendo que las horas que seguirían estarían bañadas en una oscuridad que ni siquiera él había previsto.

El silencio se apoderó de la sala una vez más, pero esta vez era un silencio cargado de tensión, un preámbulo a la tormenta que estaba por desatarse.

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