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CAPÍTULO 19

¡Hola, mes chères roses!

"A veces, la oscuridad más profunda no es la que te envuelve, sino la que crece dentro de ti. Pero incluso en medio de esa negrura, una chispa puede prender fuego a lo que creías perdido para siempre."Gabriella Moreau

ALEXANDER

El sonido constante de la lluvia golpeando los muros del castillo resonaba en la vasta estancia, un eco que parecía ahogar cualquier intento de paz. Alexander se encontraba en su despacho, rodeado de informes y mapas esparcidos sobre la mesa de roble oscuro. Las velas parpadeaban, proyectando sombras alargadas que danzaban en las paredes como espíritus inquietos, reflejando el estado de su mente.

Las incursiones habían cesado de manera abrupta, un hecho que debería brindarle un respiro, pero que en lugar de eso, solo avivaba su desconfianza. Era una calma extraña, casi antinatural, como si algo más grande se estuviera gestando en las sombras. Los ecos de lo que Morran había revelado días antes aún resonaban en su mente, insinuando que algo siniestro se cernía sobre ellos. Los informes de los reinos vecinos eran caóticos: desapariciones, rumores de movimientos extraños en la frontera, y la oscuridad extendiéndose sin control. Algo se estaba preparando, y Alexander lo sentía en sus huesos.

Intentaba concentrarse en los documentos, buscando un patrón o una pista que explicara la quietud repentina, pero sus pensamientos volvían una y otra vez a Gabriella. Había evitado verla desde que Ariadne le lanzó aquellas palabras en la sala de los espejos, como si el mero contacto visual pudiera quebrar lo poco que le quedaba de control. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Ariadne sonriendo, sus palabras resonando con un veneno que aún no lograba purgar:

—Ella es tu ruina. Ella será tu redención y tu perdición.

El golpe de un trueno lejano sacudió los ventanales, y Alexander se incorporó, sus dedos cerrándose con fuerza alrededor del borde de la mesa. La tensión en su cuerpo era palpable, una mezcla de rabia contenida y una desesperación que no podía reconocer. Desde aquella noche en que Gabriella había escapado y las sombras la devoraron, algo en él había cambiado. No era solo la rabia o el deseo de control, era la maldita certeza de que Gabriella representaba una fractura en su propio destino. Una grieta que amenazaba con partirlo en dos.

Había pasado días sumido en la búsqueda de respuestas, excusando su ausencia ante Gabriella como una necesidad de hallar la verdad. Pero la realidad era mucho más simple y devastadora: temía lo que ella representaba. Temía el poder de esa luz que, por más que intentaba ignorar, lo atraía como una polilla hacia la llama.

Sin embargo, su lado más oscuro, la Bestia en su interior, se negaba a ceder. Seguía aferrándose a la oscuridad que lo había definido durante siglos, luchando contra cualquier atisbo de humanidad que pudiera abrirse paso. Gabriella era un riesgo, un desafío, y más que nada, una incógnita que no sabía cómo manejar. Sabía que ella llevaba algo dentro de sí, algo que Ariadne e incluso Seraphina conocían, pero él mismo no podía descifrar. Cada pensamiento que la incluía terminaba con la misma amargura: no había lugar para ella en su mundo. Sus manos volvieron a cerrarse en puños, los nudillos blancos bajo la presión. El sonido de la lluvia era como una letanía incesante, y por un momento, Alexander deseó ser capaz de ahogar sus propios pensamientos con la tormenta.

Había algo más en los informes, un patrón que parecía sugerir movimientos más allá de los territorios conocidos, y una vez más, el nombre de Kaelith resonó en las sombras. El eco de su nombre lo enfurecía. Menciones de extrañas desapariciones y una inusual actividad de seres oscuros en los confines de su dominio. Era como si la oscuridad misma estuviera llamando a sus criaturas, concentrándose en algún lugar fuera de su control. Alexander sintió un escalofrío recorrer su espalda. Estaba claro que había algo que se le escapaba, una pieza fundamental del rompecabezas que no lograba encajar.

Se pasó una mano por el cabello, frustrado, mientras sus pensamientos volvían inevitablemente a Gabriella. Cada día que pasaba encerrada, alimentada por la presencia constante de Lythos y los siervos, la mantenía a salvo, pero también era un recordatorio de su propia incapacidad para enfrentar lo que sentía. Sabía que no podía mantenerla prisionera para siempre, y eso solo intensificaba la presión interna. Cada momento de su encierro era una victoria para la Bestia, pero una derrota para el hombre que aún quedaba en él.

El crujir de una puerta hizo que Alexander se tensara de inmediato. La madera se quejó con un lamento largo y bajo, y él giró bruscamente, los sentidos alerta. No había dado permiso a nadie para entrar en su despacho. La figura que se dibujó entre las sombras hizo que su corazón diera un vuelco: Gabriella, con su melena desordenada y sus ojos dorados cargados de una determinación feroz, emergió envuelta en una túnica que apenas ocultaba su silueta desde un pasadizo secreto que Alexander había creído sellado hace mucho tiempo.

Ese pasadizo... su propio padre lo había sellado tras la traición de Ariadne, y verlo abierto removía viejas heridas. Sus ojos se encontraron, y el tiempo pareció detenerse. Alexander notó la determinación en la mirada de Gabriella, un fuego que no había visto antes, y sintió un nudo formarse en su garganta. Había algo devastador en esa simple conexión, un reconocimiento tácito de todo lo que habían evitado. Gabriella pronunció su nombre con una suavidad inesperada, pero el impacto fue como un golpe directo al corazón.

—Alexander...

Era la primera vez que escuchaba su nombre en labios de ella, y fue como si un muro invisible se desplomara en su interior. La Bestia rugió, desafiando cualquier atisbo de debilidad, pero el hombre, por un breve y doloroso momento, quedó desarmado.

La tensión en la estancia era palpable, como un cable a punto de romperse, y Alexander sintió que la línea entre lo que debía hacer y lo que quería hacer se volvía peligrosamente borrosa. Los ecos de las advertencias de Ariadne, la risa cruel de Haakon resonando en su mente como un recordatorio constante de su vulnerabilidad, lo atormentaban. Permaneció inmóvil, sus ojos fijos en Gabriella mientras la tormenta arreciaba fuera del castillo. El sonido de la lluvia golpeando el puente y los ventanales era ensordecedor, pero no lo suficiente como para ahogar el caos que se desataba en su interior.

Gabriella avanzó lentamente, deslizándose desde el pasadizo secreto hasta el centro del despacho, con pasos que denotaban una mezcla de determinación y duda. El aire entre ellos se sentía cargado, tenso, como si todo el castillo contuviera el aliento en anticipación.

Gabriella lo observó, sus ojos buscando algo en él que no lograba definir. Había conocido al monstruo, había enfrentado su frialdad y crueldad, pero lo que veía ahora era distinto. Había algo roto en Alexander, algo que luchaba por mantenerse erguido, pero que claramente tambaleaba. Alexander no era solo la Bestia que la había mantenido cautiva; era un hombre atrapado en una guerra interna, una lucha constante entre la oscuridad que lo dominaba y la humanidad que se negaba a morir. Ella percibía la tormenta en su mirada, esa mezcla de rabia, deseo y una desesperación que lo devoraba desde dentro.

—¿Qué haces aquí? —la voz de Alexander fue un gruñido bajo, más un aviso que una pregunta, pero Gabriella no retrocedió. Se mantuvo firme, aunque sentía que cada palabra de él era un latigazo contra su valor.

—No podía quedarme más tiempo sin respuestas —replicó ella, y aunque su voz temblaba ligeramente, había una firmeza en su tono que Alexander no pudo ignorar—. Me tienes encerrada, vigilada, pero nunca me dices la verdad. No entiendo por qué estoy aquí. No entiendo por qué tú...

Las palabras de Gabriella se interrumpieron, y sus ojos se llenaron de una mezcla de frustración y miedo. No quería admitirlo, pero había algo en Alexander que la mantenía atada, una atracción inexplicable que la empujaba hacia él incluso cuando sabía que debía mantenerse alejada. Era un lazo invisible que no podía entender, pero que la envolvía más con cada día que pasaba a su lado.

Alexander dio un paso hacia ella, su expresión endurecida. Había un fuego en los ojos de Gabriella que lo desarmaba, que lo hacía sentir vulnerable de una manera que odiaba y necesitaba a partes iguales.

—No entiendes porque no debes entender —dijo con una frialdad calculada, intentando protegerse detrás de la dureza que lo había mantenido intacto durante siglos—. Cada pregunta que haces, cada paso que das hacia esta oscuridad, te pone más en peligro.

Gabriella alzó la voz, la frustración rompiendo la barrera de cautela que había mantenido hasta ahora.

—¡Entonces explícamelo! No puedes simplemente mantenerme prisionera y esperar que acepte todo sin cuestionarlo. Necesito saber qué está pasando. Necesito saber qué esperas de mí.

La tensión se hizo más densa, y Alexander sintió que la línea que separaba la rabia de la desesperación se volvía más fina. Ella no podía entenderlo, y no porque no lo intentara, sino porque él mismo era incapaz de verbalizarlo. Había demasiados secretos, demasiadas verdades enterradas bajo capas de culpa y traición. Demasiados fantasmas en su mente, y Gabriella no tenía idea del caos que la rodeaba. Y ahora, con Gabriella parada frente a él, desafiándolo con una valentía que solo lograba encender más su ira, Alexander se sintió al borde de un precipicio del que no podía apartarse.

—No espero nada de ti —respondió finalmente, su voz más baja, pero cargada de una intensidad que hizo que la piel de Gabriella se erizara—. Eres una intrusa en un mundo que no comprendes. Si crees que puedes cambiar algo aquí, estás equivocada. Este lugar... yo... estamos condenados. No hay redención para nosotros.

Gabriella retrocedió un paso, pero no porque tuviera miedo de él. Sus palabras, tan cargadas de amargura y resignación, la golpearon de una manera que no esperaba. Por primera vez, entendió que Alexander no era solo una Bestia que se deleitaba en su propia oscuridad; era alguien que había perdido toda esperanza. Y esa pérdida, ese vacío, la conectaba con él más de lo que estaba dispuesta a admitir. El hombre frente a ella no era el monstruo despiadado que todos veían. Era una mezcla compleja de sufrimiento y dureza.

—Tal vez no haya redención para ti —replicó ella, con voz temblorosa, pero resuelta—. Pero yo no voy a rendirme. No contigo.

Alexander sintió cómo esas palabras se abrían paso en su interior como un cuchillo afilado. Había algo en su desafío, en la forma en que se negaba a temerle del todo, que lo desarmaba por completo. Cada fibra de su ser le gritaba que la apartara, que la mantuviera a distancia, pero en ese momento, la Bestia y el hombre se encontraron en un impasse. Gabriella lo miraba con una mezcla de compasión y determinación, y Alexander se dio cuenta de que no podía enfrentarse a ambos. No podía luchar contra ella y contra sí mismo al mismo tiempo. Sabía que si permitía que se quedara cerca, ella desenterraría lo que había pasado con Ariadne, lo que había ocultado a todos, incluso a sí mismo.

Gabriella dio un paso más, acortando la distancia que los separaba, y Alexander sintió que el aire se volvía pesado, casi irrespirable. Ella alzó una mano, como si quisiera tocarlo, como si buscara atravesar la barrera invisible que él había erigido entre ellos. Pero justo antes de que pudiera hacer contacto, Alexander la detuvo, tomando su muñeca con un gesto brusco.

—No juegues a ser una redentora, Gabriella —susurró, su voz apenas un susurro, pero cargada de una advertencia que ella no podía ignorar—. Porque aquí, la salvación no existe. Y si te quedas, solo te arrastraré conmigo.

Gabriella lo miró, sus ojos llenos de una mezcla de tristeza y desafío.

—Entonces, me arrastrarás. Pero no voy a dejarte solo en esta oscuridad, Alexander. No mientras pueda evitarlo.

La intensidad de sus palabras, la promesa implícita en ellas, dejó a Alexander sin respuestas. El silencio se hizo pesado, roto solo por el golpeteo constante de la lluvia sobre el castillo. Y aunque la Bestia en su interior rugía, él no pudo evitar preguntarse si realmente podía alejarla. No había soluciones fáciles, ni salidas claras. Sólo estaban ellos, dos almas atrapadas en un juego peligroso de poder, deseo y redención.

Gabriella no se movió. Su mano seguía alzada, aunque la presión de Alexander sobre su muñeca le recordaba el límite invisible que él insistía en marcar entre ellos. Pero la joven se negaba a retroceder. Algo en su interior, algo que no podía explicar del todo, la empujaba a quedarse. Era una batalla entre lo que sabía que debía hacer y lo que deseaba hacer. Había visto la verdad en los ojos de Alexander: detrás de la furia y la oscuridad, había un hombre atrapado, luchando desesperadamente por no ahogarse.

—No te quedes ahí —murmuró Gabriella, suavizando su tono sin perder la firmeza—. No tienes que hacer esto solo.

Alexander bajó la vista, observando la mano de Gabriella atrapada bajo la suya. Su piel, fría y pálida, contrastaba con el calor que emanaba de ella. Un calor que lo quemaba y lo reconfortaba a partes iguales. No podía permitirse flaquear, no cuando todo lo que conocía, todo lo que lo definía, se sostenía precariamente sobre la base de su propia crueldad. Y aun así, esa calidez lo atraía, lo confundía de una manera que no podía controlar.

—¿Por qué? —preguntó, casi sin aliento, su voz quebrándose bajo el peso de sus emociones—. ¿Por qué insistes en quedarte?

Gabriella sostuvo su mirada, sintiendo la desesperación contenida en cada palabra.

—Porque veo algo en ti que tú no puedes ver —respondió, con una sinceridad que resonó en la penumbra del despacho—. Algo que vale la pena salvar.

Alexander cerró los ojos por un momento, sintiendo que las barreras que había erigido durante siglos se agrietaban bajo la presión. Podía oír la lluvia golpeando con fuerza los ventanales, cada gota un latido acelerado que lo empujaba hacia una decisión que no sabía si estaba preparado para tomar.

Finalmente, soltó la muñeca de Gabriella, permitiendo que su mano cayera con suavidad a su lado. Retrocedió un paso, como si necesitara poner distancia entre ellos para recomponerse. Se obligó a recordar lo que Ariadne había hecho, la traición, el dolor que había venido después. Pero Gabriella no era Ariadne, y eso lo desconcertaba más de lo que jamás podría admitir. La Bestia clamaba en su interior, instándole a rechazarla, a mantenerla lejos por su propio bien. El sonido de la lluvia seguía golpeando los muros con fuerza, llenando el silencio entre ellos con una melodía incesante de desesperación.

Alexander se quedó observando a Gabriella, intentando encontrar las palabras adecuadas, aunque sabía que cualquier cosa que dijera solo serviría para levantar nuevas barreras entre ambos. No era solo su naturaleza lo que lo retenía, sino la certeza arraigada de que la joven, por más decidida que estuviera, no comprendía la magnitud de la oscuridad que él encarnaba.

—No deberías insistir en esto —soltó finalmente, su voz cargada de un veneno que ni él mismo podía controlar—. ¿Crees que soy algo que se puede reparar? ¿Que basta con unos cuantos gestos de compasión para borrar siglos de lo que soy? Estás perdiendo el tiempo, Gabriella.

Gabriella se mordió el labio, intentando mantener la compostura. Las palabras de Alexander se sentían como latigazos, pero no iba a dejar que su crueldad la apartara de su propósito. Había algo en él que la empujaba a quedarse, aunque no pudiera definir del todo qué era. Su mente evocó los cuentos de hadas que su madre solía contarle de niña, historias de redención y monstruos que se volvían humanos con el poder del amor. Pero la realidad que tenía delante era mucho más oscura, más compleja de lo que cualquier cuento podría narrar.

—Tienes miedo de mí —replicó ella, antes de darse cuenta de la osadía de sus propias palabras. Pero era cierto. Lo veía en la tensión de su mandíbula, en la forma en que evitaba mirarla a los ojos por más de unos segundos.

Alexander se rió, un sonido seco y amargo que resonó en la estancia.

—¿Eso crees? —replicó, dando un paso hacia ella, sus ojos brillando con una mezcla de burla y resentimiento—. Mira a tu alrededor, Gabriella. Este lugar, estas sombras... son todo lo que soy. La Bestia no es un apodo, es lo que he elegido ser. Es lo que he sido forzado a elegir. Y tú... Tú no eres más que una intrusa que no entiende el infierno en el que se ha metido.

Gabriella sintió un nudo formarse en su estómago, una presión oscura que amenazaba con quebrarla, pero se obligó a no apartar la vista. Cada palabra de Alexander era como un golpe que intentaba alejarla, pero en vez de retroceder, decidió aferrarse a lo que veía más allá de sus palabras. Había un abismo entre ellos, uno que solo parecía ensancharse con cada frase llena de veneno, pero no podía permitir que las dudas la devoraran. No después de todo lo que había pasado.

—No puedes esperar que me lo crea —replicó con un atisbo de rabia en su tono—. He visto la forma en que este lugar te afecta, como si cada rincón te recordara algo que perdiste. Si realmente fueras un monstruo sin más, no te importaría. No estarías aquí, encerrado con tus propios fantasmas. Podrías haberte rendido hace mucho, dejar que la oscuridad te consumiera por completo, pero no lo has hecho. Y eso significa algo.

Alexander apretó los dientes, sintiendo cómo la furia latente en su interior se mezclaba con un dolor que llevaba demasiado tiempo ignorando. Gabriella, con su determinación testaruda y su fe ingenua en la humanidad, estaba desenterrando verdades que él prefería mantener enterradas. Se acercó aún más, acortando la distancia entre ellos hasta que pudo sentir el calor que irradiaba de su piel.

—Tú no sabes nada de lo que significa rendirse —gruñó, su voz resonando como un eco oscuro que llenaba la estancia—. Rendirse sería un alivio en comparación con esto. Convivir con el odio, con la culpa, con el constante recordatorio de que cualquier cosa que toques se pudre. No hay redención para mí, Gabriella. No hay maldición peor que vivir con la certeza de que todo lo que has hecho, lo has hecho por propia elección. Y no necesito que vengas aquí a recordarme lo que nunca seré.

Gabriella sintió que su pecho se comprimía ante las palabras de Alexander. Sabía que estaba jugando con fuego, pero no podía evitarlo. Había algo en él que la mantenía atrapada, una mezcla de fascinación y compasión que la empujaba a querer entenderlo, a querer salvarlo de sí mismo, aunque parte de ella temiera que fuera un intento inútil.

—No estoy aquí para salvarte, Alexander —dijo suavemente—. Estoy aquí porque no puedo dejar de ver al hombre que intenta emerger de esa oscuridad. No tienes que creerme, no tienes que cambiar por mí. Pero no voy a darme por vencida. Porque, aunque no quieras admitirlo, hay algo en ti que todavía lucha. Algo que no ha sido completamente devorado por la oscuridad.

Alexander se apartó bruscamente, como si las palabras de Gabriella lo hubieran quemado. Se volvió hacia la ventana, sus manos crispándose contra el borde del escritorio mientras la tormenta seguía rugiendo afuera. Podía sentir las garras de la oscuridad tironeando en su interior, exigiendo que la rechazara, que la alejara antes de que fuera demasiado tarde. Y sin embargo, esa pequeña chispa que Gabriella había mencionado seguía allí, negándose a apagarse.

—No entiendes lo que dices —murmuró, su voz rota y casi inaudible—. No soy una historia de redención. Soy una advertencia. Un recordatorio de lo que sucede cuando cedes al odio y a la ambición. No hay salvación para mí, Gabriella. No hay camino de regreso.

Gabriella dio un paso hacia él, desafiando la distancia que Alexander se empeñaba en marcar. Extendió una mano, dudando por un instante antes de posar suavemente sus dedos sobre el hombro de él. Alexander se tensó al sentir el contacto, pero no se apartó. Fue un gesto pequeño, casi insignificante, pero para él fue como si la barrera que había mantenido durante tanto tiempo comenzara a desmoronarse.

—No necesitas encontrar el camino de regreso —susurró Gabriella, con una calidez que contradecía la frialdad de la estancia—. Solo necesitas encontrar un nuevo camino, uno que no esté dictado por la Bestia, sino por el hombre que todavía eres.

Alexander cerró los ojos, dejando que sus palabras lo envolvieran, aunque solo fuera por un momento. El conflicto en su interior era una tormenta que no lograba calmar, un tira y afloja constante entre lo que deseaba y lo que temía. Sabía que Gabriella tenía razón en algo: había una parte de él que aún luchaba, aunque lo hiciera en silencio, en los rincones más oscuros de su alma.

—No sé si puedo hacerlo —admitió finalmente, con una vulnerabilidad que rara vez permitía asomar—. No sé si sé cómo.

Gabriella apretó su hombro con un poco más de fuerza, transmitiéndole su apoyo de la única forma que sabía.

—Entonces empieza por hoy —le dijo, su voz firme y llena de una esperanza que él apenas podía comprender—. Empieza ahora, aquí, conmigo.

Alexander se quedó en silencio, sintiendo cómo el peso de sus palabras resonaba en él como un eco lejano, un recordatorio de que, quizás, todavía había algo por lo que valía la pena luchar. No sabía si podría cambiar, si podría romper las cadenas de la oscuridad que lo mantenían prisionero, pero en ese instante, con Gabriella a su lado, se permitió creer, aunque fuera solo por un momento, que tal vez, solo tal vez, no estaba completamente perdido.

Gabriella observó la expresión tensa de Alexander mientras la lluvia golpeaba con fuerza las ventanas, llenando la estancia de un ruido incesante que parecía sincronizarse con los latidos acelerados de ambos. Había una pregunta latente en sus labios, un deseo de entender más allá de lo que se mostraba ante sus ojos. No se trataba solo de lo que Alexander era ahora, sino de cómo había llegado a convertirse en la Bestia que todos temían. Había visto fragmentos de dolor y arrepentimiento en sus palabras, destellos de una historia que se resistía a ser contada, y no podía ignorar esa urgencia de saber más.

—Quiero entenderlo, Alexander —dijo con suavidad, dando un paso más cerca de él, tratando de no romper la frágil conexión que habían construido en ese momento—. Quiero saber cómo llegaste hasta aquí, por qué llevas esta maldición sobre tus hombros. No solo eres la Bestia que todos ven... hay algo más. ¿Qué te hizo así?

Alexander apretó la mandíbula, sintiendo cómo cada palabra de Gabriella removía viejas heridas que prefería dejar cerradas. La sombra de Ariadne, siempre presente, se proyectaba sobre él con una intensidad abrumadora. Recordar no era solo doloroso, sino peligroso. Era revivir la traición, el amor convertido en odio y la caída que había condenado no solo su vida, sino la de todo su reino. No estaba preparado para abrir esa puerta, no cuando aún podía sentir las cicatrices ardiendo como si hubieran sido infligidas ayer.

—No es algo que debas saber —dijo, con un tono que pretendía ser definitivo, aunque Gabriella percibió la tensión oculta en sus palabras.

Ella no retrocedió. Gabriella sintió un nudo de frustración en su pecho, pero trató de no mostrarlo. Había algo en la forma en que él se rehusaba, una vulnerabilidad escondida bajo capas de rabia y resentimiento, que la empujaba a insistir. Sabía que lo que Alexander ocultaba era la clave para entender la oscuridad que lo rodeaba, y tal vez, solo tal vez, encontrar una manera de ayudarlo. Comprenderlo. No era solo la curiosidad lo que la impulsaba, sino esa conexión inexplicable que los unía desde el primer día.

—No estoy aquí para juzgarte —insistió, acercándose un poco más, aunque mantuvo la prudente distancia que Alexander necesitaba—. Solo quiero saber. Quiero conocer al hombre que está detrás de esa máscara de crueldad, entender por qué llevas tanto tiempo atrapado en este lugar, en esta oscuridad. No puedo ayudarte si no sé lo que te atormenta.

Alexander cerró los ojos, sus manos aferrándose al borde del escritorio como si fuera el único ancla que lo mantenía en pie. Podía sentir el peso de sus propias palabras a punto de romperse en la garganta, pero no podía. No podía permitir que Gabriella viera los fragmentos rotos de lo que una vez fue, no podía desenterrar el dolor que llevaba tanto tiempo enterrando. Había una parte de él que deseaba abrirse, confesar los horrores de su pasado y dejar que alguien más compartiera su carga, aunque fuera por un momento. Pero al mismo tiempo, la voz de Ariadne resonaba en su mente, recordándole las consecuencias de su debilidad, las veces que había confiado y cómo eso lo había llevado a su ruina.

—No lo entiendes, Gabriella. No quiero que lo entiendas. Mi pasado... es un lugar al que no puedo regresar —su voz se quebró ligeramente, dejando entrever el conflicto interno que lo desgarraba—. Algunos demonios son mejores cuando se quedan enterrados...

Gabriella bajó la mirada, comprendiendo que estaba tocando una herida abierta, pero incapaz de apartarse. reconoció el miedo en sus palabras, un miedo que iba más allá de la ira y la desesperación que siempre mostraba. Era el miedo a ser visto, a ser juzgado por las decisiones que lo habían llevado hasta allí, y a enfrentar la parte más oscura de su propia historia. Ella también cargaba con su propio dolor, con recuerdos de un padre violento y una madre sacrificada, y aunque sabía que la historia de Alexander era diferente, reconocía en él esa misma carga ineludible del pasado.

—No tienes que decírmelo todo —dijo suavemente, con una empatía que no intentaba forzarlo, sino ofrecerle una salida—. Solo quiero que sepas que estoy aquí. No importa lo que hayas hecho, ni cuánto te niegues a creer en ti mismo. No tienes que cargar con todo esto tú solo.

Alexander se giró finalmente para mirarla, sus ojos encontrándose con los de ella en un intercambio silencioso de dolor compartido. No había respuestas fáciles, ni promesas de redención, pero en ese instante, algo se rompió en él, aunque solo fuera una grieta mínima en la coraza de la Bestia. Gabriella se quedó allí, a su lado, sin exigir más de lo que él estaba dispuesto a dar, pero dejando claro que no iba a rendirse.

Alexander apartó la vista, incapaz de sostener el peso de sus propios sentimientos reflejados en los ojos de Gabriella. Sabía que no estaba preparado para contarle nada sobre Ariadne, sobre la mujer que lo había traicionado, sobre la razón por la que su mundo se había desmoronado. La sombra de su pasado era un enemigo que todavía no podía enfrentar, y no estaba dispuesto a arrastrar a Gabriella a esa oscuridad.

—Hay cosas que es mejor dejar en el pasado —murmuró con un tono más suave, pero lleno de una tristeza que no podía disimular—. Y hay heridas que nunca sanan del todo.

Gabriella asintió, aunque su expresión mostraba la lucha interna entre su deseo de ayudar y la aceptación de que había un límite que Alexander no estaba dispuesto a cruzar. No entendía todo lo que lo atormentaba, pero sí entendía lo que era vivir con el peso de los propios demonios.

—Lo sé. Y no voy a presionarte —respondió finalmente, su voz cargada de una promesa silenciosa—. Pero estoy aquí, Alexander. Cuando estés listo, estaré aquí.

El sonido de la lluvia continuó llenando el silencio entre ellos, pero ya no se sentía como un obstáculo insalvable. Era un recordatorio constante de las tormentas que ambos llevaban dentro, pero también de la posibilidad de encontrar un refugio, aunque solo fuera temporal. Gabriella no sabía si Alexander alguna vez se abriría del todo, pero mientras pudiera ver esa pequeña chispa de humanidad en él, seguiría luchando para mantenerla viva.

Y aunque la oscuridad en Alexander aún se negaba a ceder, el hombre, por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba completamente solo en su oscuridad. Alexander observó a Gabriella, sin poder evitar preguntarse si, tal vez, algún día podría hablarle de Ariadne, del dolor y la traición que habían forjado su destino. Pero por ahora, eso tendría que esperar. Había batallas internas que debía librar antes de permitir que alguien más se adentrara en su historia.

—Algún día —susurró, apenas audible, más una promesa rota que una afirmación—. Algún día te lo contaré.

Gabriella asintió, aceptando sus palabras por lo que eran: un puente frágil tendido entre dos almas heridas. Y mientras la lluvia seguía cayendo sin cesar, ambos se aferraron a la tenue posibilidad de que, en algún momento, encontrarían el valor para enfrentar los fantasmas de su pasado juntos.

Un poquito más de nuestros niñxs~

Espero que os guste, ¡tenía tiempo de más!

¡El próximo capítulo está en proceso ya!

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