CAPÍTULO 16 (x2)
¡Hola, mes chères roses!
"Incluso en la más oscura de las prisiones, una sombra siempre encuentra la manera de alcanzar lo que quiere."— Anónimo
ALEXANDER
Alexander emergió del baño, el agua había hecho poco para calmar el caos que Gabriella había encendido en su interior. Se vistió con rapidez, sintiendo la frialdad de la piedra bajo sus pies, pero decidió no ponerse la capa; odiaba la sensación de estar atrapado en algo. Necesitaba moverse, sentir su cuerpo libre, aunque su mente seguía atrapada en un torbellino de emociones encontradas. Las imágenes de la noche anterior seguían retumbando en su cabeza, el cuerpo de Gabriella, su piel, esa sensación insoportable de vulnerabilidad que lo consumía cada vez que pensaba en ella. Era como si estuviera reviviendo los mismos sentimientos que Ariadne le había causado, pero esta vez la confusión era aún más intensa.
El camino a las celdas era un corredor oscuro y angosto, lleno de ecos y sombras. Cada paso que daba hacia las profundidades de su fortaleza lo acercaba más a lo que necesitaba: una liberación de la tensión, del fuego que lo consumía por dentro desde su encuentro con Gabriella. "Ella". Esa mujer intrusa en su vida, su mente, y ahora su sangre. Una parte de él luchaba contra el impulso de volver a su lado, de controlarla, pero la otra... esa parte oscura, esa que Ariadne había despertado en él años atrás, quería destruirla, arrancarla de su vida antes de que fuera demasiado tarde.El camino a las celdas era un corredor oscuro y angosto, lleno de ecos y sombras. Cada paso que daba hacia las profundidades de su fortaleza lo acercaba más a lo que necesitaba: una liberación de la tensión, del fuego que lo consumía por dentro desde su encuentro con Gabriella. "Ella". Gabriella, ese reflejo no deseado de algo que él no quería recordar, pero que volvía a surgir cada vez que cerraba los ojos. Esa mujer intrusa en su vida, su mente, y ahora su sangre.
Cuando llegó a la celda, Morran lo esperaba en silencio, su semblante imperturbable. El hombre inclinó la cabeza en una señal de respeto, pero no dijo una palabra. La situación con el prisionero, el "domador de tierra", era más compleja de lo que habían previsto.
—¿Algún avance? —preguntó Alexander, deteniéndose frente a la puerta de hierro que separaba la celda de la libertad.
Morran negó con la cabeza.
—Nada, mi señor. El hombre ha demostrado una resistencia admirable. Solo habla en acertijos y no ha revelado lo que necesitamos saber.
Alexander no respondió, solo empujó la puerta, permitiendo que su presencia llenara la celda. Dentro, Haakon estaba encadenado, su cuerpo debilitado, su rostro cubierto de sangre y sudor. Pero a pesar de su estado, mantenía una expresión de desafío, como si creyera que aún podía resistir.
Alexander se acercó lentamente, sus pasos deliberados. El aire en la celda estaba cargado, opresivo. La oscuridad se movía con una familiaridad inquietante, como si supiera lo que Alexander necesitaba. Esa misma oscuridad que había sentido en la sala de los espejos, donde la traición de Ariadne lo había marcado.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Alexander, su tono tan afilado como las herramientas de tortura esparcidas por la sala.
Haakon levantó la cabeza, sus labios sangrando por la fuerza con la que los había mordido, intentando soportar el dolor. Una sonrisa torcida apareció en su rostro.
—Haakon —respondió entre dientes, como si aún tuviera control sobre su destino.
—Haakon... —repitió Alexander, caminando a su alrededor, sus manos acariciando los instrumentos de tortura con una familiaridad inquietante—. Eres fuerte, pero no lo suficiente. Todos hablan al final.
ada palabra que Alexander pronunciaba era una promesa de dolor, una amenaza apenas velada que flotaba en el aire entre ambos. Pero detrás de esa fría crueldad, algo más lo carcomía. No podía dejar de pensar en cómo Gabriella había despertado en él los mismos sentimientos que tanto había luchado por enterrar. Sentía que la traición, el vacío, y esa insoportable sensación de pérdida volvían a rodearlo como un veneno lento, tal como ocurrió antaño. Gabriella había roto sus defensas con una facilidad inquietante.
Cada golpe, cada palabra mordaz que lanzaba hacia Haakon, no eran solo por las respuestas que buscaba. Eran una descarga de la furia que Gabriella había encendido en su interior, una furia que no podía descargar de otro modo. Haakon se desfiguraba ante él, pero en el fondo, era el rostro de Gabriella lo que veía en los ecos de sus pensamientos. Esa mujer lo estaba debilitando de una forma que ni los más crueles hechizos habían logrado. Una parte de él temía que, al igual que en el pasado, Gabriella también acabaría traicionándolo.
—Dime, Haakon... —comenzó Alexander, su voz baja—. ¿Qué buscan los humanos en mis tierras? ¿Qué es lo que quieren tanto que están dispuestos a morir por ello?
El prisionero tosió, escupiendo sangre en el suelo. Pero una risa, rota y llena de veneno, escapó de sus labios.
—No lo sabrás... Bestia —gruñó Haakon—. No tienes el poder para detenerlo. Él vendrá... y te aplastará como a un insecto.
Alexander dejó que la burla se deslizara por su mente, sin alterarse. No era la primera vez que escuchaba amenazas vacías. Pero esta vez, algo en las palabras de Haakon le provocó un ligero estremecimiento. La mención de "él" le recordó las amenazas del pasado, aquellas que culminaron en la traición que destruyó todo lo que conocía. La mención de "él" parecía tener más peso del que había anticipado.
Con una calma aterradora, Alexander dejó los instrumentos de tortura en la mesa y murmuró palabras en una lengua olvidada. Un susurro profundo y oscuro llenó la habitación, como si las mismas piedras hubieran comenzado a moverse. Y entonces, el Acechasombras apareció.
La criatura emergió lentamente, sus formas imposibles devorando la luz, haciendo que la celda pareciera aún más pequeña. Haakon, por primera vez, perdió su sonrisa desafiante. Su cuerpo se tensó, y el miedo comenzó a brotar en sus ojos.
El Acechasombras no solo se movía con lentitud, sino que parecía devorar la luz misma. Alexander podía sentir el frío de la criatura penetrando en su propia piel, como si incluso él, a pesar de controlarlo, no fuera inmune a su presencia. El aire se volvió denso, casi imposible de respirar, y las sombras parecían murmurar, llenando la celda de susurros antiguos que ni siquiera Alexander lograba descifrar del todo.
El domador trató de aferrarse a lo que quedaba de su voluntad, pero las sombras lo envolvieron con una lentitud tortuosa, alimentándose de su miedo. Haakon jadeaba, su cuerpo convulsionándose bajo el roce intangible de la criatura. Intentó resistirse, pero cada susurro de la criatura lo arrastraba más cerca del abismo.
—No tienes... nada... —gimió Haakon, su voz rota—. No me sacarás... nada.
Alexander no parpadeó, su mirada se clavaba en el prisionero, disfrutando de su sufrimiento. Pero, al ver la desesperación en los ojos de Haakon, se preguntó si era ese mismo miedo el que Gabriella vería en él. Las sombras que devoraban la voluntad de Haakon eran un eco de lo que sentía hacia Gabriella: una conexión que no comprendía, pero que lo atormentaba en cada momento.
—Todos se quiebran, Haakon —susurró Alexander, inclinándose hacia el hombre—. Incluso tú.
El Acechasombras apretó su control, y Haakon soltó un grito desgarrador. El frío que sentía ya no era solo físico, estaba en su mente, en su alma, devorando cada parte de él. El terror que había mantenido a raya lo consumía por completo.
—Él... —murmuró Haakon, finalmente quebrado—. Él no se detendrá... hasta tenerla. Él la quiere. La mujer...
Alexander se tensó. Sabía a quién se refería, y de pronto el temor se coló entre la ira que lo consumía. "Él la quiere". No necesitaba más detalles para saber de quién hablaba. Gabriella. El domador no conocía su nombre, pero la mujer que había llegado a sus tierras no era una simple intrusa. Y ahora, alguien más la deseaba, alguien más la estaba buscando.
—Él... no parará... nunca... —las palabras de Haakon eran apenas audibles—. Tú... no puedes detenerlo.
El eco de esas palabras fue como un recordatorio de sus errores, de cómo él tampoco pudo detener lo inevitable la primera vez. ¿Estaba condenado a repetir esa historia? Alexander sintió la frustración arder en su pecho. Quería respuestas claras, pero Haakon solo ofrecía acertijos. Alexander no parpadeó, su mirada se clavaba en el prisionero, disfrutando de su sufrimiento. El peso de la incertidumbre lo estaba devorando. Los ecos de las traiciones del pasado se repetían una vez más, como un ciclo interminable de destrucción. Las sombras que devoraban la voluntad de Haakon eran un eco de lo que sentía hacia Gabriella: una conexión que no comprendía, pero que lo atormentaba en cada momento. Sabía que había algo más grande en juego, algo relacionado con Gabriella, pero la identidad de "él" seguía siendo un misterio. Él la quiere. Las palabras resonaban en su mente como un eco.
El Acechasombras, al sentir que la resistencia de Haakon había llegado a su fin, lo envolvió por completo en sombras. El último grito del hombre resonó en la celda antes de que su cuerpo quedara completamente inmóvil.
Alexander se quedó en silencio, observando el cadáver con una mezcla de satisfacción y frustración. Gabriella. Siempre volvía a ella. Había obtenido algunas respuestas, pero no las suficientes. Y el misterio que envolvía a la mujer solo se había profundizado. Era como si su presencia desatara todo aquello que creía haber dejado atrás: el dolor, la traición, la vulnerabilidad. No podía evitar ver en Gabriella un eco de lo que ya había ocurrido anteriormente, una intrusa que desmoronaba las defensas que con tanto esmero había construido.
—¿Algún avance? —preguntó, aunque su tono dejaba entrever que ya conocía la respuesta.
Alexander lo miró de reojo, su rostro endurecido por la frustración.
—No lo suficiente —murmuró—. Pero algo está claro: la mujer... Gabriella. Es la clave. Hay alguien que la quiere. Y quienquiera que sea, no se detendrá.
Morran asintió lentamente, pero había algo en su mirada, una preocupación velada que no había mostrado antes.
—Mi señor... —comenzó, con cautela—. Debes tener cuidado con ella. Con lo que puede provocar. Sabes bien lo que las mujeres de su clase pueden significar para ti....
Alexander se detuvo en seco, su mirada gélida clavándose en Morran. El peso de sus palabras flotó en el aire, cargado de advertencias no dichas.
—No te atrevas a hablar de ella —gruñó—. Gabriella no es tu preocupación. Y no es mi debilidad.
El silencio entre ambos se volvió pesado. Morran inclinó la cabeza, respetando el mandato de su señor, pero Alexander podía sentir el juicio en su mirada. Sabía que, en el fondo, su leal compañero tenía razón. Gabriella representaba algo que desafiaba su control, algo que lo estaba arrastrando a un terreno que no comprendía. Y en lo profundo de su ser, algo le decía que Gabriella era mucho más que una simple intrusa. Algo que escapaba a su entendimiento y que perturbaba a los seres de sus dominios. Él incluido.
Alexander avanzaba por los oscuros pasillos del castillo, su mente aún girando alrededor de las últimas palabras de Haakon. Cada paso resonaba como un eco vacío en su interior, pero su semblante permanecía imperturbable, ocultando el torbellino de emociones que lo envolvía. Sabía que la amenaza no había terminado, que ese "él" mencionado por Haakon era solo el comienzo de algo mucho más grande. Algo que, por primera vez en mucho tiempo, lo hacía sentir vulnerable.
—Morran —dijo de repente, rompiendo el silencio mientras caminaban juntos hacia los niveles superiores—. ¿Qué sabes de las hadas? De Nyx y Thea.
Morran, que caminaba un paso detrás de su señor, levantó la cabeza, frunciendo el ceño ante la mención de las criaturas. Las hadas siempre habían sido un elemento perturbador dentro de los dominios de Alexander, nunca completamente confiables, pero útiles cuando se trataba de vigilar o manipular situaciones más delicadas.
—Nyx y Thea han estado comportándose de manera... peculiar, mi señor —respondió Morran, eligiendo sus palabras con cuidado—. Desde que las desapariciones de los vigías comenzaron, sospeché de ellas, pero no ha sido fácil obtener respuestas.
Alexander frunció el ceño al recordar el comportamiento evasivo de las hadas, especialmente de Nyx. El nombre de Nyx resonaba en la mente de Alexander como una chispa que avivaba el fuego de su furia. Las hadas siempre habían sido un mal necesario en su dominio, pero el comportamiento errático de Nyx y Thea, su silencio y falta de cooperación, lo estaban empujando al límite de su paciencia.
Alexander apretó los dientes, sus pensamientos volviendo a la creciente tensión en su castillo. Varios de sus vigías apostados cerca de su alcoba habían desaparecido sin dejar rastro, y cada vez que buscaba respuestas, las hadas parecían eludir sus preguntas con juegos y evasivas. Sin embargo, su paciencia estaba agotándose.
—¿Nyx? —preguntó Alexander, girando levemente la cabeza para mirar a Morran—. ¿Dónde está?
El rostro de Morran se oscureció aún más.
—Desaparecida, mi señor —dijo con voz grave.
—Nyx... —murmuró Alexander entre dientes mientras caminaba por el pasillo junto a Morran—. Desaparecida, dices.
—Así es, mi señor —respondió Morran, con la voz cargada de seriedad—. Nadie la ha visto desde hace días. Y Thea... sigue aquí, revoloteando por los pasillos, pero no da respuestas claras. Solo evasivas.
El ceño de Alexander se frunció, la ira palpitando detrás de sus ojos. Sabía que las hadas escondían algo, y aunque siempre habían sido una presencia perturbadora, su cercanía a ciertos lugares prohibidos lo inquietaba. Especialmente, su presencia en la sala de los espejos. Sabía que esas criaturas tenían una lealtad voluble, pero lo que más le inquietaba era que las hadas, especialmente Nyx, siempre se habían mostrado demasiado cerca de la sala de los espejos. Había algo inquietante en ello, algo que no podía ignorar.
Esa sala... ese lugar maldito donde los espejos siempre parecían reflejar más que simples imágenes. En el fondo, sabía que su última visita a esa sala había dejado cicatrices profundas. Las figuras amorfas que se transformaban en fantasmas de su pasado, burlándose de su poder, recordándole su incapacidad de controlar ciertos aspectos de su vida. Gabriella había desatado la necesidad de respuestas, respuestas que solo podría encontrar ahí, en ese lugar que tanto había evitado.
—Esa sala... —murmuró para sí mismo, con los ojos entrecerrados—. No me gusta lo que está ocurriendo cerca de ella.
Morran, quien lo acompañaba en silencio, frunció el ceño también, sabiendo que cualquier cosa que perturbara a su señor debía ser tomado con precaución. Alexander no hablaba de la sala de los espejos desde hacía mucho tiempo, y ahora que lo mencionaba, el aire entre ellos se volvía más tenso.
—¿Crees que las hadas tienen algo que ver con las desapariciones? —preguntó Morran, su tono bajo, medido.
—No lo sé —admitió Alexander, aunque su desagrado era palpable—. Pero la cercanía de Nyx con esa sala... siempre me ha repugnado. Siento que esas sombras tienen algo que ver con todo esto.
Recordar la sala de los espejos le provocaba un malestar visceral. Había evitado ese lugar durante años, desde la última vez que se había enfrentado a los ecos del pasado encerrados en esos cristales. Siempre había sido un lugar de dolor y traición para él, un recordatorio de cómo lo habían traicionado por propia ambición, dejándolo con nada más que un reino maldito y un vacío insoportable. Y ahora, Gabriella había reabierto esas heridas.
—Hace años que no piso ese lugar —dijo, más para sí mismo que para Morran—. Y cada vez que la esencia cambiaba, era como si quisiera burlarse de mí. Y ahora, con Gabriella aquí... —Alexander dejó que sus palabras quedaran en el aire, mientras el pensamiento de una Gabriella etérea, en esa sala, lo asfixiaba. La idea de ver una versión de ella, distorsionada y creada por esa esencia, le resultaba insoportable.
Morran observó el semblante tenso de su señor, pero no dijo nada. Sabía que, en ocasiones, era mejor dejar que Alexander lidiara con sus demonios internos en silencio. Sin embargo, comprendía la gravedad de la situación. Si las hadas estaban jugando un papel en todo esto, y si la sala de los espejos estaba involucrada de algún modo, aquello podría desembocar en algo mucho más grande de lo que ambos podían prever.
Alexander, empujado por una mezcla de ira y una necesidad creciente de respuestas, se giró hacia Morran.
—Voy a la sala de los espejos —anunció, con un tono que no admitía objeciones—. Quiero respuestas, y si las hadas tienen algo que ver con esto, las obtendré. Aunque tenga que arrancárselas de sus pequeñas gargantas.
El rostro de Morran se endureció, pero asintió con solemnidad.
—Entendido, mi señor. ¿Deseas que te acompañe?
Alexander negó con la cabeza, sabiendo que ese viaje debía hacerlo solo. No necesitaba testigos, ni preguntas. Si la esencia amorfa seguía tomando formas que lo perturbaban, no quería que nadie más lo viera en ese estado vulnerable.
—No. Esto es algo que debo enfrentar solo —respondió Alexander—. Si Nyx aparece, quiero que la encuentres y la traigas ante mí.
Morran asintió de nuevo, respetando la decisión de su señor, y ambos se separaron en silencio, con el eco de los pasos de Alexander resonando en los pasillos de piedra, mientras su mente se llenaba de sombras del pasado.
El aire alrededor de la sala de los espejos siempre había tenido un peso distinto, como si el tiempo allí fluyera de manera diferente. Alexander lo sentía con cada paso que daba hacia ese lugar prohibido, un eco de las sombras que se aferraban a las paredes, casi como si lo observaran. Habían pasado años desde la última vez que cruzó el umbral de esa sala, y sin embargo, la esencia atrapada en los cristales jamás lo había dejado realmente en paz.
La cercanía a esa sala siempre le provocaba un desagrado profundo, una mezcla de rabia contenida y un dolor que prefería no nombrar. Sabía que las hadas, esas criaturas traicioneras y esquivas, revoloteaban cerca. La mera posibilidad de que se acercaran a esa sala lo enfurecía más de lo que quería admitir. Sabía que algo las atraía allí, algo que no podía controlar. Nyx, la más astuta de ellas, había desaparecido sin dejar rastro, y esa desaparición coincidía demasiado con los movimientos que se gestaban en su reino. Las desapariciones de sus vigías, los intrusos humanos que acechaban sus tierras, todo parecía girar en torno a Gabriella, y ahora, la sala de los espejos.
Cuando llegó a la puerta de la sala, sus puños se cerraron con fuerza. No quería estar allí, no quería enfrentarse de nuevo a esa prisión de espejos y menos aún a lo que contenía. Pero el peso de las preguntas lo empujaba, y la presencia innegable de Gabriella, su conexión inexplicable con todo lo que estaba ocurriendo, lo atormentaba.
Al abrir la puerta, la oscuridad le dio la bienvenida. El aire estaba cargado, como si la esencia encerrada en los cristales hubiera estado esperando este momento durante años, paciente y constante, sabiendo que él volvería.
La sala estaba tal y como la recordaba: vastas superficies de cristal que reflejaban sombras más que luz, y en el centro, una figura amorfa, encerrada en su prisión brillante. El aire parecía congelarse, como si las sombras en los espejos le observaran, aguardando su reacción. No era solo una figura, sino un eco de algo que una vez fue humano, pero que ahora solo contenía oscuridad. Alexander avanzó, su mirada fija en los espejos que rodeaban la esencia, y, mientras lo hacía, las sombras de la sala parecían cobrar vida, retorciéndose a su alrededor como si lo invitaran a recordar.
Había evitado esta sala durante tanto tiempo que el simple acto de estar de nuevo allí despertaba viejas heridas. La traición, el vacío, la frustración... todo regresaba con una fuerza incontrolable. Gabriella y Ariadne se entrelazaban en su mente, dos mujeres que compartían el poder de desestabilizarlo. Una lo había destruido, y la otra amenazaba con hacerlo de nuevo, aunque de una manera diferente.
Un susurro suave recorrió el aire, casi imperceptible, pero Alexander lo sintió en lo más profundo de su ser. Era la misma sensación que lo había atormentado durante años: la traición, la promesa rota de quien una vez creyó que era su salvación, pero que en realidad lo condenó.
La figura amorfa en los cristales se movió ligeramente, y por un momento, Alexander vio algo familiar en esa forma. Era Gabriella, o al menos, algo que pretendía serlo. Los cristales jugaban con su mente, distorsionando sus pensamientos, creando una imagen burlesca de la mujer que ahora ocupaba sus pensamientos más profundos. No era la primera vez que ocurría, pero cada vez que lo veía, la furia en su interior se desataba. La figura, en ese instante, adoptó la silueta de una mujer, una versión distorsionada de Gabriella. Era como si la esencia atrapada intentara provocarlo, jugar con su mente, forzarlo a recordar lo que tanto había tratado de olvidar.
—No eres ella... —gruñó Alexander, su voz llena de desprecio mientras se acercaba un paso más hacia los espejos—. No juegues conmigo.
La figura en los cristales no respondió, pero el reflejo de Gabriella se desvaneció lentamente, transformándose de nuevo en esa sombra amorfa. Alexander se detuvo, con el corazón latiendo con una furia incontrolable, recordando la última vez que estuvo en esa sala. Ese mismo juego de ilusiones, de reflejos de sus miedos y deseos más profundos, lo había atormentado durante años. Pero esta vez, la presencia de Gabriella lo volvía todo más insoportable.
No era solo la maldición que había destruido su reino, era la traición personal, la promesa rota, lo que lo carcomía desde dentro. Ariadne. El nombre de la mujer que creía su esperanza, pero que había vendido su alma por un poder que nunca debió haber tocado. Y ahora, esa misma oscuridad se aferraba a él, como una sombra perpetua que le recordaba que nunca podría escapar de su destino.
El susurro volvió, más fuerte esta vez, y Alexander sintió cómo la rabia lo consumía por completo. Sabía lo que venía, había estado aquí antes, enfrentándose a esas mismas ilusiones, a esa figura que había jugado con sus emociones y lo había hundido en la oscuridad. Sabía quién estaba allí, encerrada, pero aún no comprendía el vínculo que la conectaba con Gabriella, esa otra mujer que ahora perturbaba su vida de una manera que no lograba entender.
El ambiente en la sala de los espejos parecía vibrar con una tensión palpable, como si las mismas sombras estuvieran esperando el momento en que Alexander cediera al impulso que siempre había tratado de reprimir. Los cristales reflejaban su ira contenida, su rabia desenfrenada que rugía en su interior, deseando ser liberada. Y entonces, sin poder contenerse más, su voz resonó en la vasta sala con una fuerza que hizo eco en las paredes, rompiendo el silencio con el nombre que tanto lo atormentaba.
—¡Ariadne! —gritó, su tono cargado de furia. Era un grito de liberación, una manifestación de todo el odio, el dolor y la frustración que había acumulado durante años. Era como si el peso de todos los años de sufrimiento y traición se manifestara en ese único nombre.
La figura amorfa en los espejos se agitó de inmediato, como si el llamado de su nombre le diera poder, moldeándola hasta tomar una forma que Alexander conocía demasiado bien. La silueta se definió, los contornos etéreos se volvieron nítidos, y pronto, el rostro de Ariadne apareció ante él, tal y como la recordaba.
La sombra se retorció, desvaneciéndose por un momento, antes de solidificarse en una imagen que lo atormentaba: una mujer alta, con una melena pelirroja que caía en ondas perfectas hasta sus hombros. Su presencia era como un veneno lento que paralizaba el alma, recordándole cada instante de su traición. Su rostro era tan hermoso como lo recordaba, con esos penetrantes ojos verdes que siempre parecían observarlo con una mezcla de seducción y desdén. En sus labios, una sonrisa de supremacía se curvaba con condescendencia, sabiendo exactamente cómo desatar la tormenta en el corazón de Alexander.
—Querido Alexander... —su voz era como un veneno suave, dulce pero letal—. ¿Aún atormentado por recuerdos? ¿O acaso te has rendido al fin?
La tensión en la sala se intensificó. Ariadne lo miraba desde dentro de su prisión, su cuerpo reflejado en los cristales brillaba con una belleza que siempre había sido mortal. Era la mujer que había sido su ruina, la razón por la que había perdido todo aquello que alguna vez amó. Sabía que no podía tocarla, sabía que Alexander estaba atrapado en el juego que ella misma había iniciado hacía tanto tiempo. Su sonrisa se ensanchó, arrogante, segura de su poder sobre él.
—¿Qué esperabas encontrar aquí? —preguntó con un tono altivo, mientras su mirada vagaba perezosamente por la sala antes de volver a centrarse en él—. ¿Respuestas? ¿Redención? —Se echó a reír suavemente, una risa llena de burla—. Sabes tan bien como yo que la única manera de liberarte es rompiendo mi prisión. Y no lo harás.
El eco de su risa resonó como una burla cruel en la sala. Ariadne sabía que lo tenía atrapado, sabía que él jamás podría liberarla, porque su propia existencia dependía de mantenerla encerrada.
Alexander apretó los puños, con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. El impulso de destruir esos espejos, de destrozarla de una vez por todas, lo quemaba. Pero sabía lo que significaría romper esa prisión. Sabía que si la liberaba, traería consigo una oscuridad de la que ya no habría retorno. Estaba atrapado en un ciclo vicioso, igual que ella, en una danza de ira y dolor sin fin.
Ariadne lo observaba con esa sonrisa enigmática, alimentándose de su frustración. Sus ojos brillaban con una crueldad que solo ella podía manejar con tanta elegancia.
—Oh, Alexander... ¿Acaso es esa mujer la razón de tu furia? —Su voz se tornó suave, pero afilada como una daga—. Gabriella... ¿es así como se llama? —El tono burlón en su voz era imposible de ignorar, mientras daba vueltas alrededor de su prisión, jugando con la desesperación de Alexander—. ¿Te molesta que su piel sea tan tersa? ¿Qué sus labios te atraigan de una manera que no puedes controlar? —Hizo una pausa, su sonrisa más afilada—. Puedo ver cómo te consume, querido. Puedo sentir el fuego que arde en ti cada vez que la miras.
La furia en Alexander creció, arremolinándose en su interior como un torbellino, mientras el nombre de Gabriella en los labios de Ariadne lo enfurecía aún más. Sabía que ella estaba jugando con él, que intentaba desquiciarlo, hacerlo dudar de todo lo que había construido desde su traición. Pero el control se deslizaba entre sus dedos. Gabriella no era Ariadne, pero la sombra de su traición seguía proyectándose sobre todo lo que hacía.
Alexander sintió cómo la ira lo abrasaba desde dentro, deseando desgarrar esos espejos, destruir cada fragmento que mantenía a Ariadne a salvo. Pero no podía. Sus propias manos temblaban de rabia contenida, impotente ante la criatura que lo había condenado.
—Eres un ser patético, Alexander —continuó Ariadne, deleitándose en su frustración—. Quieres arrancarme el corazón, pero no puedes. Estás atado por tus propios miedos, tus propias cadenas. Y ella... —sus ojos se estrecharon al mencionar a Gabriella—. No es más que una distracción. Una sombra de lo que podrías tener... de lo que alguna vez tuviste.
La mención de Gabriella, su piel, su cuerpo, solo intensificaba el odio que sentía por Ariadne. Ella lo había destruido todo, le había quitado su esperanza y su reino, y ahora volvía para provocarlo, para recordarle lo que jamás podría recuperar.
Alexander apretó los dientes, tratando de contener la mezcla explosiva de emociones. Cada palabra de Ariadne lo hundía más en el abismo de sus propios demonios. Gabriella era diferente, pero el veneno que Ariadne plantaba en sus pensamientos lograba que todo se volviera confuso.
—Si tan solo pudieras liberarte de tus ataduras... —susurró Ariadne, su voz ahora suave, casi seductora—. Podríamos reinar juntos, como siempre debió ser. Pero no puedes, ¿verdad? Porque en el fondo, sabes que me perteneces tanto como yo te pertenezco a ti.
El eco de esas palabras lo hirió de una manera que no quería admitir. No quería creer que aún tenía esa atadura invisible con Ariadne, pero el peso de los recuerdos, la traición, la maldición, lo hacían dudar de su propia fortaleza. Dio un paso hacia los espejos, su respiración pesada, su mirada fija en los ojos verdes de Ariadne.
—No me perteneces —gruñó, aunque en su interior, el veneno de sus palabras se filtraba, recordándole cuán profundo había caído bajo su hechizo.
El reflejo de Ariadne en los cristales no mostró otra cosa que diversión. Su sonrisa se ensanchó mientras veía a Alexander debatirse entre lo que quería y lo que sabía que debía hacer.
—Oh, Alexander... —Ariadne ladeó la cabeza, divertida—. Siempre tan iluso.
Alexander golpeó el cristal con furia, dejando que el eco de su frustración retumbara en la sala, aunque sabía que el golpe no haría nada más que alimentar la satisfacción de Ariadne. La fuerza de sus emociones se estaba desbordando, cada vez más cerca del punto de no retorno.
—Te equivocas —dijo Alexander, su voz llena de una furia contenida que hacía eco en la habitación—. Ya no me perteneces. Ya no tienes poder sobre mí.
Ariadne dejó escapar una risa suave, burlona, sus ojos verdes centelleando con malicia.
—¿De verdad lo crees? —susurró, inclinándose ligeramente hacia adelante, como si su reflejo pudiera atravesar el cristal y llegar hasta él—. Oh, Alexander... siempre fuiste tan orgulloso. Pero mírate ahora. Sigues atado a mí, incluso después de todo este tiempo. Te consume tanto el odio hacia mí que ni siquiera puedes ver la verdad.
La verdad. Esa palabra lo hizo detenerse por un instante. ¿Qué era la verdad en todo esto? Había perdido todo por confiar en Ariadne, había construido un muro alrededor de su corazón, su reino, y ahora... Gabriella. La idea de que Gabriella pudiera ser otra trampa, otra perdición, lo asfixiaba.
Ariadne continuaba con su juego, con esa mirada cargada de conocimiento oscuro, sabiendo exactamente cómo arrancar las fibras más sensibles de su alma.
—Eres tan predecible, Alexander —continuó Ariadne, su tono condescendiente—. Intentas escapar de lo que sientes, intentas huir de lo que realmente eres. Pero en el fondo, sigues siendo el mismo hombre desesperado que me amaba, que haría cualquier cosa por mí. Y ahora... ahora lo veo. Lo veo en tus ojos cada vez que menciono su nombre.
Alexander sintió cómo el fuego en su pecho aumentaba, pero no era solo ira. Era confusión, un torbellino de emociones encontradas que lo dejaban en un lugar vulnerable. Cada vez que Gabriella aparecía en sus pensamientos, la barrera que había construido a lo largo de los años se resquebrajaba.
—Gabriella... —murmuró Ariadne, su voz ahora casi seductora—. Ha despertado algo en ti, ¿no es así? —Sus ojos brillaron con malicia mientras dejaba que sus palabras se filtraran—. ¿Cómo se siente saber que estás cayendo otra vez? ¿Que, como siempre, no puedes resistirte al deseo de controlar, de poseer?
Esas palabras lo golpearon como un latigazo. El hecho de que Ariadne hablara de Gabriella con tanto conocimiento lo desconcertaba. ¿Cómo podía saber tanto de lo que sentía, de lo que pasaba dentro de él? ¿Era tan obvio para todos, incluso para su más grande enemiga?
—¡Cállate! —rugió, su voz temblando por la rabia que apenas podía contener—. No sabes nada de lo que siento. No tienes idea de lo que soy ahora.
Pero incluso mientras gritaba, Alexander sentía el eco de sus propias dudas retumbar en su interior. ¿Había cambiado realmente desde aquella traición? O tal vez, Ariadne tenía razón: tal vez seguía siendo el mismo hombre vulnerable, incapaz de escapar de su propio destino.
—Oh, querido Alexander... —Ariadne ladeó la cabeza, su sonrisa cada vez más cruel—. Te conozco mejor de lo que te conoces a ti mismo.
La respiración de Alexander se volvió más errática. El simple hecho de que Ariadne mencionara la palabra "enamorarse" le producía un malestar indescriptible. ¿Cómo podía ella saber tanto? ¿Cómo podía penetrar tan profundamente en sus pensamientos, en sus emociones, cuando él mismo intentaba suprimir todo lo que sentía por Gabriella?
—Tienes razón en una cosa, Ariadne —dijo finalmente, su tono bajo y peligroso, acercándose aún más a los espejos—. Si pudiera, te arrancaría ese pútrido corazón de una vez por todas. Pero no para liberarte. No, eso sería demasiado misericordioso para alguien como tú.
Ariadne, siempre tan altiva, se limitó a observarlo con una mezcla de burla y desafío, sabiendo que Alexander no podía actuar, no mientras ella estuviera atrapada en esa prisión de cristal.
—¿Qué te lo impide? —lo provocó, sus labios curvándose con malicia—. Adelante, Alexander. Hazlo. Libérame. Tal vez entonces te conceda lo que tanto deseas. O tal vez... —su voz se tornó más suave, casi seductora—... solo entonces sabrás que jamás podrás escapar de mí.
La tentación de destrozar esos espejos, de acabar con ella de una vez por todas, lo embriagaba, pero también sabía que liberarla significaba condenar a su reino. Alexander apretó los puños, controlando el impulso que lo quemaba.
—Tú no vales el esfuerzo —gruñó, retrocediendo con una mirada llena de desprecio—. Seguirás pudriéndote aquí. Tu tiempo pasó, y no volverás.
El odio en sus palabras era palpable, pero detrás de esa máscara de furia, se escondía el temor de que Ariadne tuviera razón.
Ariadne soltó una carcajada suave, el eco resonando por la sala mientras sus ojos brillaban con una oscura promesa.
—Oh, Alexander... —susurró con una dulzura venenosa—. Ambos sabemos que eso no es cierto. Tu final aún está por llegar, y yo estaré aquí, esperándolo. Y cuando llegue, te aseguro que será tan glorioso como lo soñé.
Ariadne no apartó la mirada ni por un segundo. Su risa suave resonó en la sala, como un eco lejano y venenoso que parecía impregnarse en las paredes, en el aire que Alexander respiraba. Cada carcajada suya era un recordatorio de su derrota, de las veces que había caído en su trampa, y, aún peor, de que seguía atrapado en ese ciclo.
—Oh, Alexander... —susurró Ariadne, su voz teñida de burla—. Sigues siendo el mismo hombre quebrado de antes. Puedes decir lo que quieras, pero hasta tú sabes que, mientras yo esté aquí, no habrá paz para ti. No habrá libertad. Y ese vacío que sientes... siempre será mío.
Alexander apretó los dientes, resistiendo el deseo de gritar, de dejarse llevar por la furia que le quemaba el pecho. Sabía que ella se alimentaba de ese odio, de la impotencia que sentía cada vez que la veía atrapada en esos espejos, como si sus emociones fueran la última cadena que lo mantenía vinculado a ella.
—La única razón por la que sigues aquí —dijo Alexander, su tono frío, peligroso— es porque quiero que sufras. Quiero que sientas cada día lo que perdiste, lo que destruiste. No por amor, sino por poder.
Ariadne ladeó la cabeza, sus labios aún curvados en esa sonrisa burlona que Alexander tanto odiaba.
—¿Y qué te hace pensar que yo no gané? —replicó ella suavemente, sus ojos verdes centelleando con malicia—. Incluso ahora, atrapada en estos cristales, sigo siendo tu sombra. Estoy en cada rincón oscuro de tu mente, cada vez que ves a esa... intrusa. Sabes que no puedes huir de mí, porque en el fondo, lo que sientes por ella es solo una proyección de lo que sentías por mí. Es una sombra, una burda imitación de lo que tuvimos.
Las palabras de Ariadne cayeron como un veneno en el corazón de Alexander. A pesar de que sabía que su intención era manipularlo, hacerle dudar de Gabriella, no pudo evitar que el impacto de sus palabras resonara en lo más profundo de su ser.
—Eres patética, Ariadne —murmuró, su voz llena de desprecio—. Crees que aún tienes el poder de quebrarme, pero lo único que haces es reforzar mi convicción de mantenerte aquí. Pudriéndote, atrapada, sin esperanza.
La sombra de Ariadne se movió ligeramente en el espejo, como si su forma fluctuara ante el peso de las palabras de Alexander, pero su sonrisa no desapareció.
—Convicción, dices... —replicó, su tono venenoso—. Pero dime, Alexander... ¿qué harás cuando ella también te traicione? Porque lo hará, lo sabes. Todas lo hacen. Incluso Gabriella, con su aire de inocencia, su piel suave y sus promesas vacías. Llegará el día en que te mirará como yo lo hice. Y en ese momento, sabrás que jamás podrás escapar de este ciclo.
El pecho de Alexander subía y bajaba con pesadez. Sabía que Ariadne estaba jugando con sus emociones, desestabilizándolo. Pero lo que más le molestaba era que, en el fondo de su mente, la duda había empezado a germinar. ¿Podría Gabriella ser tan diferente? ¿O era simplemente otra pieza más en el tablero del destino, destinada a traicionarlo como lo había hecho Ariadne?
Dio un paso atrás, separándose del cristal, pero sin apartar la mirada de ella. Sabía que cualquier reacción que mostrara, cualquier señal de debilidad, Ariadne la usaría en su contra. Y en ese momento, lo que más necesitaba era mantener el control.
—No proyectes tus errores en los demás, Ariadne —dijo con un tono bajo y controlado—. Gabriella no es como tú. Y nunca lo será.
Ariadne lo miró con una expresión divertida, como si sus palabras fueran un chiste que solo ella entendía.
—Eso... está por verse.
Alexander dio la espalda a los espejos, su cuerpo rígido, sus manos aún apretadas en puños. La figura de Ariadne seguía ahí, atrapada, pero su sombra, su influencia, se extendía más allá de esos cristales. Mientras avanzaba hacia la puerta, sintió el eco de su risa, una burla que lo perseguiría hasta mucho después de abandonar esa maldita sala.
Pero antes de que pudiera salir, las palabras de Ariadne lo detuvieron una vez más, como una última estocada antes de su retirada.
—Ella no te salvará, Alexander. Nadie lo hará. Porque en el fondo, sigues siendo mío.
El aire se volvió pesado de nuevo, y Alexander cerró los ojos por un instante, sintiendo cómo esa última frase se hundía en su mente como un puñal. Sin embargo, no le concedió el placer de una respuesta. Salió de la sala de espejos, dejando a Ariadne atrás, pero sabiendo que su sombra seguiría acechándolo, tal y como lo había hecho durante tantos años.
Al cruzar la puerta, el frío de los pasillos del castillo lo envolvió, pero no fue suficiente para calmar la tormenta que se agitaba en su interior. Sabía que la influencia de Ariadne no había terminado. No mientras Gabriella siguiera en su vida. No mientras la maldición que ella desencadenó siguiera afectando a cada rincón de su existencia.
Caminó con pasos pesados, alejándose de la sala, pero no de los fantasmas que lo atormentaban.
Ariadne, vil y vehemente Ariadne,
que juegas con la mente de tu antiguo amante.
Si juegas demasiado quizás te mate.
O no...
soltarte no parece estar en sus planes.
Aquí tenéis la versión original de Ariadne:
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