CAPÍTULO 20 (x2)
¡Hola, mes chères roses!
"El verdadero poder no reside en la oscuridad que abrazamos, sino en la capacidad de enfrentarnos a ella sin perder quiénes somos en el proceso."
— Alexander Rousseau
GABRIELLA
El sonido incesante de la lluvia golpeaba los muros del castillo, creando una melodía sombría que envolvía todo en una penumbra acuosa y melancólica. El aire frío, cargado de humedad, parecía pegarse a la piel de Gabriella, envolviéndola en un abrazo gélido que no lograba disipar el nudo en su estómago. Con el corazón todavía agitado por la conversación con Alexander, caminaba hacia su alcoba, sintiendo el peso de cada paso. Las palabras de Alexander seguían repitiéndose en su mente, como un eco persistente que no lograba ahogar. Sabía que había una verdad enterrada bajo sus respuestas evasivas, pero esa verdad aún estaba fuera de su alcance.
La humedad del aire parecía aferrarse a su piel, como si la tormenta intentara penetrar no solo en el castillo, sino también en su propio espíritu. Sentía que la lluvia golpeaba su alma, como si el dolor y la confusión que llevaba dentro fueran reflejados en la furia de la tormenta. Cerró la puerta detrás de ella y se quedó apoyada contra la madera fría, respirando hondo, buscando un respiro que no llegaba.
Se acercó lentamente a la ventana, observando cómo las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal, creando surcos irregulares que distorsionaban el paisaje exterior. Cada gota que caía, cada sonido de la lluvia, parecía llevar consigo un fragmento de su propio caos interno. Era como si el mundo se estuviera desmoronando en fragmentos de sombras y luces intermitentes, un reflejo cruel del caos interno que sentía. Alexander había revelado una pequeña parte de sí mismo, pero era solo un vistazo a un abismo mucho más profundo y oscuro del que ella todavía no comprendía del todo. Había visto en sus ojos un dolor antiguo, pero también un miedo tangible, como el de alguien que había perdido todo, incluso la capacidad de confiar.
Gabriella no podía evitar preguntarse qué más ocultaba Alexander. Sabía que detrás de la frialdad y la dureza había una historia de traición y sufrimiento, pero ese pasado aún era un enigma, un rompecabezas cuyas piezas le eran negadas. Un suave crujido rompió el silencio. Gabriella giró la cabeza y vio a Lythos, en su forma de pequeño lobo, asomándose por la puerta entreabierta. Sus ojos brillaban con una preocupación casi humana, y su presencia traía consigo un pequeño alivio, como si de alguna manera comprendiera el tormento interno de Gabriella.
Sus ojos brillaban con preocupación, y movía la cola lentamente, como si no quisiera interrumpirla pero tampoco soportara verla tan angustiada. Se acercó despacio, sus patas resonando suavemente contra el suelo de piedra, hasta que se detuvo a su lado. Había algo reconfortante en la silenciosa lealtad de Lythos. No pedía nada de ella, no hacía preguntas incómodas; simplemente estaba allí, ofreciéndole su compañía sin esperar nada a cambio.
Gabriella se arrodilló, acariciando su pelaje oscuro, sintiendo la calidez de su presencia como un consuelo silencioso en medio del tormento.
—¿Estás bien? —preguntó Lythos, su voz baja y cargada de preocupación.
Gabriella sonrió con tristeza, aunque su expresión no alcanzó a disipar la inquietud que la carcomía.
—No lo sé —admitió, sintiendo cómo sus dedos se enredaban en el pelaje de Lythos—. Alexander... no sé qué pensar. Hay tanto que no entiendo de él, de este lugar... de mí misma.
Lythos la observó con un brillo compasivo en sus ojos amarillos. Para él, Gabriella era más que una simple intrusa en el mundo de Alexander; veía en ella una chispa de algo diferente, algo que podría cambiar el destino oscuro del lugar, pero no sabía cómo expresárselo. Se mantuvo en silencio, dejándola encontrar consuelo en el simple acto de acariciarlo. Era un guardián leal, y aunque no siempre tenía respuestas, su presencia era un recordatorio de que Gabriella no estaba completamente sola en este mundo desconocido y hostil.
Aun así, Gabriella sentía que la soledad se cernía sobre ella, incluso con Lythos a su lado. Era una soledad que nacía de la incertidumbre, de no saber cuál era su lugar en este mundo. Cada conversación con Alexander, cada encuentro, la dejaba más confundida, más atrapada en una red de secretos que parecía crecer con cada paso que daba.
ALEXANDER
Mientras Gabriella intentaba reconectar con su propia calma, Alexander caminaba por los pasillos oscuros del castillo, sus pensamientos enredados en una maraña de recuerdos y frustraciones. El eco de la tormenta fuera del castillo parecía resonar dentro de él, cada gota golpeando sus nervios como un tambor de guerra que lo empujaba hacia el borde del control.
La lluvia caía con furia sobre el castillo, resonando como un tamborileo constante contra las piedras frías. El eco de las gotas en los pasillos oscuros parecía intensificar la soledad y el peso que Alexander sentía en su pecho. Desde hacía siglos, la soledad había sido su única compañía, su única aliada, pero ahora, con Gabriella en su vida, esa soledad se sentía como una prisión. Había pasado apenas un momento desde su encuentro con Gabriella, pero la conversación seguía clavada en su mente como un espino imposible de arrancar. Cada palabra suya había resonado con una mezcla de esperanza y desafío, dejándolo en un estado de confusión que lo inquietaba profundamente.
Alexander se dirigió a la biblioteca, buscando un refugio donde el ruido de la lluvia no pudiera ahogar sus pensamientos. La estancia estaba casi vacía, con solo el crepitar de la chimenea iluminando las estanterías llenas de libros antiguos y pergaminos olvidados. El olor a cuero envejecido y madera quemada le resultaba vagamente reconfortante, pero no lo suficiente como para disipar la tensión que lo consumía. Las llamas proyectaban sombras danzantes en las paredes, y por un momento, el lugar parecía más un santuario que una simple sala de estudio.
Al fondo, entre las sombras, Morran estaba inclinado sobre una mesa, revisando antiguos manuscritos con una expresión de concentración absoluta. Había algo en la rigidez de Morran que le indicaba a Alexander que no traía buenas noticias. Morran rara vez se inclinaba hacia el conocimiento antiguo a menos que tuviera un motivo oscuro y urgente.
El consejero levantó la vista al sentir la presencia de Alexander, y sus ojos reflejaron una mezcla de preocupación y resolución. Sabía que Alexander estaba al borde de un precipicio emocional, y lo que tenía que decir no haría más que añadir peso a la carga que ya llevaba.
—Mi señor —comenzó Morran, dejando a un lado el pergamino que tenía en las manos—, creo que he descubierto algo.
El tono de Morran era grave, y Alexander lo reconoció al instante. No era la primera vez que su consejero le traía malas noticias, pero había algo en su postura que lo hacía más sombrío de lo habitual. Alexander se acercó lentamente, sus pasos resonando en el silencio de la biblioteca. El ambiente en la sala se volvió más pesado, y las sombras parecieron alargarse con cada paso que daba hacia Morran.
Había algo en el tono de Morran que lo puso en alerta, como si un nuevo peligro estuviera a punto de revelarse.
—Dilo, Morran. Ya no tengo paciencia para más secretos.
Morran suspiró, consciente de lo delicado del asunto. Tomó un momento antes de hablar, escogiendo cuidadosamente sus palabras.
—He estado observando a Gabriella, tratando de entender la fuente de su poder, de su resistencia a la oscuridad que nos rodea. Su mera presencia es un desafío a las leyes de este reino. He llegado a una conclusión que podría cambiarlo todo: creo que Gabriella podría ser una Althara.
El nombre de esa raza, casi extinta, golpeó a Alexander como un relámpago, iluminando recuerdos y verdades que había sepultado en lo más profundo de su ser. Los Althara, aquellos que alguna vez habían sido protectores de la luz, estaban prácticamente extintos, barridos por la oscuridad que había engullido el reino. Si Gabriella realmente era uno de ellos, eso significaba que su mera existencia en ese castillo iba en contra de todo lo que él había construido. Pero también traía consigo una nueva incertidumbre, un resquicio de algo que Alexander no se atrevía a nombrar.
—¿Estás seguro? —preguntó Alexander, su voz temblando ligeramente, aunque trató de ocultar el pánico que comenzaba a instalarse en su pecho. Su mente estaba buscando frenéticamente cualquier indicio, cualquier señal que hubiera pasado por alto.
—No lo sé con certeza, mi señor —respondió Morran, clavando la mirada en los ojos de Alexander—. Pero hay señales... La forma en que su magia parece afectarte, la resistencia que ha mostrado a la oscuridad de este castillo. Sus habilidades, su resistencia, incluso la forma en la que responde a la oscuridad de este lugar. Es diferente a todo lo que hemos visto. Si es realmente una Althara, entonces estamos jugando con fuerzas que no comprendemos del todo.
Alexander apartó la mirada, tratando de asimilar lo que Morran acababa de decir. La revelación era un golpe inesperado, una verdad que no quería enfrentar. Si Gabriella era una Althara, entonces su presencia en el castillo no solo era una amenaza para él, sino también una promesa de algo que él había perdido hace mucho tiempo. La luz de los Althara, la misma luz que había intentado erradicar de su propio ser, ahora estaba encarnada en la joven que tanto lo desconcertaba.
Su mente se llenó de recuerdos oscuros, de días en los que había luchado contra esa luz. Su mente comenzó a trazar conexiones, recuerdos vagos y fragmentados de los días en que Seraphina, el ángel guardián, había protegido a los Althara. Alexander sabía que Seraphina había sido una aliada de esa raza, su guardiana y protectora, pero ¿qué más le habría ocultado Seraphina? ¿Había mentido sobre Gabriella o simplemente no le había revelado toda la verdad
La idea de que Seraphina pudiera estar escondiendo algo lo dejó inquieto, sembrando la semilla de la duda en su corazón. La traición, o al menos la omisión de información crucial, era algo que Alexander no podía soportar. La revelación de Morran lo dejaba atrapado en un dilema: proteger a Gabriella o apartarla antes de que atrajera más peligro hacia ellos.
—Si Seraphina sabe algo, y no me lo ha dicho... —murmuró Alexander, más para sí mismo que para Morran. Cada vez más, las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar, pero en lugar de traer claridad, solo alimentaban la tormenta que rugía dentro de él. Su mente estaba en constante conflicto, incapaz de encontrar una dirección clara.
Morran observaba el conflicto en los ojos de su señor. Podía ver cómo la furia y la confusión luchaban por imponerse en Alexander. La figura imponente del líder estaba más vulnerable de lo que cualquier otro podría imaginar. Morran se quedó en silencio, comprendiendo la gravedad del momento. Sabía que Alexander estaba luchando no solo contra su pasado, sino también contra la Bestia que se negaba a ceder. Y ahora, Gabriella se había convertido en una incógnita que amenazaba con destruir las pocas certezas que Alexander tenía.
—Debemos ser cuidadosos, mi señor. Si Gabriella realmente es una Althara, entonces podríamos estar en la encrucijada de algo mucho más grande de lo que imaginamos. Ella podría ser la clave para cambiarlo todo... o para desatar un caos aún mayor.
Las palabras de Morran se clavaron en Alexander como cuchillos. Cada una de ellas traía consigo la promesa de poder y perdición al mismo tiempo. Alexander asintió, pero las palabras de Morran solo lograron profundizar su incertidumbre. Necesitaba respuestas, y esas respuestas parecían cada vez más esquivas.
Miró hacia la ventana de la biblioteca, donde la lluvia continuaba golpeando con furia. Las gotas caían incesantes, como si el cielo mismo estuviera desmoronándose sobre ellos. La tormenta exterior no era nada comparada con el caos que rugía dentro de su mente. Gabriella, Seraphina, los Althara... todo se entrelazaba en una red de traiciones, promesas rotas y secretos no revelados.
GABRIELLA
Gabriella estaba tumbada en su cama, con los ojos cerrados, intentando encontrar un momento de calma en medio de la tormenta que la rodeaba. La sensación de que algo oscuro se cernía sobre ella no la abandonaba, incluso en el refugio de su alcoba. Pero en lugar de paz, un tirón invisible la arrastró a un lugar que no reconocía. No era un sueño, sino una visión, un susurro de un lugar al que no pertenecía. Se encontró de pie en un bosque oscuro, rodeada por árboles cuyas ramas se estiraban como garras, sus hojas susurrando secretos indescifrables.
El frío era intenso, calaba en sus huesos y la dejaba paralizada. Cada rincón del bosque parecía estar observándola, esperando el momento oportuno para abalanzarse sobre ella. La lluvia caía intensamente, empapando el suelo con un barro espeso y resbaladizo que se adhería a sus pies, impidiéndole avanzar. Sentía el frío calando en sus huesos, como si la naturaleza misma se opusiera a su presencia allí. Había una hostilidad palpable en el aire, una sensación de que ese lugar la rechazaba por completo.
En la distancia, una figura oscura se recortaba contra la penumbra, y Gabriella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No podía ver con claridad los rasgos de la mujer, pero su sola presencia irradiaba una amenaza tangible.
Gabriella se miró a sí misma en el agua turbia que se acumulaba en el suelo, y vio su propio reflejo distorsionado, como si no fuera completamente ella, sino una versión quebrada y corrupta de lo que debía ser. Sus ojos, normalmente brillantes, estaban apagados y vacíos, y su rostro parecía desdibujarse en la oscuridad del agua. Era una versión de sí misma que no reconocía, pero que al mismo tiempo temía que pudiera ser real. La figura femenina se volvió lentamente hacia ella, y Gabriella retrocedió, tropezando y cayendo al suelo embarrado, el frío del lodo traspasando su ropa. El susurro de su nombre se arrastró en el aire, alargado y distorsionado, provocando en ella un terror atroz.
—Gabriella... —la voz resonó en su mente, como un eco maldito.
Despertó de golpe, con un grito ahogado, su cuerpo temblando y su respiración agitada. Se incorporó en la cama, mirando a su alrededor, tratando de recordar dónde estaba. La realidad y la pesadilla parecían entremezclarse, haciendo que cada rincón de la habitación se sintiera distorsionado. Gabriella, en la habitación de Alexander, intentaba sacudirse el miedo que la visión anterior le había dejado, pero el eco del susurro seguía reverberando en su mente. Era como si la sombra de esa voz, de esa figura oscura, se hubiera impregnado en su ser. Se sentó en la cama, tratando de recordar cada detalle: el bosque oscuro, la figura femenina que la acechaba y el barro que la arrastraba hacia una pesadilla de la que no podía despertar.
Cerró los ojos, intentando despejar su mente, pero el aire en la habitación se volvió denso, como si algo oscuro se hubiera infiltrado en el ambiente. El mismo aire parecía vibrar con una energía oscura, pesada, que llenaba cada rincón de la habitación y la aplastaba bajo su peso. Sintió un escalofrío recorrer su espalda, un frío que calaba hasta los huesos, y en la penumbra de su subconsciente, percibió un movimiento. Era un movimiento lento, casi imperceptible, pero estaba ahí, una sombra que se arrastraba desde los rincones más oscuros de la habitación, como si estuviera esperando el momento adecuado para atacar.
Gabriella abrió los ojos de golpe y vio una sombra en la habitación, una entidad oscura que parecía emanar del rincón más profundo y sombrío del cuarto. La sombra parecía respirar, expandiéndose y contrayéndose con cada latido de su corazón, como si estuviera sincronizada con el miedo que llenaba su ser.
La sombra en la habitación no era simplemente una proyección de sus miedos; era algo más tangible, una presencia que parecía provenir de las profundidades de la oscuridad misma. Gabriella intentó moverse, pero su cuerpo estaba paralizado, como si las sombras la hubieran atrapado en un manto de miedo y desesperación. La entidad flotaba sobre ella, silenciosa y amenazante, acercándose poco a poco, mientras la luz en la habitación comenzaba a desvanecerse. El pánico la golpeó como un torrente, y sintió que su corazón latía desbocado en su pecho. Las sombras parecían devorar la escasa luz que quedaba, y Gabriella luchaba por respirar, como si la atmósfera misma se hubiera vuelto densa y opresiva.
La entidad se movió lenta y sigilosamente, alzándose sobre ella como una niebla espesa que devoraba la luz. Gabriella sintió el pánico apoderarse de su cuerpo, queriendo gritar pero sin encontrar su voz. Intentó reunir sus fuerzas, alcanzar la luz que sabía que residía en su interior, pero cada intento se veía sofocado por la densidad de la oscuridad que la rodeaba. La figura no tenía rostro, pero su presencia era opresiva, como si trajera consigo la esencia misma de la desesperación y el terror.
Gabriella intentó levantarse, retroceder, pero sus músculos no respondían. El frío helado que emanaba de la sombra le atravesaba la piel, adormeciendo sus extremidades y congelando cualquier intento de huir. La sombra, insensible a su miedo, se inclinó hacia ella, como un depredador que acechaba a su presa indefensa. La oscuridad se movía como un remolino, envolviéndola, estrujándola con la promesa de una eternidad en ese abismo de miedo y dolor.
En un movimiento rápido, la sombra se dirigió hacia su pecho y la atravesó, helando cada fibra de su ser en un contacto que no era físico, pero que se sintió más real que cualquier pesadilla. Gabriella jadeó, sus ojos se abrieron desmesuradamente, y en ese instante, el mundo que la rodeaba desapareció, como si la sombra la hubiera empujado al abismo de su propia mente.
La visión regresó con más fuerza, atrapándola en un ciclo de terror y confusión. Se vio nuevamente en el bosque oscuro, ese lugar familiar y aterrador que parecía estar conectado a su propio subconsciente. Los árboles cuyas ramas se alargaban como garras la rodeaban, y la lluvia caía sin piedad, empapando el suelo y creando un barro espeso que la retenía. El aire era sofocante, y el silencio que había seguido a la tormenta era más aterrador que cualquier sonido. Gabriella sentía la presencia de algo más, algo que la acechaba desde las sombras del bosque. El frío era abrumador, como si el mismo bosque se opusiera a su presencia, y Gabriella sintió que estaba siendo arrastrada a un rincón oscuro y húmedo de su subconsciente del que no sabía cómo escapar.
Cada paso que daba hacia el interior del bosque parecía llevarla más profundamente hacia un pozo de desesperación. El lodo espeso y resbaladizo se adhería a sus pies, frenando su avance, y el frío se colaba en sus huesos como un veneno insidioso. Gabriella intentaba moverse, pero sus piernas parecían pesar una tonelada. Cada vez que intentaba avanzar, el barro la hundía más y más, como si el mismo suelo la estuviera tragando.
La sombra de la visión, más intensa y amenazante, se había fusionado con la presencia que la había asaltado en la realidad, envolviéndola en una lucha desesperada contra algo que no podía comprender. Era como si la oscuridad misma intentara devorarla, arrancando cada fragmento de luz que quedaba dentro de ella. Gabriella intentó moverse, pero sus pies se hundían en el lodo, sus movimientos se hacían torpes y sus pensamientos eran un torbellino de miedo y confusión. Cada vez que intentaba despertar, la sombra se interponía, tironeándola de vuelta a ese espacio oscuro y solitario, atrapándola en un ciclo del que no parecía haber salida.
Gabriella se encontraba perdida en esa visión que se retorcía entre la realidad y el subconsciente, atrapada en un bosque oscuro y húmedo donde la lluvia caía como cuchillas frías sobre su piel. Los árboles, grotescamente deformados, se inclinaban hacia ella, sus ramas alargadas como dedos huesudos que parecían extenderse para atraparla. Cada paso era una lucha, con el barro pegajoso que se aferraba a sus pies, frenando su avance. La angustia aumentaba, y el eco de un susurro alargado rasgaba el silencio del bosque, arrastrando consigo un miedo ancestral que creía haber dejado atrás.
—Gabriella... —la voz resonó, reptando entre los troncos de los árboles como un veneno espeso. Era un sonido que conocía, una voz que pertenecía a las pesadillas de su infancia.
El terror creció dentro de ella cuando reconoció la voz. Al girarse, vio una figura masculina recortada contra la penumbra. Su corazón dio un vuelco al reconocer la silueta. Era John, su padre. El hombre que la había atormentado durante toda su vida. Gabriella sintió cómo el terror primitivo se apoderaba de cada célula de su cuerpo, como si el tiempo hubiera retrocedido y volviera a ser la niña indefensa que no podía escapar de su maldad. Su mente trató de negar lo que veía, pero su cuerpo reaccionaba con un terror visceral. No podía ver su rostro con claridad, solo una sombra distorsionada que se movía como un espectro entre la lluvia y la neblina.
—¿Creías que podrías escapar de mí, pequeña? —dijo John con un tono cargado de burla y desdén, acercándose lentamente mientras la observaba como un depredador acechando a su presa—. Siempre tan ingenua, siempre huyendo, pero nunca lo suficientemente lejos. Como tu madre... pensando que podrían esconderse.
Gabriella retrocedió, pero el barro la hacía resbalar, su cuerpo temblando con cada palabra que él pronunciaba. La sensación de impotencia la embargaba, haciéndola sentir pequeña e indefensa frente a la figura imponente y cruel de su padre. La lluvia no cesaba, martilleando su piel, y sentía que todo el bosque la empujaba hacia la oscuridad. El lodo, frío y pegajoso, se aferraba a sus pies, como si el propio suelo quisiera arrastrarla hacia el abismo. Se frotó los ojos, intentando despejar la visión, pero la figura de su padre se acercaba más y más, implacable, como si la mismísima sombra que la atormentaba en sueños hubiera cobrado vida.
—Tu madre... tan frágil, tan fácil de quebrar. Fue un placer verla caer —continuó John, cada palabra un golpe que reverberaba en su mente. Gabriella sintió cómo la rabia comenzaba a encenderse dentro de ella, luchando por abrirse paso entre el miedo y la desesperación. La rabia y el dolor se mezclaban dentro de Gabriella, pero por más que intentaba reunir fuerzas, cada intento de alzar su luz era sofocado por el desprecio en la voz de su padre.
Gabriella apretó los dientes, sintiendo la chispa de su luz luchar por emerger, por defenderla de ese horror. Pero John se burlaba de cada intento, su risa resonando en el bosque como una tormenta cruel que la golpeaba sin piedad. La risa era un eco interminable, reverberando en cada rincón de su mente, recordándole que siempre había estado atrapada bajo su sombra.
—Eres igual a ella, ¿sabes? —dijo, inclinándose hacia ella, la silueta difusa alzándose sobre su figura encogida—. Débil. Patética. Incapaz de defenderte. No puedes escapar de lo que eres, ni de lo que yo soy.
El dolor y la ira se arremolinaron en el pecho de Gabriella, creando un torbellino de emociones que amenazaba con consumirla por completo. Gabriella lanzó un grito de furia, intentando liberar esa luz que se apagaba en cada palabra de John. Un destello de energía emergió de su interior, como un relámpago en la oscuridad, pero fue breve, apenas suficiente para apartarlo unos pasos. John se limitó a reír, su risa helada resonando como un eco que se alargaba en la penumbra, burlándose de su intento desesperado.
—¿Eso es todo lo que tienes? —preguntó con desprecio, su figura volviendo a aproximarse, como una sombra que se negaba a desaparecer—. No eres más que una sombra de lo que deberías ser. Siempre lo fuiste, y siempre estarás sola, Gabriella. No importa cuánto lo intentes, siempre caerás. Eres débil, igual que ella.
Gabriella, exhausta y aterrada, sintió que sus fuerzas se desvanecían. Gritó con desesperación, su voz quebrada, buscando un nombre que se le escapaba entre los labios, un refugio al que aferrarse.
—¡Alexander! —clamó, su voz rasgada por el miedo y la impotencia. El nombre surgió de lo más profundo de su ser, como un último grito de auxilio.
Pero John solo sonrió, esa sonrisa que tanto odiaba, que tanto miedo le había causado. Era una sonrisa cruel, desprovista de cualquier sentimiento humano, y reflejaba el poder absoluto que creía tener sobre ella. Su rostro permanecía difuso, pero su presencia era inconfundible, sofocante, como una niebla espesa que envolvía todo lo que amaba.
—Nadie vendrá por ti —susurró, y cada palabra era como un veneno que se extendía por su mente—. Eres mía, Gabriella. Siempre lo has sido.
Gabriella sintió como si el aire fuera arrancado de sus pulmones, como si las mismas palabras de su padre la estuvieran envolviendo en cadenas invisibles. La risa de John fue lo último que escuchó antes de que la visión la envolviera por completo, atrapándola en un abismo del que no podía escapar, mientras su luz se apagaba lentamente, ahogada por las sombras de su pasado.
ALEXANDER
Alexander salió de la biblioteca, dejando a Morran y sus revelaciones atrás, pero el peso de la conversación lo seguía como un espectro persistente. El eco de las palabras de Morran resonaba en su mente, la posibilidad de que Gabriella fuera una Althara lo inquietaba profundamente. Cada paso resonaba en los pasillos oscuros del castillo, mezclándose con el golpeteo incesante de la lluvia. El aire frío y húmedo parecía arañarle la piel, recordándole que la tormenta que rugía en el exterior también resonaba en su interior, una tormenta de emociones y dudas que no sabía cómo aplacar.
Se dirigió hacia su sala personal, buscando consuelo en sus propios pensamientos, pero al pasar cerca de la alcoba de Gabriella, se detuvo al ver una luz parpadeante tras la puerta entreabierta. Fuera, en la penumbra, estaba Lythos, en su forma de pequeño lobo, agazapado cerca del umbral como un guardián imperturbable. Los ojos de Lythos reflejaban una preocupación que hizo que el corazón de Alexander se tensara al instante. Sabía que algo no estaba bien, que Gabriella estaba enfrentando una batalla que ni siquiera Lythos podía detener.
Lythos levantó la cabeza, observando a Alexander con una mirada intensa y cargada de significado. Era un llamado silencioso, una súplica sin palabras. No dijo nada, pero su postura lo decía todo: Gabriella estaba luchando con algo, y esta vez, ni siquiera Lythos podía intervenir. La lealtad inquebrantable del lobo hacia Gabriella, su constante protección, hizo que Alexander sintiera un peso aún mayor sobre sus hombros. No podía ignorar lo que estaba pasando.
Empujó la puerta con firmeza y entró, su instinto protector se activó al instante. El ambiente en la habitación era denso, sofocante, cargado con una energía oscura que lo golpeó de inmediato. Lythos permaneció en el umbral, como si intuyera que cualquier paso más allá sería una violación del espacio de Gabriella, pero Alexander sabía que ya era demasiado tarde.
La habitación estaba sumida en una penumbra densa, rota solo por la tenue luz de una vela a punto de extinguirse. Gabriella yacía en la cama, su cuerpo retorcido en medio de un sueño agitado, sus manos aferrándose desesperadamente a las sábanas como si estuviera luchando contra algo invisible. Pero lo que hizo que el corazón de Alexander se endureciera fue la presencia oscura que flotaba sobre ella.
Una sombra amorfa, un amasijo de oscuridad pura, se cernía sobre Gabriella, sus contornos temblorosos y cambiantes proyectando una amenaza palpable. Era una manifestación del poder oscuro de Kaelith, la sombra misma del hechicero que había jurado destruirlo. Ver esa sombra aquí, sobre Gabriella, avivó una furia que Alexander había contenido durante siglos, una ira que había quedado ahogada por el peso de fracasos y persecuciones infructuosas.
El odio por Kaelith lo consumió como un fuego que no podía controlar. La criatura oscura vaciló un momento, como si percibiera la presencia de Alexander, pero su intención era clara: devorar a Gabriella, arrastrarla al abismo. Alexander no podía permitir que eso sucediera. Sabía que este ataque no era casualidad; Kaelith estaba probando sus límites, buscando su debilidad, y la había encontrado en Gabriella.
Ese sentimiento era una llama perpetua en el corazón de Alexander, un fuego alimentado por cada intento fallido de encontrarlo y matarlo, por cada emboscada frustrada y por cada rastro perdido en la niebla de los monolitos interdimensionales. La obsesión por destruir al hechicero lo había consumido durante años, y cada fracaso solo había servido para fortalecer el odio en su corazón. Pero esta sombra, esta intrusión en su dominio, no era solo un insulto; era un ataque directo a lo único que Alexander había decidido proteger, incluso contra su propia voluntad.
La visión de Gabriella retorciéndose bajo el peso de la sombra hizo que la rabia de Alexander explotara. Era la gota que colmaba el vaso, el último desafío que Kaelith le lanzaba, y Alexander sabía que debía responder con la misma brutalidad. Su némesis no solo seguía acechándolo a él; ahora también estaba yendo tras Gabriella, extendiendo sus garras para asfixiarla en su propio refugio.
—¡Gabriella! —rugió Alexander, su voz un trueno que resonó con la fuerza de su odio. El sonido fue más que un simple grito; fue una orden cargada de magia, una súplica desesperada y una advertencia para la criatura oscura. El nombre de Gabriella atravesó el aire como una hoja afilada, cortando la conexión que Kaelith había tejido desde las sombras.
La criatura oscura vaciló, su forma distorsionándose un momento antes de regresar a su estado amorfo. Alexander pudo sentir la esencia de Kaelith burlándose de él desde la distancia, observando cada movimiento con una frialdad calculada. La criatura oscura era solo una extensión del hechicero, un peón en su juego interminable de poder. Pero Alexander no estaba dispuesto a perder esta batalla. Con un gesto violento, apartó la sombra, liberando a Gabriella del abrazo sofocante que la aprisionaba. La criatura se disolvió en el aire, dejando tras de sí un rastro de frío y vacío, como un susurro de muerte que aún resonaba en la estancia.
Gabriella despertó de golpe, con un grito ahogado que resonó en la oscuridad de la habitación. Su cuerpo estaba empapado en sudor frío, sus ojos abiertos desmesuradamente mientras trataba de orientarse, como si la sombra aún la acechara. Sus manos temblorosas se aferraban a las sábanas, y su respiración era un jadeo entrecortado. Los ojos se le desorbitaron al encontrarse con la figura de Alexander, que se encontraba sentado al borde de la cama, observándola con una intensidad implacable.
La presencia de Alexander era imponente, pero había algo en su mirada que irradiaba una mezcla de furia y protección. Era como si cada fibra de su ser estuviera preparada para luchar contra la sombra que había atacado a Gabriella, como si estuviera dispuesto a enfrentarse a cualquier oscuridad por ella.
—¡No... no, él estaba aquí! —exclamó Gabriella, su voz temblando mientras intentaba incorporarse, alejarse de lo que aún sentía sobre su piel—. ¡Era él, John! ¡Mi padre! ¡Lo vi, lo sentí...!
Las palabras de Gabriella golpearon a Alexander con la fuerza de una verdad que no podía ignorar. Sabía que aquello que la había atacado no era su verdadero padre, sino la magia retorcida de Kaelith. Pero entendió al instante que el impacto emocional en Gabriella había sido devastador. Las sombras del hechicero no solo habían atacado su cuerpo; habían llegado a lo más profundo de su mente, avivando los miedos más oscuros que ella llevaba dentro.
—Gabriella, escúchame —dijo Alexander, su tono bajo pero firme mientras se inclinaba hacia ella, buscando su mirada—. No era tu padre. Era la magia oscura de Kaelith, una ilusión, una sombra. Kaelith juega con nuestras mentes, se aprovecha de nuestros temores. No dejes que te controle.
Gabriella negó con la cabeza, su cuerpo aún sacudido por los espasmos de pánico. Las palabras de Alexander no parecían ser suficientes para disipar el horror que la había invadido. Se llevó las manos al rostro, tratando de borrar la imagen de John, pero el eco de su risa y sus crueles palabras seguían martillando su mente. Cada rincón de su mente estaba empapado por el veneno de la sombra, una toxicidad que se aferraba a ella incluso ahora que estaba despierta.
—No... no lo entiendes. Era él, Alexander. Su voz, sus palabras... —insistió, su tono quebrado por la desesperación—. Siempre ha estado conmigo, acechándome... no puedo escapar de él.
Alexander sintió una mezcla de impotencia y rabia. Sabía que la sombra no era real, pero el miedo en los ojos de Gabriella lo era. Quería arrancarle ese miedo, protegerla de las garras invisibles de Kaelith que seguían oprimiéndola incluso en su sueño. Se acercó más, su mano extendiéndose hasta encontrar la de Gabriella, apretándola con fuerza, transmitiéndole todo el calor que podía. Ella necesitaba saber que no estaba sola, que él estaba allí y que no permitiría que esas sombras la alcanzaran.
El toque de Alexander fue un ancla en la tempestad de emociones que asolaba a Gabriella. Aunque la sombra de John seguía acechándola en su mente, el contacto con Alexander la ayudaba a recordar que estaba en el presente, que no estaba indefensa.
—Te prometo que no voy a dejar que te toque, que te controle —dijo, su voz cargada de una furia contenida, pero también de una ternura que rara vez se permitía mostrar—. Kaelith no es invencible, y yo estaré aquí para protegerte de él, de sus sombras y de todo lo que intente usar contra ti.
Gabriella apretó la mano de Alexander con más fuerza, aferrándose a esa promesa como si fuera la única cuerda que la mantenía a salvo de caer en el abismo. Su cuerpo seguía temblando, pero la sensación de su mano entrelazada con la de él le proporcionaba un resquicio de seguridad, algo tangible en lo que confiar. Pero el miedo persistía. Aunque sabía que lo que había visto no era real, no podía sacudirse la sensación de que John, su padre, seguía presente, acechándola desde las sombras más oscuras de su mente. Era como si las cicatrices que él había dejado jamás hubieran sanado del todo, y la sombra de Kaelith había sabido exactamente dónde atacar.
—No me dejes con él... no dejes que vuelva a encontrarme, por favor —susurró Gabriella, su voz rota, cargada de un miedo visceral que Alexander no podía comprender del todo, pero que lo atravesaba como una daga. Había algo en sus palabras, en su tono desesperado, que despertaba en Alexander un instinto de protección que iba más allá de cualquier razón. No se trataba solo de protegerla de Kaelith; había algo mucho más profundo en juego. Gabriella no solo estaba luchando contra un hechicero oscuro, estaba luchando contra las cicatrices de su pasado, contra los fantasmas que la atormentaban desde que era una niña.
Alexander, sin pensarlo más, la rodeó con sus brazos, atrayéndola hacia su pecho con una firmeza protectora. No era su costumbre, y la cercanía le resultaba incómoda, pero en ese momento no podía permitirse dejar que su frialdad lo apartara. Gabriella necesitaba algo más que palabras, necesitaba sentir que no estaba sola. Ella se dejó envolver, su cuerpo encajando con el de él mientras las lágrimas brotaban sin control, empapando el tejido de su camisa. Se aferró a Alexander como si fuera la única barrera entre ella y el abismo de sus pesadillas, como si su toque pudiera mantener a raya a los fantasmas que la atormentaban.
—No te dejaré sola, Gabriella —murmuró Alexander, su voz ronca pero decidida mientras acariciaba suavemente su cabello, un gesto que casi le resultaba ajeno, pero que en ese instante, no pudo evitar—. Jamás dejaré que te tenga. No importa lo que cueste, no importa lo que intente. Él no te tocará.
La promesa de Alexander, cargada de una determinación feroz, resonó en la penumbra de la habitación. Era más que una simple afirmación; era un juramento sellado por la furia y el odio que sentía hacia Kaelith. El hechicero había cruzado una línea que Alexander no estaba dispuesto a permitir que traspasara de nuevo.
Gabriella, aún temblorosa, se permitió unos momentos de tregua en los brazos de Alexander, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que podía bajar la guardia. El terror aún estaba allí, latente, pero el calor de Alexander, la fuerza de su presencia, le proporcionaba un respiro en medio de la tormenta interna que la consumía. Sabía que las palabras de él no podrían mantener a raya para siempre a los fantasmas que la perseguían, pero por ahora, en sus brazos, sentía un atisbo de esperanza.
—Él siempre está ahí —murmuró Gabriella, su voz apenas un susurro mientras se aferraba al pecho de Alexander—. Siempre en la sombra, siempre acechando. No puedo escapar de él.
Alexander sintió una punzada de rabia mezclada con impotencia. No sabía qué hacer para liberarla de esos demonios que la perseguían, pero una cosa estaba clara: Kaelith había hecho más daño de lo que había imaginado, y no solo a él, sino también a Gabriella. El hechicero se había infiltrado en los rincones más oscuros de su mente, y eso lo enfurecía. Quería arrancar ese mal de raíz, acabar con Kaelith de una vez por todas, pero sabía que no podía hacerlo ahora. Gabriella lo necesitaba, aquí y ahora, y su venganza tendría que esperar.
—No estás sola en esto —dijo Alexander al fin, su tono firme pero contenido, como si midiera cada palabra—. Lo que viste... lo que él intentó... no tiene cabida aquí. Mientras yo esté a tu lado, nada de eso podrá tocarte.
Gabriella levantó la vista lentamente, buscando algo en los ojos de Alexander, una promesa, una verdad que le diera algo a lo que aferrarse. Los ojos dorados de ella brillaban con un atisbo de esperanza, aunque mezclado con la duda, como si luchara por creerle. Había algo en él, algo en la forma en la que la sostenía, en su presencia imponente y segura, que le transmitía una calma que hacía tiempo no sentía. Aun así, sabía que los demonios que la acechaban eran profundos, y no desaparecerían con facilidad.
—Confía en mí —murmuró Alexander, su voz acariciando el aire con una firmeza que intentaba calmar su propio desasosiego—. No dejaré que nada ni nadie vuelva a herirte.
Pero en el fondo de su mente, Alexander no podía ignorar la sombra de Kaelith que se cernía sobre ambos, una presencia que había invadido su territorio más íntimo, desafiándolo de una manera que no podía permitir. La rabia por la intrusión lo quemaba, pero se obligaba a mantener el control, a no dejar que Gabriella viera la magnitud de su preocupación. Kaelith había probado una vez más que podía llegar a ellos cuando quisiera, que sus garras se extendían incluso hasta donde él creía tener control. Eso lo enfurecía más de lo que cualquier palabra podría expresar.
Gabriella bajó la cabeza, confiando en las palabras de Alexander, aunque parte de ella sabía que la oscuridad siempre encontraría la manera de colarse en las grietas más pequeñas. Pero por ahora, en sus brazos, podía permitir que su cuerpo y mente descansaran. Podía sentir el latido firme de su corazón, el calor que irradiaba de su cuerpo, y eso le ofrecía un respiro. Quizás solo por esta vez, podía dejarse llevar por la sensación de estar a salvo.
Alexander la sostuvo en silencio, sintiendo cómo el peso del día y la tormenta exterior parecían disolverse en la quietud del momento. Sin embargo, en su interior, una furia creciente ardía como un fuego incontrolable. Sabía que Kaelith no se detendría, que aquella aparición no era más que un aviso, una burla. Saber que ese maldito hechicero habia extendido su mano oscura hacia Gabriella, algo dentro de él amenazaba con romperse. No solo era el hecho de que Kaelith lo estuviera desafiando en su propio territorio, sino que lo que más le enfurecía era la amenaza constante que parecía pender sobre ella, sobre Gabriella, como una espada invisible que no podía esquivar.
¿Qué demonios quería Kaelith de ella? Esa pregunta lo atormentaba, un eco implacable que resonaba en su mente. Apretó los dientes, sintiendo la rabia tensar cada músculo de su cuerpo. Quería arrancarle esa respuesta al hechicero, encontrarlo, enfrentarlo y destruirlo por haber invadido su espacio, por haber tocado a Gabriella. Pero ahora, no podía dejar que ella lo notara. No podía permitir que su miedo se alimentara también de su propia furia.
—Descansa, Gabriella —murmuró, su voz traicionando apenas un atisbo de la tormenta que se desataba dentro de él. Sentía el calor de su cuerpo tembloroso contra el suyo, la vulnerabilidad que ella intentaba ocultar, y por ella, por ese momento, decidió tragarse la furia que lo consumía. Se obligó a mantener el control, apretándola un poco más fuerte entre sus brazos, como si con ese gesto pudiera protegerla de las sombras que acechaban.
Pero en su mente, la promesa era clara: Kaelith no saldría impune. Alexander lo encontraría, lo confrontaría, y le arrancaría cada secreto que guardaba sobre Gabriella, le haría pagar por cada intento de manipularla, por cada visión tortuosa con la que intentaba quebrarla. Y cuando terminara, Kaelith no tendría la oportunidad de escapar una vez más. Su pútrido corazón palpitaría entre sus dedos tras arrancárselo.
Gabriella suspiró, relajándose poco a poco en sus brazos, pero Alexander no podía darse ese lujo. Sentía el ardor de la ira retorciéndose dentro de él, alimentada por la necesidad de respuestas y el deseo de destruir a quien la amenazara. Por ahora, sin embargo, la mantendría a salvo.
Aunque su mirada se desvió hacia la ventana, donde la lluvia seguía azotando sin piedad los muros del castillo, su mente ya estaba planeando el próximo paso. La caza de Kaelith comenzaba.
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