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CAPÍTULO 2


¡Hola, mes chères roses!

"No todos los que se pierden buscan ser encontrados; algunos prefieren el consuelo de la oscuridad." — Alexander Rousseau

ALEXANDER

Oculto en las sombras, Alexander observaba con una frialdad implacable los movimientos torpes de la joven que había osado invadir su hogar. Cada paso que daba resonaba en los vastos pasillos del castillo, una interrupción intolerable en la quietud milenaria que él había preservado. Su castillo, su dominio, ese santuario oscuro en el que había encontrado refugio durante siglos, ahora se veía mancillado por la presencia de aquella intrusa. Su presencia era una afrenta, un desafío que no había anticipado. ¿Quién se atrevía a irrumpir en su dominio? Las sombras a su alrededor parecían reaccionar a sus pensamientos, agitándose como una extensión viva de su furia contenida. El castillo no era solo un refugio, sino una extensión de sí mismo, conectado profundamente con su estado de ánimo. Los muros crujían, las sombras se retorcían a su alrededor como si la misma estructura respondiera a su furia.

Era como si el castillo respondiera a su estado de ánimo, cerrándose más sobre la intrusa, como una bestia que protege su corazón. Las piedras antiguas del castillo, cargadas de humedad y oscuridad, olían a moho y descomposición. Cada rincón parecía respirar en sintonía con su rabia, como si la morada misma quisiera aplastar a la intrusa tanto como él. 

Alexander la miraba desde las tinieblas, su mente calculando las múltiples formas en que podría castigarla por su atrevimiento. El solo hecho de que alguien hubiese penetrado en su dominio sin su permiso era una falta que merecía un castigo ejemplar. Ella no era más que una mota insignificante, y aun así, su presencia provocaba en él una perturbación inusual, algo que no comprendía del todo y que lo irritaba profundamente. Sabía que podía aplastarla sin esfuerzo, que bastaba un simple gesto para que las sombras la devoraran por completo. Pero algo en su interior se resistía. Un eco distante, enterrado en lo más profundo de su ser, que le recordaba que en otro tiempo él también fue vulnerable.

Desde su escondite, sus ojos afilados la escrutaban, buscando cualquier signo de debilidad, cualquier indicio de que era consciente del peligro en el que se encontraba. Los destellos azulados de su mirada se entrelazaban con la penumbra, como si fueran dos luces en medio de un océano negro y profundo. Las sombras a su alrededor eran como tentáculos vivos, extendiéndose hacia la joven, pero nunca alcanzándola del todo, como si esperaran la orden final para devorarla.

—Vaya, parece que tenemos una visitante inesperada —dijo, su voz baja, cargada de una amenaza latente que hizo eco en las paredes del salón.

La joven se detuvo, su respiración acelerada por el pánico. Alexander sintió un leve estremecimiento en su interior, una chispa de satisfacción al percibir el miedo de la joven. Era un poder que le alimentaba, como si el terror ajeno fuera la sangre que corría por sus venas, nutriendo esa oscuridad que tanto se empeñaba en proteger. Ese miedo era como un alimento que lo fortalecía, una energía que recorría su cuerpo, alimentando la oscuridad dentro de él. Había algo primitivo en la manera en que su cuerpo respondía a su presencia, un instinto de supervivencia que él podía aplastar con facilidad. Sin embargo, cada vez que ella temblaba, él percibía un eco de su propio pasado, momentos en los que había sido el que temía, el que huía. Un antiguo recuerdo, enterrado en lo más profundo de su ser, surgía brevemente, y ese eco lo enfurecía aún más.

El terror en su mirada era evidente, y Alexander casi saboreó el miedo que destilaba de ella. Pero entonces, en su desesperación, ella le habló, y sus palabras eran una mezcla de súplica y firmeza. Alexander la miró, sus pensamientos oscilando entre el desprecio y una curiosidad que no deseaba sentir.

—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —la joven balbuceó, con una voz que temblaba pero no se rompía.

Alexander la observó con desprecio, su voz afilada como una daga al responder.

—Las preguntas correctas serían: ¿quién eres tú y qué haces en mi dominio? —replicó, dejando que su tono cortante impregnara el aire.

La intensidad de su tono resonaba en el aire como un golpe de látigo, y las sombras a su alrededor se movieron en respuesta, como si una fuerza invisible las dirigiera. Las paredes del castillo parecían contraerse, como si quisieran aplastar la presencia de la joven, sofocarla hasta que no quedara nada de ella. Las paredes parecían apretarse, los pasillos alargarse y contraerse, como si el castillo mismo estuviera vivo, conectado a la voluntad de su amo. Era una sensación palpable, el castillo respiraba, vivía en perfecta sincronía con su amo oscuro. Alexander lo sabía; esta fortaleza no era solo un refugio. Era un ser que compartía su dolor, su odio, y su hambre de venganza.

Sus palabras eran como cuchillas, diseñadas para cortar cualquier esperanza que pudiera albergar. Sin embargo, en el fondo de su mente, algo surgía, un vestigio de lo que una vez fue. Pero, para su sorpresa, la joven no se derrumbó inmediatamente; en su lugar, le devolvió la mirada, sus ojos brillando con una mezcla de confusión y algo más, algo que parecía desafiarlo a pesar de su evidente temor.

—Yo... no lo sé. No recuerdo cómo llegué aquí.

Alexander contuvo una risa sarcástica. La idea de que alguien pudiera perderse y vagar por su castillo como si fuera un simple accidente le resultaba absurdamente ridícula. Nadie llegaba allí sin un motivo, y nadie salía sin pagar el precio. Su primera reacción fue rechazar sus palabras como las de una mentirosa desesperada, pero una parte de él —una que él hubiera preferido ignorar— le susurraba que tal vez estaba diciendo la verdad.

—¿No recuerdas? —dijo, su voz teñida de un sarcasmo cruel—. Eso es bastante conveniente, ¿no te parece?

La forma en que ella negaba con la cabeza, su desesperación tangible, le provocó un retorcido placer. Pero ese placer se mezclaba con algo más profundo, un remolino de incomodidad que se agitaba en su interior, incomprensible, como si la fragilidad de la joven no solo despertara su crueldad, sino también una sensación enterrada en lo más hondo de su ser. Era tan fácil destrozar sus esperanzas, tan simple hacerla dudar de su propia realidad. Pero, incluso mientras la atormentaba, no podía ignorar el susurro de algo más profundo. Un aroma dulce que flotaba en el aire, mezclándose con el hedor de las piedras antiguas y la humedad del castillo. Era como un destello de luz en un lugar donde la oscuridad reinaba. Ese olor le recordaba a algo... o a alguien. Era una mezcla de fragilidad y fuerza, de inocencia y algo peligrosamente atrayente. Una llamada que resonaba más allá de lo físico.

—Te lo suplico, debe haber algún malentendido. Si me indicas la salida, prometo que nunca más volveré —dijo ella, con una voz quebrada pero cargada de una resolución inesperada.

Alexander avanzó, sus movimientos tan fluidos y silenciosos que apenas parecía tocar el suelo. Se detuvo a solo un paso de ella, lo suficientemente cerca como para que sintiera el frío que irradiaba de su ser. El frío no era solo una sensación física, sino un reflejo de la oscuridad que lo consumía, una presencia tan opresiva que parecía succionar la calidez de la vida misma.

—No creo en promesas, y menos en las de extraños que aparecen sin ser invitados —su voz era como un veneno que goteaba lentamente—. Además, hay algo en ti que... —se interrumpió, luchando contra la incomodidad de la revelación que surgía en su interior—. Algo diferente.

Vio cómo sus palabras la golpeaban, cómo la esperanza se desvanecía lentamente de sus ojos. Pero en lugar de derrumbarse, la joven permaneció allí, temblorosa pero de pie, enfrentándolo con una mezcla de miedo y determinación que despertó en él un retorcido deseo de explorar más a fondo esa resistencia. La joven lo miró, confundida, pero sus palabras también parecían golpearla, como si pudiera sentir que había algo más en juego.

—¿De qué estás hablando? No soy nadie especial. Solo quiero volver a mi casa.

Esa sinceridad, tan pura y desesperadamente honesta, lo irritaba profundamente. Era como si, con cada palabra, ella estuviera desafiando la oscuridad que él representaba. Pero eso no significaba que fuera a mostrarle misericordia. En su mundo, no había lugar para la compasión, solo para el poder y la dominación.

—Tal vez lo descubra con el tiempo —murmuró, más para sí mismo que para ella—. Por ahora, permanecerás aquí.

Su súplica desesperada solo confirmó lo que ya sospechaba: estaba completamente indefensa. Aun así, su voz, quebrada pero insistente, lo hizo girar sobre sus talones y acercarse un poco más.

—¡No! No puedes retenerme aquí. Tengo familia, amigos que se preocuparán por mí. Por favor, solo déjame ir.

—Aquí, tus súplicas no tienen peso —dijo con una frialdad cortante—. Este lugar no es como el mundo que conoces. Aquí, las reglas son mías, y tú has desafiado mi autoridad.

La observó mientras se derrumbaba en el suelo, su cuerpo sacudido por el terror y la desesperación. Pero esa mezcla de fragilidad y fuerza era lo que lo atraía más. Ese vínculo, esa conexión que no podía controlar, lo estaba desgarrando desde dentro. Giró para alejarse, decidido a dejarla a merced de sus propios miedos. A medida que se alejaba, la presencia del castillo seguía siendo palpable. Las sombras susurraban en sus oídos, recordándole que no podía escapar de sí mismo.

Antes de desaparecer por completo en las sombras, una oleada de desafío brotó de la joven.

Gabriella se incorporó de nuevo, con los ojos brillando de una mezcla de miedo y furia contenida.

—No puedes retenerme aquí para siempre. Encontraré la forma de salir, con o sin tu permiso. No tienes idea de lo que soy capaz —sus palabras fueron un susurro tembloroso, pero el desafío en su tono no podía ser ignorado. Era un reto, una chispa de rebelión que Alexander no esperaba y que encendió algo en su interior.

Ese desafío era una chispa, pequeña pero suficiente para avivar la tormenta que rugía en su interior.

Alexander se detuvo, su semblante endureciéndose ante su descaro, y sin girarse del todo, dejó que una sonrisa amarga se dibujara en sus labios.

—¿Crees que podrás escapar tan fácilmente? —susurró, su voz cargada de una amenaza velada.

"Nadie escapa de aquí sin enfrentarse a mí", pensó para sí.

Pero ahí estaba de pie, desafiándolo de nuevo, su mirada llena de una furia contenida que Alexander no había previsto. En esos ojos que le devolvían la mirada había algo que lo golpeaba profundamente, un reflejo de un tiempo olvidado, donde él mismo había sido quien luchaba por sobrevivir en un mundo que lo devoraba. Una chispa familiar, reconocible y, sin embargo, desconocida en su intensidad.

Se acercó a ella, y cada paso que dio hacia ella estaba meticulosamente calculado. No solo buscaba intimidarla, sino que también deseaba evaluar cada una de sus reacciones. Quería descomponerla, ver cuánto podía resistir antes de romperse. Cuando finalmente estuvo lo suficientemente cerca como para que ella sintiera su presencia, notó cómo su cuerpo se tensaba, su respiración se volvía errática. Aun sin levantar la vista, la joven ya había sentido la amenaza que él representaba. La mezcla de terror y la determinación de no mostrar debilidad la hacían aún más fascinante para él.

—¿Tienes miedo? —preguntó, su voz grave y afilada cortando el silencio como un cuchillo. La pregunta no era más que una formalidad, un gesto para iniciar el verdadero juego. La forma en que sus palabras se deslizaban en el aire estaba cargada con una intensidad que parecía desafiarla, como si cada sílaba estuviera diseñada para romper la resistencia de la joven.

Su respuesta llegó como él lo esperaba, una negativa débil, apenas creíble. Pero algo en su resistencia lo intrigaba, le despertaba un deseo que no quería admitir. Mientras la joven intentaba ocultar su temor, Alexander percibió un aroma, un rastro dulce y deliciosamente desconcertante que emanaba de ella. Ese perfume lo atraía de una manera inexplicable, algo que no había sentido en siglos. No era el hedor habitual del miedo que había olfateado tantas veces antes, sino algo completamente diferente, casi como una tentación.

Ese aroma lo envolvía, se entrelazaba con sus pensamientos, arrastrándolo a un rincón olvidado de su memoria, donde las luces y sombras danzaban en una eterna batalla. Era un perfume tan sutil, casi imperceptible, pero que penetraba en lo más profundo de su ser. Lo desconcertaba, lo irritaba, y a la vez, lo atraía como un anhelo enterrado. Cada respiración se volvía una lucha interna, una batalla entre el deseo de destruir y la incomprensible necesidad de conservar lo que aquella mujer representaba. Alexander se obligó a concentrarse en la oscuridad que lo rodeaba, pero esa dulce tentación lo arrastraba de vuelta, como un faro en medio de un océano furioso.

—No te tengo miedo —repitió la joven, como un mantra para ahuyentar el miedo que sentía.

Sus palabras eran un velo sobre la intriga que sentía. No solo se encontraba fascinado por el desafío que mostraba la joven, sino también por esa inexplicable dulzura que parecía desafiar su comprensión.

—Eres valiente, lo admito. Pero también eres una pésima mentirosa —dijo, sintiendo esa mezcla de curiosidad que lo atraía—. Quizás, esa pequeña chispa de coraje que finges tener te sirva para algo en este lugar.

—Solo quiero salir de aquí —repitió la joven, provocando en él una incomodidad que lo molestaba—. No sé cómo llegué, ni quién eres, pero te prometo que si me dejas ir, no volveré jamás.

Finalmente, se apartó de ella, no sin antes grabar en su memoria la mezcla de miedo y ese aroma embriagador. Mientras se alejaba, dejó que su voz, fría y cortante, llenara de nuevo la sala.

—Eso no lo sabremos hasta que yo decida qué hacer contigo.

Esta vez, permitió que sus dedos rozaran su piel, fría como el mármol. Un contacto mínimo, pero suficiente para hacerla estremecerse. Apenas fue un roce, pero el efecto fue inmediato y palpable. La joven se estremeció bajo su toque como si el frío que emanaba de él hubiera congelado algo más que su piel, alcanzando lo más profundo de su ser. Alexander sintió un escalofrío recorrer su propio cuerpo al percibir esa reacción, pero lo que más lo perturbaba no era la respuesta de la joven, sino el impacto que ese simple contacto tuvo en él.

Su piel, tan suave y cálida en contraste con su propia frialdad, lo hizo sentir una punzada de... ¿qué? No podía identificarlo con claridad, pero lo que le resultaba más inquietante era la forma en que ese contacto resonaba en su interior, como si hubiera despertado algo que él había creído enterrado. Un eco distante, un destello fugaz de algo humano que no había experimentado en siglos. ¿Era atracción? No, se negó a aceptar esa posibilidad. El mero pensamiento lo irritaba y lo descolocaba a partes iguales.

Con un movimiento rápido y decisivo, se apartó, casi como si el contacto con ella le quemara. La frialdad que siempre había sentido como un escudo protector contra el mundo se veía, por primera vez, insuficiente. No podía ser atracción, se repetía a sí mismo, como si esa negación pudiera borrar la extraña perturbación que ahora lo asediaba. Él no era susceptible a las emociones humanas, no podía permitirse tales debilidades. Y sin embargo, algo en ese toque le había hecho sentir una vulnerabilidad que lo aterrorizaba.

Pero el eco de esa sensación persistía, como un susurro inquietante que se negaba a desaparecer. Cada fibra de su ser se rebelaba contra esa idea, y Alexander se obligó a apartarse, como si pudiera alejar también la sensación de humanidad que ella había logrado despertar en su interior. La joven no era solo una intrusa en su castillo, ahora lo era también en su mente, en sus pensamientos, y esa invasión lo desestabilizaba de formas que él no había previsto.

Mientras se alejaba, se forzó a olvidar la sensación de su piel, el aroma que seguía impregnando el aire y la leve perturbación que había sentido en su interior. Pero olvidar no sería tan fácil. Cada paso que daba resonaba en el eco de sus pensamientos, como si el castillo mismo estuviera conspirando para recordarle lo que intentaba suprimir. Las paredes, que siempre le habían ofrecido refugio y seguridad, ahora parecían opresivas, cargadas de una memoria pesada que él no deseaba revivir. Era como si las mismas piedras, esas que lo habían protegido durante tanto tiempo, comenzaran a agrietarse bajo el peso de un pasado que él se negaba a enfrentar.

La memoria del castillo se agitaba con cada paso que Alexander daba, como si las piedras mismas guardaran los ecos de un pasado que él se negaba a recordar. Las sombras lo seguían de cerca, retorciéndose y susurrando, pero esta vez sus voces no eran solo ecos de oscuridad, sino murmullos traicioneros de emociones que él había desterrado hacía mucho. Promesas rotas, secretos inconfesables y el recuerdo de su propia debilidad se entrelazaban con cada susurro, haciéndolo sentir como si las sombras, en lugar de ser sus aliadas, comenzaran a volverse contra él.

Por primera vez en mucho tiempo, Alexander sintió que las paredes de su fortaleza no lo protegían, sino que lo aprisionaban en una maraña de sus propios demonios. Cada rincón del castillo, que antes le ofrecía refugio y poder, ahora parecía un reflejo de su propia prisión interna. Las sombras que lo habían obedecido toda su vida ahora lo asediaban, trayendo consigo recuerdos y sensaciones que él había decidido olvidar. Esa joven no era solo una intrusa en su castillo; ella había logrado algo mucho más peligroso: romper la barrera que él había erigido entre él mismo y la humanidad que tanto despreciaba.

Intentó deshacerse de la sensación, intentar ahogarla en la oscuridad que siempre lo había definido. Pero por más que lo intentaba, el eco de ese toque, de esa conexión momentánea, persistía, alimentado por algo que él no podía controlar.

Alexander no pudo evitar que su mente volviera a la joven. Era como si algo lo obligara a mirar atrás, a pensar en lo que ella representaba. Giró su cabeza ligeramente, observándola un momento más antes de continuar su camino. Sabía que esa no sería la última vez que se cruzarían, y eso lo inquietaba aún más. La idea de enfrentarse a ella de nuevo despertaba una mezcla de emociones que le resultaba intolerable. ¿Qué era lo que esa intrusa había desencadenado en él? La frialdad habitual que lo definía se deslizaba, dejando al descubierto una grieta, pequeña pero peligrosa.

Y, mientras caminaba hacia las sombras, la sensación de atracción se mezcló con una promesa de crueldad. Si ella despertaba algo en él, entonces lo destruiría. No permitiría que ninguna chispa de humanidad lo debilitara. Se lo debía a sí mismo, y a la oscuridad que lo definía. No había lugar para la vulnerabilidad en su mundo.

Los ecos de sus propios pensamientos resonaban en su mente, como si las mismas sombras se encargaran de repetir lo que él intentaba suprimir. Alexander se dio cuenta de que la presencia de la intrusa no solo había invadido su castillo, sino también sus propios recuerdos. Algo en ella despertaba una parte de él que había intentado enterrar hace mucho tiempo, una parte que le recordaba que alguna vez fue humano, vulnerable, y eso lo aterrorizaba más que cualquier otra cosa.

Las sombras seguían susurrando a su alrededor, pero esta vez no traían promesas de poder o venganza. Traían recuerdos, sentimientos que él había sepultado profundamente. Esa mujer había despertado más que su ira, había encendido un fuego en su interior que amenazaba con quemar las barreras que él había construido a lo largo de siglos.

¡¡Hola!! El capítulo 2 ya está revisado, espero que os guste!!

Es posible que sea un poco repetitivo al capítulo 1, pero me pareció muy interesante hacer los dos primeros capítulos desde el punto de vista de Gabriella y otro desde el punto de vista de Alexander.

¿A vosotrxs os ha parecido interesante o creéis que es una tontería haber desperdiciado el segundo capítulo para poner la visión de Alexander? 

¿Cambiaríais algo u os gusta la dualidad de nuestro protagonista? Tened presente que lleva siglos con la maldición.

Gracias a todxs los que me leéis. ¡¡Nos leemos en mi próxima actualización!!

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