CAPÍTULO 26
¡Hola, mes chères roses!
"Los vientos no revelan verdades absolutas; sólo susurran sombras de lo que podría ser. La decisión de escuchar o desafiar esos susurros define si caminamos hacia la luz o nos hundimos en la oscuridad." — Ilyra, la Oráculo del Viento
ALEXANDER
El castillo de Alexander siempre había sido un reflejo de su propia alma: oscuro, imponente y cargado de un silencio que helaba los huesos. Las paredes de piedra negra parecían absorber la luz, y los pocos ventanales que había dejaban entrar apenas un débil rayo de sol, como si incluso la luz se resistiera a entrar en aquel lugar. Las sombras que habitaban los rincones del castillo eran más que simples oscuridades. Se movían y susurraban, una presencia constante, un recordatorio de la maldición que azotaba esos dominios.
Alexander se había convertido en amo de las sombras, un titán cuya mera presencia apagaba la vida en cada rincón. Pero esa misma oscuridad, silenciosa y persistente, parecía alimentarse de cada paso que daba Gabriella en sus dominios, forzándolo a cuestionar hasta qué punto el control que ostentaba era tan absoluto.
Los siervos, criaturas malditas que apenas conservaban vestigios de su humanidad, se movían en silencio por los pasillos, sus ojos apagados y vacíos, reflejando el sufrimiento de una vida condenada a la servidumbre eterna. Nunca hablaban. Nunca se atrevían a cruzar miradas con Alexander, y mucho menos con sus consejeros. Cualquier contacto visual era una sentencia que podía sellar su destino. Sabían demasiado bien que incluso la sombra de Alexander era capaz de aplastar cualquier atisbo de vida.
Esa noche, el castillo respiraba un aire más denso de lo normal. Las antorchas, que apenas alumbraban los pasillos, chisporroteaban en intervalos erráticos, proyectando sombras alargadas en las paredes de piedra negra. El murmullo de las hadas que merodeaban en las sombras, normalmente un sonido sutil, era más fuerte, más insistente, como si percibieran la tensión que emanaba desde la sala del consejo. El aire estaba cargado de una presión invisible, palpable, que hacía que cada ser viviente que habitaba en ese lugar se moviera con más cuidado, más lentamente, temeroso de provocar el de su rey.
La sala del consejo, ubicada en lo más profundo del castillo, era una habitación cavernosa cuya única iluminación provenía de las antorchas que chisporroteaban en las paredes. Los pilares de piedra, altos y cubiertos de inscripciones antiguas, daban al lugar una sensación de solemnidad casi sagrada, pero a la vez terrorífica. El eco de cada palabra pronunciada en esa sala parecía retumbar en los huesos de los presentes, amplificado por las paredes que habían sido testigos de siglos de conspiraciones, juicios y decisiones cruciales.
Alexander rara vez mostraba sus emociones en aquel consejo; su presencia bastaba para marcar el ritmo, imponiendo su voluntad sin más palabras que un vistazo de su mirada acerada. Alexander rara vez convocaba a su consejo. De hecho, era casi imposible. Los consejeros, acostumbrados a resolver asuntos menores por su cuenta, sabían que una convocatoria directa de Alexander solo significaba una cosa: algo inminente y peligroso estaba por desatarse. Nadie en su sano juicio quería que su rey los llamara ante él. Su presencia lo cambiaba todo. Su mera entrada en la sala transformaba el ambiente, sumiéndolo en una mezcla de terror y respeto que impregnaba cada rincón.
Cuando Alexander apareció en la sala, no solo era su figura la que dominaba la escena. Cada sombra que lo rodeaba parecía amoldarse a su figura, envolviéndolo como una segunda piel que reflejaba el poder absoluto que él ejercía sobre todos ellos. Los consejeros lo miraban de reojo, temerosos de que incluso sus pensamientos fueran descubiertos por aquel rey. La Bestia no necesitaba hablar para dominar la habitación; su sola presencia bastaba.
El aura de Alexander era sofocante. Cada paso que daba resonaba con un peso que parecía golpear el suelo con una fuerza casi sobrehumana. Las sombras, que parecían seguirlo como una segunda piel, se arremolinaban a su alrededor, como si formaran parte de él. Cuando se detuvo frente a la mesa ovalada de mármol negro, la luz de las antorchas pareció menguar, como si incluso el fuego temiera estar demasiado cerca de él.
Dastian, uno de los consejeros más antiguos y leales, se puso en pie al verlo entrar. A pesar de los años de servicio, la presencia de Alexander seguía infundiéndole temor, y no era el único. Todos los presentes sentían lo mismo. La figura de Alexander era la de un rey que, aunque condenado por la maldición, había ganado su poder a través de la fuerza, la crueldad y la absoluta falta de piedad. Era un líder, pero también un depredador. Y lo sabían.
—Mi señor... —comenzó Dastian, pero su voz, normalmente firme, se quebró apenas por un instante antes de recuperar su compostura—. Hemos recibido noticias inquietantes del consejo de las hadas.
Alexander no respondió de inmediato. Observó a cada uno de ellos, en un silencio que parecía alargar la espera, como si evaluara a cada consejero, separando mentalmente a quienes creía fieles de aquellos a los que toleraba solo por conveniencia. Los murmullos de desconfianza que en ocasiones escapaban de sus labios no pasaban desapercibidos para él. Su mirada oscura y profunda recorrió a cada consejero, una advertencia muda sobre la severidad de la reunión. Solo algunos tenían la osadía de sostener su mirada; la mayoría, por respeto o miedo, mantenía la cabeza inclinada, un reflejo de su sumisión. Había algo en sus ojos, una furia contenida, pero también un cansancio de siglos, una carga que solo él comprendía.
El silencio que siguió a las palabras de Dastian fue denso. Alexander no necesitaba levantar la voz; su sola presencia hacía que cada palabra que pronunciara tuviera el peso de una sentencia. Después de un largo y tenso momento, finalmente habló, su tono bajo, controlado, pero cargado de una amenaza latente.
—Quiero respuestas —declaró, su voz baja pero cargada de una gravedad indiscutible—. No más rumores. No más susurros vacíos. Exijo certezas.
La tensión en la sala era palpable, y cada consejero sabía que no responder con claridad podía costarles caro. Cyrion, un hombre delgado y pálido que dirigía las redes de espionaje, se armó de valor para hablar primero, aunque su voz temblaba levemente.
—Mi señor... —empezó titubeante—, hay... rumores de que Nyx ha unido fuerzas con Kaelith. Las hadas oscuras se están movilizando en los bordes del reino, pero... aún no puedo confirmar si se trata de una alianza formal o de maniobras estratégicas.
Alexander lo miró con desdén, y el ambiente se hizo aún más pesado. Las sombras a su alrededor parecían responder a su descontento, retorciéndose como si quisieran lanzarse sobre el consejero.
—Lo que quiero de ti, Cyrion, es certeza, no rumores —replicó Alexander, su tono glacial—. Si Nyx conspira con Kaelith, debes saberlo. Si no puedes averiguarlo, entonces encuentra a alguien que lo haga.
Cyrion asintió rápidamente, su rostro pálido delatando el creciente miedo que sentía. Otros consejeros comenzaron a intervenir, pero sus respuestas eran fragmentadas, retazos de información insuficiente. Alexander los escuchaba en silencio, cada palabra resonando en sus pensamientos, consciente de que, entre ellos, había quien seguía sus propios intereses.
Ilyra, la Oráculo del Viento, permanecía callada al fondo de la sala, sus ojos plateados fijos en Alexander. Su voz no interrumpía el momento, pero su sola presencia insinuaba que los secretos del viento aguardaban el momento justo para hablar.
Morran, el general de las sombras, dio un paso adelante. Con una lealtad incuestionable, Morran había estado al lado de Alexander en las batallas más sangrientas. Sus cicatrices no solo eran testimonio de sus victorias, sino de su devoción al rey.
—Nyx no actúa sola, mi señor —dijo Morran con voz firme—. La mano de Kaelith está detrás de cada movimiento de las hadas oscuras. Existe un patrón en las alianzas que no podemos ignorar.
El interés en los ojos de Alexander fue tan leve como revelador; una chispa aprobatoria asomó brevemente mientras la sombra de la Bestia retumbaba en el corazón de su reino, el silencio de los consejeros aseguraba que habían entendido su mensaje implícito: cualquiera que dudase de él sufriría consecuencias.
—Si Kaelith ha decidido moverse, significa que cree tener la ventaja. No es alguien que juegue sus cartas sin antes asegurarse de la victoria. —La furia latente en la voz de Alexander hizo que varios de los consejeros bajaran la vista, sintiendo el peso de sus palabras en sus propias aspiraciones ocultas—. Quiero saber más. Todo. No vamos a esperar a que Nyx o Kaelith den el primer golpe.
La tensión en la sala era palpable. Los consejeros intercambiaban miradas entre sí, sabiendo que la ira de Alexander era una espada de doble filo. Cualquier error, cualquier información errónea, sería castigada sin piedad. A pesar de esto, cada uno intentó aportar algo, consciente de que el rey los observaba, juzgando cada palabra.
—Las hadas oscuras han estado haciendo movimientos en el bosque de Iheran, mi señor —agregó Velya, la encargada de la diplomacia entre los reinos—. Sus incursiones son demasiado discretas para ser solo maniobras territoriales. Creo que están buscando establecer una base antes de hacer un ataque directo.
—Y Seraphina ha recibido señales de movimiento en el plano espiritual —añadió otro consejero—. Kaelith está intentando romper las defensas más allá de lo físico. Ella está trabajando para reforzar las barreras.
Alexander se giró lentamente hacia el último que había hablado, sus ojos afilados como cuchillas. Las sombras parecían crecer a su alrededor, creando una figura imponente, casi monstruosa. Su presencia llenaba la sala con una autoridad que no podía ser desafiada fácilmente, y aunque sus consejeros intentaban ofrecer información útil, él sabía que, en su corazón, las lealtades eran tan frágiles como las promesas que se intercambiaban en los pasillos del castillo.
Los consejeros intercambiaban miradas discretas, sabiendo que la situación no era solo un juego de poder; estaban parados al borde de un abismo, y cualquier paso en falso podría empujarlos hacia la destrucción.
Fue entonces cuando Tarkon, uno de los consejeros más antiguos y poderosos, rompió el silencio con un tono que hizo que todos los demás se tensaran. Tarkon era un hombre de influencia, con conexiones extendidas más allá del reino de Alexander, conocido por sus tratos astutos y su capacidad para mantener su posición a pesar de la constante desconfianza del rey. Alexander lo mantenía cerca, no por respeto, sino para poder controlarlo. Un traidor en potencia, pero alguien demasiado valioso para eliminar sin más.
—Mi señor, —empezó Tarkon con voz calculada, su tono suavemente insolente—, es cierto que las amenazas externas crecen, pero me temo que no todo el peligro proviene de fuera. —Las miradas de los otros consejeros se dirigieron a Tarkon, algunos sorprendidos, otros claramente incómodos—. Hay ciertos... rumores que se escuchan por el reino. Rumores sobre la presencia de... una intrusa.
Un silencio incómodo llenó la sala. Todos sabían a quién se refería, pero nadie se atrevía a mencionarlo directamente. Tarkon, sin embargo, continuó con una seguridad peligrosa.
—Dicen que esta intrusa, una humana que ha llegado a tu lado, ha atraído más atención de la que deberíamos permitirnos. Los ataques se han intensificado desde su llegada. Las facciones se están movilizando, y no puedo evitar preguntarme... —Tarkon esbozó una sonrisa fría— si este consejo está siendo... cegado por algo más que la amenaza de Kaelith.
El aire en la sala se volvió espeso. Morran, que hasta entonces había permanecido firme, dio un paso adelante, los músculos de su cuerpo tensos, listo para intervenir. Sabía que cuestionar a Alexander de esta forma no solo era una imprudencia, sino una sentencia de muerte en cualquier otra circunstancia. Pero Tarkon tenía influencia. Su red de contactos y su conocimiento del reino lo hacían casi intocable, y por eso, hasta Alexander lo toleraba.
—Ten cuidado con tus palabras, Tarkon —gruñó Morran, su voz un bajo amenazante que resonó en la sala—. Estás insinuando más de lo que deberías.
Tarkon no retrocedió. Sus ojos, fríos y calculadores, se posaron en Morran antes de dirigirse nuevamente hacia Alexander, quien observaba la situación en silencio, como una tormenta contenida.
—Mi señor, no me malinterprete —continuó Tarkon, fingiendo una deferencia que no sentía—. Mi lealtad hacia usted es inquebrantable. Pero el consejo debe cuestionarse, ¿es esta humana la causa de los problemas que nos rodean? ¿Ha debilitado la fuerza que antes le temían? Algunos incluso se atreven a decir que... ha domado a la Bestia.
El ambiente en la sala se congeló. Nadie osaba moverse. La intriga política que Tarkon intentaba desatar era peligrosa, y todos lo sabían. Morran dio un paso adelante, pero Alexander levantó una mano, deteniéndolo en seco. La sombra de Alexander parecía oscurecerse más, y las sombras a su alrededor retorcían sus formas, como si respondieran a la creciente tensión en su interior.
—Dices que soy débil, Tarkon —dijo Alexander finalmente, su voz baja, pero cada palabra resonaba con una amenaza palpable—. ¿Crees que una simple humana ha conseguido lo que miles de enemigos no han podido en siglos?
Tarkon vaciló por un segundo, pero se mantuvo firme. Sabía que había arriesgado mucho, pero creía tener la suficiente influencia para salir ileso.
—No sugiero debilidad, mi señor. Solo... precaución. Los rumores son peligrosos. Si el reino comienza a creer que algo ha cambiado, si el miedo hacia su poder se disipa... —sus ojos brillaron con astucia—, entonces corremos el riesgo de que sus enemigos se vean alentados a atacar. Y parece que ya está sucediendo.
La furia de Alexander era visible en sus ojos, aunque su rostro se mantenía inexpresivo. Un silencio aterrador se apoderó de la sala. Nadie respiraba, esperando el inevitable desenlace de esa conversación.
—Los rumores no me preocupan —declaró Alexander, dando un paso hacia Tarkon, su aura oscura aumentando la presión en la sala—. Pero sí me preocupan los hombres que creen en ellos. Los hombres que difunden esos susurros como si fueran verdades, con la esperanza de que esas mentiras se conviertan en armas.
Tarkon tragó saliva, sus ojos mostrando una pizca de duda por primera vez.
—Mi señor, yo solo informo lo que he oído. No soy yo quien los difunde...
—Eres tú quien los alimenta —lo interrumpió Alexander, su voz más baja pero infinitamente más peligrosa—. No te equivoques, Tarkon. Mantenerte cerca no significa que confíe en ti. Significa que prefiero tenerte al alcance de mi mano cuando decida aplastarte.
Morran no pudo evitar que una pequeña sonrisa de satisfacción cruzara su rostro. Había esperado mucho tiempo para ver a Tarkon ser acorralado, y aunque las palabras de Alexander eran más sutiles que la violencia que esperaba, la amenaza era clara.
Los otros consejeros permanecían en silencio absoluto. Sabían que este no era el momento de intervenir. Solo un movimiento en falso y ellos podrían ser los próximos en sentir la furia de su rey.
—Mi señor... —intentó decir Tarkon, pero Alexander lo cortó nuevamente, su paciencia agotándose.
—He gobernado este reino desde antes de que nacieras, Tarkon. He visto caer imperios más poderosos de lo que jamás podrías imaginar. Y ningún rumor, ninguna intriga política cambiará lo que soy. —Sus ojos ardían con una furia contenida—. Si hay una amenaza en mis tierras, será destruida. Pero no toleraré traidores entre mis filas. No te equivoques: estás vivo porque así lo decido.
La tensión en la sala se volvió sofocante. Tarkon no pudo evitar dar un paso atrás, consciente de que había cruzado una línea muy peligrosa. El equilibrio de poder en el consejo estaba más claro que nunca: Alexander podía permitirse jugar con las intrigas, pero solo hasta que decidiera que había llegado el momento de actuar.
—Mi lealtad sigue siendo hacia usted, mi señor. Haré todo lo que esté en mi poder para asegurar que cualquier rumor o intriga sea sofocado de inmediato.
Alexander no respondió de inmediato. Lo observó en silencio durante unos segundos más, hasta que finalmente volvió su mirada hacia los otros consejeros, haciendo un gesto para que continuaran con la deliberación. Pero la amenaza había quedado clara. Ninguno de ellos volvería a cuestionarlo sin pagar un alto precio. Sin embargo, antes de que pudiera continuar, una voz suave y enigmática interrumpió la calma tensa.
Entre los consejeros se encontraba Ilyra, conocida como la Oráculo del Viento, una mestiza de humano y fae que había heredado la capacidad de escuchar los susurros de las corrientes de aire. Mitad humana, mitad fae, Ilyra poseía una presencia etérea, sus ojos grises reflejando un conocimiento místico que le otorgaba un respeto único en el consejo. Sus ropajes eran de tonos oscuros y verdes profundos, y su piel, marcada con ligeras ondulaciones nacaradas, parecía brillar suavemente en la penumbra. Sus ojos, de un gris casi plateado, se mantenían serenos, observando cada movimiento en la sala con una calma que contrastaba con la tensión que se acumulaba.
Fue Ilyra quien se inclinó ligeramente, sus labios moviéndose en un susurro suave, como si intentara apaciguar el creciente enojo de Alexander.
—Mi señor —dijo Ilyra, su tono casi etéreo, pero cargado de una sabiduría atemporal—, los vientos han susurrado a mis oídos. No tienen respuestas directas, pero sí advertencias y posibles caminos. Ellos sienten la convergencia de fuerzas en este mundo, una tensión que crece y se despliega como ramas extendiéndose en todas direcciones. —Sus ojos se dirigieron brevemente hacia Tarkon, quien la miraba con desconfianza y cautela, antes de fijarse en Alexander—. Los vientos no son constantes, como sabéis. Sus mensajes cambian según las acciones de aquellos que buscan alterar el equilibrio.
La sala se sumió en un silencio expectante mientras Ilyra hablaba, y algunos consejeros inclinaron sus cabezas, reconociendo su autoridad como Oráculo. La brisa que parecía colarse desde ninguna parte levantó su cabello, haciéndolo ondear levemente como si los vientos mismos estuvieran atentos a sus palabras.
—Han susurrado de una presencia —continuó Ilyra, entrecerrando los ojos como si intentara vislumbrar alguna visión escondida en el aire—, una figura que podría ser tanto salvadora como destructora, pero su identidad aún no se revela con claridad. Los vientos me muestran fragmentos, nada más, como sombras sobre el agua: una mujer de origen humano que puede traer el renacimiento... o la ruina absoluta.
Una ola de susurros recorrió la sala mientras algunos consejeros se movían incómodos, intercambiando miradas furtivas. Era evidente que las palabras de Ilyra habían despertado en ellos una mezcla de temor e intriga.
Tarkon, el consejero de astucia afilada y ambiciones ocultas, aprovechó la pausa para intervenir con una sonrisa contenida.
—¿Acaso estamos poniendo nuestro destino en manos de una humana, entonces? —dijo Tarkon, con un tono mordaz—. ¿Vamos a confiar en que una intrusa, que ha traído consigo solo conflicto y susurros de rebelión, será nuestra salvadora? ¿No ves, mi señor, que todo esto no es más que una advertencia? Su llegada ha desatado dudas en los reinos, debilidad en nuestras filas... y no todos la ven como la respuesta. Las facciones están en movimiento, mi señor.
Morran gruñó, dando un paso hacia adelante como si fuera a callarlo a la fuerza, pero Alexander alzó una mano para detenerlo. La Bestia en su interior parecía en calma, pero sus ojos ardían con una intensidad peligrosa. Observó a Tarkon con una mezcla de desprecio y paciencia, permitiendo que el consejero hablara y mostrara sus cartas, sus verdaderas intenciones.
—Las palabras de Ilyra deben ser escuchadas con respeto, Tarkon —respondió Alexander, su voz profunda y controlada—. Ella nos trae advertencias que no podemos ignorar, pero no son definitivas. El destino no se define hasta que lo enfrentamos. La intrusa, como la llamas, es parte de este mundo ahora. Su papel, cualquiera que sea, lo determinaré yo.
Ilyra asintió con respeto, y la brisa pareció susurrar con mayor intensidad, como si estuviera respondiendo a la firmeza de Alexander.
—Los vientos no son claros en cuanto a su rol, mi señor. Podría ser la luz que disipe las sombras, o la tormenta que las engulla. Las corrientes de aire murmuran que solo cuando ella esté en medio del conflicto, se revelará su verdadero propósito. —Sus ojos plateados brillaron con una luz intensa, y miró a Tarkon con una leve sonrisa—. El viento cambia, Tarkon, y aquellos que intentan manipular su dirección, suelen terminar en medio de la tormenta.
Tarkon apretó los labios, claramente molesto por la indirecta, pero no se atrevió a responder. Sabía que Ilyra, a pesar de su calma, tenía una influencia poderosa sobre el consejo. Su capacidad para interpretar los signos de los elementos y prever el futuro la hacía invaluable, y desestimarla sería tanto un error político como uno personal. Sin embargo, no pudo evitar lanzar otra puya, esta vez buscando alianzas entre los otros consejeros.
—Entonces, ¿debemos esperar pasivamente a que esta... intrusa revele su papel? —preguntó Tarkon, dirigiéndose a los otros consejeros, buscando apoyo en sus miradas—. ¿O será prudente, al menos, estar preparados para las posibilidades que Ilyra sugiere? ¿No sería sabio tomar medidas preventivas? Si esta humana realmente es una amenaza, el reino debe saberlo. El pueblo necesita seguridad, no incertidumbre.
Un murmullo sutil recorrió la sala. Algunos consejeros asintieron, aunque con cautela, sabiendo que cualquier alianza implícita con Tarkon podría significar su fin si Alexander percibía el más leve atisbo de traición. Alexander los observó en silencio, su mirada afilada percibiendo el miedo y la vacilación en sus rostros.
Fue Ilyra quien intervino una vez más, esta vez con una voz suave pero firme, que parecía flotar en el aire.
—Mis señores, los vientos me han mostrado más de lo que he compartido. Pero debo advertirles: el destino no es una senda fija. Se moldea y se tuerce según nuestras elecciones. Gabriella, la humana, si es que ella es la figura de la profecía, puede ser tanto un arma como un escudo, según la voluntad con la que se le guíe.
Los consejeros miraron a Ilyra con renovado interés, sus palabras creando una intriga que envolvía la figura de Gabriella en un manto de misterio aún mayor. Morran, visiblemente más tranquilo, asintió, reconociendo la sabiduría en sus palabras.
—Entonces, nos corresponde guiar el destino hacia un final favorable —añadió Morran, su tono grave pero respetuoso—. Si Gabriella tiene el potencial de ser cualquiera de esas cosas, es nuestra responsabilidad asegurarnos de que sea nuestra aliada y no nuestra enemiga.
Alexander fijó su mirada en Tarkon, con una frialdad que era la única advertencia que necesitaba.
—Tarkon, tus palabras han sido escuchadas, pero recuerda que no eres quien dicta los pasos de este reino. Eres útil, pero fácilmente reemplazable. —La gélida precisión en el tono de Alexander no dejaba espacio para dudas—. Gabriella seguirá aquí, bajo mi vigilancia. Y si resulta ser una amenaza, seré yo quien lo decida.
Tarkon bajó la cabeza, aparentemente en señal de respeto, aunque sus ojos revelaban una chispa de resentimiento. Sabía que había perdido esta batalla, pero su intención de sembrar dudas había sido clara. Para él, cada oportunidad de hacer tambalear el consejo era un paso más hacia su propia agenda.
Ilyra observó a Tarkon, sus labios apenas curvados en una expresión que era más sabia que cualquier palabra que pudiera pronunciar. Sus ojos, como el viento que captaba los secretos del mundo, vieron a través de él y de sus intenciones.
—Los vientos no juzgan, Tarkon —dijo, su voz llena de serenidad—. Ellos solo muestran lo que podría ser. Y ahora, te aconsejo que escuches con el alma, no solo con el oído, para que no pierdas el rumbo en la tempestad.
La atmósfera en la sala se tornó ligeramente más tranquila mientras cada consejero parecía considerar en silencio el significado de las palabras de Ilyra.
Alexander permanecía firme, su figura imponente destacándose en la penumbra del salón, consciente de que las sombras que lo rodeaban no solo existían fuera de él, sino también dentro de su propio consejo.
Finalmente, el consejo se disolvió, debilitado y fortalecido a partes iguales por las intrigas internas. La Bestia, el rey y la sombra, todos los aspectos de su ser, habían mantenido el control. Mientras tanto, Ilyra permaneció en la sala unos momentos más, escuchando los susurros del viento que resonaban en su mente, sabiendo que la llegada de Gabriella era solo el inicio de un destino que aún estaba por descubrirse.
Hola, hola!
Actualmente estoy en una época que apenas saco tiempo para escribir, por eso he ralentizado las entregas de capítulos, PERO no os preocupéis que acabaré la obra!
¡Aquí os dejo la foto orientatitva de Ilyra!
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