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CAPÍTULO 24

¡Hola, mes chères roses!

"Las sombras no pueden tomar aquello que aún no ha sucumbido. Pero todo corazón tiene un límite, y cuando ese límite es alcanzado, ni la luz más brillante podrá salvarlo." — Seraphina

KAELITH

El aire en la morada de Kaelith era espeso y opresivo, cargado de una magia oscura que vibraba con un pulso propio, como si los muros mismos respiraran la maldad que el hechicero infundía en cada rincón. Atrapada entre dimensiones, la morada de Kaelith se erguía sobre monolitos antiguos que se alzaban como testigos de tiempos olvidados, conectando este lugar prohibido con otros mundos y épocas. Las paredes de piedra negra, marcadas por runas que resplandecían tenuemente, parecían latir, vivas con el peso de los conjuros oscuros que Kaelith practicaba a diario. El eco constante en el aire era como un susurro persistente, llenando el ambiente con el rastro de secretos antiguos y poderes oscuros, una tensión latente que oprimía el alma de cualquier ser que osara acercarse.

Kaelith se encontraba en el centro de su sala ritual, rodeado por artefactos de épocas perdidas y pergaminos descoloridos, llenos de conjuros antiguos y secretos oscuros. El cuenco de obsidiana frente a él burbujeaba, el líquido negro en su interior parecía poseer vida propia, formando figuras que se desvanecían antes de tomar forma completa. En su superficie se reflejaban sombras distorsionadas, mostrando imágenes de Gabriella y Alexander, capturadas como si fueran simples marionetas de sus juegos oscuros. Las escenas cambiaban constantemente, desde los pasillos sombríos del castillo hasta los momentos más íntimos que compartían, mostrándolos envueltos en un conflicto que, aunque no lo sabían, se había diseñado para destruirlos.

El hechicero observaba estas visiones con una mezcla de satisfacción fría y una anticipación controlada. Desde que Gabriella había entrado en los dominios de Alexander, Kaelith había comenzado a mover sus piezas con precisión. La joven Althara había demostrado ser más fuerte de lo que esperaba, pero cada día que pasaba en compañía de Alexander, se acercaba más a la oscuridad que Kaelith planeaba usar en su contra. Podía ver los hilos invisibles de la duda tejiéndose en torno a ellos, una mezcla de deseo y temor que les impedía ver con claridad el peligro que los acechaba. Cada pequeño conflicto entre la luz y la oscuridad los debilitaba un poco más, abriendo camino a su influencia. Kaelith saboreaba cada momento, cada rastro de vulnerabilidad que captaba en sus miradas y sus actos.

Mientras las imágenes danzaban en el líquido oscuro, Kaelith no pudo evitar que un destello de su pasado como Profesor Martínez cruzara por su mente. La memoria de aquel hombre débil y mundano, cuya vida había tomado sin vacilar, seguía siendo un recordatorio de los sacrificios que estaba dispuesto a hacer por su poder. Había sido mucho más que un simple maestro; había sido un observador astuto y calculador, siempre a la caza de cualquier signo de magia en su hija. Gabriella, a sus ojos, no era más que una herramienta incompleta, una pieza en su tablero de ajedrez que aún no estaba lista para cumplir su propósito. Pero esa chispa de luz que había percibido en ella desde el principio, aunque pequeña, no podía ser ignorada.

Kaelith se había infiltrado en la vida de Gabriella asumiendo la identidad del Profesor Martínez, un vecino y académico de la facultad de filología. La elección no había sido al azar; Kaelith había estudiado cada movimiento, cada decisión que lo llevaría más cerca de Gabriella, asegurándose de que su control sobre ella fuera absoluto. Había matado al verdadero Martínez y usurpado su vida, adoptando su apariencia para vigilar de cerca a Gabriella. A pesar del disgusto que le provocaba este cuerpo humano, la posición de Martínez le permitía estudiar los movimientos de su hija y manipular su entorno a su favor, mientras ella permanecía ajena a la verdadera naturaleza de su "mentor".

Había sido él quien, con palabras suaves y sutiles, había empujado a Gabriella hacia su destino. La alentó a seguir su interés por los libros y la historia, sabiendo que cuanto más indagara en las historias de las civilizaciones antiguas, más inevitable sería que despertara su verdadera naturaleza. Gabriella no sospechaba nada; para ella, Martínez era un profesor amable que la apoyaba, que veía en ella un talento especial. Pero Kaelith sabía que ese talento no era otra cosa que el poder dormido que llevaba dentro, esperando ser desatado al ritmo de su voluntad.

El recuerdo de aquella primera manifestación de luz estaba grabado en su mente: Gabriella había reaccionado instintivamente, y un destello de pura energía había repelido a los Acechasombras en un estallido brillante y caótico. Aquello había sido un error que Kaelith no había anticipado del todo, un fallo en su control. Pero incluso en su frustración, supo que esa chispa de poder era la confirmación de que Gabriella era más que una simple chica ingenua atrapada en un juego oscuro. Cada pequeño fracaso en su intento de manipularla solo avivaba su obsesión, empujándolo a arriesgarlo todo.

Kaelith había planeado el accidente que cambió el destino de Gabriella con una precisión que rozaba la locura. Cansado de esperar y frustrado por la falta de progreso, utilizó su magia para alterar el curso de la realidad, abriendo un portal entre mundos que la atraparía y la empujaría hacia el caos que tanto ansiaba ver. Sabía que este sería el empujón definitivo, un catalizador que despertaría todo lo que Gabriella llevaba dentro, aunque ello significara exponerla a los horrores que había creado con su magia.

Gabriella, atrapada en el accidente, no supo jamás que el profesor Martínez, su amable mentor y vecino, era el verdadero artífice de su desgracia. Para Kaelith, aquello no fue solo un experimento; fue una declaración de poder, una muestra de que él tenía el control sobre cada aspecto de la vida de Gabriella, aun cuando ella se creyera libre. Había tirado de los hilos de su destino, liberándola del mundo mundano y arrojándola en medio de un campo de batalla donde los Acechasombras la atacarían sin piedad. Si aquello no despertaba su poder, nada lo haría. Y cuando vio a Alexander intervenir, supo que había añadido una nueva pieza a su juego.

Kaelith había observado con deleite cómo Gabriella caía en los dominios de Alexander, cómo el terror y la confusión la rodeaban mientras los Acechasombras la acechaban. Fue en ese encuentro fortuito —o mejor dicho, planeado— donde todo comenzó a tomar forma. La luz de Gabriella, aquella manifestación instintiva de poder, había sido suficiente para captar la atención de Alexander. Kaelith no necesitaba más para saber que ambos estaban destinados a enredarse en una danza de atracción y destrucción, una que él orquestaría hasta sus últimas consecuencias.

El siguiente paso en su plan era claro: debía asegurarse de que Gabriella llegara al punto de quiebre, a ese instante en el que no tendría otra opción más que sucumbir a la oscuridad.

La segunda vez que su magia se manifestó, Kaelith lo había orquestado. En la visión que él mismo manipuló, Gabriella se enfrentó a la figura de su verdadero padre, y su miedo liberó una pequeña fracción de su luz. Aquella chispa, aunque pequeña, fue suficiente para que Kaelith confirmara lo que ya sabía: Gabriella poseía un poder real, uno que ella misma no comprendía, pero que él estaba decidido a controlar. Esa vulnerabilidad la hacía perfecta para sus planes. En sus manos, Gabriella no era solo una fuente de poder; era una llave, un catalizador para abrir puertas que habían permanecido cerradas por demasiado tiempo.

—Mírala —dijo Kaelith, su voz profunda resonando en la sala—. Gabriella ha dejado de ser solo una intrusa en su propio destino. Ahora, es una llave. La llave que nos abrirá las puertas de la destrucción que tanto ansiamos.

Nyx, el hada oscura cuya lealtad estaba profundamente enraizada en Ariadne, se movía en las sombras como una figura espectral, sus alas negras apenas perceptibles en la penumbra. Nyx siempre había sentido una extraña fascinación por Gabriella, no solo por la conexión con Ariadne, sino también por la fuerza latente que veía en ella. Sin embargo, esa misma fuerza le provocaba dudas que no podía ignorar. La veía como un faro, una luz que podía guiar o destruir dependiendo de quién la usara, y ese poder, incontrolado y salvaje, la perturbaba.

—La he visto resistirse a la oscuridad más de una vez, Kaelith —comentó Nyx, su tono más inquisitivo que desafiante—. Gabriella no es simplemente una víctima en espera de ser usada. Hay algo en su luz que me inquieta. Su fuerza podría ser mayor de lo que podemos controlar. Recuerda que expulsó a los Acechasombras, Kaelith. No fue solo una chispa, fue una defensa real.

Kaelith apartó la mirada del cuenco y fijó sus ojos oscuros en Nyx, su expresión cambiando de la indiferencia a una ira apenas contenida. Las palabras del hada resonaron en su mente como un desafío, un recordatorio de que incluso los planes más perfectos podían encontrar resistencia. En un arrebato furioso, Kaelith alzó una mano y murmuró un conjuro rápido y antiguo. Una sombra oscura se alzó desde el suelo y envolvió el cuello de Nyx, apretando con fuerza. Nyx se llevó las manos a la garganta, luchando por respirar mientras el aire se volvía escaso.

—¡No me hables de control, Nyx! —gruñó Kaelith, disfrutando del dolor reflejado en los ojos de Nyx mientras la oscuridad apretaba más fuerte. Había un deleite retorcido en la forma en que la veía retorcerse, cada jadeo y tos un recordatorio de su poder. Gabriella era un peón, una pieza que se movía solo cuando él lo decidía.

Kaelith disfrutó del sonido ahogado que surgió de la garganta de Nyx, una mezcla de asfixia y miedo, y por un momento, pareció que no iba a soltarla. El placer que obtenía de ese pequeño acto de crueldad era una afirmación de su dominio, una demostración de que nadie podía cuestionar su control. Pero tras unos segundos interminables, Kaelith liberó la presión, soltando a Nyx de su hechizo. Nyx cayó al suelo, jadeando y frotándose la garganta, sus alas temblando levemente mientras recuperaba el aliento.

—Ese momento no me preocupa en lo más mínimo —continuó Kaelith, su tono burlón—. Gabriella no sabe lo que es, y mientras siga así, no es más que una chispa sin dirección, fácil de apagar o manipular. Su fuerza es real, pero descontrolada, y eso la hace vulnerable. Es un arma esperando ser tomada y usada, y yo seré quien la guíe para desatar su máximo potencial, como más me convenga..

Nyx bajó la mirada, no por sumisión, sino por cálculo. Sabía que Kaelith estaba jugando su propia partida, y que ella era una pieza que podría ser sacrificada si se interponía en sus deseos. Aun así, las dudas sobre Gabriella seguían latentes en su mente. La joven Althara no era una simple mujer perdida; era alguien capaz de desafiar la oscuridad, y eso era algo que podría alterar los planes de todos.

Kaelith volvió a centrar su atención en el cuenco, observando cómo Gabriella recorría los pasillos del castillo, su expresión una mezcla de determinación y confusión. El hechicero sabía que Gabriella había estado explorando los secretos de su herencia, leyendo sobre la caída de los Althara y su propia madre. Era solo cuestión de tiempo antes de que esos descubrimientos la llevaran a la puerta de la sala de espejos. Nyx se quedó en silencio, sus labios sellados y su mirada baja, entendiendo que, por ahora, sus preocupaciones quedarían sin respuesta.

Kaelith giró hacia uno de los espejos oscuros que colgaban en la pared, un portal que conectaba su morada con la prisión de Ariadne, la traidora esposa de Alexander. Atrapada en un limbo de sombras y cristal, Ariadne era la encarnación de la traición y la ambición desmedida, una mujer cuyo amor por el poder había destruido todo lo que alguna vez había sido sagrado para ella. La figura de Ariadne apareció en el espejo, envuelta en una niebla oscura que se agitaba como una extensión de su voluntad. Su cabello, una cascada de sombras serpenteantes, parecía moverse con vida propia, y sus ojos verdes brillaban con una mezcla de deseo y odio.

—Kaelith, amado mío —susurró Ariadne, su voz resonando con una dulzura envenenada—. Estoy cansada de esta prisión. Cada día siento que mi poder se desvanece mientras Gabriella camina libre, sin saber siquiera lo que es. Me prometiste libertad, me prometiste que reinaríamos juntos. Quiero aniquilar a Alexander, quiero ver caer a ese paladín inquebrantable y reinar sobre sus cenizas.

Kaelith, quien conocía demasiado bien a Ariadne, mantuvo su compostura. Para él, Ariadne era una herramienta poderosa, pero no compartía los mismos deseos que ella. Fingía amarla para mantenerla dócil, pero en realidad, solo deseaba el poder absoluto que ambos podían alcanzar si lograban corromper a Gabriella.

Ariadne estrechó los ojos, y su expresión se endureció en una mueca de frustración y rabia contenida.
—Gabriella no volverá, Kaelith. La he sentido dudar, la he visto temer lo que encontró la última vez. Su miedo fue palpable, y no puedo esperar a que simplemente decida enfrentarse a mí otra vez. Ella me evita y lo hará mientras pueda.

Kaelith frunció el ceño, molesto por la percepción de Ariadne, aunque sabía que tenía algo de verdad. Gabriella había rehuido la sala de espejos desde su primer encuentro con Ariadne, y la mera mención de los espejos la inquietaba profundamente. Sin embargo, Kaelith no iba a permitir que esa debilidad se interpusiera en sus planes. No cuando estaban tan cerca de desatar el verdadero poder de Gabriella y romper con la cadena de eventos que había planificado meticulosamente.

—Tu miedo es una debilidad que no puedo tolerar, Ariadne —dijo Kaelith, su voz afilada como una hoja—. Gabriella puede temerte, pero también es curiosa, impulsada por la necesidad de saber. No volverá a ti por miedo, pero sí por las respuestas que cree necesitar. Si la verdad la empuja, el miedo será irrelevante.

Kaelith sabía que la clave estaba en manipular los deseos de Gabriella, no solo sus miedos. Si podía controlar lo que ella buscaba, podía atraerla a la sala de espejos sin que lo notara hasta que fuera demasiado tarde.

—Crearemos un señuelo —propuso Kaelith, su mente ya maquinando el próximo movimiento—. Algo que ella no pueda ignorar, algo que la obligue a enfrentarse a ti, no porque quiera, sino porque no le quede otra opción. No dejaremos que ella decida cuándo regresar; se lo forzaremos. Usaremos sus propios anhelos contra ella.

Ariadne sonrió lentamente, comprendiendo la astucia del plan. Gabriella podría evitar la sala de espejos mientras sus temores la mantuvieran a raya, pero si su necesidad de respuestas superaba esos miedos, regresaría sin dudarlo. El peligro siempre había estado en cómo Gabriella podía resistirse a la oscuridad, pero si se aseguraban de que sus propios deseos la empujaran a tomar la decisión, sería inevitable.

—Hazlo, Kaelith —dijo Ariadne, sus labios curvándose en una sonrisa llena de malevolencia—. Si puedes empujarla hacia mí, haré el resto. La haré sucumbir, y cuando lo haga, seremos imparables.

Kaelith asintió, sabiendo que el próximo paso era esencial. Gabriella debía enfrentarse a la verdad de su herencia y a la presencia de Ariadne, y lo haría en el único lugar donde ambas podían coexistir: la sala de espejos.

Nyx, que había permanecido en silencio durante la conversación, observaba a Kaelith con una mezcla de respeto y sospecha. Sabía que el hechicero jugaba con fuego, y que su obsesión por el control lo cegaba a los verdaderos peligros que Gabriella representaba. Pero también sabía que cuestionar más allá de lo necesario significaría su propia destrucción. Nyx había aprendido que en el juego de Kaelith, cualquiera podía ser sacrificable.

—Kaelith, si queremos que Gabriella venga a nosotros, no podemos depender solo de sus sueños y pesadillas —dijo Nyx, su tono más calculador—. Necesitamos algo más tangible, algo que la obligue a buscar respuestas en los lugares más oscuros. Si la sala de espejos es nuestra puerta, debemos empujarla hacia allí.

Kaelith asintió, dándose cuenta de que Nyx tenía razón. No podía permitirse esperar a que Gabriella decidiera por sí sola explorar la sala de espejos. Necesitaba algo que la atrajera con más fuerza, un señuelo que la empujara hacia su destino.

—Enviaremos un objeto —decidió Kaelith, sus ojos brillando con una malicia calculadora—. Algo que resuene con su herencia, algo que despierte su curiosidad. Un fragmento de verdad mezclado con las mentiras que necesita creer. Cuando lo vea, no podrá resistirse a buscar más. Y cuando cruce la puerta de la sala de espejos, Ariadne estará lista para recibirla.

Nyx sonrió, complacida por la decisión. Podía ver cómo las piezas comenzaban a encajar, y sabía que cada paso los acercaba más a la destrucción de Alexander y al ascenso de la oscuridad que tanto ansiaban.

Kaelith se volvió hacia el espejo, su mirada fija en Ariadne. Sabía que el tiempo estaba de su lado, y que Gabriella, con su luz y sus miedos, era el peón más valioso en su tablero. La batalla por su alma no había hecho más que comenzar, y Kaelith estaba decidido a ganar.

—Prepárate, Ariadne —dijo Kaelith, su voz resonando como un eco de sombras—. Gabriella vendrá a ti, y cuando lo haga, será tuya. Y juntos, acabaremos con todo lo que Alexander representa.

Ariadne sonrió, un gesto lleno de malevolencia y anhelo. Su figura se desvaneció lentamente entre las brumas del espejo, dejando tras de sí una sensación de inquietud que impregnó el aire, como si su presencia se hubiese filtrado en la misma esencia de la sala. Kaelith se permitió un último vistazo a las visiones en el cuenco, observando cómo Gabriella, con pasos indecisos, continuaba explorando los secretos del castillo. Cada paso que daba la acercaba más a la oscuridad que él había planeado cuidadosamente.

Sin embargo, en el fondo de su mente, una pequeña duda se agitaba. Gabriella era impredecible, y por mucho que intentara controlarla, siempre había una posibilidad, un riesgo que Kaelith no podía ignorar. Sus pensamientos volvieron brevemente a Nyx, cuya advertencia sobre la fuerza de Gabriella aún resonaba en sus oídos, recordándole que incluso los peones más dóciles podían volverse contra su amo.

Kaelith cerró los ojos, invocando un último conjuro para sellar las visiones. El líquido oscuro en el cuenco se calmó, volviéndose opaco y sin vida. Todo estaba listo. Lo único que quedaba era esperar, y Kaelith, con la paciencia de un depredador al acecho, sabía cómo hacerlo.

GABRIELLA

Gabriella despertó sobresaltada, su respiración agitada y su corazón latiendo con fuerza contra su pecho. El peso de un sueño inquietante aún la envolvía, dejando tras de sí un eco persistente de palabras susurradas, como si su madre intentara advertirle de algo que no alcanzaba a comprender. El cuarto estaba en penumbras, iluminado solo por la luz tenue de la luna que se colaba a través de las ventanas altas, proyectando sombras alargadas sobre los muros de piedra.

A su lado, Alexander se movió con rapidez, su sueño ligero siempre alerta a cualquier señal de peligro. Sintió el sobresalto de Gabriella incluso antes de abrir los ojos, y sin pensarlo dos veces, extendió un brazo para envolverla en su abrazo. La atrajo hacia sí con una firmeza protectora, su calor corporal arropándola contra el frío de la noche y el miedo que aún la perseguía.

—¿Qué pasa? —murmuró Alexander, su voz aún ronca por el sueño, pero cargada de una preocupación genuina. Sus dedos se deslizaron por el cabello de Gabriella, un gesto instintivo, reconfortante, mientras la sostenía más cerca.

Gabriella se quedó quieta por un momento, sintiendo el latido constante del corazón de Alexander contra su espalda, un ritmo firme y seguro que contrastaba con la tempestad que había sentido en sus sueños. Cerró los ojos, intentando aferrarse a esa calma, pero las palabras que había escuchado seguían retumbando en su mente, un susurro que no podía silenciar.

—Era solo un sueño —dijo ella en un susurro, aunque sus palabras no lograban ahuyentar la sensación de que algo más se cernía sobre ellos. La voz de su madre resonaba con claridad en su memoria, diciendo esas dos palabras que le ponían la piel de gallina: ya viene. Pero, ¿qué era lo que venía? ¿Qué amenaza invisible se cernía sobre ellos que ella no podía ver del todo?

Gabriella sintió una inquietud creciente, como si las sombras que se proyectaban en la habitación no fueran solo producto de la luz de la luna, sino presagios de algo oscuro y devastador que estaba por suceder. Su mente viajaba de un pensamiento a otro, incapaz de encontrar respuestas, solo preguntas que se acumulaban como un peso sobre su pecho. Algo no estaba bien; lo sentía en sus entrañas, en el ligero temblor de sus manos y en la frialdad que parecía envolverla a pesar del calor del cuerpo de Alexander.

Alexander no presionó por más respuestas. Sabía que había cosas en el interior de Gabriella que no podía alcanzar, miedos que ella misma no entendía del todo, y la intensidad de su propia protección era la única forma que conocía de reconfortarla. En lugar de decir algo más, la abrazó con más fuerza, hundiendo su rostro en el hueco de su cuello, sintiendo el temblor leve que aún recorría su cuerpo.

—Estoy aquí —murmuró Alexander, su voz un murmullo grave contra la piel de Gabriella. No era un hombre de muchas palabras, pero en ese simple gesto de sostenerla, de envolverla en sus brazos, le ofrecía todo el consuelo y la seguridad que podía. Era su manera de prometerle que, pase lo que pase, no estaría sola.

Pero Gabriella no podía sacudirse esa sensación de angustia que se arraigaba en su pecho. Era como si cada segundo que pasaba estuviera conteniendo el aliento, esperando que algo terrible ocurriera. Los susurros en sus sueños no eran solo advertencias; eran recordatorios de que las cosas estaban cambiando, y no sabía si tenía el poder para enfrentarse a lo que estaba por venir. Había una sensación de inevitabilidad, como si estuviera siendo arrastrada hacia un destino que no había elegido y del que no podía escapar.

El miedo se colaba en sus pensamientos como un veneno lento, susurrándole al oído todas las formas en las que podía fallar, todas las veces que había estado a punto de perderse a sí misma. Gabriella podía sentir la oscuridad latiendo a su alrededor, una presencia insidiosa que parecía observarla desde cada sombra, esperando el momento adecuado para abalanzarse. Su madre había intentado advertirle, pero los susurros eran fragmentos inconexos, ecos de una advertencia que no alcanzaba a comprender del todo.

Gabriella se dejó envolver por el calor de Alexander, sintiendo cómo su respiración lenta y profunda comenzaba a calmar la suya. Se aferró a él, enterrando el rostro en su pecho y cerrando los ojos con fuerza, permitiéndose un momento de vulnerabilidad. En su abrazo, Gabriella encontró un refugio silencioso, un alivio a la inquietud que la había despertado. Sentía el peso protector de los brazos de Alexander, como un escudo contra cualquier amenaza, real o imaginaria, pero sabía que incluso su presencia no sería suficiente para alejar lo que se avecinaba.

—No te sueltes —pidió ella suavemente, apenas un susurro en la oscuridad.

Alexander asintió, sin apartar la mirada de ella ni un segundo. Era consciente de lo mucho que Gabriella había enfrentado, y aunque no podía alejar los miedos que la perseguían, podía prometerle con su presencia que no tendría que enfrentarlos sola.

—Nunca lo haré —respondió él, su voz tan baja que casi se perdió entre los susurros de la noche.

Gabriella se quedó en silencio, permitiendo que el abrazo de Alexander la rodeara por completo. La voz de su madre seguía susurrando en el rincón más profundo de su mente, pero en ese momento, el calor de Alexander era suficiente para mantenerla a raya. Por ahora, podía confiar en que, pase lo que pase, él estaría allí, sosteniéndola contra las sombras que acechaban en sus sueños. Sin embargo, no podía evitar la certeza de que lo que venía no solo pondría a prueba su luz, sino también su capacidad para mantenerse firme.

Mientras el mundo seguía girando afuera, con todas sus amenazas y susurros inquietantes, Gabriella y Alexander se refugiaron en el abrazo del otro, compartiendo una calma efímera pero poderosa, un respiro antes de enfrentar lo que inevitablemente vendría. Pero en el fondo de su alma, Gabriella sabía que no podría seguir escapando de lo que la perseguía. La oscuridad estaba cerca, y cuando llegara, todo cambiaría.

SERAPHINA

Seraphina observaba desde las alturas etéreas, aunque ya no poseía las alas que una vez la habían elevado por encima de las sombras. Ahora, caída y despojada de su gloria celestial, contemplaba el mundo de Gabriella y Alexander con la angustia y la impotencia de quien aún carga con la luz, pero ha sido rechazada por el cielo. Su cuerpo, marcado por las cicatrices donde alguna vez se alzaron sus poderosas alas, era un recordatorio constante de la traición que había sufrido y del sacrificio que había hecho.

Aun así, su conexión con la luz persistía, un lazo inquebrantable que la mantenía anclada a su misión. Seraphina podía sentir la creciente oscuridad que se cernía sobre Gabriella y Alexander, como una marea imparable, empujada por los susurros de Kaelith. Aunque su poder estaba menguado, su determinación era inquebrantable. Ya no podía volar, ya no podía alzar los cielos como lo había hecho antes, pero aún quedaba luz en su interior. Esa luz, aunque tenue, era suficiente para resistir, para luchar.

Recordó con un estremecimiento el día de la boda de Althea, cuando todo cambió para ella. Había sentido una traición devastadora, no solo a manos de aquellos a los que había protegido, sino también del mismo cielo que la había abandonado. Ese día, la oscuridad se filtró en los rincones más sagrados de su vida, arrebatándole todo lo que amaba. Desde entonces, el peligro había sido un compañero constante, una presencia ineludible que ahora veía reflejada en Gabriella. Seraphina sabía que, igual que ella, Gabriella estaba rodeada por fuerzas que ansiaban destruirla, corromperla, y Kaelith era el mayor de esos peligros.

Un susurro de plegarias antiguas la rodeó, no de los cielos, sino de los condenados, aquellos que habían sido olvidados o sacrificados en nombre de una luz que ya no era pura. Las voces de los caídos la llamaban, recordándole su deber, su promesa. Seraphina no había caído en vano. En sus momentos más oscuros, había comprendido que su propósito no era servir ciegamente a la luz, sino proteger a los que aún tenían esperanza, a los que podían salvarse de las garras de la oscuridad.

Gabriella era uno de esos seres. Una luz en medio de la penumbra, pero una luz que titilaba, amenazada por Kaelith y Ariadne. Seraphina sentía la urgencia en cada fibra de su ser. No podía permitir que la historia de Althea se repitiera, no podía permitir que otra alma pura cayera en las garras de la traición y la oscuridad.

Sabía que pronto llegaría el momento de intervenir, de guiar a Gabriella y proteger lo que quedaba de su esencia. A diferencia de la boda de Althea, esta vez no podía permitirse fallar. Ya no tenía alas, ya no tenía el poder que una vez la definió, pero tenía algo mucho más fuerte: la voluntad de no permitir que otra alma fuera sacrificada.

Los recuerdos de aquella boda pesaban sobre su conciencia. La luz que había brillado en Althea, el amor que había prometido proteger, se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos cuando la traición golpeó con fuerza implacable. Había sentido la desesperación, el dolor desgarrador de ver a alguien que amaba caer en las garras de la oscuridad sin poder detenerlo. La culpa la había corroído desde entonces, y ahora, viendo el peligro que se cernía sobre Gabriella, sentía que la historia amenazaba con repetirse.

Kaelith estaba jugando con el destino de Gabriella de la misma manera que lo había hecho con Althea. Las mismas promesas vacías, los mismos susurros envenenados. Seraphina sabía que Gabriella enfrentaría las mismas decisiones que una vez destrozaron su propia vida. Y no podía dejar que Gabriella cayera de la misma manera que Althea.

Las sombras parecían agitarse en los rincones de la realidad, mientras Kaelith seguía tejiendo su red, preparándose para atrapar a Gabriella. Seraphina sentía el tiempo escurrirse como arena entre sus dedos, sabiendo que pronto todo llegaría a un punto culminante. No podía intervenir abiertamente, pero cuando el momento llegara, cuando Gabriella estuviera al borde del abismo, Seraphina haría todo lo posible para evitar que cayera. Esta vez, no permitiría que las sombras ganaran.

El juramento que había hecho el día que cayó aún ardía en su interior. Había renunciado al cielo, pero no había renunciado a su luz. Gabriella era el último vestigio de esa promesa, y Seraphina estaba dispuesta a sacrificarlo todo para protegerla. El sacrificio de la madre de Gabriella no sería en vano, y Seraphina sabía que su propia redención estaba ligada al destino de esa joven Althara.

Las plegarias continuaban resonando a su alrededor, pero ya no eran las voces puras que una vez había escuchado en los cielos. Eran las voces de los caídos, aquellos que habían sido traicionados, aquellos que comprendían el precio del poder y el dolor de la pérdida. Seraphina cerró los ojos, enfocándose en Gabriella, sintiendo la conexión que las unía, una conexión más fuerte que cualquier poder oscuro que Kaelith pudiera desatar.

Sabía que pronto tendría que guiar a Gabriella, ayudarla a descubrir la fuerza que había dentro de ella, la misma fuerza que Kaelith subestimaba. Gabriella no estaba sola, aunque así lo creyera. Seraphina estaba allí, observando, esperando el momento adecuado para intervenir. Esta vez, no fallaría.

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