CAPÍTULO 22 (x2)
¡Hola, mes chères roses!
"La verdadera batalla no es contra los enemigos que se alzan ante mí, sino contra la oscuridad que llevo dentro. ¿Cómo puedo proteger lo que temo destruir con mis propias manos?"—Alexander Rousseau
ALEXANDER
La tormenta continuaba azotando el castillo con una furia incesante, como si el cielo mismo estuviera desahogando su cólera sobre los muros de piedra. Las gotas de lluvia golpeaban las ventanas con fuerza, resonando en el silencio de la noche y reflejando el tumulto que se desataba en el interior de sus habitantes. Alexander se encontraba en lo alto de una de las torres, observando desde la ventana el horizonte oscurecido por las nubes. El viento aullaba, cargado de una energía eléctrica que le resultaba tan familiar como inquietante. Su mente era un caos de pensamientos fragmentados, luchas internas que no podía silenciar.
El peso de las últimas revelaciones seguía oprimiendo su pecho como un yugo invisible. La verdad sobre Gabriella, el retorno de las sombras de Kaelith y la creciente presión de proteger un reino que se desmoronaba le carcomían el alma. Sentía como si cada verdad nueva se enredara en la maraña de su propia oscuridad, y con cada revelación, la carga en su interior se volvía más pesada, casi insoportable. Era una guerra constante dentro de él, una batalla sin tregua entre la Bestia y el hombre, entre la necesidad de proteger a Gabriella y el instinto visceral de mantenerla a distancia por el peligro que representaba. Alexander apretó los puños con fuerza, sus nudillos blanqueando bajo la presión mientras sus pensamientos volvieron a aquella última confrontación en su despacho.
—¿Cómo puedo protegerte si eres parte de lo que más temo? —murmuró para sí, las palabras escapando de sus labios como una maldición.
Las palabras de Gabriella lo habían desarmado de una manera que pocas cosas lograban. Ella, con su temeridad y esa luz inquebrantable que se negaba a ser sofocada, se había plantado ante él, desafiándolo no solo como una prisionera, sino como una igual. Había visto el fuego en sus ojos, esa llama de esperanza que lo quemaba de una manera que no sabía cómo apagar. Pero, ¿cómo podía él, el mismo hombre que había permitido que la oscuridad lo consumiera, ser digno de esa esperanza? Una esperanza que él había perdido hace tanto tiempo que ya no sabía si podría recuperarla, y que en Gabriella ardía con una fuerza que no comprendía pero que lo atraía sin remedio.
El aire frío azotó su rostro cuando Alexander se apartó de la ventana, sus pasos resonando en el suelo de piedra mientras descendía por la estrecha escalera de la torre. Su mente era un hervidero de pensamientos oscuros y decisiones sin tomar. No podía permitir que Gabriella, con su luz, se acercara más a la oscuridad que lo envolvía, pero cada vez que intentaba alejarse, algo lo empujaba de nuevo hacia ella. Sabía que debía mantener la distancia, que cualquier cercanía con Gabriella solo complicaría más las cosas, pero la atracción que sentía por ella no era algo que pudiera controlar tan fácilmente. Cada vez que intentaba racionalizar sus emociones, la oscuridad dentro de él rugía con una mezcla de furia y deseo, recordándole que su naturaleza era la de un depredador, no la de un salvador.
Al llegar al pasillo principal, se encontró con Morran, su consejero leal, quien esperaba con una expresión de gravedad inusual incluso para él. Morran inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto, pero sus ojos no ocultaban la preocupación que lo aquejaba.
—Mi señor, ha habido nuevos informes —dijo Morran, su voz baja y controlada, pero el leve temblor en su tono revelaba que algo no andaba bien.
Alexander lo tomó sin prisa, pero la tensión en su rostro era evidente. Con cada nueva preocupación, sentía que el peso de la responsabilidad lo aplastaba un poco más, y aunque la furia lo mantenía en pie, también lo agotaba.
—¿Qué ha sucedido ahora? —preguntó, desdoblando el pergamino con movimientos firmes. Sus ojos recorrieron las palabras escritas a toda prisa, y su expresión se endureció más con cada línea leída.
—Han encontrado otra incursión cerca del bosque del Este, en el límite de nuestros dominios —continuó Morran, sin esperar a que Alexander terminara de leer—. Esta vez no fueron humanos. Los exploradores aseguran haber visto criaturas que no pertenecen a nuestro mundo, sombras vivientes, como las que Kaelith controla.
Alexander apretó el pergamino con tanta fuerza que lo arrugó. Las sombras, siempre las sombras. Como si Kaelith estuviera riéndose en su cara, recordándole que nunca podría escapar de su maldición. Las sombras de Kaelith estaban volviendo, y con ellas, los recuerdos de una traición que nunca perdonaría. El nombre de Kaelith era una maldición en sus labios, un recordatorio constante de que la oscuridad siempre encontraba la forma de infiltrarse, de retorcerse en los lugares más profundos de su ser. Y ahora, con Gabriella, la sombra parecía más cerca que nunca, como una daga que amenazaba con apuñalarlo en el corazón cuando menos lo esperara.
—Necesito verlas con mis propios ojos —gruñó Alexander, sus palabras cortando el aire con la frialdad de una hoja afilada. Morran asintió, sabiendo que discutir con su señor en un momento como ese era inútil.
Mientras caminaba hacia la salida del castillo, sintió que su corazón latía más rápido, no solo por la batalla que se avecinaba, sino por la batalla que ya se libraba dentro de él. Kaelith, Gabriella, su maldita herencia... ¿cómo podía luchar en todas las frentes sin desmoronarse por completo?
GABRIELLA
Mientras tanto, en su alcoba, Gabriella se encontraba sentada frente a la ventana, mirando las gotas de lluvia deslizarse por el vidrio. La humedad del aire era sofocante, y la sensación de estar atrapada en una encrucijada sin salida la agobiaba. Sentía la carga de las revelaciones, la verdad sobre su madre, la herencia que llevaba en su sangre y el miedo de lo que eso significaba para su relación con Alexander. Había estado buscando respuestas, pero las pocas que había encontrado solo habían generado más preguntas. Seraphina había intentado explicarle más sobre su madre y los Althara, pero Gabriella sentía que las piezas del rompecabezas seguían sin encajar del todo.
Los recuerdos de su último enfrentamiento con Alexander la atormentaban. Había visto en sus ojos la duda, la desconfianza, pero también un dolor profundo, uno que reconocía en sí misma. Había visto algo en él, algo que iba más allá de la crueldad y la rabia que solía mostrar. Una vulnerabilidad oculta, una humanidad que se negaba a ser silenciada por completo. Pero ahora se encontraba sola, sin saber cómo acercarse a él ni cómo romper las barreras que él mismo había erigido. Gabriella suspiró, dejando que sus pensamientos se sumergieran en el caos que sentía. Se sorprendió preguntándose si alguna vez podrían superar las sombras que los rodeaban, si algún día podría encontrar su lugar, no solo en este mundo, sino en el corazón de Alexander.
Un suave golpe en la puerta la sacó de su ensimismamiento. El aire cambió cuando la figura de Lythos apareció en el umbral. El lobo pequeño entró en la habitación, con las orejas erguidas y los ojos brillando con una mezcla de preocupación y lealtad inquebrantable. Se acercó a ella, apoyando su cabeza contra su pierna como si quisiera consolarla.
—Tranquila, estaremos contigo, Gabriella —murmuró Lythos, su voz baja y tranquilizadora, pero Gabriella percibió el peso de sus propias preocupaciones. La joven acarició el pelaje oscuro de Lythos, sintiendo la calidez de su compañía.
—Lo sé, pero no puedo depender de los demás para siempre —respondió Gabriella, su voz un susurro lleno de determinación—. Si quiero descubrir quién soy, debo hacerlo por mí misma. No quiero ser una carga para ti, ni para Alexander.
Lythos la observó con una mezcla de orgullo y tristeza. Sabía que Gabriella estaba cambiando, fortaleciéndose a través de sus propios miedos y enfrentándose a su destino con una valentía que pocos poseían. Pero también sabía que la oscuridad que la rodeaba no era algo que pudiera enfrentar sola. Y aunque quisiera protegerla de todo, comprendía que Gabriella necesitaba descubrir su propio camino.
—Si vas a buscar respuestas, ten cuidado. No todo lo que encuentres será lo que esperas —advirtió Lythos, su tono lleno de una sabiduría que Gabriella no pudo ignorar.
ALEXANDER
Horas más tarde, cuando la tormenta comenzó a amainar, Alexander, acompañado por los Acechasombras y un pequeño grupo de guerreros, partió hacia el bosque del Este. La niebla se cernía sobre los árboles como una manta espesa, ocultando el terreno bajo un velo de misterio y peligro. El aire estaba cargado de una energía inquietante, y cada paso que daban los acercaba más a la amenaza invisible que Alexander sentía en su interior. Cada gota de lluvia que aún caía resonaba con el eco distante de su propia furia reprimida.
Los Acechasombras se movían silenciosamente entre las sombras, sus cuerpos oscuros y ágiles casi imperceptibles en la penumbra del bosque. Eran criaturas letales, guardianes de Alexander y ejecutores de su voluntad, capaces de deslizarse en la oscuridad y atacar con una precisión mortal. Alexander confiaba en ellos más que en cualquier otro ser; eran una extensión de su propia crueldad y control. En ese momento, los Acechasombras eran lo único que no traicionaba su confianza, lo único que seguía siendo constante en medio del caos emocional que lo consumía.
Cuando finalmente llegaron a la zona señalada por los exploradores, encontraron los restos de un campamento destrozado, con huellas profundas en el barro y marcas de garras en los árboles circundantes. Los soldados intercambiaron miradas nerviosas, conscientes de que algo no estaba bien. La tensión era palpable, una amenaza invisible que parecía observarles desde las sombras. Alexander, con los sentidos agudizados, avanzaba sintiendo que la oscuridad de Kaelith estaba más cerca de lo que podía aceptar.
Fue entonces cuando vio las primeras siluetas. Criaturas amorfas, envueltas en una oscuridad que parecía consumir la luz a su alrededor, se desplazaban entre los árboles con movimientos fluidos e inhumanos. Eran sombras vivientes, fragmentos de la magia corrupta de Kaelith, y su sola presencia bastaba para poner en alerta a todos los sentidos de Alexander. Cada fibra de su ser gritaba peligro, pero también sentía el peso de algo más profundo, una conexión oscura que compartía con esa magia corrupta, un reflejo de lo que él mismo temía ser. Sin pensarlo, desenvainó su espada, el filo brillando tenuemente bajo la luz difusa del amanecer.
Los Acechasombras se lanzaron al combate con una coordinación brutal, sus movimientos sincronizados con los de Alexander. Se deslizaban entre las criaturas, atacando desde ángulos imposibles, sus garras atravesando la oscuridad con la precisión de un cirujano. Alexander se movía con la gracia letal de un depredador, sus golpes certeros mientras cortaba y atravesaba a las sombras que se atrevían a desafiarlo. A cada golpe, su mente se perdía más en la vorágine de furia y poder que lo empujaba a desahogar su rabia acumulada. La promesa rota que le hizo a Gabriella reverberaba en sus pensamientos, y con cada criatura que caía, sentía que esa promesa se desvanecía aún más en su interior.
La batalla fue rápida y feroz. Las criaturas de Kaelith atacaban con una ferocidad salvaje, pero los Acechasombras y Alexander eran una fuerza imparable. Cada vez que una sombra se disolvía, Alexander sentía un estallido de satisfacción oscura, como si cada golpe lo acercara más a su objetivo de proteger lo que quedaba de su reino. Pero la sensación de vacío dentro de él crecía a cada golpe, como si ninguna victoria pudiese compensar el hecho de que su propio reino, su propia mente, estaban tan rotos como el campamento devastado que tenía frente a él.
Sin embargo, en medio del combate, la figura de Gabriella seguía acechando su mente. El conflicto interno que ella representaba lo distraía, debilitando la furia que lo mantenía enfocado. Su rostro, sus palabras, la sensación de calidez al acoplarla entre sus brazos, todo seguía tan vivo dentro de él que, por un instante, vaciló. Alexander rugió, redoblando sus ataques con una violencia renovada, intentando sofocar el recuerdo de sus palabras, de la luz que se negaba a apagarse en ella. Era una lucha interna tanto como externa. Cada sombra que caía bajo su espada parecía simbolizar el rechazo que quería imponer sobre Gabriella, sobre lo que representaba para él. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no lograba sacarla de su mente.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, las sombras comenzaron a retroceder, disolviéndose en la penumbra del bosque como una marea que se retira. Alexander se quedó jadeando, su espada goteando la sustancia viscosa de las criaturas derrotadas. A su alrededor, los guerreros y los Acechasombras se mantenían en pie, listos para cualquier nuevo ataque. Pero la victoria no lo llenaba. La sensación de haber ganado una batalla, pero perdido algo más importante, se asentaba en su pecho como una piedra pesada. El eco de la batalla interior que libraba era más fuerte que el triunfo ante las criaturas. Sabía que esa furia y ese vacío que lo acompañaban no eran producto de la magia oscura de Kaelith, sino del conflicto que Gabriella había desatado en su ser.
La victoria, aunque clara, le sabía a cenizas. Había vencido a las criaturas, pero había algo mucho más oscuro que no había podido conquistar: la duda, el miedo, y sobre todo, la sensación de haber traicionado la única promesa que no estaba seguro de poder cumplir.
GABRIELLA
De vuelta en el castillo, Gabriella aprovechó la ausencia de Alexander para explorar áreas que hasta ahora le habían estado prohibidas. La tensión entre ambos seguía latente, y aunque no sabía si algún día podría resolverla, Gabriella entendía que la distancia entre ellos le daba una oportunidad para enfrentarse a otras verdades. Recordó las palabras de Seraphina, quien le había contado sobre la antigua biblioteca del castillo, una de las más ricas y codiciadas en otros tiempos, atrayendo conocimientos de todos los rincones del mundo. Ahora, ese lugar estaba olvidado, sus puertas selladas por el paso del tiempo y el desinterés. Se decía que esa biblioteca había sido un faro de sabiduría, incluso para razas mágicas como los Althara, que alguna vez habitaron y protegieron esas tierras antes de su extinción.
Con Lythos a su lado, Gabriella se adentró en los pasillos más profundos del castillo, guiada por un instinto que no podía explicar. Era como si una fuerza dentro de ella, despertada por las revelaciones recientes, la empujara a buscar respuestas. Cada paso resonaba en el silencio ancestral de los muros, y el aire estaba cargado de una magia antigua que parecía susurrarle promesas y advertencias al oído. Los ecos de las palabras de Seraphina aún resonaban en su mente, pero también la voz de su madre en la visión, urgiéndola a descubrir más.
Las puertas de la biblioteca estaban cubiertas de polvo y telarañas, un vestigio del tiempo que había pasado desde que alguien se atrevió a cruzarlas. Al empujarlas, Gabriella sintió una ráfaga de aire cálido que la envolvió, como si la magia que allí residía la reconociera, aceptándola como parte de sí misma. Era una sensación extraña y familiar a la vez, como si el castillo mismo la aceptara finalmente. Una fuerza invisible parecía guiar sus movimientos, un susurro silencioso que la empujaba hacia adelante. Los estantes se alzaban imponentes, repletos de libros antiguos y pergaminos enrollados. El aroma a papel viejo y cera de velas impregnaba el aire, creando una atmósfera de reverencia y misterio. Lythos se quedó en la entrada, sus ojos brillando con una mezcla de cautela y curiosidad mientras observaba a Gabriella recorrer los pasillos, sus dedos rozando los lomos de los libros con un respeto casi religioso.
Había algo en ese lugar que resonaba profundamente con su linaje, una conexión que no había sentido antes. Mientras Gabriella avanzaba entre los estantes, notó un cambio en el aire, una vibración casi imperceptible que parecía emanar de un rincón olvidado de la biblioteca. La energía a su alrededor se hizo más densa, como si las paredes mismas guardaran secretos que esperaban ser descubiertos. Era como si algo la estuviera llamando, atrayéndola con una promesa velada. Sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no se detuvo. En lo más profundo de su ser, sabía que debía seguir esa sensación. Sabía que en ese rincón olvidado encontraría algo que cambiaría su percepción, algo que la acercaría más a la verdad sobre su madre.
Y fue entonces cuando lo vio: un tomo pesado, con una portada de cuero desgastada y el símbolo de los Althara grabado en oro. Sus dedos temblaron al rozarlo, una mezcla de miedo y reverencia llenándola al sentir que aquello no era un simple libro, sino un legado olvidado. Sus manos temblaron al tocarlo, y una extraña energía recorrió su piel, como si el libro mismo estuviera vivo y esperándola. Por un momento, sintió la presencia de su madre cerca, como si Althea la estuviera guiando hacia esta revelación.
Al abrirlo, las palabras parecieron cobrar vida bajo su mirada, resplandeciendo tenuemente como si estuvieran escritas con luz líquida. Gabriella sintió una conexión inmediata, una resonancia profunda que la llevó a sumergirse en el contenido sin reservas. Era un libro de profecías, advertencias y secretos que habían sido ocultados por generaciones. Pero a medida que leía, las palabras comenzaron a transformarse, revelando una historia que no estaba allí para cualquier lector, como si la magia del libro respondiera a su presencia, revelando verdades que habían estado escondidas incluso en esos estantes durante siglos. Las palabras brillaban ante ella como si supieran que Gabriella era la única que debía conocerlas.
Las páginas comenzaron a cambiar, mostrando la vida de su madre, Althea, no solo como una Althara, sino como una de las últimas guardianas de la luz. Gabriella leyó sobre su madre, sobre cómo luchó contra la oscuridad de Kaelith, protegiendo a su pueblo con una determinación inquebrantable. El sacrificio de Althea se desplegaba ante sus ojos, y Gabriella podía sentir el peso de esa responsabilidad cargando sobre sus propios hombros. Pero entonces, las palabras comenzaron a narrar un capítulo mucho más sombrío y personal, uno que hizo que Gabriella sintiera un nudo en la garganta.
Las revelaciones que siguieron la golpearon como una ola de frío penetrante. Las palabras mágicas relataron cómo Kaelith, en su implacable ambición de acabar con toda la luz que quedaba en Althea, la persiguió no solo con sus ejércitos y su magia, sino con un odio personal que buscaba someterla completamente. Althea había rechazado su amor y sus promesas de poder, manteniéndose firme en su convicción de proteger la luz a cualquier costo. El odio de Kaelith no era solo contra la luz; era una venganza personal. Gabriella podía sentir la desesperación y el dolor de su madre a través de las palabras, y con cada línea, el peso de esa historia la hundía más.
Gabriella leyó, con los ojos vidriosos y el corazón palpitante, cómo Kaelith había irrumpido en la cámara de su madre una noche, sus ojos ardiendo con una mezcla de lujuria y odio. Gabriella contuvo la respiración, anticipando lo que venía. Althea, atrapada entre las sombras de su propio palacio, se había defendido con cada fragmento de su poder, pero Kaelith la sobrepasó con la oscuridad que brotaba de su ser, una oscuridad que envolvía cada rincón, apagando incluso la luz más intensa. La crueldad de Kaelith se hacía más real a cada palabra, y Gabriella sentía que parte de su propia alma se rompía al leer sobre la brutalidad que su madre había sufrido.
La imagen se formó ante los ojos de Gabriella: su madre, caída y agotada, sometida por la fuerza abrumadora del hechicero. Kaelith no solo quería someterla físicamente, sino quebrantar su espíritu, hacerla sentir impotente y mancillada, una victoria que se sumaba a su eterna cruzada contra la luz. Las lágrimas cayeron sin control por el rostro de Gabriella, sintiendo un dolor tan profundo que la dejó sin aliento. El libro describía, con palabras que parecían arder en la piel de Gabriella, el momento en que Kaelith la violó, no como un simple acto de posesión, sino como un intento desesperado de corromper el último resplandor de los Althara.
Gabriella sintió una oleada de furia y repulsión, como si las palabras mismas la quemaran. Las lágrimas brotaron de los ojos de Gabriella mientras seguía leyendo, las letras danzando ante ella como un doloroso recordatorio de la crueldad que había marcado su concepción. Era más que dolor; era una herida abierta que nunca había cicatrizado, y ahora, en esas páginas, Gabriella comprendía todo lo que su madre había intentado protegerla de él
Althea, sin embargo, no se rindió. Sabiendo que estaba embarazada, sintió un destello de esperanza en medio de la oscuridad. Su luz, aunque herida, no estaba completamente extinta. Gabriella sintió una chispa de orgullo en medio del dolor, la valentía de su madre era innegable, incluso frente a la más absoluta desesperación. Althea urdió un plan desesperado, una última jugada para proteger lo que quedaba de su linaje. Reuniendo lo poco que le quedaba de su poder, se preparó para huir, aprovechando la arrogancia de Kaelith, que la creía rota y sumisa.
El libro reveló cómo Althea comenzó a investigar los antiguos monolitos, portales que conectaban con otros mundos y que habían sido olvidados incluso por los más sabios de su raza. Gabriella ahora veía los monolitos no solo como reliquias antiguas, sino como símbolos de la resistencia de su madre, de su esperanza de escapar de la oscuridad. Estos monolitos eran restos de un tiempo antiguo, fragmentos de magia pura que podían transportar a quien los cruzara a lugares más allá del entendimiento humano. Althea había puesto toda su fe en esos portales, y Gabriella podía sentir la urgencia, la desesperación por salvarla antes incluso de su nacimiento. Althea pasó meses estudiando sus complejos patrones y estructuras, arriesgándose a ser descubierta por Kaelith en cualquier momento. Pero la determinación de salvar a su hija por nacer la mantenía firme.
Finalmente, en una noche en que la oscuridad era tan densa que parecía tangible, Althea reunió la energía suficiente y activó uno de los monolitos, un portal que la llevaría lejos de las garras de Kaelith. Gabriella casi podía visualizar a su madre frente al monolito, enfrentando las sombras con la última chispa de su poder. La huida fue caótica y desgarradora; las sombras se alzaban como espectros, intentado detenerla. Althea luchó contra cada una de ellas, su luz brillando intensamente por última vez mientras se abría paso a través de la oscuridad.
Gabriella pudo ver, a través de las palabras encantadas, a su madre atravesando el portal con el último resquicio de su fuerza, dejando atrás todo lo que conocía, sus raíces, su reino, y un pasado marcado por la traición y la violencia. Gabriella se estremeció al pensar en ese sacrificio, en cómo su madre había dejado todo atrás por ella, y sintió el peso de esa responsabilidad hundiéndose más en su pecho. El otro lado del portal la recibió con un cielo diferente, un aire que no conocía y una sensación de libertad amarga. Althea se encontraba sola en un mundo extraño, pero su hija estaba a salvo. Sabía que ese nuevo mundo sería el refugio que Gabriella necesitaba, al menos hasta que pudiera defenderse sola.
La historia de su madre terminó abruptamente en el libro, dejando a Gabriella en medio de un remolino de emociones. El silencio que siguió fue como un eco de esa huida desesperada, dejando a Gabriella vacía pero, al mismo tiempo, llena de una determinación renovada. Se tambaleó, sintiendo que el peso de su herencia la aplastaba. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras comprendía la magnitud del sacrificio de Althea. Ella no era solo la hija de una Althara; era la última esperanza de una raza extinta, un legado de luz que su madre había luchado por preservar a pesar del infierno que había vivido.
Lythos, percibiendo la agitación en el aura de Gabriella, se acercó y presionó su cabeza contra el costado de ella, ofreciéndole un consuelo silencioso. Gabriella cerró el libro con un golpe seco, sus manos temblando mientras lo abrazaba contra su pecho. Sabía que el camino que tenía por delante no sería fácil, pero también sabía que no podía seguir huyendo de lo que era. Las sombras de su pasado ya no podían ser ignoradas, y ahora, sabiendo más de lo que su madre había enfrentado, Gabriella entendía que el enfrentamiento con Kaelith era inevitable. Si quería enfrentarse a Kaelith, si quería salvar a Alexander de sí mismo y restaurar el legado de su madre, debía aceptar su propio poder y aprender a usarlo.
La joven miró el libro con una mezcla de dolor y decisión. Con el corazón pesado, Gabriella tomó una decisión: ya no sería solo la hija de Althea, sino la guerrera que su madre había querido proteger. Era hora de reclamar su herencia y enfrentar su destino con la misma determinación que Althea había mostrado al desafiar a Kaelith. Porque aunque la luz hubiera sido herida, no estaba apagada. Y mientras Gabriella respirara, la batalla entre la luz y la oscuridad continuaría.
Sus pensamientos volvieron a Alexander. El hombre que prometió protegerla, pero que estaba atrapado en su propia oscuridad. Gabriella supo entonces que, al igual que su madre había luchado por ella, ella debía luchar por Alexander, no porque él la necesitara, sino porque ambos estaban entrelazados en una lucha mayor que ellos mismos.
ALEXANDER
Alexander regresó al castillo al anochecer, cubierto de la sangre oscura de las sombras y con la mente aún atrapada en la vorágine de la batalla. El peso de las criaturas que había enfrentado lo seguía, susurrándole promesas de destrucción y venganza. Las imágenes de las sombras desmoronándose bajo sus golpes, de los Acechasombras moviéndose a su alrededor como extensiones de su voluntad, se mezclaban con sus pensamientos más oscuros, avivando la rabia que aún palpitaba en su interior. Entró en su despacho, dejando un rastro de barro y gotas de sangre a su paso, y se dejó caer en la silla, su cuerpo exhausto pero su espíritu aún combativo.
El eco de la tormenta seguía golpeando las ventanas, como si el mismo cielo intentara igualar la furia interna que Alexander intentaba contener. Cerró los ojos por un instante, permitiendo que la tensión de sus músculos se liberara, aunque solo fuera por un momento. Pero la calma no llegaba. Cada segundo que pasaba, las sombras de su mente lo acosaban con más fuerza, reviviendo las palabras de Gabriella, la verdad que no quería aceptar.
Una presencia se coló en la estancia, delicada pero firme, como un rayo de luz filtrándose en la oscuridad.
Alexander se giró bruscamente, los sentidos en alerta, y lo que vio lo descolocó por completo: Gabriella estaba de pie en el umbral, con el libro de los Althara abrazado contra su pecho y una mirada de determinación que Alexander nunca había visto en ella. Había algo diferente en su postura, una mezcla de vulnerabilidad y fuerza que lo desconcertaba. Sus ojos, normalmente llenos de dudas, brillaban ahora con una resolución ardiente, como si llevaran consigo la luz de las estrellas.
Gabriella avanzó unos pasos, sin apartar la mirada de él, y Alexander sintió un estremecimiento en su interior, como si las paredes que había construido a lo largo de los años comenzaran a agrietarse. Las revelaciones, los recuerdos, el caos en su mente, todo se intensificaba al verla de pie frente a él, con esa aura de decisión que lo golpeaba como un puñetazo. Fue entonces cuando sus ojos se detuvieron en el tomo que Gabriella sostenía. El cuero desgastado, la sensación de antigüedad que emanaba del libro, y especialmente el sello dorado de los Althara, captaron su atención de inmediato. Alexander frunció el ceño; ese libro no pertenecía a su biblioteca, aunque reconocía de inmediato el símbolo de la antigua raza extinta.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Alexander, su tono grave y cargado de curiosidad mezclada con una incomodidad que no lograba disimular. Conocía la historia de los Althara, pero solo a través de los relatos que los juglares y bardos contaban en los rincones más oscuros de las tabernas, fragmentos de canciones de tiempos olvidados que hablaban de luz y traición. Lo que sabía eran sombras de la verdad, envueltas en mitos y distorsionadas por los siglos.
Gabriella notó el cambio en la mirada de Alexander, y por un momento, sintió el peso de todo lo que había descubierto arremolinarse en su pecho. Apretó el libro contra sí, como si aún necesitara el consuelo de su madre a través de esas páginas, pero no se apartó.
-Lo encontré en la biblioteca oculta del castillo, en lo más profundo de tus dominios -respondió, su voz cargada de un orgullo y una tristeza que se entrelazaban-. Este libro contiene la verdad sobre mi madre y lo que Kaelith le hizo... sobre lo que me hizo a mí antes de nacer.
Alexander, sin desviar la mirada del tomo, sintió una extraña punzada de inquietud. Sabía que los Althara habían sido exterminados por la oscuridad, devorados por su propia magia y traiciones internas, o al menos eso decían las leyendas. Pero lo que Gabriella había leído parecía ir mucho más allá de lo que él creía saber, como si los fragmentos que los bardos narraban solo fueran la superficie de un abismo mucho más profundo y oscuro.
—Conozco la historia de los Althara —dijo Alexander lentamente, su tono casi pensativo—. O al menos, lo que queda de ella en las canciones y los susurros de quienes aún recuerdan. Se decía que su luz era inquebrantable, pero también que fue su propia pureza lo que los llevó a la perdición. Nadie habla de ellos más allá de las leyendas de su extinción.
Gabriella lo miró con una mezcla de tristeza y desafío, como si sus palabras confirmaran lo que ella había sospechado durante tanto tiempo: que la verdad de su madre y de su pueblo había sido enterrada bajo capas de mentiras y omisiones.
—No son solo leyendas, Alexander —dijo ella, su voz cobrando un tono más firme, cargado de la gravedad de todo lo que había descubierto—. Lo que pasó con los Althara fue mucho más que una extinción. Mi madre, Althea, fue violada y quebrantada por Kaelith. Todo lo que ella representaba fue mancillado por su odio, y aun así, encontró la forma de escapar, de protegerme antes de que él pudiera destruirme también. Ella estudió los monolitos antiguos para huir a otro mundo y salvarme. Lo he visto, lo he sentido, como si su historia aún latiera en esas páginas.
Las palabras de Gabriella parecían cobrar vida en el aire, resonando con la intensidad de una verdad largamente ocultada. Alexander, atrapado entre su propia incredulidad y la sinceridad en los ojos de Gabriella, sintió una mezcla de furia y respeto arder en su interior. Él sabía de traiciones, de desesperación y de luchas interminables, pero la historia que Gabriella relataba era una herida que seguía abierta, un dolor que aún resonaba en el presente.
—No lo sabía... —murmuró Alexander, sus palabras quedando a medio camino entre la disculpa y la aceptación de su propia ignorancia. Sabía lo que era estar atrapado por una oscuridad impuesta por otros, pero Gabriella había vivido eso incluso antes de nacer.
La tensión entre ambos era palpable, como un hilo invisible que los mantenía unidos y a la vez los empujaba a desafiarse mutuamente. Alexander se levantó lentamente, sus ojos nunca apartándose de los de Gabriella. Las palabras de ella seguían resonando en su mente, como un eco imposible de ignorar. Gabriella no era lo que él había imaginado. No era simplemente una intrusa, ni una prisionera, ni siquiera el reflejo de un pasado que lo atormentaba. Ella era algo mucho más complejo, un enigma que desafiaba todo lo que él creía saber sobre el mundo y sobre sí mismo. Y esa revelación lo asustaba.
Había jurado protegerla, pero ahora, con todo lo que sabía y lo que aún estaba por descubrir, las dudas lo consumían. Cada vez que miraba a Gabriella, sentía un conflicto en su interior: la atracción innegable, el deseo de protegerla de las sombras que se cernían sobre ambos, pero también el temor de que su propia oscuridad terminara destruyéndola. Había algo en su luz, en su fuerza, que lo desarmaba de una forma que ninguna batalla había logrado.
"Si realmente soy su hija...", pensó Gabriella, recordando las palabras de Seraphina. Ni siquiera ella estaba segura de su lugar en este mundo. Había llegado a un lugar que creía irreal, un mundo que en otro tiempo habría catalogado como fantasía. Pero ahí estaba, enfrentándose a revelaciones que la desbordaban y tratando de encajar en una historia que no parecía suya. ¿Cómo podía esperar que Alexander confiara en ella si ni siquiera ella misma sabía quién era realmente?
—No sé si puedo protegerte —admitió Alexander finalmente, sus palabras pesadas como un juicio, cargadas de la duda que lo consumía. Lo había dicho no solo por las sombras externas que acechaban, sino por la lucha interna que lo desgarraba. Protegerla de los enemigos que venían con Kaelith sería difícil, pero más difícil aún era protegerla de la Bestia dentro de él, de su propia naturaleza oscura que a veces se sentía imposible de controlar.
Gabriella lo miró, entendiendo la magnitud de su confesión. Ella había visto el conflicto en los ojos de Alexander, la constante batalla que libraba con su propia oscuridad. Sabía que él dudaba de su capacidad para mantener la promesa de protegerla, pero también comprendía por qué. Después de todo, su propio mundo se tambaleaba bajo el peso de las verdades que recién empezaba a conocer.
—Lo sé —respondió Gabriella en un susurro, cargado de una tristeza que no podía ocultar—. Entiendo que dudes de mí, Alexander. ¿Cómo no lo harías? Estoy aquí, en un mundo que ni siquiera creía real, en medio de leyendas y seres que pensaba que solo existían en los cuentos. Ni siquiera yo sé qué soy realmente o qué soy capaz de hacer...
Gabriella sintió que su pecho se oprimía con la presión de todo lo que estaba experimentando. Quería su protección, lo deseaba con desesperación, pero entendía que la duda lo consumiera. Era un ser marcado por la traición, la oscuridad y los fantasmas del pasado. Gabriella sabía que pedirle su protección era mucho más que pedirle su lealtad; le pedía que se abriera a ella, que dejara que lo vulnerable en él saliera a la luz, y eso era algo que él no estaba seguro de poder darle.
—Pero eso no significa que no te necesite —continuó Gabriella, con un tono más firme, acercándose un paso más—. Yo no sé qué es lo que soy o lo que se espera de mí en este lugar. Solo sé que estoy aquí, y que... —vaciló, sintiendo el peso de sus emociones— que tú eres lo único que me hace sentir un poco menos perdida.
Alexander la miró en silencio, asimilando sus palabras. Por dentro, sentía el tirón entre su deseo de mantenerla a salvo y la certeza de que podría ser él quien terminara haciéndole más daño que cualquiera de las sombras que venían a por ella. No podía ignorar lo que Gabriella significaba para él, pero tampoco podía apartar la duda de que quizás era Kaelith el que, de alguna manera, había manipulado el destino para que todo esto ocurriera.
—No sé si puedo protegerte de lo que viene... o de mí mismo —repitió Alexander, su voz ahora más baja, como si confesara el mayor de sus miedos. Porque no era solo Gabriella la que dudaba de su lugar en este mundo. Él también dudaba de sí mismo, de su capacidad para mantenerse firme, para ser más que la Bestia que habitaba en su interior.
Gabriella lo entendía. Ella también sentía ese miedo constante, esa incertidumbre de no saber en quién confiar, ni siquiera en sí misma. El mundo que la rodeaba parecía desmoronarse, pero Alexander, por muy roto y oscuro que estuviera, había sido lo único constante, el único ancla en ese mar de caos. Y aunque él no pudiera verlo, era precisamente esa dualidad en él lo que la hacía confiar más en él que en cualquier otro.
—No quiero tu protección, Alexander, porque no se trata solo de eso —respondió Gabriella, acercándose más hasta que la distancia entre ambos fue casi inexistente. —Lo que quiero... lo que necesito es que no te alejes. No sé qué soy en este mundo, pero sé que tú eres parte de lo que me mantiene aquí.
Sus palabras resonaron en el silencio de la habitación, cargadas de una verdad que ambos podían sentir, aunque no supieran cómo ponerla en palabras. Alexander sintió que algo dentro de él se rompía, pero no en el mismo sentido en que siempre se había roto ante el dolor o la traición. Era algo diferente, algo que lo desarmaba lentamente y lo hacía bajar las defensas que había mantenido por tanto tiempo.
Sus miradas se encontraron de nuevo, más profundas, más sinceras. Ya no había necesidad de más palabras, porque en ese momento ambos comprendían que no se trataba solo de protegerse mutuamente de los enemigos externos. Se trataba de enfrentarse a sus propios miedos y oscuridades, de entender que, aunque el futuro fuera incierto, en ese instante no estaban solos. Y quizás, solo quizás, juntos podrían enfrentarse a lo que viniera.
El siguiente capítulo va a ser muy intenso
Lo prometo~
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro