CAPÍTULO 14 (x2)
¡Hola, mes chères roses!
"A veces, el miedo más grande no es hacia los monstruos que acechan en las sombras, sino hacia los sentimientos que despiertan en nuestro interior." — Gabriella Moreau
GABRIELLA
Gabriella caminaba detrás de Lythos, aún aturdida, mientras las puertas del castillo se cerraban con un retumbar pesado y definitivo a sus espaldas. El eco de la batalla en el jardín parecía seguirla, como una sombra que no lograba apartar. Su corazón palpitaba rápido, y sentía un nudo creciente en la garganta. Las imágenes del ataque de Haakon seguían repitiéndose en su mente, una y otra vez, como si su cuerpo se negara a olvidar el peligro reciente. Todo se había desarrollado tan rápido: la furia de la Bestia, el grito desesperado que había salido de sus labios, el terror que había sentido en cada instante. ¿Qué significaba todo aquello? Su mente se debatía en intentar encontrar un sentido a las acciones de Alexander, a la forma en que la había defendido. Pero ese mismo pensamiento la asfixiaba, porque cada vez que recordaba la intensidad en los ojos de la Bestia, no podía evitar sentir una mezcla de miedo y algo que no se atrevía a nombrar.
Mientras Lythos la guiaba por los pasillos fríos del castillo, Gabriella sentía una mezcla extraña de alivio y culpa. El frío de las piedras que la rodeaban no ayudaba a disipar el fuego que sentía en el pecho. Alexander no era solo el monstruo que siempre había creído. Lo había visto luchar por ella, no como un simple acto de crueldad, sino como un guerrero que protegía algo valioso. ¿Qué había pasado realmente entre ella y la Bestia? La dualidad de sus acciones la atormentaba. Por un lado, lo había visto como un monstruo, alguien que podía matarla sin dudar; por otro, en ese momento de máximo peligro, no había podido evitar gritarle para advertirle del ataque de Haakon, como si algo en ella quisiera salvarlo.
No entendía nada de lo que estaba sintiendo.
—Gracias —dijo, su voz temblorosa, rompiendo el silencio tenso que había entre ella y Lythos—. Por protegerme.
Lythos, aún en su forma más imponente, caminaba delante de ella con paso firme, pero al escuchar sus palabras, desaceleró y le lanzó una mirada de soslayo. Una mirada que brillaba con una lealtad que no necesitaba palabras. No dijo nada, simplemente asintió con un gesto casi imperceptible, lo que solo aumentó el sentimiento de extrañeza en Gabriella.
El silencio entre ellos se prolongó mientras avanzaban por los pasillos de piedra. La quietud de esos muros fríos contrastaba con la tormenta que Gabriella llevaba dentro. Sin embargo, algo en la presencia de Lythos, su calma silenciosa, comenzó a calmarla poco a poco. A pesar del caos en su mente, Lythos emanaba una serenidad que poco a poco se fue filtrando en Gabriella, haciéndola sentir más anclada a la realidad. Como si, de alguna manera, todo estuviera bajo control mientras él estuviera cerca.
Sin decir nada, Lythos cambió de forma. Su figura imponente se contrajo, los músculos se encogieron y, en cuestión de segundos, se transformó en un pequeño lobo. Gabriella, con un leve sobresalto, lo observó con fascinación.
—¿No me vas a preguntar por qué intenté escapar? —preguntó ella, rompiendo la tensión, en un intento de encontrar algo que llenara el vacío que sentía.
Lythos la miró desde su nueva forma, sus ojos brillaban con una sabiduría y tranquilidad que parecían muy alejadas del caos que acababan de vivir.
—Puedo imaginarlo —respondió, su voz profunda resonando en la mente de Gabriella, como si las palabras provinieran de algún lugar oculto dentro de ella. La conexión entre ambos se sentía más fuerte cada vez que él hablaba de esa manera, como si compartieran un vínculo que iba más allá de lo físico.
Gabriella parpadeó, sorprendida por su respuesta, y se dio cuenta de que Lythos no la juzgaba, no necesitaba saber detalles porque, de algún modo, comprendía lo que ella estaba sintiendo.
Había algo reconfortante en su presencia. Algo que la hacía sentirse menos sola en ese mundo lleno de horrores. Poco a poco, esa sensación de conexión se convirtió en un hilo de conversación que Gabriella, casi sin darse cuenta, empezó a seguir.
—Esa forma... —dijo ella, observando al pequeño lobo caminar a su lado—. Cambiaste antes de llegar al castillo. Eras mucho más grande... Y ahora...
Lythos movió las orejas, como si sonriera por dentro.
—Es propio de mi raza —explicó con serenidad—. Podemos adaptarnos según la necesidad. Menor tamaño, mayor velocidad. Mayor tamaño, más fuerza. Cambiamos como lo exija el entorno o la batalla. Nos regeneramos rápido... aunque algunas heridas profundas tardan más en sanar.
Gabriella lo miraba con admiración. Aunque lo había visto cambiar antes, no se había detenido a pensar en lo asombroso que era ver a alguien alternar entre formas de manera tan natural. Había algo casi mágico en la manera en que Lythos se transformaba, y por un momento, Gabriella se permitió la sensación de estar conectada a algo más grande, algo que trascendía las sombras que la rodeaban.
—Debe ser increíble tener ese control —murmuró, casi para sí misma, aunque Lythos lo escuchó claramente.
—Es una ventaja, sin duda —respondió Lythos, su tono ligero, buscando distraerla del terror que acababa de vivir—. Pero no todos los cambios son fáciles. Algunos vienen con un precio.
—¿Un precio? —preguntó Gabriella, con curiosidad genuina.
—El cuerpo se adapta, pero la mente no siempre. Regeneramos heridas físicas, pero no todas las heridas son visibles.
Gabriella sintió un escalofrío ante esa verdad. El comentario de Lythos resonaba en lo más profundo de su ser, como si hablara de algo más que de cicatrices físicas. Sus palabras hicieron eco en Gabriella, resonando con lo que ella misma sentía. Aunque su cuerpo había salido casi ileso de los eventos en el jardín, su mente estaba en una batalla constante consigo misma.
Cuando llegaron a la alcoba, el silencio volvió a instalarse entre ambos. Gabriella se detuvo al pie de la cama y observó a Lythos, cubierto de sangre, su pelaje húmedo y enmarañado. La visión de él, herido y agotado, pero aún manteniéndose erguido y fuerte, despertaba en ella una mezcla de compasión y gratitud. Sin pensarlo, se arrodilló junto a él y lo abrazó. No sabía por qué lo hacía, solo sabía que en ese momento necesitaba sentir algo que no fuera miedo.
Lythos, aunque sorprendido, no la apartó. Sus ojos brillaban con una mezcla de entendimiento y aceptación.
—Gracias... —murmuró Gabriella de nuevo, esta vez más suavemente, casi como un susurro.
Antes de que pudiera procesar completamente lo que estaba sintiendo, una figura oscura apareció en el umbral de la puerta. El aire pareció volverse más denso, más pesado. La Bestia.
La atmósfera cambió al instante. Gabriella sintió una oleada de calor en su rostro cuando los ojos de Alexander se clavaron en ellos, fríos y afilados. Su expresión era de pura furia contenida, y sus pasos resonaron como un eco amenazante al avanzar hacia ellos. Cada paso que daba parecía hacer vibrar el suelo, como si su ira fuera algo tangible que podía sentirse en cada esquina de la habitación.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —rugió con brusquedad, sus ojos oscuros fijos en la escena del abrazo. Había algo más que simple furia en su mirada, algo que lo carcomía por dentro, una posesión irracional que ni siquiera él mismo comprendía del todo.
Gabriella dio un respingo, separándose rápidamente de Lythos, pero no pudo evitar notar la mueca de celos que se dibujaba en el rostro de Alexander. Era una mueca que hablaba de algo mucho más profundo que una simple molestia; era el rugido de la bestia en su interior, aquella parte de él que reclamaba lo que consideraba suyo. Estaba molesto, no solo por la escena, sino por algo mucho más profundo. Era como si ver a Gabriella tan cerca de otro despertara en él una necesidad primitiva que no podía controlar.
Lythos no dijo nada, pero su postura, aunque tranquila, reflejaba una atención cuidadosa hacia cada movimiento de Alexander, como si estuviera listo para intervenir si la situación lo requería. Sabía que su señor estaba al borde, que la ira de Alexander, una vez desatada, era difícil de contener, pero también conocía la naturaleza del vínculo que los unía.
El ambiente en la habitación se llenó de tensión, y Gabriella, aún con el corazón acelerado, solo podía preguntarse cómo había llegado a esa situación. Las emociones de Alexander eran tan visibles como los latidos de su propio corazón. Podía sentir cómo su furia parecía resonar en su propia piel, como si estuviera conectada a él de una manera que no lograba entender. ¿Era posible que estuviera celoso? La idea de que alguien como él pudiera sentir algo tan humano como los celos era absurda, pero allí estaba, claro en su mirada. ¿Por qué le importaba tanto?
La furia de Alexander parecía envolver la habitación, cargando el aire con una electricidad densa y peligrosa. El silencio que siguió a sus palabras no era más que una pausa momentánea antes de una tormenta. Sus ojos, encendidos de rabia contenida, no se apartaban de Gabriella, como si el mero hecho de que estuviera tan cerca de Lythos lo descontrolara. Había algo irracional en su comportamiento, una batalla interna que claramente no estaba ganando.
Los pasos pesados resonaban en la piedra mientras avanzaba hacia ellos, cada uno un eco de su creciente frustración.
—¿Qué estáis haciendo? —repitió, su voz goteando con una mezcla de celos y furia. La palabra "haciendo" estaba cargada de insinuaciones, como si la mera proximidad entre Gabriella y Lythos lo afectara de una manera que él no podía racionalizar.
Lythos, aún en su forma de pequeño lobo, levantó la cabeza con calma, sin inmutarse por la intensidad del tono de Alexander. Sus ojos, llenos de serenidad, se encontraron con los de su señor, y por un momento, el silencio entre ellos fue tan denso como el aire que respiraban. La calma de Lythos era un contrapunto absoluto a la tormenta que hervía dentro de Alexander.
—Mi señor —dijo Lythos, con una voz tranquila pero firme—. Soy el guardián de la humana, tal como lo ordenasteis. He acatado las órdenes que me disteis en el jardín y la he traído aquí, fuera de peligro. Nada más. Su tono no dejaba lugar a dudas, no había desafío en sus palabras, pero sí una defensa clara de sus acciones.
Gabriella, aún agachada junto a Lythos, sintió la calma en las palabras del lobo, y esa misma serenidad empezó a contraponerse a la tormenta interna que Alexander estaba experimentando. Podía sentir cómo la lógica comenzaba a abrirse paso entre la ira de Alexander, pero la tensión seguía siendo palpable, colgando de un hilo. Pero, al mirar hacia él, su postura seguía siendo amenazante, con los puños apretados y la mandíbula tensa. Su cuerpo irradiaba una energía que lo hacía parecer más grande, más peligroso de lo que ya era.
Gabriella se levantó, intentando no sentirse tan indefensa ante la presencia de la Bestia. El mero hecho de tenerlo tan cerca la hacía sentir vulnerable, pero a la vez, había algo más allí, algo que la hacía incapaz de apartar la mirada de él.
El gruñido bajo que escapó de los labios de Alexander fue apenas un murmullo, pero Gabriella lo sintió como un rugido. Era un sonido cargado de advertencia, de una furia contenida que apenas estaba siendo controlada. La irracionalidad de su conducta, tan incoherente con las órdenes que él mismo le había dado a su vasallo, era evidente. Alexander le había exigido que custodiara a la intrusa, y eso había hecho Lythos: protegerla. Pero ahora, verlo allí, a su lado, lo descontrolaba.
Gabriella no podía apartar la vista de la transformación que veía en Alexander. Era como ver a dos seres distintos luchando dentro de un mismo cuerpo. Era como si la dualidad de su naturaleza luchara abiertamente en su interior, esa parte de él que la veía como una amenaza y la otra que, inexplicablemente, sentía la necesidad de protegerla. Y esa lucha interna se reflejaba en cada gruñido bajo que escapaba de su garganta. Era una batalla que no podía ganar mientras Gabriella estuviera tan cerca.
—Hiciste lo que te ordené —gruñó Alexander, sin apartar la mirada de Gabriella—. Pero eso no explica por qué... por qué la veo aquí, contigo, así.
Cada palabra estaba cargada de una posesión primitiva, como si ver a Gabriella junto a otro ser, incluso un vasallo leal, fuera una traición a esa parte de él que la reclamaba.
Lythos, manteniendo su postura serena, inclinó ligeramente la cabeza.
—La humana ha sufrido mucho —respondió con suavidad—. Estaba aterrada, y mis heridas se regeneran lentamente. No es más que el resultado de la cercanía que exigía la situación, mi señor. Os garantizo que no ha ocurrido nada que deba preocuparle.
Cada palabra estaba cuidadosamente medida para apaciguar la furia de Alexander, pero también para proteger a Gabriella, a quien Lythos había jurado proteger a su manera.
Gabriella observaba cómo el conflicto en Alexander se reflejaba en sus ojos, la contradicción evidente en cada uno de sus movimientos. Sabía que Lythos estaba diciéndole la verdad, y aunque todo en ella temblaba por dentro, no podía apartar la mirada de la tensión que bullía en el cuerpo de Alexander. Era una tensión tan palpable que parecía llenar la habitación, ahogándola en un mar de emociones que no podía procesar completamente. Su cuerpo estaba rígido, como si contuviera un impulso que ni siquiera él lograba entender.
El rugido grave que resonó desde el pecho de Alexander hizo eco en la habitación, pero a pesar de la amenaza en el aire, Lythos permaneció firme, imperturbable. Sabía que cualquier reacción equivocada podría desatar una tormenta, pero la calma que irradiaba era su única arma en ese momento.
—No hay más que decir —finalizó Lythos, observando a su señor con un respeto contenido—. Me disteis órdenes, y las he cumplido.
Había una lealtad inquebrantable en su tono, una confianza en que, al final, la lógica prevalecería sobre la furia.
Gabriella pudo ver cómo la lógica de las palabras de Lythos empezaba a quebrar la furia irracional de Alexander. Era como ver el hielo derretirse lentamente bajo el calor, aunque la tensión no había desaparecido del todo. Aún con los músculos tensos y la mirada oscura, Alexander parecía estar procesando la situación. Los gruñidos comenzaron a suavizarse, aunque la sombra de la frustración y el conflicto interno seguían presentes. Era evidente que aún luchaba consigo mismo, que la razón había ganado esta pequeña batalla, pero la guerra estaba lejos de terminar.
Gabriella mantuvo su mirada fija en Alexander, tratando de entender lo que se desataba en su interior. Lo había visto antes en batalla, pero esto era diferente. Aquí, en esta habitación, la guerra no era contra enemigos externos, sino contra sus propios sentimientos. Sabía que su presencia le provocaba sentimientos contradictorios, que no podía aceptar lo que esa atracción irracional significaba para él. Pero, a la vez, estaba claro que su propia confusión no era menor. Ella también luchaba, no solo contra el miedo, sino contra algo que comenzaba a crecer dentro de ella, algo que no podía controlar.
La escena quedó suspendida en una tensión palpable, como si todos estuvieran esperando el siguiente movimiento de Alexander, el que dictaría el rumbo de sus emociones y acciones. El silencio era ensordecedor, cargado de expectativas y preguntas sin respuesta.
La furia de Alexander, contenida a duras penas, aún resonaba en el aire cuando dirigió una última mirada a Lythos. Su mandíbula seguía apretada, y aunque había comenzado a calmarse, el brillo peligroso en sus ojos no se había apagado del todo. Gabriella podía verlo en sus ojos, ese peligro latente que aún amenazaba con desbordarse.
—Fuera —ordenó con voz áspera, sin apartar la vista de Gabriella. Era una orden directa, inapelable, pero también una liberación de la tensión que aún bullía en su interior.
Lythos, sin pronunciar palabra, se levantó y salió de la habitación en silencio, acatando la orden de su señor con la misma serenidad con la que había enfrentado su furia. Las puertas se cerraron tras él, y el eco de ese sonido marcó el principio de un nuevo tipo de tensión. Gabriella sintió cómo el aire en la habitación se volvía más pesado, más denso, ahora que estaban solos. Ahora, Gabriella estaba sola con la Bestia. Y aunque el peligro de la batalla había pasado, algo más oscuro e impredecible estaba a punto de desatarse.
El aire en la alcoba pareció volverse más pesado. Era como si la atmósfera se hubiese comprimido, atrapando a Gabriella en un vórtice de emociones que no podía controlar. Gabriella podía sentirlo, esa fuerza invisible que siempre emanaba de Alexander, pero ahora era mucho más intensa, como si el espacio entre ellos se hubiera vuelto más pequeño de repente. Cada respiración que tomaba era densa, cargada de esa energía que parecía vibrar en el aire. Su mirada se encontró con la de él, pero lo que vio la hizo retroceder instintivamente, como una gacela atrapada en la mirada de un depredador. El instinto de supervivencia la impulsaba a apartarse, pero la conexión inexplicable que sentía hacia él la mantenía en su lugar, paralizada por algo más que el miedo. La intensidad de sus ojos oscuros la hacía sentir vulnerable, indefensa.
El brillo de sus ojos no era solo de rabia; había algo más profundo, una necesidad que no podía comprender, pero que la hacía estremecerse. Alexander avanzó, lento pero seguro, y ella, casi sin darse cuenta, dio un paso hacia atrás. La cercanía entre ellos se volvía cada vez más peligrosa, y su mente no podía decidir si él estaba a punto de matarla o... algo más. La ambigüedad de sus intenciones la envolvía en una confusión aterradora, pero también innegablemente atrayente. El calor que sentía en su pecho era abrumador, y su respiración comenzaba a entrecortarse mientras seguía retrocediendo, con el corazón latiendo con fuerza. Cada paso hacia atrás la acercaba más al borde de algo que no lograba entender completamente, un abismo entre la vida y una pasión devastadora.
—¿Qué hacías en el exterior? —exigió Alexander, su voz baja y amenazante, pero con una corriente de algo más debajo de la superficie, algo que Gabriella no lograba identificar del todo. Era una amenaza velada, pero también una pregunta cargada de una curiosidad oscura, como si no pudiera soportar la idea de que ella intentara huir de él.
Ella intentó encontrar su voz, pero las palabras parecían haberse quedado atrapadas en su garganta. El miedo y la atracción se mezclaban, bloqueando cualquier intento de razón. ¿Qué podía decirle? La verdad era sencilla, pero en su boca se sentía como un veneno difícil de pronunciar.
—Yo... —comenzó a decir, su voz temblando—. Quería escapar.
La palabra "escapar" pareció encender algo en él, como si fuera una provocación que no podía tolerar. Alexander se detuvo, y algo en sus ojos cambió. La rabia contenida que había logrado controlar un momento atrás parecía estar a punto de desbordarse. Dio un paso más hacia ella, su cuerpo irradiando una tensión peligrosa, una energía que Gabriella sentía como una ola que estaba a punto de romperse sobre ella. La intensidad en su mirada era abrumadora, y Gabriella se dio cuenta de que estaba en un punto sin retorno.
—¿Escapar? —repitió él, su voz en un susurro lleno de veneno—. ¿Escapar de mí? Sus palabras parecían burbujear con incredulidad y furia, como si la idea de que ella pudiera huir fuera una afrenta personal. ¿De verdad crees que puedes huir?
Gabriella retrocedió de nuevo, sintiendo la pared fría contra su espalda. El contacto con la pared la hizo darse cuenta de que estaba atrapada, sin salida. No tenía más espacio para escapar, y Alexander estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, envolviéndola como una sombra implacable. Cada vez que respiraba, era como si inhalara la energía feroz de él, su fuerza, su rabia, su deseo. La forma en que él la miraba, como si cada parte de ella le perteneciera, la hacía temblar, no solo de miedo, sino de algo más. Algo que la consumía desde dentro, que encendía en ella una chispa que no lograba extinguir. Algo que no entendía del todo.
—N-no... —tartamudeó, su respiración irregular—. Yo... lo intenté... no sabía...
—¿No sabías qué? Cada palabra de él estaba cargada de una mezcla de burla y amenaza. No puedes huir de mí —gruñó Alexander, su voz baja y peligrosa mientras la acorralaba completamente—. Nunca podrás. Era una afirmación rotunda, inapelable, una sentencia que no admitía discusión.
Gabriella sintió su pecho subir y bajar rápidamente. La proximidad de Alexander la hacía sentir atrapada en una espiral de emociones que no lograba controlar. El deseo, el miedo, la confusión se entrelazaban, haciéndola sentir como si fuera a explotar. Estaba tan cerca que sus respiraciones casi se mezclaban, y el peso de su presencia, de su mirada, hacía que cada pensamiento en su mente se nublara. Era como si él tomara el control de cada parte de su ser con solo estar cerca, con solo mirarla de esa manera.
—Si quieres morir —susurró Alexander, inclinándose lo suficiente para que sus palabras rozaran la piel de su cuello—, te mataré... aquí mismo.
El susurro de su amenaza recorrió la piel de Gabriella como una corriente eléctrica, despertando un miedo visceral, pero también una atracción inexplicable.
Gabriella cerró los ojos por un instante, el terror y algo más apoderándose de ella. Ese "algo más" era lo que la asustaba tanto como la amenaza de muerte. Su cuerpo temblaba, pero no solo de miedo. Había algo en la forma en que él la tocaba sin tocarla, en la manera en que sus palabras parecían envolverla, que despertaba una atracción latente que no podía negar.
—No... —susurró ella, con la respiración entrecortada, negando con la cabeza. Sabía que debía resistirse, que no debía ceder, pero sus palabras parecían desarmarla por completo.
Pero incluso mientras decía esas palabras, la tensión entre ellos era palpable, una corriente que pasaba de él a ella como una chispa que estaba a punto de encenderse. Sus cuerpos, demasiado cerca, casi se tocaban, y la sensación de no saber si iba a matarla o... hacer algo completamente diferente la consumía por completo. Ese peligro, esa incertidumbre, era lo que hacía que la tensión fuera insoportable.
El aire se llenó de una intensidad insoportable, y Gabriella no podía apartar la vista de él, aunque todo en su cuerpo le gritaba que huyera. Pero no podía. No con esa tensión, no con esa atracción que crecía entre ellos, envolviéndolos en una danza peligrosa de deseo y rabia. Había algo en él que la atraía como un imán, algo oscuro y devastador que la hacía sentirse pequeña, pero al mismo tiempo, poderosa en su presencia.
La cercanía entre ellos era insoportable. Gabriella sentía el calor de Alexander, la intensidad en su mirada que parecía querer devorarla. Era como si estuviera siendo consumida por el fuego de su mirada, quemándose lentamente en su intensidad. Pero más allá del deseo, también podía percibir la amenaza latente, esa dualidad peligrosa que emanaba de él. La misma dualidad que la mantenía atrapada, entre el miedo y la atracción, entre la vida y la muerte. Su cuerpo estaba tenso, como si estuviera debatiéndose entre dos impulsos opuestos: protegerla o destruirla. Y no sabía cuál prevalecería, pero ambos la aterraban. La Bestia parecía a punto de estallar, y Gabriella no estaba segura de qué lado prevalecería.
—No soy tuya —dijo Gabriella, con una valentía que no sabía de dónde provenía, tratando de imponerse a esa sombra que parecía envolverla—. No puedes controlarme.
Sus palabras eran un reto, un desafío que sabía que podía costarle caro, pero era todo lo que tenía en ese momento.
Alexander avanzó aún más, su presencia completamente abrumadora. Cada paso lo hacía más imponente, más peligroso, y cada segundo que pasaba hacía que Gabriella sintiera que estaba a punto de ser devorada por esa furia contenida. La ira brillaba en sus ojos, mezclada con algo más profundo, algo que ni siquiera él lograba comprender del todo. Esa lucha interna era evidente, como si sus emociones lo desgarraran desde dentro. Una parte de él quería controlarla, someterla, pero la otra parte no podía hacerlo.
—¿Prefieres a los humanos? —gruñó Alexander, su voz grave y llena de furia contenida. Había un tono de desprecio en sus palabras, como si la mera idea de que ella pudiera preferir a alguien más lo enfermara—. ¿Aquellos que te trataron como un trofeo al que someter y luego matar?
Gabriella dudó por un instante. Los recuerdos del jardín, del caos, de Haakon sujetándola como si fuera su posesión, recorrieron su mente como un escalofrío. Recordó la sensación de asfixia, la desesperación, y cómo la habían tratado como una simple presa. Pero mientras esos recuerdos desfilaban por su mente, también surgía la imagen de Alexander, su protector y su captor, el monstruo que ahora la mantenía acorralada en una maraña de emociones contradictorias. Los humanos no habían sido mejores que la Bestia que tenía ahora delante. Pero, a pesar de esa duda, Gabriella sintió que su resolución se afianzaba, su miedo se entremezclaba con una chispa de desafío.
—No... no es eso —contestó con la voz temblorosa, pero sus ojos no se apartaban de la figura imponente de la Bestia. No era solo el miedo lo que la impulsaba a hablar, sino también una necesidad inexplicable de hacerle entender, de enfrentarse a él a pesar de su furia. No es que los prefiera—. Ambas opciones me asustan —continuó, tratando de controlar su respiración—. Todo esto me asusta... Vosotros me asustáis.
Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas, y su corazón latía frenéticamente. Sentía que con cada palabra caminaba sobre una cuerda floja, sin saber si el siguiente paso la haría caer al vacío. Se detuvo un segundo, tomando aire antes de continuar.
—No quiero estar aquí... en este lugar, rodeada de oscuridad y terror —añadió, con más firmeza esta vez. Era la primera vez que verbalizaba ese miedo que la había consumido desde su llegada, como si al decirlo en voz alta pudiera liberarse del peso que la oprimía—.Yo huiré... me escaparé lo más lejos posible. Porque no todo en este mundo puede ser solo miedo. No todo puede ser oscuridad.
Los ojos de la Bestia se entrecerraron, su rostro marcado por la furia y algo más, algo que ni él mismo lograba comprender del todo. Había una tormenta en su interior, un conflicto que se reflejaba en cada músculo de su cuerpo, en el apretón de su mandíbula, en la tensión en sus puños cerrados.
—No puedes escapar de lo que eres aquí —gruñó, su tono cargado de amenaza—. Todo lo que está aquí me pertenece, incluyéndote.
Sus palabras, tan cargadas de posesión, se sentían como una sentencia, pero también como una confesión de algo más profundo. No era solo el control lo que buscaba, era algo que ni siquiera él podía articular.
Gabriella lo miró fijamente, su mente llena de preguntas que sabía que él no respondería. Era evidente que Alexander luchaba contra su propia naturaleza, contra ese impulso primitivo de reclamarla, pero también había algo más, algo oculto que lo atormentaba. Pero aun así, no pudo evitar retarlo.
—¿Qué se supone que soy para ti? —preguntó, desafiándolo .Su voz era un susurro, pero contenía todo el coraje que podía reunir en ese momento. Quería que él lo dijera, que pusiera en palabras lo que ambos sabían que existía entre ellos—. Dime, ¿qué soy?
Alexander la miró en silencio, su expresión endurecida. Sabía lo que quería decir, pero las palabras no salían. El silencio que siguió fue más ensordecedor que cualquier respuesta, cargado de emociones que ninguno de los dos podía articular. Esa incertidumbre lo consumía, porque ni siquiera él lograba entender qué papel jugaba Gabriella en todo aquello. Era como si su mente se debatiera entre el deseo de poseerla y la necesidad de protegerla, sin saber cuál prevalecería.
—Volveré a huir —dijo Gabriella con más seguridad ahora, ignorando la falta de respuesta. Sus palabras se sentían como una declaración de guerra, un desafío directo a su autoridad, algo que sabía que él no tomaría a la ligera—. Y esta vez no podrás detenerme.
Fue entonces cuando la rabia en Alexander explotó. El aire pareció vibrar con la intensidad de su furia contenida, como si una tormenta eléctrica se hubiera desatado en la alcoba. En un movimiento rápido, sus manos alcanzaron el cuello de Gabriella, rodeándolo con una fuerza que no era suficiente para lastimarla, pero sí para hacerle sentir el peligro. La presión de sus manos sobre su garganta era firme, pero no aplastante; era un recordatorio de que él tenía el control absoluto, y que en cualquier momento, podía decidir su destino. Gabriella sintió el calor de sus dedos, y aunque su corazón se detuvo por un momento, no mostró miedo. Sabía que Alexander estaba batallando consigo mismo. Lo podía ver en sus ojos, en la forma en que su respiración se aceleraba, como si estuviera librando una guerra interna entre el deseo de destruirla y algo más profundo, algo que no entendía del todo.
Su respiración era pesada, sus ojos oscurecidos y peligrosos, y el gruñido bajo que escapó de sus labios hizo que el corazón de Gabriella latiera aún más rápido. El sonido reverberaba en el aire, llenándolo con una promesa implícita de peligro, pero también con algo que parecía más personal, más íntimo.
—¿Huir? —dijo él, sus labios a solo centímetros de los de ella, su tono grave resonando en la habitación—. No lo permitiré.
Había algo en su tono, una mezcla de amenaza y posesión, pero también una confesión de que no podía imaginarla lejos de él.
Gabriella, sintiendo que su vida pendía de un hilo, no se amedrentó. Sabía que estaba al borde, que con un simple gesto él podría acabar con todo, pero el miedo que la había contenido hasta ahora se transformaba en algo más: un desafío. En lugar de retroceder, su cuerpo se tensó con desafío, y sus ojos se clavaron en los de Alexander, llenos de determinación.
—Hazlo —le dijo en un susurro, su voz cargada de desafío—.Mátame si eso es lo que quieres. ¡Hazlo!
No era solo una provocación, era una rendición total a la intensidad del momento.
Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Alexander se quedó quieto por un momento, su respiración pesada llenando el espacio entre ellos. El deseo de destruirla, de controlarla, se mezclaba con otra necesidad más profunda y visceral, algo que lo atormentaba y lo hacía incapaz de tomar una decisión. Era como si estuviera atrapado en un limbo, incapaz de seguir adelante o retroceder, incapaz de entender lo que sentía por ella. Algo dentro de él rugía por tomar el control, pero su cuerpo no respondía. No podía hacerlo. No porque no quisiera, sino porque algo más fuerte lo detenía, algo que lo superaba incluso a él. Era incapaz.
La tensión entre ellos era abrumadora, cada respiración cargada de deseo y rabia. Alexander, con sus manos todavía apretando el cuello de Gabriella, sentía el latido de su pulso bajo sus dedos. Incapaz de cumplir con la amenaza de matarla, su mirada se llenó de una furia que no lograba controlar. El fuego de su rabia aún ardía, pero no podía transformarse en el acto violento que había insinuado. Soltó su agarre, su mano deslizándose por su cuello hasta detenerse en su clavícula, y en lugar de la muerte que había insinuado, lo único que sentía era una necesidad vehemente, profunda e irracional. Era como si la furia que había llenado su ser se transformara en algo más primitivo, algo que no podía reprimir.
Y en ese instante, como si algo dentro de él finalmente cediera, Alexander se inclinó y la besó con una voracidad que la dejó sin aliento. Era un beso cargado de la misma intensidad con la que había querido matarla, pero ahora esa fuerza se canalizaba en una dirección completamente diferente, desbordante de deseo y frustración. Fue un beso lleno de furia, de necesidad, de una pasión salvaje que parecía devorar cada parte de ella. Gabriella, atrapada entre la brutalidad y el deseo, respondió de la misma manera, con la misma intensidad. Su cuerpo, que había estado temblando de miedo, ahora temblaba por una razón completamente distinta. La ira y el deseo se entrelazaban, haciéndola olvidar todo lo demás, todo el miedo y la confusión.
Sus labios se encontraron con una urgencia que ninguno de los dos entendía, como si en ese momento, la única forma de resolver la tensión entre ellos fuera ceder a esa atracción abrumadora. Cada segundo que pasaba intensificaba la conexión entre ambos, un torbellino imparable de emociones que parecía más fuerte que cualquier otro vínculo que hubieran sentido antes. El beso era salvaje, sin control, lleno de una necesidad que ambos compartían pero que ninguno de los dos podía comprender del todo. Era como si la furia que Alexander llevaba dentro se hubiera transformado en un deseo incontrolable, y Gabriella, atrapada por esa tormenta, no podía resistirlo, ni quería hacerlo.
Gabriella sintió cómo sus manos, antes rígidas y tensas, se relajaban ligeramente en su cuello, mientras sus cuerpos se acercaban aún más, sin espacio para nada más que esa tormenta de emociones que los envolvía. La proximidad entre ellos se volvía más abrumadora, más intensa, y la tensión que antes había sido peligrosa, ahora se transformaba en una corriente de energía que los conectaba. La Bestia había cedido al deseo, al menos por ahora. La batalla interna que libraba Alexander, entre su necesidad de control y su creciente deseo por Gabriella, parecía haber llegado a un punto de inflexión, y el resultado era una pasión desbordante que ninguno de los dos podía detener.
Sin detenerse ni un segundo, Alexander comenzó a despojarse de su ropa con movimientos decididos, su camisa rasgándose al desabrocharla apresuradamente. Cada prenda que caía al suelo simbolizaba una capa más de esa furia contenida que se desvanecía, dejando solo el deseo palpable que lo dominaba. Los botones volaron por la habitación mientras él se deshacía del resto de las prendas, su torso desnudo revelando los músculos tensos y marcados por la luz que apenas iluminaba la escena. Gabriella lo miraba, sin poder apartar la vista de él, notando cómo su cuerpo vibraba de la misma manera que el suyo, completamente sincronizados por esa fuerza invisible que los unía. Gabriella, aún atrapada por la intensidad del momento, sintió cómo sus manos temblorosas lo ayudaban a quitarse el resto de la ropa, tirando de ella con el mismo anhelo que compartían. Cada toque, cada caricia, estaba impregnada de esa mezcla de emociones que fluctuaban entre el deseo ardiente y la ira sofocada.
Pero Alexander no estaba dispuesto a esperar. Sus manos, ansiosas y llenas de urgencia, buscaron los bordes del vestido de Gabriella, tirando de él sin la menor delicadeza. La paciencia ya no existía para él, todo lo que deseaba estaba frente a él, y no podía soportar la distancia que aún los separaba. El material cedió bajo la presión, deslizándose lentamente por su cuerpo hasta quedar enredado en su cintura. Con un gruñido bajo y feroz, Alexander tiró con más fuerza, arrancando la tela por completo y dejando su cuerpo expuesto a la tenue luz de la habitación. El aire frío que rozaba su piel contrastaba con el fuego que ardía entre ellos, haciendo que Gabriella sintiera cada sensación de manera amplificada, cada roce, cada mirada.
Gabriella, jadeando, sintió la frescura del aire en su piel desnuda, pero apenas tuvo tiempo de procesar lo que ocurría. El deseo que la envolvía, tan potente como el de Alexander, no le daba tregua. Su mente estaba en blanco, solo quedaba el momento, solo quedaba él. Alexander ya había hundido sus manos en sus caderas, recorriendo sus curvas con una mezcla de posesión y fervor que la dejaba sin aliento. Cada movimiento de sus manos sobre su piel le recordaba que, en ese momento, ella era completamente suya, y esa idea, en lugar de aterrarla, la hacía arder por dentro.
El contacto de sus cuerpos desnudos fue como una explosión de sensaciones. El calor que emanaba de ambos era sofocante, pero de una manera que los envolvía, una necesidad primaria que los devoraba por completo. Alexander la tomó con firmeza, su agarre en sus caderas reflejando esa mezcla de control y fervor que lo consumía. Era como si todo el deseo contenido por tanto tiempo se hubiera liberado en una sola oleada, incontrolable, arrasadora. Gabriella no pudo evitar rodearlo con los brazos, atrayéndolo hacia sí, mientras sentía cómo la distancia entre ellos desaparecía por completo. Cada centímetro de piel que tocaba la incendiaba, y esa sensación la hacía aferrarse a él como si fuera lo único que importara en el mundo.
—Eres mía —murmuró Alexander con una vehemencia que sorprendió incluso a Gabriella. Su voz, grave y cargada de emoción, resonaba en la habitación con una intensidad que la envolvía por completo.—. Te lo dije, todo lo que está en mis dominios me pertenece.
Sus palabras no eran una simple declaración, sino una afirmación cargada de una necesidad primitiva, una proclamación que reflejaba un deseo profundo e inexplicable, un impulso que más tarde le pasaría factura. Gabriella lo miró, atrapada por la intensidad de su mirada, sin poder escapar del torbellino de emociones que los envolvía. En ese momento, no había espacio para el miedo, solo quedaba la urgencia de estar juntos, de unirse de una manera que iba más allá del simple contacto físico.
Alexander la levantó, sus manos apretando su carne mientras la llevaba hasta la cama, arrojándola con un movimiento decidido. Era como si cada gesto, cada movimiento, fuera una forma de afirmar su control sobre la situación, sobre ella, pero al mismo tiempo, era una demostración de su deseo incontrolable, un deseo que lo sobrepasaba. Gabriella cayó de espaldas, jadeando, su pecho subiendo y bajando rápidamente, y antes de que pudiera reaccionar, él ya estaba sobre ella, cubriéndola con su cuerpo. El peso de Alexander sobre ella era reconfortante y abrumador a la vez, una mezcla de seguridad y peligro que la hacía sentir viva de una manera que no podía comprender del todo. La intensidad entre ellos era abrumadora. Su respiración cálida rozaba su piel, y el peso de Alexander la hacía sentirse completamente atrapada en esa vorágine de emociones. No había escapatoria, pero en ese momento, Gabriella no quería escapar.
El calor que recorría sus cuerpos era como un fuego imparable. Era un incendio que había comenzado mucho antes, desde el primer encuentro, desde la primera mirada, y ahora, ese fuego finalmente consumía todo a su paso. Alexander la tomó de nuevo con manos ansiosas, sus dedos deslizando sobre su piel con una firmeza que hablaba de su necesidad de poseerla. No había delicadeza, solo una pasión que consumía cada rincón de su ser. Cada toque era una declaración silenciosa de que ella le pertenecía, de que entre ellos no había lugar para la suavidad, solo para la intensidad que los devoraba. Sus manos acariciaban sus muslos, separándolos con una facilidad que dejaba claro que no había barreras entre ellos.
Gabriella, inmersa en la corriente de sensaciones, no pudo resistirse. No había espacio para la resistencia, solo para la rendición ante esa atracción poderosa que los unía. Cada roce de Alexander provocaba en ella una oleada de calor que se extendía por todo su cuerpo. La furia que él había mostrado antes ahora se transformaba en pasión desbordada, y Gabriella se dejaba llevar, perdida en el torbellino de sensaciones que la arrastraba con él. Ambos estaban completamente perdidos en la intensidad del momento, moviéndose al ritmo frenético que sus cuerpos exigían. Era como si todo lo que habían reprimido, todas las emociones que habían estado conteniendo, ahora se liberaran sin control, inundándolos de deseo. Las caricias de Alexander, exigentes y voraces, provocaban en Gabriella una sensación que la envolvía por completo, el deseo ardía en cada célula de su ser.
Con un movimiento decidido, Alexander la reclamó finalmente, entrando en ella con una fuerza que la hizo jadear. El choque entre sus cuerpos fue como un trueno que resonaba en el aire, una colisión de deseos incontrolables que los unía de una manera visceral y primitiva. Sus cuerpos se encontraron en un choque que los conectó de una manera indescriptible, y Gabriella, sintiendo la profundidad de la conexión entre ellos, arqueó la espalda, sus manos aferrándose a los hombros de Alexander, incapaz de contenerse. Cada embestida era un recordatorio de su poder, de su control, pero también de su vulnerabilidad, porque en ese momento, Alexander también estaba a merced de ese deseo incontrolable que lo dominaba.
Cada embestida era más intensa que la anterior, una danza frenética que ninguno de los dos podía detener. Sus cuerpos parecían moverse al unísono, impulsados por una energía que los trascendía, llevándolos a un lugar donde el tiempo y el espacio no existían. Alexander la tocaba con una necesidad incontrolable, sus movimientos acelerándose mientras el calor entre ellos crecía. Gabriella lo sentía en cada rincón de su cuerpo, su piel vibrando al compás de las caricias y los besos de Alexander. El placer que sentían no era solo físico; era una liberación emocional, un estallido de todo lo que habían reprimido durante tanto tiempo, una explosión de sentimientos que los envolvía en su totalidad. El placer que sentían no era solo físico, era una liberación, una explosión de emociones que los sobrepasaba. Era como si en cada roce, en cada toque, se estuvieran liberando de las cadenas de su propia ira, de sus miedos, y solo quedara la crudeza de su deseo mutuo.
Gabriella, con la respiración entrecortada y los latidos de su corazón acelerados, respondió a cada movimiento de Alexander, sus cuerpos entrelazados en un torbellino de deseo compartido. Cada toque la arrastraba más profundo en ese abismo de placer, y aunque había comenzado con miedo, ahora se entregaba completamente, perdida en la intensidad de ese momento. El calor aumentaba con cada segundo, y la intensidad de sus movimientos los llevó hasta el borde del clímax. Era como si todo lo que habían contenido estuviera a punto de estallar, una corriente imparable que los arrastraba sin control, acercándolos cada vez más al abismo. Ninguno de los dos podía detenerse, ni quería hacerlo. La conexión entre ellos, tan compleja como poderosa, les impedía separarse, obligándolos a seguir adelante hasta que no quedara nada más que ese instante, ese clímax compartido que los esperaba. Estaban atrapados el uno en el otro, y en ese momento, nada más importaba.
Finalmente, el clímax los alcanzó a ambos, llevándolos a un punto de no retorno. El placer explotó como un fuego que consumía todo a su paso, arrasando con cualquier barrera que aún pudiera existir entre ellos, uniendo sus cuerpos en una tormenta que los sobrepasaba. El choque de sus cuerpos, la intensidad del placer, todo se unió en una única explosión de sensaciones que dejó a ambos jadeando, temblando bajo el peso de lo que acababan de experimentar. En ese instante, el mundo dejó de existir para ellos; no había más castillo, ni más miedos, solo el calor que compartían y la liberación que habían encontrado el uno en el otro.
Cuando el momento pasó, ambos quedaron allí, con las respiraciones entrecortadas y el cuerpo de Alexander aún cubriendo el de Gabriella. Ninguno de los dos habló, pero el silencio que siguió a la tormenta de emociones era suficiente para decirlo todo. El aire en la habitación era denso, cargado con la intensidad de lo que acababa de ocurrir. Sus cuerpos seguían entrelazados, aunque el frenesí hubiera pasado, dejando solo el eco de la pasión que los había consumido. Gabriella sentía su corazón aún latiendo con fuerza, mientras Alexander, con los ojos entrecerrados, parecía procesar lo que acababan de compartir. El silencio entre ellos no era incómodo, sino pesado, lleno de lo no dicho, de lo que ambos sabían pero aún no podían verbalizar.
Gabriella notó la mano de Alexander, que antes había sido feroz y posesiva, aflojándose lentamente, pasando de la fuerza a una caricia suave, casi temerosa, como si no supiera cómo manejar lo que estaba ocurriendo dentro de él. Era como si, por un momento, la Bestia hubiera dado paso al hombre, y ese hombre no supiera qué hacer con la cercanía que ahora compartían.
Alexander se apartó ligeramente, sus ojos encontrándose con los de Gabriella. En su mirada seguía habiendo algo oscuro, algo que no se había disipado por completo, pero también había una vulnerabilidad que no había mostrado antes. Gabriella lo observaba, intentando comprender lo que estaba viendo en él, mientras su propio cuerpo aún vibraba por el eco de lo que habían compartido.
Pero antes de que cualquiera de los dos pudiera romper el silencio con palabras, Alexander se levantó de la cama, alejándose unos pasos de ella. El frío regresó de inmediato al espacio entre ellos, un recordatorio de la distancia que, a pesar de lo que acababa de suceder, seguía existiendo entre ambos. Gabriella sintió cómo el calor se desvanecía de su piel, mientras Alexander se giraba, aún sin mirarla, recogiendo su ropa esparcida por el suelo. El peso de lo que acababan de vivir colgaba en el aire, pero ninguno de los dos parecía saber cómo enfrentarlo.
—No... No soy como los humanos —murmuró Alexander, con la voz más baja, casi como si hablara para sí mismo. Había una tensión nueva en su tono, algo que Gabriella no había escuchado antes, como si lo que acababa de decir pesara sobre él más que cualquier otra cosa.
Gabriella lo observaba en silencio, sintiendo que el eco de esas palabras resonaba en su mente. Algo había cambiado, algo que no tenía que ver solo con lo que acababa de suceder entre ellos físicamente, sino algo más profundo, algo que ella aún no comprendía del todo.
Sí, soy una prisas
Si es que no se pueden tener tantas emociones en tan poco lapso de tiempo, porque ¡explotan! y no siempre como uno pretende.
¿Qué les depará ahora a nuestros protagonistas? ¿Creéis que su relación cambiará a mejor o será más tirante?
Espero que os haya gustado, ¡nos vemos en el siguiente capítulo y las consecuencias del después!
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