CAPÍTULO 23 (x2)
¡Hola, mes chères roses!
"A veces, la oscuridad no es el enemigo más peligroso. A veces, lo más aterrador es la luz que se cuela entre las grietas, mostrándote todo aquello que juraste no volver a sentir." —Alexander Rousseau
ALEXANDER
Alexander permanecía de pie, inmóvil, con la mirada fija en Gabriella. Las revelaciones del capítulo anterior aún latían en su pecho, mezclándose con las emociones que no había querido enfrentar durante tanto tiempo. La conexión palpable entre ellos había desbordado las barreras que tanto él como Gabriella habían intentado mantener. Podía sentir su propio corazón latir con fuerza, una pulsación que no había experimentado en siglos, como si cada latido fuera un recordatorio de que aún había vida en él, aunque fuera una vida marcada por sombras.
El peso de las confesiones colgaba en el aire como una nube espesa; la verdad sobre Ariadne, su traición, y ahora, Gabriella, quien, lejos de repudiarlo, se acercaba más a él. La intensidad de sus palabras y la fuerza de la promesa que ella había hecho lo habían desarmado de una forma que ninguna batalla jamás lo había hecho.
La humedad de la batalla aún impregnaba su cuerpo; su ropa empapada de sudor, barro y la sangre negra de las sombras se pegaba a su piel. Sentía la tensión acumulada en sus músculos, el cansancio de la lucha, pero todo aquello parecía desvanecerse en la presencia de Gabriella. Había enfrentado monstruos, oscuridades imposibles y traiciones inimaginables, pero nada lo había preparado para la vulnerabilidad que sentía en ese momento, frente a ella. Gabriella lo miraba con una mezcla de ternura y resolución que lo desarmaba, haciéndole sentir expuesto de una forma que no había experimentado desde hacía siglos. Era como si todo lo que había sido enterrado bajo la ira, el poder y la soledad resurgiera ahora, despojándolo de su armadura emocional.
El eco de sus propias palabras resonaba en su mente: "No sé si puedo protegerte... no sé si puedo protegerte de lo que viene o de mí mismo." Porque en el fondo de su ser, temía más que nada la posibilidad de que la oscuridad que habitaba en él acabara consumiéndola, como había sucedido con Ariadne. Pero Gabriella, con sus propias cicatrices emocionales, con su incertidumbre ante el mundo que la rodeaba y el pasado que apenas empezaba a descubrir, no retrocedía. Había algo feroz en su determinación que lo atraía de forma inevitable, como si las sombras dentro de él solo pudieran ser apaciguadas por la luz que ella irradiaba.
El deseo y la necesidad de tocarla se mezclaban con una vorágine de emociones contradictorias. Alexander había intentado durante tanto tiempo mantenerla a distancia, no solo por su propio miedo a repetir el pasado, sino porque, en lo más profundo de su ser, creía que no merecía su perdón, su aceptación... o su amor.
—Deberías odiarme —murmuró Alexander, su voz ronca, cargada de una mezcla de emociones que apenas podía contener. Sus ojos, oscuros y llenos de furia y anhelo, se clavaron en los de Gabriella, como si buscara en su mirada una razón para que ella retrocediera, para que rompiera el hechizo que los unía. —Todo lo que soy, todo lo que he hecho... No soy el salvador que buscas, Gabriella. Soy una criatura de oscuridad, marcada por traiciones y promesas rotas.
Pero Gabriella no se apartó. Dio un paso más hacia él, y Alexander sintió su calor, tan cercano y tangible que le era imposible ignorarlo. La atracción entre ellos era innegable, palpable en cada respiración compartida, en el aire denso de la habitación que parecía arder entre ellos. El reflejo de las llamas de la chimenea bailaba en los ojos de Gabriella, iluminando su rostro con una calidez que contrastaba con la frialdad de sus palabras.
—No quiero un salvador, Alexander —respondió Gabriella, su voz suave, pero firme, una afirmación que parecía calar en lo más profundo de él. Se acercó un poco más, y Alexander sintió la leve presión de sus manos sobre su pecho. A pesar del barro, la suciedad y la sangre que marcaban sus ropas, el contacto entre ambos no era repulsivo, sino una afirmación de la batalla que ambos libraban dentro y fuera de sí mismos.
—No espero que seas perfecto. Yo también estoy rota, pero no por eso dejaré de luchar. Gabriella lo miraba como si estuviera viendo más allá de las capas de oscuridad, como si supiera que, a pesar de todo, había algo dentro de él que valía la pena salvar.
Alexander sintió un nudo en la garganta, como si sus palabras fueran un bálsamo para un dolor que había arrastrado por demasiado tiempo. Había pasado siglos enterrado en el abismo de su propio odio y desconfianza, pero ahora, ante ella, esas emociones parecían desvanecerse, dejando solo a un hombre que se debatía entre la bestia que creía ser y el hombre que deseaba ser.
Pero el recuerdo de Ariadne seguía acechando, una sombra que no lograba disipar.
—No lo entiendes, Gabriella —dijo Alexander, sus ojos oscureciéndose al recordar—. Hubo alguien antes, alguien a quien quise más de lo que debería haberlo hecho. Ariadne. Era mi esposa, mi compañera... y me traicionó de la forma más cruel e imaginable. Vendió su alma a la oscuridad, y en el proceso, vendió también la mía. No puedo... no puedo repetir esa historia.
Gabriella lo escuchó en silencio, y Alexander pudo ver cómo procesaba esas palabras, su mente conectando los fragmentos de la historia que él le dejaba entrever. Alexander nunca había compartido su dolor, ni su ira, y mucho menos esa herida que aún sangraba en lo más profundo de su ser. Pero allí estaba, diciendo más de lo que jamás había dicho a nadie, exponiéndose ante Gabriella como no lo había hecho en siglos.
—No soy Ariadne —replicó Gabriella, su voz quebrada pero llena de determinación. Sus palabras eran una promesa, una verdad que Alexander no estaba seguro de poder aceptar—. No te traicionaré, Alexander. No soy ella. No puedo prometerte que no nos dañarán, pero sí puedo prometerte que, si es necesario, yo te protegeré a ti.
Las palabras de Gabriella cayeron sobre él como un manto cálido, llenándolo de una mezcla de incredulidad y alivio. Alexander soltó una risa amarga, sin poder evitarlo, como si la ironía de todo ello fuera demasiado para soportarla.
—¿Protegerme? —repitió, su tono lleno de escepticismo, pero también de algo más, algo más profundo que no lograba ocultar—. Tú, una criatura de luz, protegiendo a la Bestia.
Gabriella sonrió, una sonrisa que, por primera vez en siglos, Alexander sintió como un bálsamo. La atracción entre ambos era palpable, un imán que no podían seguir ignorando, y el toque de sus manos sobre su piel, a pesar de la suciedad, era la única verdad que Alexander estaba dispuesto a aceptar. Era una conexión que iba más allá del deseo; era la aceptación mutua de sus cicatrices, de sus pasados oscuros y sus miedos ocultos. Gabriella no veía en él solo la oscuridad, sino la chispa de humanidad que él mismo había olvidado.
—Sí, Alexander —dijo Gabriella, sin vacilar—. Soy una Althara. Una criatura de luz, como dices. Y si tengo que protegerte, lo haré. Porque no eres solo la oscuridad que te rodea. Ni solo la Bestia. Eres más que eso, y lo sabes.
Las palabras de Gabriella resonaban profundamente en Alexander, no como una simple declaración, sino como una promesa cargada de algo que él mismo no se atrevía a creer: esperanza. Una emoción que él había desterrado hacía siglos, pero que ahora, en presencia de Gabriella, comenzaba a resurgir, abriendo grietas en las murallas de piedra que había erigido a su alrededor.
Antes de que Alexander pudiera responder, Gabriella se acercó lo suficiente como para que sus cuerpos se rozaran, su proximidad llenando el aire de una tensión electrizante. Era un momento suspendido, cargado de promesas no dichas y emociones contenidas. La miró a los ojos, sintiendo cómo se desmoronaban las barreras que había mantenido durante tanto tiempo. Todo en ella lo invitaba a entregarse, a dejar de luchar contra lo inevitable. Sus manos, todavía sucias de barro y sangre, se alzaron lentamente hasta el rostro de Gabriella, acariciando su mejilla con una delicadeza que contrastaba con todo lo que él era. Era un gesto cargado de significado, un símbolo de lo que aún no podía decir en palabras.
Sin poder contenerse más, Alexander la tomó por la cintura y, con un movimiento decidido, la levantó y la sentó sobre el borde de su escritorio. Los papeles dispersos bajo ella no parecía importarle; lo único que sentía era la cercanía de Alexander, el calor de su cuerpo contra el suyo. El contacto con la madera fría y la rugosidad de los papeles apilados sobre la superficie hicieron que Gabriella soltara un leve suspiro, sus manos aferrándose al borde para mantenerse en equilibrio. El contraste entre la frialdad del entorno y el ardor de sus cuerpos intensificaba cada caricia, cada mirada, haciendo de ese momento algo más que una simple unión física.
Alexander la observó, y por un instante, la visión de Gabriella allí, vulnerable y desafiante al mismo tiempo, lo desarmó por completo. Verla tan cercana, tan abierta, provocaba en él una mezcla de emociones que no sabía cómo procesar. Era el deseo, sí, pero también una profunda necesidad de protegerla, de ser digno de la confianza que ella había depositado en él.
El primer contacto de sus labios fue lento, cálido, como un reconocimiento mutuo de todo lo que no podían decir. El beso era más que una simple expresión de deseo; era un acuerdo tácito de todo lo que habían compartido, de las cicatrices visibles e invisibles que llevaban consigo. Alexander sintió la suavidad de los labios de Gabriella sobre los suyos, el contraste entre su propia aspereza y la dulzura que ella le ofrecía sin reservas. Cada caricia entre sus labios era una invitación a algo más profundo, una exploración de los miedos y las promesas no cumplidas. Fue un beso que habló de todo lo que habían callado, de la atracción que habían intentado reprimir y de la promesa tácita de que, en ese momento, no había espacio para las traiciones pasadas ni para los miedos futuros.
El beso se profundizó, y Alexander sintió que el mundo se reducía a ese instante, a la calidez del cuerpo de Gabriella contra el suyo y al roce de sus labios que lo hacían sentir más humano y más bestia a la vez. Sentía la lucha interna ceder ante la necesidad de entregarse completamente a ella. Podía sentir el temblor de Gabriella, no de miedo, sino de una vulnerabilidad compartida, como si ambos supieran que estaban caminando sobre un filo del que no había regreso. Y sin embargo, ninguno de los dos deseaba detenerse.
—No puedo prometer que no te haré daño —susurró Alexander contra sus labios, entrelazando sus dedos en el cabello de Gabriella—. Pero puedo prometer que no quiero perderte.
La sinceridad en sus palabras resonaba como una confesión dolorosa, una que llevaba siglos conteniéndose. Gabriella lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de ternura y desafío, y sin decir nada más, volvió a besarlo. La intensidad de sus emociones se reflejaba en cada beso, en cada toque que compartían, como si con cada caricia se estuvieran reconstruyendo a sí mismos, pieza a pieza. Sus manos acariciando la espalda de Alexander, deslizándose bajo la camisa mojada hasta tocar la piel caliente que se escondía debajo. Sentía cada cicatriz, cada marca, como si leyera en él una historia que solo sus dedos podían descifrar. Era como si cada imperfección en su piel fuera una promesa de supervivencia, de lucha, y ella lo aceptaba en su totalidad.
La cercanía de sus cuerpos, piel contra piel, encendió una chispa de calidez que se expandió lentamente, llenándolos de un calor que iba aumentando con cada caricia, con cada susurro compartido en la penumbra. Alexander se tomó su tiempo, recorriendo el cuello de Gabriella con sus labios, bajando lentamente mientras ella inclinaba la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y dejándose llevar por la sensación de ser amada. Sentía el deseo crecer entre ellos, pero también la calma que traía el ser visto, el ser aceptado.
Sentía el aliento de Alexander sobre su piel, un contraste de calor y frescura que hacía que cada beso se sintiera como una promesa cumplida, una declaración silenciosa de todo lo que había contenido. Era como si el peso de los siglos de lucha y sufrimiento se desvaneciera por un instante, permitiéndole ser solo un hombre ante ella, no una Bestia, no un rey caído, sino simplemente Alexander. Sus manos fuertes se deslizaron por la cintura de Gabriella, tirando suavemente de la tela que los separaba, dejando al descubierto la delicadeza de su figura.
Cada beso, cada caricia era una confirmación de que, por primera vez, Alexander se permitía sentir, se permitía bajar la guardia ante alguien que lo veía tal como era, sin las máscaras de la crueldad o la frialdad. La ropa desapareció entre ellos con movimientos lentos y cuidadosos, como si desnudarse no solo fuera físico, sino una revelación mutua, despojándose de todo lo que los había mantenido separados hasta ese instante. El deseo que ardía entre ellos era palpable, pero también lo era el entendimiento silencioso de que lo que estaban compartiendo iba más allá de lo físico. Alexander se detuvo un segundo, sus ojos recorriendo el cuerpo desnudo de Gabriella, maravillado por la forma en que su luz parecía envolverse en él, fundiéndose con la oscuridad que siempre lo había rodeado. Sabía que había algo más profundo en ese instante, algo más allá del deseo.
Alexander la sostuvo con fuerza, empujándola suavemente hacia atrás hasta que su espalda quedó apoyada contra la fría superficie del escritorio. La madera dura contrastaba con la suavidad de su piel, y el simple contacto de sus cuerpos lo hacía sentirse vivo de una manera que no había experimentado en siglos. El contraste entre la dureza de la madera y el calor del cuerpo de Alexander sobre el suyo intensificaba cada caricia, cada beso. Era como si, en ese pequeño espacio entre la frialdad del mundo exterior y la calidez de su intimidad, hubieran encontrado un refugio solo para ellos. Gabriella se aferró al borde del escritorio, su respiración entrecortada mientras Alexander exploraba su cuerpo con una mezcla de devoción y necesidad, sintiendo cómo el deseo crecía entre ellos, envolviéndolos en un torbellino de sensaciones que los arrastraba cada vez más profundo en la intimidad compartida.
Con un suspiro profundo, Alexander alineó sus cuerpos y, con una suavidad que contrastaba con su habitual intensidad, se adentró en ella. La sensación de su calidez lo envolvió por completo, y por un instante, el tiempo pareció detenerse. Habían compartido este momento antes, pero ahora era diferente. Cada segundo dentro de ella, cada movimiento lento, le revelaba algo que hasta ahora había evitado aceptar: este era su lugar. Gabriella era su ancla, el centro de todo lo que le quedaba de humanidad. Sentía la delicadeza de su obertura cediendo bajo su avance, una mezcla de vulnerabilidad y fortaleza que lo atrapaba, que lo hacía desear perderse en ella completamente.
El vaivén de sus cuerpos no era solo una danza de placer, sino una forma de comunicar todo lo que no podían poner en palabras. Con cada embestida, Alexander buscaba más que solo el alivio físico; estaba buscando una conexión que trascendiera las cicatrices que ambos cargaban. Gabriella se arqueó bajo el toque de Alexander, sus manos aferrándose a sus hombros como si temiera que el momento se desvaneciera. Sentía la humedad de la piel de Alexander, el rastro de la batalla aún presente, pero eso ya no importaba. La calidez que compartían ahora era la única verdad que deseaba abrazar. El contacto de sus cuerpos era la única certeza en un mundo de sombras. Cada caricia, cada beso, era una promesa tácita, un reconocimiento de todo lo que ambos llevaban dentro. Eran dos seres rotos que, en ese momento, encontraban una forma de repararse el uno al otro.
Alexander cerró los ojos por un instante, permitiéndose sentir todo lo que significaba estar dentro de ella, completamente, conectado a un nivel tan profundo que parecía atravesar las barreras físicas. Sus cuerpos encajaban perfectamente, como si siempre hubieran sido destinados a encontrarse de esa manera. Quería prolongar el momento, sentir la calidez envolvente de Gabriella un segundo más, un instante más, porque cada vez que sus miradas se encontraban, algo dentro de él gritaba que ese era su lugar, su destino aún por descubrir.
La conexión que sentían iba más allá del deseo carnal; era un anhelo de entendimiento mutuo, una promesa silenciosa que sus cuerpos compartían en la quietud de la habitación. Los ojos de Alexander buscaron los de Gabriella mientras permanecía dentro de ella, su mirada oscura cargada de una emoción que ni siquiera él mismo podía nombrar completamente. Era más que simple atracción física; era una necesidad visceral de conectar con ella en todos los sentidos, de fundirse en algo que lo hiciera sentir humano de nuevo. Cada gemido suave de Gabriella era un recordatorio de que, aunque ambos estaban rotos, juntos podían ser algo más fuerte, algo más real.
—Eres más de lo que creía merecer —susurró Alexander, su voz quebrada, cargada de una sinceridad que lo dejaba expuesto. Sus labios recorrieron el cuello de Gabriella, dejando besos suaves, cada uno un recordatorio de que, aunque fuera solo por un instante, podía permitirse sentir. En ese momento, estaba más presente que nunca, más consciente de la fragilidad del vínculo que compartían, pero también de su fortaleza.
Gabriella, con un leve temblor en su respiración, acarició el rostro de Alexander con una ternura que desarmó aún más sus defensas. Su toque era ligero, pero lleno de una promesa que Alexander no estaba seguro de merecer, pero que, sin embargo, deseaba con todo su ser. Ella lo atrajo hacia sí, envolviendo su cintura con sus piernas, acercándolos aún más, hasta que no quedó espacio entre ellos. La conexión entre sus cuerpos ya no era suficiente, y Alexander sintió el deseo de conectar con su alma, con la luz que ella emanaba, una luz que él había creído perdida tiempo atrás.
—Estoy aquí —respondió Alexander, sus palabras resonando como una promesa de su presencia total. Era más que una simple afirmación; era la aceptación de que, por primera vez en siglos, estaba dispuesto a bajar todas sus barreras, a permitir que alguien entrara en las partes más oscuras de su alma.
El calor entre ellos crecía, envolviéndolos en una burbuja de intimidad que los aislaba de cualquier amenaza externa. Gabriella se arqueaba bajo su toque, sus manos aferrándose a él como si necesitara sentirlo más cerca, más profundo. Cada embestida, lenta pero decidida, era una afirmación de todo lo que compartían, de lo que aún estaba por descubrir. El placer se expandía como una ola, lenta y envolvente, empujándolos hacia el clímax que se aproximaba con una fuerza incontrolable. A cada segundo que pasaba, sentían cómo sus cuerpos se sincronizaban en una danza perfecta, como si estuvieran destinados a encontrarse en ese preciso momento.
Gabriella dejó escapar un gemido profundo cuando sintió que el clímax se acercaba, sus piernas apretando con más fuerza la cintura de Alexander, atrayéndolo aún más cerca. Era un acto de entrega, de rendirse al placer compartido, pero también de confianza en él, en lo que estaban construyendo juntos. Alexander la siguió, dejándose arrastrar por la marea de sensaciones, sus movimientos volviéndose más intensos, más erráticos mientras el placer lo consumía. Era como si todo su ser se concentrara en ese momento, en Gabriella, en la intimidad que compartían.
Sentía cada estremecimiento de Gabriella resonar en él, como si sus cuerpos hablaran un lenguaje que solo ellos entendían. Cada contracción a su alrededor era un testimonio de su conexión, de la verdad que compartían en esos instantes. El placer que sentían no era solo físico, era algo más profundo, algo que los unía de una manera que no podían explicar. Sus labios buscaron los de Gabriella en un beso suave pero profundo, sellando ese momento con una mezcla de amor, deseo y un entendimiento silencioso de que, juntos, podían enfrentarse a cualquier sombra que los persiguiera.
El clímax los alcanzó a ambos, envolviéndolos en una oleada de placer que sacudió sus cuerpos, robándoles el aliento y dejándolos temblorosos. Gabriella alcanzó su punto más alto primero, su cuerpo estremeciéndose contra el de Alexander, un gemido suave escapando de sus labios mientras sus dedos se apretaban con fuerza en los hombros de él. Alexander la siguió, su propia liberación golpeándolo con una intensidad que lo dejó sin aliento, sus movimientos volviéndose más desordenados mientras se dejaba consumir por el placer.
El momento de clímax fue como una explosión de emociones reprimidas, una liberación de todo lo que habían contenido durante tanto tiempo. Quedaron abrazados sobre el escritorio, sus cuerpos aún unidos, sus respiraciones entrelazadas en el aire cargado de calor y deseo. El silencio que siguió no era incómodo, era una pausa necesaria para asimilar lo que acababan de compartir, para sentir el latido de sus corazones aún acelerados.
Gabriella acarició la nuca de Alexander, sus dedos recorriendo su cabello con una suavidad que contrastaba con la intensidad de lo que acababan de compartir. En ese instante, los miedos, las culpas y las cicatrices que ambos llevaban parecieron desvanecerse; lo único que importaba era el calor de sus cuerpos, la calidez de sus corazones latiendo al unísono y la promesa de que, por esa noche, no estarían solos.
Mientras la tormenta rugía afuera, desatando su furia contra los muros del castillo, Alexander y Gabriella encontraron un refugio en la conexión que compartían. En medio del caos, sus respiraciones se entrelazaban como un susurro tenue, y cada latido de sus corazones resonaba con la promesa de un instante robado al tiempo, a las sombras y al pasado. Sus miradas se encontraron, reconociendo en el otro a alguien que, pese a las cicatrices y traiciones, había decidido quedarse. El brillo en los ojos de Gabriella, la luz suave que emanaba de ella, iluminaba las sombras que habían habitado a Alexander durante tanto tiempo.
No había necesidad de palabras; lo que compartían era un lenguaje de susurros y caricias, de miradas que hablaban de verdades ocultas y deseos inconfesables. Sin embargo, mientras el sudor se mezclaba con la humedad del barro y la sangre seca que aún manchaba sus cuerpos, Alexander sintió que algo profundo y primitivo se removía dentro de él. Era una sensación que no podía ignorar, una necesidad que iba más allá del contacto físico. No estaba saciado. Había una necesidad intensa y persistente que seguía latiendo en su interior, un anhelo que iba más allá del placer que acababan de compartir.
Lo sentía en la manera en que sus manos se deslizaban por la piel de Gabriella, en cómo su toque aún buscaba más de ella, como si su propio cuerpo se negara a dejarla ir. Era como si el deseo de poseerla fuera una necesidad primaria, pero también algo más profundo: una conexión emocional que lo impulsaba a buscar más de ella, a encontrar algo que había estado perdido dentro de él durante siglos.
Cada roce, cada susurro compartido era una chispa que encendía algo más, una llama que no se apagaba con la cercanía. La respiración de Alexander aún era pesada y ansiosa, cada exhalación cargada de un deseo contenido que no lograba disiparse. Sabía que lo que acababan de compartir era solo el comienzo, que había mucho más por explorar entre ellos, mucho más por descubrir. Quería más de Gabriella, no solo en cuerpo, sino en alma, pero no así. No con los vestigios de la batalla aún pegados a su piel, con la suciedad de la guerra entre ellos. La sangre y el barro eran un recordatorio de la brutalidad del mundo que ambos habitaban, y Alexander deseaba algo más puro, más limpio, para volver a encontrarla.
Alexander la observó, su mirada recorriendo cada línea del rostro de Gabriella, memorizando cada detalle de su expresión, y supo que no podía conformarse con lo que acababan de compartir. Había más que explorar, más que sentir, y no podía permitirse perderse en ella sin primero liberarse del peso de la suciedad que los rodeaba. No quería que la próxima vez que la tocara, que la sintiera, fuera con el rastro de la batalla entre ellos. Quería que su próximo encuentro fuera sin las sombras del mundo externo colgando sobre sus cabezas. Gabriella lo miró de vuelta, como si entendiera la lucha interna que lo consumía, y sus labios esbozaron una sonrisa tenue, cargada de un entendimiento silencioso.
—Necesitamos un baño —murmuró Alexander, separándose ligeramente, aunque sus manos seguían sosteniendo a Gabriella por la cintura. El peso de sus palabras, aunque simples, implicaba mucho más; no era solo un deseo de limpieza física, sino de empezar de nuevo, de volver a encontrarse en un espacio libre de sombras. Su voz era un susurro bajo y ronco, cargado de la promesa de que esto no había terminado. Gabriella asintió, sus ojos aún brillantes de deseo mientras sonreía suavemente. Ella también sentía lo mismo, la necesidad de limpiar no solo sus cuerpos, sino las cicatrices del alma que compartían.
—Sí, lo necesitamos —respondió ella, sin apartarse del todo. Había algo en el tono de su voz, en la suavidad de su sonrisa, que dejaba claro que entendía el subtexto de lo que Alexander le estaba proponiendo. Podía sentir la mezcla de barro, sudor y sangre pegajosa en sus cuerpos, y aunque no le disgustaba, sabía que necesitaban ese momento para purificarse, para volver a entregarse el uno al otro sin las marcas de la batalla entre ellos.
Con un leve suspiro de alivio, Alexander la tomó de la mano y la guió hacia una pequeña sala adyacente donde se encontraba una bañera de piedra, llena de agua caliente que había sido preparada antes de su regreso. Sin soltarla, entraron juntos en el agua, sintiendo cómo la calidez los envolvía, arrastrando la suciedad y la tensión acumulada. El vapor que se alzaba alrededor de ellos creaba una atmósfera íntima, casi irreal, como si ese espacio fuera un refugio solo para ellos dos, apartado de la oscuridad que acechaba en el mundo exterior.
Alexander se hundió en el agua junto a Gabriella, sus manos recorriendo su cuerpo con suavidad, limpiándola y dejándose limpiar por ella, mientras sus labios volvían a encontrarse en besos lentos y cálidos. Cada caricia en el agua era un redescubrimiento, un momento en el que podían liberarse del peso de todo lo que había ocurrido, tanto en la batalla como en sus propios corazones. El agua caliente de la bañera envolvía a Alexander y Gabriella, arrastrando consigo los restos de la batalla, la suciedad y la sangre que habían traído consigo. Pero en medio de esa calidez, la tensión entre ellos no se desvanecía; por el contrario, se intensificaba con cada mirada, con cada roce bajo el agua que compartían.
Alexander deslizó sus manos por el cuerpo de Gabriella, no solo para limpiar la suciedad que aún quedaba, sino para sentirla, para reconectarse con ella en un nivel más profundo, como si cada caricia fuera una forma de confirmar que seguía allí, junto a él. Limpiaba suavemente el barro de su piel, pero con cada caricia, el toque se volvía más intencionado, más cargado de deseo. Gabriella, por su parte, lo sentía igual; cada movimiento bajo el agua, cada roce de su piel con la de Alexander, encendía algo más intenso dentro de ella, un fuego que no podía apagar.
Alexander se hundió en el agua junto a Gabriella, sus manos recorriendo su cuerpo con suavidad, limpiándola y dejándose limpiar por ella, mientras sus labios volvían a encontrarse en besos lentos y cálidos. Los dedos de Alexander, que antes habían sostenido espadas y marcado cicatrices, ahora se movían con una ternura infinita, explorando cada centímetro de la piel de Gabriella, como si quisiera memorizarla de nuevo, esta vez sin las sombras que los habían cubierto antes. La suavidad del agua parecía borrar los restos de dolor y desesperación, dejando solo la pureza de ese instante compartido.
Gabriella se inclinó hacia él, dejando que el agua caliente los envolviera mientras sus labios volvían a encontrarse, esta vez con una urgencia que no podían seguir conteniendo. Era como si el agua purificadora solo hubiera avivado el deseo entre ellos, intensificando cada sensación. Alexander profundizó el beso, sus manos recorriendo el cuerpo de Gabriella con un hambre renovada, dejando atrás la lentitud y la suavidad del primer encuentro. Ahora, cada caricia era más firme, más demandante, como si la necesidad de sentirla y poseerla fuera demasiado fuerte para seguir ignorándola.
Los dedos de Alexander se deslizaron por el muslo de Gabriella, subiendo lentamente bajo el agua hasta que encontró su centro, acariciándola con una precisión que la hizo gemir suavemente contra sus labios. El contacto bajo el agua era aún más intenso, como si cada movimiento estuviera amplificado por la calidez que los rodeaba, y Gabriella no podía contener las oleadas de placer que la invadían. Gabriella se aferró a los hombros de Alexander, su respiración entrecortada mientras el deseo crecía, cada roce más insistente, más intenso. Sentía que, en ese momento, lo único que importaba era él, lo que compartían, y las emociones que se agitaban dentro de ella.
Alexander sonrió contra su boca, disfrutando del sonido de sus jadeos, del temblor que se apoderaba de ella con cada caricia. Había algo increíblemente poderoso en ver a Gabriella perderse en el placer que él le provocaba, algo que hacía que se sintiera aún más conectado a ella, más dependiente de cada uno de sus suspiros. De repente, Alexander se separó de Gabriella con un movimiento decidido. Sin decir palabra, se puso de pie y la tomó suavemente de las manos, tirando de ella para levantarla del agua.
Gabriella, algo sorprendida por la urgencia, se incorporó, su cuerpo goteando mientras Alexander la guiaba a sentarse en el borde de la bañera, sus piernas abiertas para él. Había algo en la mirada de Alexander que le aceleró el corazón, una intensidad que no podía ignorar. Gabriella se acomodó, sus manos aferrándose al borde resbaladizo, sus ojos fijos en Alexander mientras este se arrodillaba frente a ella, su mirada oscura brillando con una intensidad inconfundible. Era un momento en el que todo a su alrededor parecía desaparecer, dejando solo el deseo palpable entre ellos.
Alexander no perdió tiempo. Su urgencia era evidente, pero cada movimiento, cada beso en la piel de Gabriella, estaba cargado de una devoción que la desarmaba completamente. Sus labios comenzaron a explorar el interior de los muslos de Gabriella, dejando un rastro de besos ardientes que la hacían estremecer. Era como si cada centímetro de su piel llamara a Alexander, pidiendo ser tocada, acariciada, como si solo él pudiera encender en ella ese fuego que se negaba a apagarse.
Gabriella se dejó caer hacia atrás, su espalda arqueada y sus manos aferrándose con fuerza al borde de la bañera mientras Alexander la devoraba con un hambre que no podía contener. Cada caricia de su lengua era como un estallido de sensaciones, enviando oleadas de placer a través de su cuerpo, haciéndola gemir y temblar bajo su toque. Su lengua la recorrió con una precisión calculada, cada movimiento un torbellino de placer que la hizo gemir alto, sus piernas temblando con cada caricia.
El mundo se desvanecía para Gabriella, dejándola solo con el placer que Alexander le provocaba. Gabriella se arqueó, sus caderas moviéndose involuntariamente hacia él, buscando más contacto mientras Alexander la sostenía firme, guiándola a través de cada ola de placer que la recorría. Era como si no pudiera contenerse, como si necesitara cada segundo más de lo que podía soportar. Sus manos se aferraron a sus muslos, manteniéndola en su lugar mientras su boca se movía con urgencia, explorándola con una devoción y una ferocidad que la llevaban al borde del abismo. Gabriella no podía contener los gemidos que escapaban de sus labios, cada uno más alto y desesperado que el anterior.
—Alexander... —gimió Gabriella, su voz quebrada mientras la ola de placer se acumulaba rápidamente dentro de ella. Era un clamor, una súplica y una aceptación de todo lo que él significaba para ella. Alexander no disminuyó la intensidad; por el contrario, redobló sus esfuerzos, su lengua y sus labios moviéndose con una precisión implacable, empujándola sin piedad hacia el clímax.
El orgasmo la golpeó con una fuerza devastadora, un temblor violento que recorrió su cuerpo entero, haciendo que se sacudiera y casi se deslizara del borde de la bañera. Gabriella gritó de placer, su cuerpo convulsionando mientras las olas del orgasmo la sacudían, dejándola sin aliento y temblorosa, con lágrimas de pura liberación acumulándose en las comisuras de sus ojos. Alexander la sujetó con firmeza, disfrutando de cada espasmo, de cada sacudida que confirmaba que la tenía justo donde la quería.
El silencio que siguió fue solo roto por los suaves jadeos de Gabriella, su cuerpo aún temblando mientras intentaba recuperar la compostura. La intensidad del momento dejó a Gabriella jadeando, su piel húmeda y brillante bajo la luz tenue, su pecho subiendo y bajando con rapidez mientras intentaba recuperarse. Pero el espectáculo de verla tan entregada, tan sacudida por el placer, había despertado algo más oscuro en Alexander. Una necesidad visceral y primaria lo impulsaba, haciéndolo sentir como si cada parte de él exigiera más de ella, como si todo lo que habían compartido no hubiera sido suficiente.
Alexander la atrajo rápidamente, sus ojos clavados en Gabriella con una intensidad que la hizo estremecer de nuevo. La sentó a horcajadas sobre él, sus manos firmes sosteniéndola por la cintura mientras la besaba con una urgencia casi brutal, como si quisiera consumirla por completo. Cada segundo lejos de su piel, lejos de su calor, se sentía como una pérdida intolerable, y su cuerpo clamaba por más, por una conexión más profunda.
—Perdóname... —murmuró Alexander entre jadeos, su voz ronca y cargada de desesperación—. No puedo contenerme... te necesito.
La súplica en su voz no era solo física, había algo más, algo más profundo, como si temiera perderla no solo en el presente, sino también en su lucha interior contra la oscuridad. Antes de que Gabriella pudiera responder, Alexander la embistió con una fuerza desmedida, sus movimientos rápidos y desesperados, como si la necesidad de sentirla por completo lo estuviera consumiendo. El agua ya fría contrastaba con el calor que irradiaba de sus cuerpos, el deseo entre ellos tan palpable que parecía impregnar el aire. Cada embestida era intensa, sus caderas chocando con las de Gabriella en un ritmo feroz y urgente, como si todo lo que habían intentado contener se hubiera liberado de golpe. La fuerza de cada movimiento, la desesperación en sus caricias, eran una liberación de todos los miedos y dudas que los habían mantenido alejados, y ahora, ya no había barreras entre ellos.
Alexander se aferró a ella, sus labios buscando los de Gabriella en un beso que era más un combate que una caricia, sus lenguas encontrándose en una batalla de deseo y pasión descontrolada. Cada roce de sus labios, cada embestida, era una confesión no dicha, una promesa de que, en ese momento, ninguno de los dos se dejaría caer en la oscuridad sin el otro.
El deseo primitivo en Alexander se desató por completo, y aunque sabía que estaba siendo más rudo de lo que debería, no podía detenerse. Alexander se movía con una pasión desesperada, sus labios buscando la piel de Gabriella en cada oportunidad, besando, mordiendo y marcando cada rincón que encontraba. Las mordidas en su hombro y cuello eran un recordatorio de la parte más oscura de él, la Bestia que luchaba por salir a la superficie, pero Gabriella no se apartaba, no se resistía; en lugar de eso, lo abrazaba más fuerte, como si quisiera acoger todas sus partes, incluso las más salvajes. Su aceptación incondicional, esa forma de recibir tanto al hombre como a la Bestia, lo dejaba atónito. Gabriella estaba entregada a él, no solo en cuerpo, sino en confianza, y esa entrega le daba a Alexander una sensación de pertenencia que nunca antes había conocido.
—Gabriella... —Alexander jadeó, su voz llena de un placer casi doloroso mientras sus embestidas se volvían más rápidas, sus manos apretando la carne suave de sus muslos, como si quisiera absorber todo de ella, sentirla hasta el fondo. Cada movimiento era una declaración de todo lo que no podía poner en palabras, un clamor desesperado que decía más que cualquier confesión. La mordió suavemente en el hombro, dejando una marca oscura en su piel, pero la sensación solo intensificó el placer de Gabriella, sus gemidos elevándose al mismo ritmo que sus cuerpos.
—Alexander... —jadeó Gabriella, su voz temblando mientras un segundo orgasmo la sacudía con una intensidad que la dejó sin aliento. Era un estallido de sensaciones, cada una de ellas más profunda y envolvente que la anterior. Sus uñas se clavaron en la espalda de Alexander, arañando su piel con un placer feroz mientras su cuerpo se sacudía incontrolablemente. Era un grito de entrega, un testimonio de que no había vuelta atrás, de que estaba completamente suya. Alexander gruñó, sus movimientos volviéndose aún más intensos, más frenéticos, dejándose llevar por el placer primitivo que lo consumía.
Gabriella sintió el placer desbordarse en su cuerpo, los gemidos transformándose en gritos suaves, cada espasmo enviando oleadas de calor por sus venas. Era una mezcla de éxtasis y entrega, de sentirse completamente vulnerable pero a la vez más fuerte que nunca en los brazos de Alexander. Alexander la siguió, su clímax estallando con una fuerza arrolladora, cada embestida un acto de pura necesidad que lo hacía gruñir contra la piel de Gabriella. Cada embestida finalizaba con una sensación de liberación, de una conexión que iba más allá del placer físico, un vínculo que ni siquiera las sombras podrían romper. Se aferró a ella, sus labios capturando los de Gabriella en un beso áspero y desesperado, sellando ese momento de pura y visceral entrega.
Cuando finalmente se detuvieron, los dos quedaron jadeando, sus cuerpos aún temblando y laxos en la bañera, sus corazones latiendo al unísono. Era como si el mundo hubiera dejado de girar por unos instantes, dejándolos a ellos solos en ese pequeño universo de placer compartido y emociones encontradas. Alexander se quedó con la frente apoyada en el hombro de Gabriella, sintiendo la mezcla de sudor y agua caliente que aún corría por sus cuerpos, sus corazones latiendo al unísono en un ritmo frenético. Había sido salvaje, había sido rudo, y sin embargo, había sido perfecto. Gabriella lo miró, su respiración pesada y su rostro encendido, y en sus ojos no había reproche, solo una aceptación y un deseo que Alexander supo que no se saciaría fácilmente.
—Lo siento... —murmuró Alexander, con una sinceridad que parecía dolerle—. No quería ser tan rudo, tan...
Gabriella sonrió suavemente, sus dedos acariciando la nuca de Alexander mientras sus labios rozaban su oído. No había reproches en sus ojos, solo la tranquilidad de haber compartido algo que iba más allá de las palabras.
—No te disculpes... —susurró, su voz aún entrecortada por el placer—. No quiero que te contengas, Alexander.
La forma en que Gabriella lo miraba, con esa mezcla de comprensión y deseo, hacía que Alexander se sintiera expuesto, pero también aceptado. En ese momento, Alexander entendió que Gabriella aceptaba cada parte de él, incluso las más oscuras y descontroladas. Era una revelación que lo sacudía profundamente, porque había pasado siglos construyendo barreras, preparándose para ser rechazado, pero ahí estaba Gabriella, abrazando incluso lo que él temía más. Y por primera vez, sintió que había encontrado a alguien que lo comprendía completamente, que lo deseaba incluso cuando la Bestia se apoderaba de él.
Se abrazaron, aún envueltos en la calidez del momento, sabiendo que lo que habían compartido iba más allá del simple placer; era una unión de cuerpos, almas y secretos compartidos, una promesa silenciosa de que no estarían solos, no mientras se tuvieran el uno al otro.
Espero que os haya gustado la noche de ¿reconocimiento mutuo?
¿Liberación de tensiones?
¿Cómo lo describiríais?
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