¡Hola, mes chères roses!
"No importa cuánto corramos, el destino siempre encuentra la manera de traernos de vuelta a lo que tememos enfrentar." — Gabriella Moreau
ALEXANDER
Alexander se deslizó entre las sombras, un espectro apenas perceptible, acechando a la intrusa que avanzaba con cautela por los interminables corredores del castillo. Cada esquina parecía moverse, envolviéndola como un depredador que acecha a su presa. Los pasillos parecían interminables, envolviéndola en un laberinto oscuro, como si cada paso fuera guiado por una fuerza más allá de su control. El aire se volvía más denso y opresivo con cada paso que ella daba, como si las mismas piedras antiguas conspiraran para atraparla, alimentándose del miedo que emanaba de su frágil figura. Ese miedo era como un perfume exquisito para Alexander, un aroma que se entrelazaba con su esencia, avivando una curiosidad malsana hacia la desafortunada que había osado internarse en su reino de sombras. El castillo parecía respirar a su alrededor, exhalando oscuridad mientras se contraía a cada movimiento de la joven. No obstante, había algo diferente en ella, algo que brillaba incluso en medio de su miedo, una chispa que resonaba con una fuerza inesperada en las profundidades de su ser.
Los Acechasombras, engendros nacidos de la misma penumbra que dominaba cada rincón del castillo, se mantenían al acecho. Esas criaturas eran parte de él, una extensión de su maldición, y verlas moverse con ansias de cazar lo hizo sentirse vivo en su propia oscuridad. Eran criaturas formadas por la malevolencia pura, su naturaleza indefinida les permitía deslizarse entre las sombras como una niebla espesa y venenosa. Sus garras, filosas como el filo del acero, brillaban en la penumbra, listas para destrozar carne y espíritu. Sus cuerpos eran un torbellino de oscuridad, un constante cambio de formas imposibles de seguir con la mirada. Aunque carecían de ojos, veían en la negrura con una precisión aterradora, y sus garras, afiladas como cuchillas, se extendían con la misma ansia de un depredador hambriento, listas para desgarrar carne y alma por igual. Los Acechasombras no solo eran monstruos físicos, sino que representaban el tormento mental que Alexander había abrazado por siglos.
Alexander había aprendido a controlarlas con el paso de los siglos, pero en su núcleo seguían siendo impredecibles, criaturas hambrientas de miedo y sufrimiento. A menudo, esas criaturas eran una extensión de su propia oscuridad, una manifestación tangible de los demonios internos que lo atormentaban. La voracidad de los Acechasombras no solo devoraba a sus víctimas; devoraba partes de la mente de Alexander, envolviendo su humanidad en una niebla espesa y amarga. Y hoy, esos demonios estaban particularmente inquietos, tal vez alimentados por la vulnerabilidad que la joven proyectaba, o quizás por algo más profundo que él no estaba preparado para enfrentar.
Mientras la observaba avanzar con cautela, su paso vacilante reflejaba una lucha interna entre el coraje y el terror que la asediaba. Sus movimientos, aunque titubeantes, revelaban la batalla constante entre su instinto de supervivencia y la inminente desesperación que la rodeaba. Alexander podía sentir esa dualidad, una mezcla intoxicante que lo hacía estremecerse, como si él también estuviera luchando entre su propia oscuridad y algo que no quería reconocer: un eco de humanidad enterrado. Una parte que había olvidado, o más bien, una parte que había enterrado bajo capas de crueldad y desdén hacia todo lo que representaba la luz.
Había presenciado muchas veces el colapso de la voluntad humana ante el miedo, pero en ella... el colapso no llegaba. No aún. Su voluntad, aunque frágil, seguía resistiendo, irradiando una luz que irritaba y fascinaba a Alexander al mismo tiempo.
Sabía que los Acechasombras estaban cerca, acechando en la penumbra, aguardando el instante perfecto para atacar. Podía sentir su hambre creciendo, sus ansias por desgarrar esa luz, por consumir todo lo que hacía a la joven resistir. A diferencia de él, estas criaturas no poseían la paciencia para disfrutar del miedo que iba creciendo dentro de la joven. Solo querían saciar su hambre voraz, alimentarse del pavor que exudaba cada fibra de su ser y extinguir cualquier rastro de luz que intentara perforar su oscuro dominio. Alexander, por su parte, era más metódico. Saboreaba cada segundo, cada latido que se aceleraba en los corazones de sus víctimas. Pero esta vez, había algo más en juego.
Una batalla silenciosa comenzaba a librarse dentro de Alexander mientras contemplaba cómo las criaturas de la penumbra comenzaban a rodear a la joven. Las sombras parecían acercarse más rápido, como si incluso la oscuridad en la que se movía Alexander se acelerara, impulsada por algo más poderoso. Su mente era un campo de guerra entre la monstruosidad en la que se había convertido y las pequeñas voces de humanidad que aún susurraban desde los rincones más oscuros de su alma.
Sentía una urgencia desconocida, una parte de él que le susurraba que interviniera, que no permitiera que las sombras se cobraran una vez más otra vida sin sentido. Parte de él, aunque débil, sentía la tentación de intervenir, de acabar con la cacería antes de que llegara a su inevitable y sangriento desenlace. Pero no comprendía del todo por qué esa parte existía dentro de él. Tal vez era un vestigio de humanidad, o tal vez una perversión de la misma, una curiosidad malsana por ver cuánto tiempo más podría aguantar antes de sucumbir.
Las sombras a su alrededor parecían susurrar también, ecos lejanos de promesas olvidadas, voces rotas que lo llamaban desde las profundidades. Incluso el aire se sentía más denso, cargado de una expectativa siniestra. Cada rincón del castillo parecía estar observando, esperando su decisión. Alexander sintió que estaba en la cúspide de algo, un momento crítico que determinaría no solo el destino de la joven, sino también el suyo. En lo más profundo de su ser, sabía que lo que decidiera en ese momento marcaría un antes y un después. Y eso lo inquietaba.
Recordó la forma en que la joven lo había desafiado antes, esa chispa de valentía que ardía a pesar del miedo que la consumía. Sus palabras cargadas de una valentía temeraria resonaban en él, molestándolo y atrayéndolo al mismo tiempo, como una melodía olvidada que no podía sacarse de la cabeza. Era esa misma valentía la que le había despertado sensaciones incómodas, emociones que creía haber desterrado hace siglos. Cada palabra que ella había dicho, cada gesto tembloroso, lo había desafiado de formas que nadie se había atrevido en años. ¿Cómo se atrevía a desafiarlo? ¿Cómo podía, en medio de su fragilidad, plantarse ante él con tanto coraje?
¿Por qué? ¿Por qué sentía esa necesidad? Había visto a muchos morir, intrusos cuya luz se extinguía en sus manos o en las garras de las sombras. Siempre había sentido una fría satisfacción, una sensación de justicia en la muerte de aquellos que se atrevían a cruzar su umbral. Pero esta vez, algo era diferente. Era como si el grito de la joven no solo resonara en el aire, sino en su propio interior, rasgando las capas de oscuridad que lo envolvían.
Los Acechasombras, que siempre habían sido sus aliados, ahora parecían descontrolados, ansiosos por devorar su presa con una voracidad que superaba la habitual. En ese momento, le parecieron casi una amenaza, como si lo desafiaran sutilmente, esperando que él también sucumbiera a sus propios deseos más oscuros. El aire estaba cargado de desasosiego, una energía palpable que lo envolvía a él tanto como a la joven. Incluso su propia oscuridad parecía impaciente, demandando que tomara una decisión. Las criaturas de las sombras, que siempre habían sido sus aliadas, ahora parecían retarlo, como si la joven fuera un punto de inflexión en una batalla que se libraba más allá de lo físico. Alexander se dio cuenta de que no solo estaba luchando por la vida de la joven; estaba luchando contra sí mismo.
La joven se detuvo, su respiración se volvió rápida y superficial. Sabía que algo estaba terriblemente mal, podía sentirlo en lo más profundo de su ser, aunque no lograba ubicar de dónde provenía la amenaza. Las sombras la envolvían como una serpiente, apretando lentamente, robándole el aliento. El aire era espeso, denso como una niebla que la ahogaba lentamente, y la desesperación en su rostro era tangible. Alexander la percibía como un reflejo distorsionado de su propio tormento interno. Ese reflejo lo enfurecía, lo obligaba a ver su propia debilidad escondida tras la máscara de crueldad que había construido durante siglos.
La oscuridad a su alrededor parecía palpitar, como si estuviera viva, y entonces lo vio: una forma oscura, apenas discernible del entorno, pero lo suficientemente real como para helarle la sangre. Era como si el mismo castillo, sus muros, se cerraran sobre ella, apretando su frágil cuerpo entre la realidad y las pesadillas que las sombras invocaban. Los Acechasombras habían decidido que era hora de atacar.
El primer golpe vino con la velocidad de un relámpago, una garra hecha de sombras que rasgó el aire a centímetros de su rostro, apenas fallando en hacer contacto. El sonido del corte en el aire fue tan agudo que parecía que la misma oscuridad se rasgara junto a ella. El grito que escapó de sus labios resonó en los vastos pasillos, amplificado por el eco opresivo que envolvía todo. No era solo terror lo que emanaba de ese grito, era una desesperación tan profunda que resonaba en las entrañas del castillo mismo, como si el edificio estuviera alimentándose de su miedo. Ella gritó, y Alexander sintió el eco de ese grito resonar en su propio pecho, tan familiar y, sin embargo, tan lejano. No era solo un grito de terror; era el sonido puro de la desesperación, una súplica silenciosa que lo alcanzó en lo más profundo de su ser.
Sin pensarlo dos veces, echó a correr. Pero la oscuridad se movía con ella, serpenteando en su camino, y los Acechasombras no tenían intención de darle tregua. Cada movimiento parecía sacudir el aire, como si las sombras mismas estuvieran jugando con ella, acechándola, alimentándose de su terror creciente. La velocidad con la que las sombras la alcanzaban, la precisión de sus ataques, todo apuntaba a una cacería despiadada. Y, sin embargo, Alexander no podía apartar la vista.
Cada vez que giraba una esquina o cambiaba de dirección, sentía el aliento gélido de las criaturas en su nuca, y la desesperación comenzó a arraigarse profundamente en su mente. Los pasillos se torcían a su alrededor, como si las mismas paredes la empujaran hacia el abismo, dirigiéndola hacia la oscuridad final. Alexander observaba, y algo en él reaccionaba al miedo en los ojos de la joven. No era simple placer o satisfacción, era algo más... algo que lo hacía sentir más humano de lo que había sentido en siglos. Ese miedo, esa lucha por sobrevivir, le recordaba los ecos de una vida que ya no le pertenecía, pero que aún resonaba en lo más profundo de su alma maldita.
Un segundo ataque vino sin aviso, esta vez más certero. Una garra afilada se cerró sobre su brazo derecho, fría como el hielo e implacable como una trampa de acero, arrastrándola hacia el suelo con una fuerza descomunal. El impacto de su cuerpo contra el mármol resonó por todo el corredor, como un trueno en la quietud sofocante del castillo, dejando una marca invisible en el aire, una grieta en su voluntad. El sonido de su cuerpo golpeando el suelo reverberó en los pasillos, y Alexander sintió una punzada en su interior. No era solo la crudeza del ataque lo que lo perturbaba, sino la resistencia que ella seguía mostrando, incluso cuando la derrota parecía inevitable. Era esa chispa de vida la que lo mantenía mirando, incapaz de apartar la vista. Había algo en esa voluntad de sobrevivir que lo desafiaba, una chispa que ardía con una intensidad inesperada, una que él mismo había perdido hace tanto tiempo.
El dolor que la joven sufría era evidente, no solo en su rostro contorsionado por la agonía, sino también en los sonidos desgarradores que escapaban de su garganta. Cada alarido era como una estocada que resonaba en el aire, crudo, quebrado, cargado de una impotencia que lo envolvía a él también. Alexander cerró los puños, un gesto involuntario que reflejaba su lucha interna. Podía intervenir, detener la masacre que él mismo había permitido, pero una parte de él se resistía. La crueldad que lo había consumido durante siglos le decía que no debía hacerlo, que esto era lo que él era ahora, y nada cambiaría eso.
Otra garra se cerró sobre su tobillo, y tiró de ella con una fuerza que la arrastró varios metros hacia la oscuridad que aguardaba al final del corredor. Las sombras parecían estar celebrando, retorciéndose y susurrando, como si la victoria estuviera a solo un latido de distancia. La joven intentó aferrarse al suelo, sus uñas arañando el mármol, dejando marcas irregulares en su intento desesperado de detener lo inevitable. Las sombras la rodeaban por completo, sofocando cualquier esperanza. El sonido de sus uñas raspando el suelo era una última súplica, un eco desesperado de una resistencia que no tardaría en desmoronarse.
Alexander observaba la escena con una mezcla de fascinación y repulsión, su mente atrapada en un conflicto que no entendía del todo. Las sombras bailaban a su alrededor, pero él sentía que algo en él también estaba a punto de quebrarse, una fina línea entre el monstruo que había aceptado ser y la parte de sí mismo que se aferraba a un recuerdo lejano de humanidad. Era una lucha interna que se reflejaba en la escena frente a él. Las sombras querían devorarla, pero algo dentro de él se negaba a dejarla morir de esa manera. Las sombras se cernían sobre ella, listas para dar el golpe final, pero algo en su mirada lo detuvo. En ese breve instante, vio más que miedo en sus ojos. Eran unos ojos que reflejaban la misma lucha que él había enfrentado en el pasado, una voluntad que no había esperado encontrar.
Sin pensar, Alexander avanzó un paso, su decisión brotando desde lo más profundo de su ser, como un acto reflejo. Las sombras, que hasta ese momento se habían abalanzado sobre la joven, se retiraron momentáneamente ante su presencia. Incluso los Acechasombras parecían confundidos por su acción, como si no comprendieran por qué su amo dudaba. La misma oscuridad parecía preguntar: ¿Por qué dudas? ¿No es esto lo que eres ahora? Ellos no dudaban; no entendían lo que era la humanidad. Pero Alexander... Alexander la recordaba, y esa era su mayor maldición.
Con un gesto rápido, sus dedos rozaron nuevamente la piel de la joven, pero esta vez ella no reaccionó como antes. Sus ojos, antes llenos de terror consciente, estaban vacíos, atrapados en un abismo de pesadillas que no la soltarían tan fácilmente. Ella ya no estaba presente, su mente había sido devorada por las mismas pesadillas que él había liberado. Alexander sintió el frío absoluto de su propia oscuridad recorrerle el cuerpo. Había perdido. Ella ya no lo veía, ya no lo sentía. No era más que otra sombra en su interminable tormento.
Alexander observó cómo el terror en su rostro ya no estaba dirigido hacia él, sino hacia las sombras que la envolvían. Los Acechasombras se habían apoderado por completo de su mente, sumergiéndola en un abismo de sufrimiento y desesperación del que ya no podía escapar. En su mirada perdida, él no era más que una extensión de las pesadillas, un espectro entre las sombras que ella no podría distinguir de las bestias que la acosaban. Eran ellos, no él, los que ahora gobernaban sus miedos. Los Acechasombras la habían sumido en un estado en el que él mismo era parte de su tortura, parte de esa misma oscuridad que quería devorarla por completo. La lucha había terminado, pero no como él lo había anticipado. No había gloria en la victoria, solo el vacío que acompañaba a la pérdida de algo más profundo.
Un leve murmullo escapó de sus labios: un eco lejano de lo que una vez fue humano, un nombre, o quizás una súplica, pero Alexander no pudo entenderlo. Ella lo veía, pero al mismo tiempo no lo veía. Para la joven, él ya no era el monstruo que la atormentaba físicamente, sino la sombra que acechaba en su mente. Para ella, él era solo otra sombra que venía a destruir lo que quedaba de su cordura.
Por un instante, el Rey Oscuro sintió una punzada incómoda en su interior. Era una sensación que había evitado por siglos: la incomodidad de enfrentarse a su propia monstruosidad. La joven, atrapada en las garras de los Acechasombras, no veía en él más que otro monstruo, otra entidad que se regocijaba en su sufrimiento. La crueldad que los Acechasombras infligían era tan absoluta que Alexander mismo parecía disolverse en esa maldad, como si el límite entre él y las criaturas que él comandaba se desvaneciera por completo. Y eso lo inquietaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Aún no... —murmuró Alexander, su voz era un eco apenas perceptible entre las sombras, cargado de una mezcla de duda y rencor hacia sí mismo.
La joven no reaccionó, sumida en sus pesadillas, sus ojos abiertos pero vacíos, ya incapaces de distinguir la realidad de la monstruosidad que la envolvía. Era como si hubiera quedado atrapada en un limbo entre el mundo físico y las pesadillas que los Acechasombras habían sembrado en su mente. Los Acechasombras habían logrado lo que querían: su espíritu estaba roto, y Alexander lo sabía. Su alma ya no era suya; era de la oscuridad, completamente entregada a las sombras. No quedaba nada más que el acto final, la desaparición de su cuerpo físico para acompañar la destrucción de su mente.
Alexander cerró los ojos, luchando contra la creciente sensación de incomodidad. Era la misma incomodidad que lo había acechado en los momentos más oscuros de su existencia, una punzada que le recordaba que, a pesar de todo, aún era capaz de sentir. Por un instante, consideró la posibilidad de salvarla, pero sabía que ya era demasiado tarde. Salvarla habría sido un acto de misericordia que su naturaleza ahora rechazaría, y él sabía que era prisionero de esa maldición tanto como ella lo era de las pesadillas. Las pesadillas la habían devorado, y él no era más que otra sombra en ese caos, un monstruo entre monstruos. Lo que quedaba de Gabriella ya no importaba. Su cuerpo solo era un cascarón vacío, consumido por el horror.
Con un gesto violento, retiró su mano de la piel de la joven, sintiendo una aversión hacia el contacto, como si el simple roce de su humanidad pudiera quemarlo. El frío de su propia oscuridad se deslizó por su cuerpo, sofocando cualquier vestigio de compasión que pudiera haber sentido. Las sombras lo reclamaban de nuevo, riéndose de su debilidad momentánea. Él no podía permitirse sentir. La crueldad era todo lo que le quedaba, un escudo para evitar enfrentar la verdad de su propio sufrimiento.
Las sombras, reconociendo su decisión, se abalanzaron con una furia renovada. Esta vez, Alexander no las detuvo. No había razón para detener lo inevitable, no cuando él mismo era parte de esa oscuridad. Las criaturas de las sombras se movieron como un manto oscuro, envolviendo el cuerpo de la joven, ya sin resistencia. El grito que escapó de sus labios no fue de este mundo, sofocado por la malevolencia que la rodeaba. El sonido se quebró en el aire, como si ni siquiera tuviera fuerza para alcanzar el eco. Él no era más que otro monstruo en sus pesadillas, una figura distorsionada que ella nunca sabría distinguir del resto.
El castillo parecía regocijarse en la victoria de las sombras, cada piedra susurrando su aprobación. Era como si el mismo castillo estuviera celebrando, alimentándose del dolor que ahora inundaba sus corredores. El peso de la decisión de Alexander, aunque familiar, se sintió más opresivo esta vez. El ambiente, denso y cargado de sufrimiento, lo asfixiaba lentamente. La oscuridad había ganado, como siempre lo hacía, pero había algo en esa victoria que no le traía el consuelo habitual. El triunfo de las sombras no era suficiente para acallar el eco de duda que latía en su interior.
Retrocedió un paso, dejando que las sombras consumieran por completo a la joven, y su mente se volvió un torbellino de pensamientos contradictorios. Sentía el frío vacío que lo acompañaba después de cada acto de crueldad, pero esta vez era diferente, más pesado, más difícil de ignorar. La satisfacción de verla devorada no era suficiente para acallar la perturbación que ella había dejado en su interior. Había creído que su alma se había apagado hace mucho, pero ahora una chispa incómoda, casi dolorosa, se había encendido. Alexander había creído que la crueldad era su única verdad, pero ahora no estaba tan seguro. Había algo en ella, algo en la forma en que había luchado hasta el final, que resonaba con una parte de él que había intentado olvidar.
El castillo, a su alrededor, permanecía en silencio, como si incluso las paredes antiguas lo juzgaran. Cada piedra, cada sombra, lo miraba desde la penumbra, juzgándolo por lo que había permitido y, peor aún, por lo que había sentido. Sabía que las sombras lo observaban también, expectantes, como si esperaran que él reconociera lo que acababa de suceder. Y, aunque intentaba ignorarlo, la inquietud en su pecho no desaparecía.
—No volverá a pasar... —se dijo a sí mismo, apretando los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Su propia voz sonaba vacía, un eco que se perdía en el vasto castillo, sin convicción. Se obligó a olvidar el contacto de su piel, el latido de su corazón. Tenía que apagar esos recuerdos antes de que lo consumieran, antes de que esa chispa creciera. Eso no importaba. No podía importar. No si quería mantener el control sobre las sombras y su propio destino.
Pero mientras se alejaba, una parte de él sabía que esa chispa de duda no desaparecería tan fácilmente. Era un fuego diminuto, pero implacable, uno que ardía en lo más profundo de su ser, recordándole lo que había sido, lo que podría haber sido. No era solo otra intrusa más. Ella había dejado una marca, una fisura en la armadura que había construido a lo largo de los siglos. Una herida que las sombras no podían sanar, una grieta en la máscara de crueldad que lo protegía de su propia verdad. Y aunque intentara convencerse de que nada había cambiado, de que seguía siendo el mismo ser implacable, la verdad seguía latente en su interior.
El castillo regresaba a su habitual estado de penumbra y silencio, pero mientras lo hacía, Alexander no pudo evitar recordar los vestigios de humanidad que una vez había albergado. Esa humanidad que había enterrado bajo capas de maldad y venganza, pero que, de alguna manera, seguía llamándolo. Sabía que no debía haberla dejado sobrevivir. Sabía que las sombras eran lo que lo definían ahora. Eran su condena y su escudo, la única verdad en un mundo que él había creado y que ahora lo devoraba. Pero esa duda, esa pequeña chispa que ella había dejado, seguía presente, como una llama tenue pero persistente, negándose a extinguirse.
Finalmente, se desvaneció en las sombras, dejándose consumir por la penumbra que lo rodeaba. Pero mientras lo hacía, una parte de él, enterrada profundamente en su alma, seguía cuestionando si alguna vez podría volver a ser el hombre que había sido. Una pregunta que lo perseguiría en la oscuridad, como un susurro incesante, un eco de lo que una vez fue. Una pregunta que no desaparecería tan fácilmente.
¡¡¡Hola!!!
Siento comunicaros que nuestro maquiavélico Alexander no es el Príncipe azul, mucho menos usa una radiante armadura y va en corcel para salvar a las damiselas en peligro. Él es el villano. Un villano que no cree en princesas y quizás, sólo quizás, ya haya sido engullido completamente por la oscuridad.
¿Vosotrxs qué creéis?
¿Y qué pasará con Gabriella? ¿Creéis que podrá salvarse de las garras de la maldición o ya ha caído en ella?
De regalo la imagen de los Acechasombras ~
¡Nos vemos en la próxima actualización!
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