CAPÍTULO 21
¡Hola, mes chères roses!
"A veces, los lazos de sangre son cadenas que arrastran más allá de la voluntad. Pero no es la sangre lo que define quién eres, sino la lucha por no permitir que te consuma."— Seraphina, Ángel Caído, guardiana de verdades ocultas.
GABRIELLA
El retumbar incesante de la tormenta afuera se fusionaba con la tensión sofocante dentro de la habitación. Gabriella estaba sentada en el borde de la cama, su cuerpo temblando mientras intentaba aferrarse a la realidad tras la visión que la había sumido en un abismo de terror y desesperación. Su mente seguía vagando entre la sombra de su padre y el peso de las revelaciones que había recibido, su corazón cargado de incertidumbre y miedo. Alexander permanecía a su lado, su presencia firme y protectora era lo único que la mantenía anclada. Aunque trataba de calmarla, una furia creciente ardía en él. La sombra de Kaelith, su archienemigo, se había atrevido a atacar lo único que él había jurado proteger.
Lythos, en su forma de lobo pequeño, se mantenía a poca distancia, con el pelaje oscuro erizado y los ojos llenos de una preocupación palpable. Sabía que algo terrible había sucedido, algo que él no había podido evitar. Su lealtad hacia Gabriella era inquebrantable, pero incluso él, con todo su poder y devoción, había sido incapaz de intervenir contra la magia corrupta del hechicero.
De pronto, una figura oscura se materializó en el umbral de la habitación, emergiendo de las sombras como un espectro olvidado. Seraphina, el ángel caído, llegó con una presencia inquietante, como un presagio de algo más profundo y oscuro. Sus alas, quebradas y malditas por la oscuridad, apenas eran un vestigio de lo que habían sido, y su mirada, habitualmente serena, reflejaba una ansiedad creciente y contenida. No traía consigo la luz de un ser celestial, sino una oscuridad que era a la vez familiar y perturbadora, una sombra que hablaba de traiciones pasadas y culpas no expiadas.
Alexander giró bruscamente hacia ella, su rabia ahora al borde de la explosión. La presencia de Seraphina siempre traía consigo recuerdos incómodos y reproches sin resolver, y en esa noche, su aparición se sentía como una intrusión más que una ayuda.
—¿Qué haces aquí, Seraphina? —Alexander escupió las palabras con desprecio, mientras seguía manteniéndose cerca de Gabriella, protegiéndola instintivamente de cualquier amenaza percibida. El eco de la reciente invasión de Kaelith lo mantenía alerta, su desconfianza hacia todos en su punto máximo.
Seraphina avanzó, sus pies apenas rozando el suelo mientras sus ojos se clavaban en Alexander primero, y luego en Gabriella. Las emociones que transmitían sus ojos reflejaban una mezcla de culpa y un deseo ferviente de redención. Había dolor en su expresión, una lucha interna que reflejaba años de culpa y remordimientos no resueltos, una carga que nunca había dejado de pesar sobre sus hombros.
—Sentí la oscuridad de Kaelith. Sentí cómo su magia intentaba atraparla —Seraphina dijo con un tono bajo, su voz impregnada de un sufrimiento latente—. No podía quedarme al margen esta vez
La tensión creció en la habitación. Alexander apretó los puños, furioso, consciente de que esta vez, su furia no sería tan fácil de contener. Seraphina había llegado tarde, como siempre, y su sola presencia lo enfurecía aún más. En su mente se entrelazaban recuerdos de pérdidas, fracasos y batallas libradas en vano, y la figura de Seraphina se volvía un recordatorio constante de todas las veces que lo había decepcionado.
—Siempre llegas cuando todo ya está perdido, ¿verdad? —Alexander arremetió, su voz resonando con una furia contenida—. Siempre apareces después, con tus advertencias y excusas. ¿Dónde estabas cuando Kaelith destruyó lo que más me importaba? ¿Dónde estabas cuando esa maldita sombra trataba de asfixiarla?
Seraphina cerró los ojos un instante, como si las palabras de Alexander la golpearan en lo más profundo. Ella, más que nadie, conocía las consecuencias de su fracaso, el precio de no haber podido proteger a Althea, la madre de Gabriella, cuando más la necesitaba. Había vivido con esa carga desde entonces, y cada error solo la hundía más en la desesperación de su propia caída.
—No es tan simple, Alexander —respondió con voz tensa, sus ojos llenos de una mezcla de culpa y determinación—. Kaelith se ha vuelto más poderoso, su magia más oscura y retorcida. Incluso para mí, es casi imposible rastrearlo. Pero no vine solo por la sombra. Vine porque... —su mirada se desvió hacia Gabriella, su voz quebrándose un poco—. Vine porque he descubierto la verdad. Ella es una Althara, y su poder es la clave para lo que Kaelith planea.
El silencio se hizo pesado, como si el aire mismo hubiera dejado de moverse. Gabriella sintió el peso de esas palabras, pero estaba demasiado agotada para procesarlas del todo. Seraphina observó a Alexander, esperando ver sorpresa en su rostro, pero lo que encontró fue una furia contenida, una chispa de algo que se asemejaba a un reproche silenciado.
—Ya lo sé —dijo Alexander en un tono helado, y la sorpresa se dibujó en el rostro de Seraphina. No esperaba que Alexander ya conociera la verdad que ella había tratado de proteger.
—¿Lo sabías? —preguntó Seraphina, sus palabras cargadas de incredulidad. La revelación de que Alexander había descubierto el secreto de Gabriella sin su intervención la descolocó por completo—. ¿Desde cuándo?
Alexander no respondió de inmediato, sus pensamientos volvían al momento en que Morran le había revelado lo que había sospechado sobre Gabriella. Las piezas encajaban de manera dolorosa, pero también explicaban demasiados misterios. Y ahora, enfrentado a Seraphina, la misma que se había guardado esa verdad mientras él luchaba contra sus propios demonios, la traición le resultaba casi insoportable.
—Morran me lo dijo. No tú. Siempre escondiendo las piezas más importantes, siempre con tus malditos secretos. Sabías que Gabriella era la clave para Kaelith y, aun así, me dejaste en la oscuridad. —La acusación en su tono era clara, y cada palabra era un latigazo de rabia acumulada—. Me dejaste ciego mientras él movía sus piezas, mientras su sombra casi la mata.
Seraphina parpadeó, sintiendo la presión de los años de secretos y culpas pesando sobre ella. Cada palabra de Alexander penetraba sus defensas, recordándole las promesas incumplidas. No había sido su intención mantenerlo en la oscuridad, pero el miedo a las repercusiones, a las implicaciones de revelar que Gabriella era una de las últimas Althara, la había llevado a ocultar la verdad, esperando que el momento adecuado llegara. Pero ese momento nunca existió.
—No lo oculté para hacerte daño. Lo oculté porque tenía miedo. Porque no quería que Gabriella tuviera que cargar con el peso de su linaje tan pronto. ¡No es solo una Althara! ¡Es la hija de Althea! Tu madre era mi amiga, Gabriella. —Seraphina se detuvo, atrapada entre la verdad y el dolor que todavía la consumía—. No quería que cargaras con lo que ella no pudo soportar.
La mención de su madre trajo consigo una ráfaga de dolor en el pecho de Gabriella. Atravesada por las emociones, intentaba comprender el caos que la envolvía, pero las palabras parecían formar un muro insalvable a su alrededor. Habían hablado de su madre, de su linaje, de lo que ella era, sin consultarla, sin siquiera mirarla. Era como si fuera un objeto del que podían debatir y desmenuzar sin que su opinión importara. Su frustración se mezclaba con el dolor y la confusión de no entender su lugar en todo esto.
—¡Basta! —gritó Gabriella, levantándose de la cama con un movimiento brusco. Su voz resonó en la habitación, deteniendo la discusión entre Alexander y Seraphina. Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero las ignoró, enfrentando a ambos con una determinación que sorprendió incluso a ella misma—. ¡Dejad de hablar como si no estuviera aquí! No soy una pieza de un juego que puedan mover a su antojo. No entiendo nada de esto, no sé por qué mi vida está atrapada en este maldito conflicto, pero merezco saberlo.
Lythos se acercó a Gabriella, su mirada reflejando una mezcla de confusión y un destello de reconocimiento. Había conocido a los Althara en tiempos pasados, y la idea de que Gabriella fuera una de ellos lo dejaba desconcertado. Creía que esa raza había sido aniquilada, extinta por la ambición sin límite del Hechicero.
Gabriella se dejó caer al suelo, abrazando a Lythos con fuerza, encontrando un respiro en su calidez y en su lealtad incondicional. La sensación de soledad la aplastaba, aunque estuviera rodeada por aquellos que decían protegerla. Alexander y Seraphina la observaban, sus rostros cargados de arrepentimiento y tensión, conscientes de que sus propias heridas habían herido aún más a Gabriella.
Seraphina se acercó un poco más, bajando la mirada en señal de arrepentimiento.
—Lo siento, Gabriella. No quise que todo esto cayera sobre ti de esta manera —dijo con sinceridad, su voz temblando ligeramente—. Tu madre te protegió hasta su último aliento, y yo juré protegerte a ti. No quería que supieras la verdad hasta que estuvieras lista, pero parece que el destino no quiso esperar.
Seraphina cerró los ojos, y su mente viajó atrás, a un momento que siempre intentaba olvidar: el día de la boda de Althea.
El salón del castillo resplandecía con una luz cálida y dorada, inundado por la magia de los Althara. Las paredes estaban adornadas con tapices que contaban historias de luz y curación, de victorias pasadas contra la oscuridad, y el aire se llenaba de la fragancia de las flores blancas que colgaban desde lo alto, un símbolo de esperanza y renovación. Seraphina, con sus alas aún intactas y radiantes, observaba a Althea desde una distancia prudente, con el orgullo y la emoción de una guardiana y amiga.
Althea, envuelta en un vestido blanco brillante que reflejaba su linaje, con sus cabellos plateados cayendo en suaves ondas y su mirada vibrante de vida, caminaba hacia el altar. Su corazón latía rápido, una mezcla de nerviosismo e ilusión. Ese día sellaría la alianza entre dos reinos, una promesa de paz y prosperidad, un símbolo de luz en un mundo que comenzaba a oscurecerse. A su lado estaban sus padres, el Rey y la Reina de los Althara, observando con orgullo a su hija mientras se dirigía hacia su destino.
El novio, Kaelith —aunque conocido por todos como Gael, el noble de un reino lejano— aguardaba en el altar con una sonrisa afable y su porte regio. Su mirada, al principio cálida, se mantenía fija en Althea, pero tras esa fachada amable se ocultaba una intención mucho más oscura, que solo Seraphina, con su instinto celestial, percibía como una sombra en el borde de la luz.
La ceremonia comenzó con cánticos que invocaban la bendición de la luz y los antiguos juramentos de los Althara. La voz de Althea resonaba clara y firme, prometiendo amor y protección a su nuevo esposo y al reino que ahora compartían. Pero a medida que los votos continuaban, Seraphina no podía sacudirse la sensación de que algo estaba terriblemente mal, una tensión palpable que parecía vibrar en el aire.
Cuando llegó el momento del discurso de Kaelith, todo cambió. El noble, hasta ahora contenido y elegante, se levantó con una calma que resultaba inquietante. Al principio, sus palabras fueron diplomáticas y llenas de agradecimiento, pero con cada frase su tono se volvía más oscuro, más siniestro, cargado de una promesa que nadie en la sala esperaba.
—Hoy celebramos más que una unión —dijo Kaelith, su voz resonando con una intensidad que dejó a los presentes paralizados—. Celebramos el inicio de un nuevo poder, uno que no se detendrá ante nada.
La atmósfera se tornó tensa, y las sonrisas se congelaron en los rostros de los invitados. El Rey y la Reina intercambiaron miradas de preocupación, y Althea sintió que su corazón se encogía al ver la transformación en el semblante de su esposo. Kaelith continuó, su voz ahora impregnada de una malicia palpable.
—Hoy, aquellos que se han aferrado a la luz conocerán la verdadera oscuridad. La luz que alguna vez iluminó este mundo se extinguirá bajo mi mando.
El rostro de Kaelith se torció en una mueca retorcida, y sin previo aviso, desenvainó una espada oscura, imbuida con la magia más profunda y corrupta de la oscuridad. El grito de Althea quedó atrapado en su garganta cuando vio a su esposo moverse con una velocidad y brutalidad inhumana, arremetiendo directamente contra el Rey y la Reina, sus padres. La hoja oscura atravesó el corazón del Rey, y luego se deslizó sin piedad por la garganta de la Reina, dejando sus cuerpos caer al suelo en un charco de sangre y de la luz que una vez los rodeó.
El salón, que había sido un refugio de luz, se transformó en un infierno en un instante. Las sombras se alzaron como criaturas con vida propia, emergiendo de los rincones más oscuros de la estancia. Seres de pesadilla, espectros envueltos en tinieblas y bestias con ojos como brasas ardientes, atacaron a los Althara sin piedad. Los gritos de los invitados se mezclaron con el sonido del metal chocando y la magia explotando en el aire.
Los Althara, con su luz brillante y su poder curativo, luchaban desesperadamente por protegerse. Rayos de luz blanca atravesaban el caos, impactando contra las criaturas que Kaelith había invocado. Pero la oscuridad era voraz, avanzaba como una plaga imparable, devorando cada destello de luz que se atrevía a desafiarla. Los guerreros de los Althara se alzaron, sus cuerpos envueltos en un brillo etéreo, lanzándose contra la oscuridad con todo su poder, pero uno a uno caían bajo el peso de la sombra, sus cuerpos arrastrados a la penumbra.
Althea, al ver los cuerpos inertes de sus padres, sintió un grito de dolor y rabia brotar desde lo más profundo de su ser. Su luz se intensificó, envolviéndola en un resplandor cegador mientras corría hacia Kaelith, su mirada transformada por el dolor y la furia. Sin dudar, lanzó una esfera de pura luz hacia su esposo, una explosión de energía que atravesó el salón como un rayo de esperanza, iluminando cada rincón.
—¡Maldito seas! —gritó Althea, sus ojos ardiendo con lágrimas y furia—. ¡No permitiré que extingas lo que queda de la luz en este mundo!
Pero Kaelith la esperaba. Con un simple gesto de su mano, una barrera de oscuridad se alzó frente a él, absorbiendo la luz de Althea como si no fuera más que una pequeña llama frente a un torbellino. Los destellos dorados se desvanecieron al chocar contra la sombra, y Kaelith avanzó hacia ella, su sonrisa torcida y su mirada llena de una satisfacción perversa.
—Tú, heredera de la luz, esperanza de los seres de este mundo, serás extinta por mi oscuridad —dijo Kaelith, sus palabras resonando como un veredicto ineludible.
Kaelith se abalanzó sobre Althea, y aunque ella intentó resistir, invocando cada fragmento de su poder para defenderse, la oscuridad de Kaelith la envolvió como un manto opresivo. Las sombras se arremolinaron a su alrededor, silenciando su luz, sofocando cada intento de liberarse. Kaelith la sujetó con una mano, su agarre como garras de hierro sobre su brazo, y con la otra la golpeó, derribándola contra el suelo con una fuerza brutal.
Althea se retorció, tratando de alzarse una vez más, pero Kaelith la dominaba con facilidad. Sus palabras eran veneno puro, cada frase una declaración de su victoria.
—No hay lugar para la luz en mi mundo, Althea. No hay esperanza ni redención, solo la eterna oscuridad que todo lo consume.
Althea, con lágrimas de impotencia, intentó alzar la vista hacia Seraphina, buscando algún atisbo de apoyo, pero la escena que se desplegaba ante sus ojos era aún más devastadora. Seraphina luchaba contra las criaturas de Kaelith, sus alas brillando con un resplandor que comenzaba a menguar, pero fue derribada con una brutalidad que pocos podrían soportar. Seraphina intentó levantarse, su luz parpadeando débilmente, cuando Kaelith, con un destello de sádica satisfacción, se volvió hacia ella.
Con una frialdad abrumadora, Kaelith avanzó hacia Seraphina. En un movimiento cruel y sin previo aviso, alzó su espada oscura y la descargó sobre ella, desgarrando sus alas en un solo golpe. El grito desgarrador de Seraphina llenó el salón, una mezcla de agonía y desesperación que resonó con una potencia que helaba el alma. Althea, viendo a su amiga y protectora humillada de esa manera, sintió su corazón romperse en mil pedazos.
Kaelith observó a Althea con una sonrisa torcida, disfrutando del sufrimiento que había infligido. La luz en los ojos de Althea comenzó a apagarse, y su cuerpo, exhausto y herido, se rindió ante el imparable avance de la oscuridad. La ceremonia de amor y paz había sido transformada en un campo de batalla sangriento, y Althea, atrapada en los brazos de su verdugo, comprendió que la lucha entre la luz y la oscuridad no había hecho más que empezar.
Seraphina regresó al presente, con los ojos empañados por lágrimas que no lograban caer. Había pasado demasiado tiempo desde aquel día, pero las cicatrices aún estaban presentes, marcando cada rincón de su alma. El temor que siempre había ocultado ahora se materializaba, y por primera vez, tenía que enfrentarlo cara a cara. Su voz tembló al intentar recomponerse, mirando a Gabriella, que la observaba con una mezcla de horror y desconcierto.
—No sé si Kaelith es tu padre, Gabriella —confesó Seraphina, su voz quebrándose ante la posibilidad de que la verdad fuera aún más dolorosa de lo que imaginaba—. No puedo decir con certeza qué ocurrió entre él y tu madre después de aquel día, pero el miedo que siempre he tenido... —se detuvo por un segundo, tomando aire antes de soltar lo que llevaba años temiendo— es que tú podrías ser el fruto de su maldad. Lo que Kaelith quiere de ti es algo más oscuro de lo que cualquiera de nosotros puede comprender.
Las palabras de Seraphina cayeron como un jarro de agua helada sobre Alexander. Un escalofrío recorrió su cuerpo, clavándose como espinas en su piel. La sola idea de que Gabriella pudiera llevar la sangre de Kaelith lo llenaba de una mezcla de repulsión y rabia. Era como si el destino se burlara cruelmente de él, volviendo a lanzar las palabras de Ariadne como dagas envenenadas: "Ella es tu ruina. Ella será tu redención y tu perdición."
El miedo y la traición se mezclaban dentro de Alexander. Los recuerdos de las palabras de Morran, y la creciente influencia de las sombras en su reino, hacían que su mente lo consumiera. Cada vez que la miraba, no podía evitar preguntarse si todo era una trampa, un juego macabro de Kaelith para quebrarlo desde dentro. ¿Y si Gabriella era su herramienta perfecta? ¿Y si cada gesto, cada palabra, eran parte de un plan para llevarlo a la perdición?
Sin darse cuenta, Alexander retrocedió un paso, su expresión endureciéndose, sus ojos cargados de dudas y tormento. Gabriella, al ver ese cambio en él, sintió cómo algo dentro de ella se quebraba. No entendía completamente lo que implicaban las palabras de Seraphina, pero el rechazo y la sospecha en los ojos de Alexander eran más dolorosos que cualquier amenaza que hubiera enfrentado antes.
—¿Qué me estás ocultando? —gruñó Alexander, su tono bajo y amenazante, sus ojos oscuros buscando respuestas en el rostro de Gabriella como si intentara ver más allá de su piel—. ¿Cuánto de todo esto es real? ¿Eres tú o solo eres el reflejo de tu maldito padre?
Gabriella sintió un nudo formarse en su garganta. Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero las ignoró, su mente revuelta por la confusión y el dolor. El miedo de que todo lo que había vivido, sus recuerdos y su identidad, estuvieran construidos sobre una mentira la aterrorizaba. No podía soportar la forma en que Alexander la miraba, como si de repente fuera un enemigo, como si todo lo que habían compartido no fuera más que una ilusión.
—No lo sé, Alexander... —susurró Gabriella, su voz quebrada, aferrándose al borde de la cama como si eso pudiera darle algún tipo de estabilidad en medio del caos—. No sé quién soy, no sé nada de esto... Pero no soy él. No puedo serlo... No quiero serlo.
Alexander apartó la mirada, su mandíbula tensa y su respiración entrecortada. Cada fibra de su ser se debatía entre la necesidad de protegerla y el miedo de que todo fuera un engaño, un reflejo del poder corrupto de Kaelith. Su parte más cruel y oscura quería distanciarse, arrancarla de su lado antes de que pudiera causar más daño. Pero al mismo tiempo, no podía ignorar la conexión que había surgido entre ellos, esa atracción peligrosa y visceral que lo mantenía cerca.
—No puedo confiar en ti —escupió finalmente Alexander, dejando que la oscuridad de sus palabras llenara la habitación—. No mientras no sepa qué eres realmente. No puedo dejar que esa sombra me consuma. Si eres su hija, si llevas su maldita sangre, no sé si algún día podré verte de otra forma.
Gabriella se encogió ante esas palabras, sintiendo que su mundo se desmoronaba aún más. Su mente intentaba procesar todo lo que había oído: la historia de su madre, la duda sobre su linaje, pero las palabras de Alexander eran como cuchillos que se clavaban en su alma, uno tras otro. La idea de que él pudiera verla solo como una amenaza, como un reflejo de Kaelith, la devastaba.
—¡No soy una herramienta! —gritó Gabriella, su voz rompiendo el silencio con la fuerza de su dolor y frustración—. ¡No soy su hija! Soy Gabriella, solo eso. No sé qué soy, pero no soy una maldita extensión de él.
Lythos, que había estado observando con atención, sintió la tensión crecer a niveles insoportables. Con un gruñido bajo, se interpuso entre Alexander y Gabriella, empujando su pequeño cuerpo contra ella como un escudo, mostrándole a Alexander que Gabriella no estaba sola. Aunque fuera pequeño en su forma actual, su lealtad era inquebrantable, y no permitiría que Alexander la lastimara, ni física ni emocionalmente.
Seraphina, por su parte, frunció el ceño, sus amputadas alas temblando ligeramente mientras su ira hacia Alexander se encendía. No podía creer que, después de todo lo que Gabriella había soportado, Alexander fuera capaz de dudar de ella de esa forma. Se acercó un poco más, enfrentándolo con una mirada cargada de reproches.
—Estás actuando como un cobarde, Alexander. —Las palabras de Seraphina eran duras, pero llenas de verdad—. No es su culpa lo que sucedió, y lo sabes. Si Kaelith tiene alguna influencia sobre ella, no es porque ella lo quiera, es porque tú permites que tus miedos te cieguen.
Alexander desvió la mirada, luchando con su propia culpa. Sabía que Seraphina tenía razón, pero no podía deshacerse de la sensación de traición que lo invadía. Era como si cada palabra de Ariadne, cada sombra de Kaelith, se hubieran materializado en un solo golpe, y ahora estaba perdiendo el control.
Gabriella lo observó, con los ojos llenos de lágrimas, pero también de una furia latente. No podía soportar ver la desconfianza en su mirada, ese juicio silencioso que la condenaba sin darle la oportunidad de defenderse.
—¿Realmente piensas que soy como él? —preguntó Gabriella, su voz temblando por la mezcla de tristeza y rabia—. No pedí esto. No pedí ser una Althara, ni tener un pasado que ni siquiera conozco. No pedí nada de esto, pero aquí estoy, enfrentándome a cosas que ni siquiera entiendo. Y tú... tú eres lo único que me hace sentir un poco segura. No puedes hacerme esto, Alexander. Me prometiste que me protegerías —sus palabras cargadas de dolor se estrellaron contra él, haciéndole recordar las promesas que había hecho con tanta convicción.
Alexander apartó la mirada, sintiendo la presión en su pecho como un peso imposible de soportar. Las promesas que le había hecho se sentían vacías frente a la creciente oscuridad que rodeaba sus pensamientos. Quería decir algo, quería calmarla, pero las palabras se atascaban en su garganta. Todo lo que podía hacer era dar un paso atrás, dejando que la distancia entre ambos se agrandara aún más.
—No lo sé, Gabriella. No sé si alguna vez podré confiar en ti completamente. —Y con esas palabras, Alexander se dio la vuelta, su figura envuelta en la penumbra de la habitación mientras salía, dejándola sola con el peso de sus dudas.
Gabriella permaneció inmóvil, sintiendo cómo el peso de las palabras de Alexander se hundía en lo más profundo de su ser. El dolor en su pecho era palpable, una mezcla de traición, miedo y la creciente sensación de que la verdad, por más oscura que fuera, seguía acechándola. Las promesas que alguna vez le habían dado un respiro se habían desvanecido en el aire, sustituidas por la fría realidad de la desconfianza. Alexander la había dejado sola, justo en el momento en que más necesitaba su apoyo.
Seraphina, que había observado en silencio cómo Alexander se alejaba, sintió la necesidad de romper el silencio. Sabía que la relación entre ellos estaba pendiendo de un hilo, y lo último que quería era que Gabriella quedara atrapada en la maraña de dudas que Alexander había plantado. Se arrodilló lentamente junto a Gabriella, colocando una mano suave en su hombro.
—Sé que es difícil, Gabriella —susurró Seraphina con voz calmada, aunque rota por la culpa y la tristeza—. Lo que estás enfrentando es injusto. Kaelith ha causado tanto dolor, y ahora parece que incluso tu existencia está envuelta en esa oscuridad. Pero lo que eres, lo que decides ser, está en tus manos. —La mirada de Seraphina se encontró con los ojos dorados de Gabriella, que aún estaban nublados por las lágrimas—. Alexander tiene miedo, eso es lo que lo está controlando ahora. Pero tú no eres como Kaelith, no tienes que ser como él.
Gabriella asintió débilmente, pero su corazón estaba destrozado. Sabía que Seraphina tenía razón, pero el dolor seguía latente. El rostro de su madre, los recuerdos fragmentados y el miedo de ser la hija de un monstruo la atormentaban desde lo más profundo de su mente. Pero en lo más oscuro de sus pensamientos, estaba la verdad que se resistía a aceptar. Había algo en las palabras de Seraphina que resonaba demasiado con las visiones que había tenido recientemente, una sensación creciente de que, en el fondo, siempre había sabido que Kaelith era su verdadero padre.
Gabriella cerró los ojos por un momento, reviviendo la visión del capítulo anterior, cuando la sombra de John —o lo que había creído que era John— la atormentaba. En ese momento, había sentido la presencia de algo más profundo, algo más oscuro, una parte de sí misma que le gritaba que aceptara lo inevitable. Las palabras de su madre, las advertencias, y el miedo que había sentido en su niñez, comenzaron a encajar en un rompecabezas que no quería terminar.
—No... —murmuró Gabriella, abriendo los ojos de golpe, su voz apenas un susurro mientras negaba la realidad que comenzaba a asentarse en su mente—. No puede ser él. No puede ser mi padre. ¡Él no es mi padre! —dijo con más fuerza, como si las palabras pudieran arrancar la verdad de raíz—. John... él es mi padre. El hombre que me maltrató y mató a mi madre es el único monstruo en mi vida. No puede ser Kaelith.
Seraphina bajó la mirada, comprendiendo el conflicto interno de Gabriella. Sabía que la verdad sería devastadora, y aunque deseaba poder protegerla de ese dolor, también sabía que Gabriella merecía conocer su origen. No había forma de escapar de ese destino.
—Entiendo lo difícil que es esto para ti —dijo Seraphina, su voz suave pero firme—. No tienes por qué aceptar esto ahora, pero no puedes ignorarlo para siempre. Las sombras de tu pasado están empezando a converger, y Kaelith... —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Él te quiere por una razón.
Gabriella cerró los ojos, luchando contra la marea de emociones que la invadía. No quería aceptar lo que estaba comenzando a entender. Las piezas encajaban, pero su corazón se resistía a unirlas. ¿Cómo podía alguien como Kaelith ser su padre? La misma criatura que había causado tanto sufrimiento, que había destruido a su madre, a Alexander, y al mundo en el que ahora estaba atrapada. No, no podía ser. Pero en el fondo, lo sabía. Su instinto lo había sabido desde que tuvo aquella visión, cuando el susurro de John se transformó en algo más siniestro.
—Gabriella, sé que quieres creer que John es tu único enemigo —continuó Seraphina, su mirada llena de tristeza—, pero Kaelith es mucho más que una sombra en tu vida. Lo que pasó entre él y tu madre, lo que él quiere de ti... No lo sabemos con certeza, pero algo en ti, en tu linaje, es vital para sus planes.
Gabriella apartó la vista, sintiendo cómo el suelo bajo sus pies comenzaba a desmoronarse. No era solo el miedo de saber que llevaba la sangre de Kaelith, sino el terror de no saber quién era en realidad. Todo lo que había conocido se desmoronaba frente a ella, y lo único que la mantenía a flote —la promesa de Alexander de protegerla— se había desvanecido.
—Me prometió que me protegería... —murmuró Gabriella, las lágrimas cayendo silenciosamente mientras sus manos se aferraban a las sábanas de la cama—. Dijo que estaría conmigo, que no dejaría que nada me tocara. ¿Por qué... por qué me deja ahora? —su voz tembló, cargada de un dolor desgarrador—. No puedo hacerlo sola, Seraphina. No puedo luchar contra él sola.
Seraphina estrechó los hombros de Gabriella con más fuerza, queriendo transmitirle toda la seguridad que podía ofrecerle en ese momento.
—No estás sola —dijo Seraphina, su voz un susurro firme y lleno de convicción—. Lythos, yo... siempre estaremos a tu lado. Y aunque Alexander no lo entienda ahora, él también estará contigo, de una forma u otra. No es fácil para él, pero eso no significa que no cumpla su promesa.
Lythos, que había estado observando en silencio, se acercó a Gabriella, apoyando su cabeza contra su brazo. La calidez de su pelaje y su presencia inquebrantable le dieron a Gabriella un breve consuelo en medio del caos.
—Lo que sea que venga, lo enfrentaremos juntos —añadió Seraphina—. No importa lo que Kaelith planee, o si su sombra ha estado persiguiéndote desde el principio. Lo importante es lo que decides hacer con la verdad que tienes ahora. Lo que seas, hija de Althara o de Kaelith, no define quién eres. Tú lo decides.
Gabriella asintió, aunque su corazón aún estaba destrozado. Las dudas seguían consumiéndola, pero en algún lugar dentro de ella, una chispa de fuerza comenzó a encenderse. Aunque no sabía qué le deparaba el futuro, entendió que no podía dejar que las sombras de su pasado la definieran. No mientras tuviera la fuerza para resistir.
El sonido de la tormenta afuera seguía rugiendo, imitando el caos que se libraba en su mente. Pero por ahora, en esa pequeña habitación, rodeada de Lythos y Seraphina, Gabriella encontró un pequeño respiro. Sabía que la batalla estaba lejos de terminar, y que la verdad seguiría acechándola, pero por ahora, al menos, no tendría que enfrentarlo sola.
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