¡Hola, mes chères roses!
"El pasado siempre regresa, no como un eco distante, sino como una sombra que nunca deja de acechar."
—Gabriella Moreau
GABRIELLA
El eco de una voz conocida la despertó. Gabriella abrió los ojos de golpe, su respiración entrecortada, mientras su cuerpo aún vibraba con las sensaciones difusas del sueño. Las palabras resonaban, como si alguien hubiera intentado advertirle de algo, pero la niebla del sueño distorsionaba los detalles. Giró la cabeza y vio a Alexander, su cuerpo robusto y marcado por cicatrices descansando junto a ella, ajeno a la inquietud que la envolvía.
Gabriella se levantó con cuidado, el aire nocturno acariciando su piel cuando se acercó al balcón. Las palabras de su madre, o tal vez su recuerdo, seguían persiguiéndola, como un susurro que no terminaba de comprender.
Mientras el viento agitaba su cabello, trató de centrarse en los sonidos suaves de la noche. Su vida en este mundo era una constante batalla entre sombras y dudas. Y aunque Alexander era ahora una parte crucial de su vida, su presencia a veces parecía otro enigma más, uno que no podía resolver tan fácilmente.
Alexander se movió en la cama. Aunque no abrió los ojos de inmediato, su voz grave la alcanzó desde la penumbra.
—Otra vez esos sueños —murmuró con una mezcla de cansancio e intriga. Aún con los ojos cerrados, su percepción de ella nunca fallaba.
Gabriella no respondió de inmediato. Se quedó mirando el horizonte oscuro más allá de los límites del castillo, su mente girando en torno a todo lo que había ocurrido desde su llegada a este mundo. Había tantas preguntas que la seguían, tantas cosas que no terminaba de entender. Pero sobre todas ellas, había una en particular que se había instalado en su mente como una espina desde la primera vez que había escuchado el nombre. Ariadne.
Finalmente, se volvió hacia Alexander, cruzando la habitación en silencio hasta quedar a su lado, sin hablar al principio. Sabía que había algo en esa palabra, algo que resonaba profundamente en él. Lo había visto antes en la sala de espejos, cuando la mención de Ariadne lo había trastornado, pero nunca había querido preguntar. Hasta ahora.
—He estado pensando... —empezó, sin estar segura de cómo formular su pregunta—. Desde que llegué aquí, desde que comencé a comprender este lugar, ha habido cosas que no encajan. Y sé que no es el mejor momento, pero... hay algo que debo saber.
Alexander abrió los ojos y la miró en silencio, esperando a que continuara. Gabriella sostuvo su mirada, consciente de que estaba a punto de tocar un tema delicado.
—¿Quién fue Ariadne para ti? —preguntó finalmente, sin adornos ni rodeos.
La reacción de Alexander fue inmediata, como si el nombre hubiera desatado una tormenta dentro de él. Su rostro, antes relajado, se tensó de golpe, y Gabriella sintió cómo la temperatura en la habitación parecía bajar varios grados. Las sombras que solían acompañarlo parecían agitarse levemente, respondiendo a su estado emocional.
Aunque Alexander comenzaba a abrirse, no podía evitar que las defensas que llevaba siglos levantando se interpusieran. Gabriella lo observó con cuidado, reconociendo la batalla interna que él libraba cada vez que alguien mencionaba ese nombre. Alexander se apartó ligeramente, sus labios formando una línea fina, sus ojos oscuros como la noche.
—¿Por qué quieres saber eso? —preguntó él, su tono tan afilado como un cuchillo, su cuerpo rígido como una estatua.
Gabriella se quedó quieta, tratando de no dejarse intimidar por el cambio repentino en su actitud. Sabía que el tema era peligroso, pero también sabía que no podía evitarlo más. Había visto suficiente para entender que la relación entre Alexander y Ariadne era fundamental para entender quién era él realmente, y para comprender la naturaleza de las sombras que lo rodeaban.
—No pretendo hurgar en tus heridas —respondió con sinceridad, buscando sus ojos—, pero ya no puedo ignorarlo. He visto cómo reaccionas cuando se menciona su nombre, y sé que ella tiene algo que ver con todo esto... contigo.
Alexander apartó la mirada, como si las palabras de Gabriella fueran demasiado difíciles de enfrentar. Se levantó de la cama, caminando hacia el balcón con pasos pesados. Las sombras parecían seguirlo, extendiéndose en el suelo tras él. Gabriella lo observó en silencio, sintiendo que había abierto una puerta que tal vez no estaba lista para cruzar.
Mientras Alexander miraba hacia la oscuridad del horizonte, las sombras parecían susurrar a su alrededor. Ariadne, su traición, su mentira. Todo aquello que había pensado que conocía, se desmoronó en un solo acto de traición. Gabriella lo sabía, podía verlo en la tensión de sus hombros, en cómo sus manos se aferraban al borde del balcón con demasiada fuerza. Ariadne aún lo definía, aún influía en cada decisión que tomaba, aunque él no quisiera admitirlo.
—Ariadne fue... alguien que pensé que conocía —dijo finalmente, su voz baja, casi un susurro. Sus manos se apoyaron en el borde del balcón, mientras observaba el horizonte con una mirada perdida—. Alguien que me prometió lealtad, amor... todo lo que uno espera de alguien que comparte tu vida.
Hubo un silencio tenso, y Gabriella supo que estaba luchando con sus recuerdos, con las emociones que había tratado de reprimir durante tanto tiempo.
—Pero todo fue una mentira —continuó, su tono más duro ahora—. Ariadne me traicionó, traicionó a nuestro reino, y fue la razón por la que todo esto... todo lo que soy, lo que ves a tu alrededor, ocurrió.
Gabriella se acercó lentamente, sintiendo la intensidad de las palabras de Alexander como un golpe. Sabía que Ariadne había sido más que una simple traidora para él. Había sido una parte importante de su vida, alguien que había tenido el poder de romperlo de una manera que nadie más podría.
—Lo siento —dijo en voz baja, sus manos temblando levemente mientras las extendía para tocar su brazo, queriendo ofrecerle algo de consuelo, aunque supiera que él no lo aceptaría fácilmente—. No quería...
Alexander la miró, sus ojos oscuros llenos de un dolor que apenas podía contener.
—No tienes que disculparte por algo que no entiendes del todo, Gabriella —dijo, pero había un deje de suavidad en su voz, como si por primera vez no quisiera que ella cargara con ese peso—. Pero no me hables de Ariadne. No aquí, no ahora.
Gabriella asintió, respetando su petición, aunque una parte de ella seguía deseando entender más. Sabía que Ariadne era la clave para comprender por qué Alexander era quien era, y por qué las sombras lo envolvían de esa manera. Pero también sabía que no podía forzar la conversación, no cuando él no estaba preparado.
Aún así, la inquietud persistía en su interior. Ariadne no era simplemente una figura del pasado de Alexander; Gabriella sentía que su sombra seguía presente, como si parte de ella aún estuviera entre ellos, esperando el momento adecuado para reclamar lo que alguna vez había sido suyo.
Gabriella lo sentía claramente. Ariadne no era un mero recuerdo doloroso. Era como si su presencia aún flotara entre ellos, acechante, envolviéndolo cada vez que las sombras se movían a su alrededor. Gabriella se dio cuenta de que, aunque Alexander quería alejarse de ese recuerdo, el fantasma de Ariadne seguía allí, entrelazado con la oscuridad que lo rodeaba.
—Lex... —susurró Gabriella, pronunciando el nuevo nombre con suavidad, buscando traerlo de vuelta al presente, alejarlo de los fantasmas que lo acechaban—. Quiero ayudarte. No sé si podré, pero quiero estar aquí, contigo.
Alexander exhaló profundamente, como si el simple hecho de escuchar su nombre en los labios de Gabriella le obligara a soltar un poco las defensas que siempre mantenía en alto. "Lex" no cargaba con el peso de sus títulos, ni con la maldición que lo había atormentado durante siglos. En la voz de Gabriella, era solo un nombre, y se sentía como una especie de ancla, algo que lo mantenía conectado a ella, a este momento.
"Lex", esa forma de llamarlo hacia que una parte de sí mismo bajara las defensas, algo que no había hecho en siglos. Había algo en la manera en que ella pronunciaba su nombre que lo anclaba al presente, al aquí y ahora, obligándolo a sentir. Era un pequeño paso, pero en alguien como Alexander, un paso así significaba mucho más de lo que él mismo estaba dispuesto a admitir.
—Haz lo que quieras —murmuró Alexander con una resignación que sonaba fría, pero Gabriella pudo percibir algo diferente. Aunque su tono fuera duro, había un ligero cambio en él. Como si, por primera vez, estuviera dando un pequeño paso hacia adelante, dejando que ella se acercara, algo casi imperceptible pero muy significativo para alguien que había pasado tanto tiempo levantando muros a su alrededor.
Gabriella lo rodeó con sus brazos, sintiendo la rigidez de su cuerpo al principio, la resistencia instintiva que aún se mantenía como si su cercanía fuera algo que debía rechazar. Apoyó su cabeza suavemente contra su pecho, escuchando el latido fuerte y errático de su corazón. Al principio, no estaba segura de si él la dejaría quedarse así, pero entonces, de manera casi imperceptible, Alexander bajó los brazos y la rodeó con ellos, un abrazo que al principio fue inseguro, pero que poco a poco se fue volviendo más firme.
El calor de su cuerpo la envolvió, una sensación que contrastaba con el frío de la noche. Gabriella cerró los ojos, dejándose llevar por el aroma de su piel, ese rastro tenue que había llegado a asociar con él, con la oscuridad que lo rodeaba, pero también con algo más profundo, algo humano y visceral. Podía sentir su respiración pesada sobre su cabello, el leve susurro de su exhalación en su oído mientras él se permitía, aunque solo por un instante, bajar la guardia.
El simple acto de abrazarla se sentía como una lucha interna. Alexander estaba tan acostumbrado a mantener la distancia que el solo hecho de permitirle estar cerca era un reto monumental. Pero había algo en Gabriella que rompía sus barreras, algo que lo obligaba a aceptar que no estaba tan solo como siempre había creído.
—No sé cómo llegamos aquí —murmuró Gabriella, su voz casi apagada por el latido constante del pecho de Alexander—. Pero siento que no me he sentido tan... cerca de alguien en mucho tiempo. Quizás nunca.
Alexander no dijo nada. Su agarre alrededor de ella se hizo más firme, como si el simple acto de sostenerla lo anclara a algo real, algo que no fuera un eco de su pasado. Gabriella levantó la cabeza para buscar sus ojos, encontrando una sombra de vulnerabilidad en ellos, una que apenas se atrevía a dejarse ver, pero que ella percibió con claridad.
Por un momento, Gabriella sintió una calma extraña, una paz que le parecía irreal, como si esa intimidad compartida fuera suficiente para sofocar la furia que siempre había estado latente entre ellos. Sabía que era una paz frágil, casi efímera, pero en ese breve instante, era todo lo que necesitaba.
Alexander, por su parte, se mantuvo en silencio, su mirada fija en la distancia, pero sus brazos no la soltaron. No dijo nada, no hizo ningún gesto grandilocuente, pero Gabriella lo sintió más presente que nunca. La Bestia, la sombra, todo lo que lo había definido durante siglos, parecía perder peso en ese momento.
—Hay tanto que no entiendo —admitió Gabriella, su voz en un susurro casi inaudible—. Tantas cosas que me persiguen... sobre este lugar, sobre ti... Y aún así, quiero quedarme aquí, contigo.
Alexander la miró, sus ojos oscuros y profundos, pero Gabriella pudo ver algo más allá de la dureza que siempre mostraba. Por un instante, la Bestia dentro de él parecía retroceder, dando paso al hombre que se había ocultado tras siglos de dolor y traición. Y aunque no lo dijera con palabras, su abrazo lo decía todo.
—Siempre seré... esto —murmuró, su voz ronca, cargada de una verdad que no podía negar—. Un monstruo, Gabriella.
Gabriella sintió cómo su corazón se aceleraba, pero no por miedo, sino por la certeza de que, a pesar de lo que él decía, ella estaba viendo algo más. Algo que él mismo no se permitía reconocer. Levantó la cabeza, buscando sus ojos, intentando encontrar alguna respuesta en ellos.
—Eres más que eso —respondió ella, con una firmeza tranquila—. Y lo sabes. Solo... te has olvidado de cómo sentirlo.
El silencio que siguió fue denso, pero no incómodo. Era como si ambos estuvieran procesando lo que había sido dicho, las palabras que parecían romper las barreras entre ellos.
Alexander cerró los ojos por un momento, como si quisiera bloquear el mundo exterior. El peso de la maldición, la traición de Ariadne, el dolor que lo había consumido durante tanto tiempo, todo parecía demasiado. Pero ahí estaba Gabriella, con su calidez, su obstinada esperanza, abrazándolo a pesar de todo lo que él creía ser. Y por primera vez en mucho tiempo, se permitió sentir algo más que furia.
—No sé cómo... —comenzó a decir, pero las palabras se le atoraron en la garganta. No sabía cómo expresar lo que estaba sintiendo. Cómo podía poner en palabras esa paz momentánea que ella le ofrecía, una paz que le parecía tan ajena y, sin embargo, tan ansiada.
Gabriella deslizó sus dedos por su mejilla, obligándolo a abrir los ojos. La manera en que lo miraba, con comprensión y sin juzgarlo, lo desarmaba por completo. Era como si ella viera a través de la Bestia, a través de la oscuridad, y alcanzara algo que él ni siquiera sabía que aún existía dentro de él.
—No tienes que saber cómo —respondió ella suavemente—. Solo tienes que dejarme estar aquí. Contigo.
Alexander no respondió de inmediato, pero su abrazo se hizo más fuerte, como si la única respuesta que pudiera darle fuera sostenerla más cerca. A su manera, Gabriella sabía que lo estaba aceptando, que, por más que intentara resistirse, había algo entre ellos que él no podía negar. Ninguno de los dos podía.
Finalmente, tras un largo momento de silencio, Alexander susurró, su voz apenas audible en la penumbra:
—Lex.
Gabriella lo miró, confundida por un segundo.
—Llámame Lex —murmuró, casi con resignación, pero también con algo más, algo que ni él mismo podía comprender del todo—. Si eso es lo que quieres.
Un leve brillo de satisfacción cruzó los ojos de Gabriella. No era solo que lo estuviera llamando de una manera más íntima; era que, por primera vez, él estaba permitiendo que esa intimidad existiera.
—Lex —repitió ella, sonriendo suavemente mientras lo sostenía aún más cerca—. Me gusta cómo suena.
Y aunque él no respondió de inmediato, Gabriella supo que algo había cambiado entre ellos. Una puerta se había abierto, por pequeña que fuera, y aunque la oscuridad seguía acechando alrededor, en ese momento, en ese abrazo, había un destello de luz.
Alexander la mantuvo junto a él, inhalando profundamente su aroma, el calor de su cuerpo contra el suyo. No era la paz absoluta que necesitaba, pero era una calma temporal, una tregua en medio de la tormenta que siempre lo rodeaba. Y por primera vez en mucho tiempo, se permitió disfrutar de esa sensación, aunque supiera que no duraría.
Gabriella cerró los ojos, escuchando el latido de su corazón, sintiendo cómo, poco a poco, la tensión en Alexander se desvanecía. No había respuestas inmediatas, ni promesas de un futuro sin sombras, pero en ese instante, ninguno de los dos lo necesitaba. Lo único que importaba era que, por primera vez, no estaban solos.
El silencio envolvía la habitación como una manta cálida, el mundo exterior parecía lejano, casi inexistente. Era un momento tan frágil, tan efímero, que Gabriella se permitió creer que quizá todo podría estar bien, que por un breve instante podían tener esa tregua. Pero la realidad siempre encontraba la forma de irrumpir, de recordarte que la calma era solo la antesala de la tormenta.
Un golpe sordo resonó en la puerta, quebrando el silencio con una violencia que ambos no esperaban. Alexander tensó los músculos al instante, su cuerpo alerta, como si hubiera sido arrancado de ese instante de paz que tanto había costado alcanzar. Gabriella también se sobresaltó, apartándose ligeramente de él, el corazón acelerado por el susto.
—¿Quién se atreve...? —gruñó Alexander, la furia volviendo a su voz en un abrir y cerrar de ojos, como una sombra que nunca había desaparecido del todo.
La puerta no se abrió de inmediato, pero el golpeteo se repitió, esta vez más insistente, casi urgente. Alexander soltó a Gabriella y caminó hacia la entrada con paso firme, su rostro ya mostrando la máscara fría y brutal del rey que nunca dormía del todo.
—Espera... —Gabriella susurró, sintiendo un mal presentimiento en el aire. No sabía qué era, pero algo en la atmósfera había cambiado, algo oscuro y denso que la hacía temer lo que estaba por venir.
Alexander ignoró su advertencia y abrió la puerta de golpe. Morran estaba de pie en el umbral, con una expresión más sombría de lo habitual. Su rostro, marcado por cicatrices de incontables batallas, transmitía una mezcla de preocupación y apremio.
—Mi señor, lamento la interrupción, pero hemos recibido noticias... inesperadas del consejo de las hadas —dijo Morran, sus ojos evitando mirar directamente a Gabriella—. Hay facciones que están comenzando a moverse... y no todas parecen estar de nuestro lado.
Alexander frunció el ceño, su expresión endureciéndose aún más.
—¿De qué estás hablando? —preguntó en un tono bajo, peligroso. El consejo de las hadas había mantenido una tregua tensa con su reino desde hacía siglos. Las hadas eran criaturas caprichosas, pero sabían que enfrentarse directamente a Alexander era casi un suicidio. ¿Qué había cambiado?
Morran tomó aire, como si las palabras que estaba por decir fueran demasiado difíciles de pronunciar.
—Se ha convocado una reunión de emergencia entre las facciones principales. Nyx... está encabezando una rebelión. Las hadas oscuras están formando una alianza. No solo con otros reinos, sino... parece que Kaelith está moviendo los hilos detrás de esto.
El nombre de Kaelith cayó como un bloque de hielo en la habitación. Gabriella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Ese nombre lo cambiaba todo. Había algo en Kaelith, una conexión oscura que la envolvía de formas que no lograba comprender del todo. Si estaba involucrado con el consejo de las hadas, nada bueno podría salir de ello. Aunque las piezas aún no encajaban por completo, cada mención de Kaelith despertaba una sensación inquietante en su interior, como si él fuera una parte crucial de la maraña que se cernía sobre su vida, esperando a revelarse en cualquier momento.
—¿Qué están planeando? —preguntó Alexander con voz controlada, aunque Gabriella podía sentir la rabia bullir bajo la superficie.
—Aún no lo sabemos todo, mi señor. Pero... —Morran bajó la voz—, hay rumores de que planean moverse contra ti, Alexander. Esta vez... no solo son amenazas vacías. Tienen el respaldo de seres que no podemos identificar. Y Nyx... parece más poderosa de lo que habíamos imaginado.
Gabriella sintió cómo el aire se volvía más pesado, casi irrespirable. Sabía que Nyx había sido una figura esquiva, una sombra en la periferia de todos los conflictos. Pero ahora, si estaba tomando el control del consejo, algo siniestro estaba a punto de desencadenarse.
—Kaelith está detrás de esto —dijo Gabriella en voz baja, casi para sí misma, pero Alexander la escuchó.
—Por supuesto que lo está —respondió él con los dientes apretados—. Ese maldito ha estado jugando con todos desde las sombras, esperando su momento. Y parece que finalmente ha decidido dar el primer golpe.
Gabriella bajó la mirada, sus pensamientos arremolinándose en su mente. Kaelith no solo era una amenaza para Alexander, sino para ella también. Y ahora, con las hadas de su lado, la balanza de poder estaba cambiando de manera alarmante.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella, levantando la vista para encontrar los ojos de Alexander.
Alexander la observó en silencio por un momento, como si estuviera considerando algo más profundo de lo que ella podía entender. Luego, volvió su atención a Morran.
—Convoca a todos mis consejeros. Si las hadas y Kaelith están tramando algo, debemos estar preparados. No permitiré que nos sorprendan con la guardia baja —ordenó Alexander, su tono cortante y decidido—. Y quiero saber más sobre esta supuesta alianza. No podemos actuar sin información.
Morran asintió y salió de la habitación con paso rápido, dejando a Alexander y Gabriella sumidos en una tensión silenciosa.
Gabriella se acercó lentamente a Alexander, apoyando una mano en su brazo, buscando su mirada con preocupación.
—Esto es solo el principio, ¿verdad? —preguntó ella en voz baja, temiendo la respuesta.
Alexander asintió, sus ojos volviendo a oscurecerse con esa intensidad peligrosa que siempre lo acompañaba.
—Así es, Bella. Este es solo el comienzo de lo que vendrá. Y si Kaelith está detrás de esto, las sombras que se avecinan serán más profundas y letales de lo que imaginas.
Gabriella sintió como si el tiempo se detuviera un instante. Esa palabra, ese nombre, pronunciado por él. "Bella". Era la primera vez que alguien lo decía en este mundo, la primera vez que escapaba de los labios de Alexander, y sonaba tan diferente, tan cargado de algo que no podía nombrar. En ese preciso momento, el peso de todo lo que habían vivido, de todas las dudas y miedos, pareció difuminarse por un segundo. Un nombre que para Gabriella cargaba recuerdos de otro tiempo, otro lugar. Al escuchar "Bella" en sus labios, sintió que algo en su interior se agitaba, como si esa palabra conectara lo que era con lo que había sido. No era solo un simple apelativo; en este mundo de sombras, ese nombre representaba algo más profundo, algo que la anclaba a él, a pesar de todo lo que los separaba. Aunque Alexander le había dicho que hiciera lo que quisiera, con indiferencia, ahora, al escuchar ese "Bella" resonar en el aire, Gabriella supo que la conexión entre ellos se había profundizado. Tal vez él no lo comprendía del todo, o quizá no quería aceptarlo, pero para ella, ese simple gesto había cambiado algo entre ambos.
El nudo en su estómago se hizo más apretado, pero no solo por la mención de Kaelith o las sombras que se avecinaban. Era la forma en que Alexander había dicho su nombre, como si por un breve momento, él también estuviera probando cómo encajaba en su vida, como si la aceptara más de lo que estaba dispuesto a admitir. Su corazón palpitaba más rápido, y una sensación de calidez la envolvió, a pesar de lo que estaban enfrentando.
Pero esa calidez no tardó en transformarse en miedo. Sabía que la paz que habían compartido era momentánea, pero el nombre "Bella" la había conectado aún más a él, haciéndola sentir que lo que estaba por venir la afectaría de una manera mucho más profunda. Las piezas del tablero estaban moviéndose, y ella, Alexander y el reino entero se encontraban en el centro de una tormenta que empezaba a desatarse.
Gabriella tragó saliva, el nombre aún resonando en su interior. ¿Por qué le afectaba tanto? Porque "Bella" era quien había sido, la joven que tenía una vida normal, rodeada de personas que la amaban. Pero aquí, en este mundo sumido en oscuridad, ese nombre adquiría un nuevo significado. Era una prueba de que aún había algo de esa chica en ella, pero también de que estaba cambiando, de que Alexander, el hombre que siempre mantenía su distancia, el rey maldito, había cruzado una barrera que ni siquiera él era consciente de haber traspasado.
Alexander no se percató de cómo "Bella" reverberaba dentro de Gabriella, de lo que significaba para ella que él la llamara así. Tal vez para él solo era un nombre, una palabra dicha en el fragor de la conversación. Pero para Gabriella, era mucho más. Era una promesa no dicha, un ancla en un mundo que se desmoronaba a su alrededor. Un recordatorio de quién había sido, y tal vez, de quién aún podía ser.
Pero la realidad regresó con fuerza cuando Alexander volvió a hablar, su tono endurecido por la mención de Kaelith, las sombras de lo que vendría ensombreciendo el instante íntimo que acababan de compartir. Alexander se giró hacia ella, sus ojos brillando con una mezcla de determinación y algo más. Una furia controlada, pero imparable.
—No voy a permitir que Kaelith o Nyx destruyan lo que es mío —dijo él, su voz baja pero cargada de promesa—. No a ti. No a este reino. Y si ellos quieren guerra, entonces guerra tendrán.
Gabriella lo miró, sintiendo que una nueva batalla estaba a punto de comenzar, una que los empujaría más allá de lo que jamás habían imaginado. La burbuja en la que se habían refugiado había estallado, devolviéndolos a la cruda realidad de un conflicto que se estaba gestando en las sombras. Y esta vez, Gabriella sabía que el peligro era más grande que nunca.
Pero también sabía que no estaba sola. Alexander y ella, por más rota que estuviera su relación, estaban unidos por algo más que el destino. Y ahora, juntos, tendrían que enfrentarse a las fuerzas que se estaban alineando contra ellos.
El viento nocturno sopló con fuerza desde el balcón, como un presagio de lo que estaba por venir.
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