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CAPÍTULO 13 (x2)

¡Hola, mes chères roses!

"La ira es un fuego que puede consumir todo a su paso o forjar algo nuevo en las cenizas." — Seraphina

ALEXANDER

El choque metálico resonó en el aire cuando Morran bloqueó el ataque con su hacha doble, deteniendo la alabarda de Haakon que descendía con brutalidad hacia Lythos. El sonido del impacto reverberó a través del jardín, mientras el Umbrawarg yacía en el suelo, jadeando de dolor, con cada respiración haciéndose más pesada que la anterior. Su capacidad de regeneración era formidable, un don concedido por la oscuridad misma de los dominios de Alexander, pero la herida era profunda. La alabarda de Haakon había penetrado más allá de lo que cualquier regeneración podía curar en cuestión de segundos; la magia que impregnaba el arma de su enemigo hacía que su recuperación fuera aún más lenta. Los ojos de Lythos destellaban con una furia contenida, mientras Morran mantenía su postura firme, imperturbable, con los músculos tensos como un bloque de granito.

El viento gélido que soplaba desde las cumbres lejanas del castillo envolvía la escena, cargado del olor metálico de la sangre, y del peso de las sombras que siempre acechaban en esos dominios. Era como si el mundo mismo hubiera detenido su curso, observando el enfrentamiento entre dos voluntades indomables.

Alexander observaba la escena desde una distancia corta, su mente dividida entre la batalla presente y los recuerdos de momentos anteriores. Los gritos de Gabriella reverberaban en su cabeza, una mezcla de desesperación y rabia que no podía ignorar. Pero no era solo el eco de su voz lo que lo perturbaba. Había algo en el tono, en la intensidad de su grito que despertaba algo oscuro dentro de él. La sensación de que la lucha de Gabriella era más que un simple intento de sobrevivir lo atormentaba.

Momentos antes, en la Sala Personal de Alexander...

En la penumbra de su sala personal, Alexander se encontraba sentado frente a Morran, quien sostenía su hacha apoyada en el suelo, mientras su mirada oscura analizaba el ambiente cargado.  Las incursiones humanas, aunque insignificantes a simple vista, habían comenzado a irritarles a ambos, no por su fuerza, sino por lo que implicaban: una amenaza invisible que parecía estar acechando, acercándose cada vez más a sus dominios. Pero la conversación no era solo sobre los humanos. Ambos lo sabían.

—Es ridículo lo que estos humanos creen que pueden lograr —murmuró Alexander con desprecio, sus ojos oscuros reflejando las llamas que danzaban ante él. Su voz sonaba como una sentencia condenatoria, cargada de amargura contenida.—. Sus incursiones son poco más que molestos juegos de niños.

Morran asintió lentamente, sus dedos jugueteaban con el filo de su hacha doble, un hábito que tenía cuando reflexionaba sobre asuntos serios. Era un gesto que denotaba su constante vigilancia, una característica que Alexander valoraba profundamente en su aliado más cercano. El gesto, aunque inconsciente, transmitía la tensión subyacente que sentía.

Las llamas crepitaban en la chimenea, arrojando sombras sobre el rostro marcado de Morran, cuyas cicatrices parecían aún más profundas bajo la luz temblorosa del fuego. Su hacha, siempre afilada y preparada para la batalla, descansaba a su lado como una extensión de su propio cuerpo. El aire estaba impregnado del aroma a metal y humo, una combinación que siempre acompañaba a las largas conversaciones estratégicas en la sala de Alexander.

—Desde que llegó Gabriella... —Morran bajó la voz ligeramente, como si no quisiera pronunciar su nombre, consciente de que tocaba una herida que aún sangraba— algo ha cambiado. Las sombras, los ecos de lo que solía ser este lugar, parecen más inquietas. Esa luz... esa luz inexplicable. Seraphina está convencida de que es la esperanza que estábamos esperando.

El sonido de la voz de Morran mencionando el nombre de Gabriella causó que un temblor casi imperceptible recorriera el cuerpo de Alexander. A pesar de los esfuerzos por permanecer indiferente, había algo en ella que desgarraba cada capa de su autocontrol. La burla se formó en los labios de Alexander, un sonido frío y carente de humor.

—¿Esperanza? —sus palabras salieron llenas de veneno—. La única esperanza que podría salvarnos está encerrada en su prisión de espejos, Morran. No lo olvides. Y fuimos nosotros quienes la condenamos allí. Y ahora... pagamos el precio.

Los cristales de los espejos parecían romperse en su mente, el eco de una traición y una promesa oscura que aún pesaba sobre su ser. La mención de la esencia metamorfa, esa criatura que había sido una mujer poderosa y que sucumbió a las sombras, llenaba a Alexander de una furia casi tangible. Era un recordatorio constante de sus errores, de la traición que no solo rompió su confianza, sino que había sumido sus dominios en una oscuridad interminable. Morran evitó su mirada, claramente incómodo con el tema, pero no estaba dispuesto a rendirse.

—No he olvidado, mi señor —respondió finalmente Morran, con voz tranquila—. Pero desde la llegada de Gabriella, algo ha cambiado. No solo en el comportamiento de los humanos... también en ti. Esa atracción...

Una sombra oscura se cruzó por el rostro de Alexander. Esa atracción. Morran había tocado el núcleo de lo que Alexander trataba de negar, la razón por la cual Gabriella despertaba algo tan profundo, tan primitivo en él.

Alexander apretó la mandíbula, provocando que su quijada se tensara. Era consciente de esa atracción. Esa conexión que sentía con Gabriella, algo que no podía ni quería entender, lo devoraba por dentro. No era normal. No podía ser real.

—No menciones a esa intrusa —gruñó—. No caeré en su juego. No me dejaré arrastrar por los hilos invisibles que ella parece tejer a mi alrededor. Sea un conjuro, un hechizo o algo más, no me dejaré manipular.

Pero incluso mientras hablaba, podía sentir las hebras invisibles de algo más profundo enredándose en su mente. El recuerdo de su mirada en la sala del trono, esos ojos marrones que lo desafiaban y al mismo tiempo lo llamaban. Una furia irracional se levantaba en su pecho, y sin embargo, allí estaba ese impulso, esa necesidad incomprensible de protegerla.

Morran guardó silencio por un momento, midiendo sus palabras. Sabía cuándo debía detenerse, aunque la duda seguía presente en sus ojos. Decidió cambiar de tema, pero no de preocupación.

—La muerte del vasallo —retomó su tono más sombrío—. Las hadas, lo sabemos. Lythos lo insinuó. Todo indica que son ellas. Están jugando con nosotros, como lo han hecho antes. Y la desaparición de los vigías en la puerta... no es coincidencia.

El mero pensamiento de las hadas, criaturas astutas y caprichosas, avivó una chispa de resentimiento en Alexander. Asintió, recordando la extraña quietud en los últimos días, las señales que apuntaban a los macabros juegos de las hadas. Como insectos venenosos, merodeaban por sus dominios, extendiendo su veneno en silencio.

Debemos vigilar más de cerca a Gabriella sugirió Morran, con un brillo calculador en los ojos. Si pasamos más tiempo con ella, evitará que escape de nuevo o que se desencadenen más acontecimientos extraños.

Alexander sintió una punzada de celos irracionales ante la sugerencia. Aunque no lo admitiría, la presencia de Morran cerca de Gabriella le resultaba insoportable, como si esa cercanía amenazara con quebrar algo dentro de él, algo que ni él mismo comprendía.

—Gabriella ya tiene a Lythos como guardián —respondió, el tono cortante, casi afilado—. No necesito estar más cerca de ella. Ni tú tampoco —inquirió—. Esa humana... esa intrusa, me atrae peligrosamente. No caeré en sus artimañas. Sea lo que sea, un conjuro o algo más, no me dejaré engañar.

Había veneno en cada una de sus palabras, pero detrás de su voz, escondido bajo capas de desprecio, latía algo más: una vulnerabilidad que no había mostrado en años. La frustración crecía en su pecho, la sensación de querer destruirla y protegerla al mismo tiempo lo desgarraba por dentro.

—Aunque quiera partirle el frágil cuello —confesó en un gruñido bajo—, algo me lo impide. Y es frustrante.

Los ecos de los gritos de Gabriella, seguidos de los aullidos de Lythos, rompieron el aire cargado de tensión, como una cuchilla afilada rasgando la calma aparenteLos dos guerreros se miraron en un instante de comprensión mutua.

—Dijiste que los humanos habían sido aniquilados —rugió Alexander, poniéndose en pie de un salto.

—Lo fueron —respondió Morran, levantándose rápidamente—. Esto es una nueva incursión.

Sin más palabras, ambos se lanzaron fuera de la sala. Morran tomó su hacha antes de que atravesaran los últimos corredores, corriendo hacia el lugar donde los gritos continuaban.

En el momento actual...

Morran se mantenía firme, su hacha doble entrelazada con la alabarda de Haakon, cuyas fuerzas parecían descomunales. Pero Morran resistía, una sonrisa torcida cruzando su rostro mientras forzaba a Haakon a retroceder con cada embate.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte ahí tirado? —le espetó a Lythos, sin apartar la vista del enemigo.

Lythos soltó un bufido, un sonido agrio y amargo. La resiliencia de los Umbrawargs era conocida, pero la herida que había sufrido era profunda, y aunque su cuerpo se regeneraba rápidamente, no estaba listo aún para volver al combate.

Haakon apartó su atención de Morran, aprovechando un momento de tensión en el que el choque de armas vibraba en el aire. Sus ojos depredadores se deslizaron hacia Alexander. Como un cazador midiendo a su presa antes de dar el golpe final, sonrió con malicia.

—Es él, ¿verdad? —murmuró Haakon, con una sonrisa taimada—. La Bestia que acapara las historias de los juglares. Al que todos temen. Juez y verdugo de sus dominios.

La tensión en el aire aumentaba con cada segundo. Alexander no respondió de inmediato. Sus ojos se clavaron en Gabriella, quien seguía luchando con todas sus fuerzas en los brazos de un mercenario. La desesperación en su rostro y los gritos de frustración despertaban algo oscuro en él, algo primitivo que lo arrastraba hacia ella, aunque no lo quisiera admitir. La tensión en el aire aumentaba con cada segundo. Alexander no respondió de inmediato. Sus ojos se clavaron en Gabriella, quien seguía luchando con todas sus fuerzas en los brazos de un mercenario. La desesperación en su rostro y los gritos de frustración despertaban algo oscuro en él, algo primitivo que lo arrastraba hacia ella, aunque no lo quisiera admitir

Era como si ese vínculo que tanto intentaba ignorar lo obligara a reaccionar, a no permitir que ella fuera tomada por nadie más. Su voluntad, por primera vez en siglos, parecía no ser suficiente para sofocar ese deseo. A lo largo de los años, había logrado sepultar cualquier vestigio de humanidad que le quedaba, apagando cada emoción que amenazara con debilitarlo. Pero con Gabriella, esa barrera se estaba desmoronando. Desde el momento en que sus miradas se cruzaron en la sala del trono, algo dentro de él había comenzado a agitarse, como una sombra que despertaba después de siglos de letargo.

Haakon, disfrutando del caos que había sembrado, se acercó a Gabriella y olfateó el aire como un depredador que huele el miedo de su presa. La presencia de Haakon le resultaba intolerable, no solo por la amenaza que representaba, sino porque sus acciones despertaban en Alexander una furia primitiva. Era la misma furia que había experimentado cada vez que los intrusos humanos invadían sus dominios, pero esta vez se mezclaba con algo más, algo que se negaba a nombrar.

—Dámela —ordenó con voz gruesa, como si Gabriella fuera un trofeo sin valor—. Solo es una mujer.

Gabriella luchaba desesperadamente, su rostro retorciéndose entre la repulsión y el miedo. Aunque su cuerpo era frágil, su espíritu parecía indomable mientras forcejeaba con desesperación, intentando liberarse de los brazos del mercenario. En su lucha, un destello de la fuerza interior que Seraphina había mencionado parecía brillar tenuemente, pero aún sin desvelarse por completo. Alexander no lo entendía, pero ese eco de poder lo inquietaba. Su miedo era palpable, y su mirada buscaba, aunque no lo comprendiera, un resquicio de salvación en Alexander. Pero lo que encontró fue la furia helada en sus ojos, una mezcla incomprensible de deseo y odio.

—No es tuya —respondió Alexander, su voz baja pero afilada como una navaja—. No es un trofeo.

Haakon rió, su risa resonando como un eco burlón.

—Oh, pero lo será. No te preocupes, Bestia. Solo quiero a la mujer.

El apodo de "Bestia" siempre lo había enorgullecido, un símbolo de la oscuridad que había abrazado. Pero viniendo de Haakon, el nombre sonaba diferente, como una burla que resonaba más allá del odio. Las palabras de Gabriella al enfrentarlo en la sala del trono también se colaban en su mente, recordándole que, por primera vez, alguien había osado desafiarlo sin el puro miedo que él solía inspirar.

La rabia en Alexander creció como un fuego que amenazaba con consumirlo. Un deseo imparable lo empujaba a destrozar a Haakon por atreverse a tocar lo que inexplicablemente sentía como suyo. En el fondo, sabía que era más que simple posesión. Seraphina había hablado de la luz en Gabriella, y aunque Alexander no entendía del todo lo que significaba, esa luz lo atraía, despertando un instinto protector que luchaba por contener.El instinto de protegerla lo consumía, aunque su mente racional intentaba sofocar esa necesidad. Gabriella, acorralada, miró con desesperación a Alexander. En su mirada había una súplica silenciosa, una necesidad de salvación que ni ella misma comprendía.

Y Alexander, por más que lo negara, sintió esa necesidad crecer en su pecho, como si algo primitivo e incontenible lo empujara a responder a sus gritos, a reclamarla de una vez por todas. Era la misma necesidad que había sentido en la sala del trono, cuando había estado a punto de romper la distancia que él mismo se había impuesto entre ambos. Gabriella representaba algo que iba más allá de su comprensión, una conexión que amenazaba con deshacer todo lo que había construido en su reino de sombras.

Pero el caos sólo estaba comenzando.

Un Acechasombras emergió desde las sombras con la misma quietud de la muerte. Su figura alta y oscura se deslizó entre los mercenarios como un susurro macabro, sus ojos brillaban con una maldad insondable. Estas criaturas eran una extensión de la oscuridad de Alexander, su voluntad hecha carne en formas monstruosas. Cada vez que invocaba a uno, sentía cómo el poder de su maldición se reafirmaba, y eso lo reconfortaba, al menos en el pasado. Pero ahora, el caos que los Acechasombras traían consigo lo agitaba. Gabriella lo hacía cuestionar todo, incluso el control que creía absoluto sobre sus dominios.Un escalofrío recorrió la estancia cuando uno de los hombres, apenas consciente de la presencia del monstruo, giró su cabeza hacia él. Fue suficiente. El Acechasombras, silencioso y letal, lo envolvió en su oscuridad, y el mercenario lanzó un grito desgarrador mientras las visiones de pesadilla lo invadían, desgarrando su mente hasta que colapsó en un charco de locura.

Alexander no apartaba los ojos de Haakon. El enfrentamiento que se estaba desarrollando ante él era solo una distracción comparado con la batalla interna que libraba. Seraphina le había advertido de la importancia de Gabriella, sugiriendo que ella era la clave para algo mayor, algo que podría liberar a su reino de la maldición. Pero Alexander no podía aceptar esa posibilidad. Podía sentir el creciente caos a su alrededor, pero nada lo distraía de su objetivo. Gabriella seguía atrapada, y su grito de impotencia se grabó en su mente como un latigazo, acelerando su deseo de protegerla... o destruir todo lo que se interpusiera. Era como si los ecos de su humanidad, esa parte de él que había intentado sepultar con la oscuridad, despertaran con cada grito de Gabriella.

La tensión en su cuerpo alcanzaba su clímax. Los recuerdos de su vida antes de la maldición, antes de que todo se derrumbara, se agolpaban en su mente sin piedad. Nunca había permitido que alguien lo afectara de esta manera, pero Gabriella, con su feroz resistencia, lo estaba empujando al borde. La dualidad en su interior lo consumía; esa inexplicable atracción hacia Gabriella, una mezcla de rabia y necesidad que apenas podía controlar.

Haakon, consciente de que sus mercenarios estaban cayendo uno tras otro bajo el ataque de los Acechasombras, empezó a sentir la presión. Sabía que no podía permitir que su presa escapara. La mujer era su única oportunidad de ganar ventaja sobre la Bestia, su único trofeo. Gabriella no era solo un símbolo de poder; para Haakon, representaba una posibilidad de derribar a la Bestia, de usurpar algo que siempre había temido. No solo era una cuestión de orgullo, sino de supervivencia. Si la perdía, lo perdería todo.

—¡La mujer! —gritó Haakon, su voz teñida de urgencia. Quería que el mercenario la asegurara antes de que fuera demasiado tarde. Sabía que, de alguna manera, Gabriella representaba más que una simple cautiva. Había escuchado rumores sobre la luz que brillaba en su interior, sobre cómo esa luz estaba ligada a los secretos más oscuros del castillo de la Bestia.

Alexander, al escuchar el grito y ver cómo Haakon intentaba desesperadamente aferrarse a Gabriella, se lanzó al frente antes de que el mercenario pudiera reaccionar. No había tiempo para dudas. El instinto de protegerla era más fuerte que cualquier otra cosa. Cada vez que Haakon se acercaba a Gabriella, Alexander sentía que algo dentro de él se rompía, una sensación que no podía explicar pero que lo impulsaba a actuar con una furia desmedida. Su velocidad y fuerza eran abrumadoras, alimentadas por una furia que no se limitaba solo al deseo de acabar con Haakon. Lo que dominaba en su interior era la necesidad de arrancar a Gabriella de las manos del cazador, de tomar lo que sentía que le pertenecía en lo más profundo de su ser.

El mercenario apenas tuvo tiempo de girar cuando Alexander lo alcanzó. Con una furia contenida, lo agarró y lo lanzó lejos de Gabriella, su cuerpo chocando contra el suelo con un crujido sordo. Gabriella, liberada por un instante, tropezó hacia atrás, y sus ojos se encontraron con los de Alexander. Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Los recuerdos del castillo, de las sombras que se habían movido entre ellos desde su primer encuentro, se arremolinaron en la mente de Alexander. Esa mirada, una mezcla de desesperación y algo más profundo, algo que él no podía descifrar, lo atrapó. No había alivio, pero tampoco miedo. Era como si en ese breve momento, ella esperara algo más de él. Quizás esperaba una humanidad que él creía haber perdido, una humanidad que ella parecía haber despertado en lo más profundo de su ser.

Pero el combate aún no había terminado.

Gabriella, aún temblando y a un paso de caer presa del pánico, no podía apartar la vista de Alexander. Había algo en él que la atraía y repelía al mismo tiempo, algo que la hacía dudar de si era solo un monstruo o algo más. Sin embargo, antes de que pudiera decir o hacer algo más, Morran se acercó con un rugido feroz. Sin perder tiempo, apartó a Gabriella del campo de batalla, empujándola hacia el borde de la sala, fuera del peligro inmediato.

—¡No te quedes ahí! le gritó, sus ojos severos—. Si sigues en medio, lo próximo que toques será tu propia muerte.

Gabriella, asustada pero consciente de la gravedad del combate, retrocedió, observando cómo la batalla entre Alexander y Haakon se intensificaba. A pesar de estar aterrorizada, algo dentro de ella la empujaba a no apartar la vista de él. Desde que llegó a ese oscuro mundo, todo había sido confusión y miedo, pero en medio de ese caos, la Bestia representaba una constante, una presencia que, aunque temible, también le transmitía una extraña sensación de seguridad.

—¡Cuidado! gritó Gabriella, con su voz quebrada por la desesperación. Su mirada se mantenía fija en Alexander, quien a pesar de todo, seguía siendo su única esperanza. Incluso aunque no comprendiera del todo por qué, en lo más profundo de su ser, sabía que Alexander no permitiría que Haakon la tocara. Había algo más en esa conexión que ambos compartían, algo que la obligaba a confiar en él, aunque no lo entendiera del todo. Aunque no sabía su nombre, solo tenía un nombre para referirse a él—. ¡Bestia!

Alexander apenas tuvo tiempo de escuchar el grito de Gabriella antes de que una nueva ola de escombros y rocas brotara del suelo. Haakon, usando sus últimas fuerzas, había invocado un ataque desesperado desde la tierra, lanzando una enorme columna de piedra hacia Alexander. El ataque surgió con una velocidad brutal, directo hacia la espalda del hombre, que en ese momento estaba completamente concentrado en destruir a Haakon.

Gabriella lo vio todo como en cámara lenta. Desde su posición, podía ver cómo el poder de Haakon se manifestaba con una fuerza brutal, amenazando con aplastar todo a su paso. El instinto la hizo gritar, un impulso irracional, pero imparable. A pesar de todo lo que había vivido desde que fue llevada a ese mundo oscuro y extraño, a pesar de su miedo hacia la Bestia, algo dentro de ella no podía permitir que lo lastimaran. Era la misma fuerza que había sentido en las advertencias de Seraphina, una luz que, aunque todavía débil, crecía dentro de ella con cada momento que pasaba en ese castillo maldito.

No sabía de dónde venía esa necesidad, solo que era algo visceral, algo que la empujaba a protegerlo, aunque solo fuera con una advertencia desesperada. Quizás era esa misma fuerza, esa luz que Seraphina había mencionado, la que la obligaba a no apartarse de él, a pesar de todo lo que representaba.

Alexander, al escuchar el grito de Gabriella, giró con rapidez, apenas a tiempo para ver la masa de piedra que volaba hacia él. Instintivamente, se lanzó hacia un lado, sus reflejos de depredador afilados por años de supervivencia. El ataque pasó rozando su cuerpo, impactando contra el suelo y levantando una nube de escombros. El eco del grito de Gabriella resonaba en su mente, un sonido que lo había sacado del trance de la batalla, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien más que él mismo influía en sus decisiones en el campo de combate.

Los ojos de Alexander se encontraron con los de Gabriella por un breve instante, llenos de furia y de algo más, algo que él mismo no podía descifrar. En ese momento, una pregunta silenciosa quedó suspendida entre ambos: ¿por qué lo había protegido? Gabriella no era más que una intrusa, una humana en su mundo oscuro, y sin embargo... el vínculo que los unía se hacía cada vez más evidente, aunque él se negara a aceptarlo.

Pero Alexander no tuvo tiempo para procesar esa mirada. Haakon no había terminado.

—¡Es mía! —gritó Haakon, con los ojos llenos de rabia y una determinación brutal. Con un gesto, la tierra respondió a su llamado, más rocas comenzaron a elevarse del suelo, y las sombras parecían retorcerse a su alrededor, como si la misma tierra obedeciera a su voluntad.

El sonido de las rocas crujiendo bajo el poder de Haakon era solo un eco distante para Alexander en ese momento. Las palabras "Es mía" resonaban en su mente, no solo porque Haakon reclamaba a Gabriella, sino porque algo dentro de él también lo hacía. Ese impulso irracional que lo empujaba hacia ella seguía ganando fuerza.

—No lo permitiré —gruñó Alexander, su voz cargada de una amenaza tangible, no solo para Haakon, sino también para la oscuridad que siempre lo había consumido.

La batalla entre ambos se reanudó con una ferocidad renovada. Alexander arremetió contra Haakon, sus movimientos rápidos y precisos, cada golpe lanzado con una brutalidad calculada. El impacto de sus manos contra las barreras de Haakon levantaba fragmentos de tierra y piedra que volaban en todas direcciones. Cada uno de los ataques de Alexander era más salvaje, imbuido de una ira primitiva que sólo crecía al pensar en Gabriella.

Pero Haakon no se quedó atrás. El cazador controlaba la tierra con una destreza impresionante, levantando muros de piedra que se rompían ante los embates de Alexander, pero que al mismo tiempo lo protegían de los golpes de la Bestia. En cada barrera derribada, Haakon lanzaba fragmentos afilados como cuchillas, obligando a Alexander a retroceder por momentos.

El enfrentamiento entre ambos se volvía cada vez más cruel, cada golpe más letal que el anterior. Era una lucha por la supremacía, un choque entre dos voluntades implacables. Alexander no podía permitir que alguien más tuviera poder sobre él, mucho menos sobre Gabriella. Alexander, impulsado por esa necesidad irracional de proteger a Gabriella, y Haakon, decidido a convertirla en su trofeo para debilitar a la Bestia que enfrentaba. Pero lo que Haakon no entendía era que Gabriella no era solo un trofeo para Alexander. La conexión que sentía hacia ella era inexplicable, pero era suficiente para llevarlo a las profundidades de su furia.

Mientras tanto, Morran y Lythos estaban sumidos en sus propias batallas. Morran, con su hacha doble, descuartizaba a los mercenarios que quedaban con una brutalidad implacable. Sus movimientos eran precisos, mortales, y cada vez que uno de sus enemigos caía, otro tomaba su lugar, solo para encontrarse con el mismo destino. El jardín al lado del puente derruido comenzaba a teñirse de sangre y oscuridad. La violencia que se desataba a su alrededor parecía reflejar el caos en su interior. Cada vida que se extinguía bajo el filo de Morran o los colmillos de Lythos no hacía más que alimentar el fuego que ardía en él.

Lythos, aunque herido, se recuperaba rápidamente. Su regeneración natural le permitía mantenerse en pie, y ahora, junto a Morran, despedazaba a los enemigos restantes con la ferocidad característica de su especie. Los colmillos de Lythos se clavaban en la carne de los mercenarios, arrancando gritos desgarradores mientras el caos continuaba desarrollándose a su alrededor. Para Alexander, todo esto no era más que ruido de fondo. Su atención, su ira, su deseo de venganza, estaban completamente enfocados en Haakon y en lo que representaba.

Los Acechasombras, en número considerable, se movían con sigilo y letalidad, esparciendo terror entre los mercenarios restantes. Su presencia oscura era palpable, como una sombra que se cernía sobre el campo de batalla. Cada vez que uno de los mercenarios detectaba su presencia, ya era demasiado tarde: los horrores que proyectaban en sus mentes los quebraban desde adentro, dejándolos vulnerables ante los golpes finales. Alexander podía sentir la energía de las sombras extendiéndose a su alrededor, pero no encontraba consuelo en ello como antes. Ahora, su mente estaba dividida, atormentada por un conflicto que no comprendía del todo.

Gabriella, aterrada y confundida, apenas podía moverse. Había algo en la violencia que Alexander desplegaba, en la forma en que luchaba con una ferocidad casi sobrehumana, que la dejaba inmóvil. Era la misma ferocidad que había sentido cuando la enfrentó en la sala del trono, pero esta vez, estaba desatada. Sin control. Sin remordimientos. Pero no era solo miedo lo que sentía. Una parte de ella, por irracional que pareciera, sentía la necesidad de intervenir, de evitar que Alexander sucumbiera por completo a esa oscuridad que lo consumía. Incluso aunque no comprendiera completamente lo que estaba ocurriendo, podía ver la batalla interna en sus ojos. Era como si una parte de él aún luchara por no dejarse llevar del todo.

A medida que la batalla entre Haakon y Alexander alcanzaba su clímax, el puente derruido a pocos metros de ellos parecía cobrar vida con las vibraciones del combate. Las rocas y escombros que Haakon invocaba volaban por el aire con cada impacto de los ataques de Alexander, llenando el aire con polvo y ruido. Cada explosión, cada fragmento de piedra roto, se sentía como un eco de la furia contenida de Alexander. No era solo una pelea por el dominio. Era algo más. Era la lucha por mantener lo poco que le quedaba de sí mismo.

Alexander cargó una vez más, esta vez con toda la fuerza de su ira acumulada. Sus manos se estrellaron contra la última barrera de Haakon, y el cazador intentó levantar otra defensa de tierra. Pero la fuerza de Alexander era abrumadora. La barrera se rompió en mil pedazos, y Haakon, jadeando y exhausto, cayó al suelo con un golpe seco. La victoria estaba a su alcance, pero el peso de lo que significaba no lo liberaba de la furia que lo devoraba.

—No es tuya —gruñó Alexander, acercándose lentamente, sus ojos brillando con una furia oscura. Nunca lo será. 

Eran palabras que reflejaban algo más que posesión. No era solo Gabriella. Era su propia libertad, su propia humanidad lo que Haakon intentaba arrebatarle.

Haakon intentó levantarse, sus manos temblorosas buscando apoyo en el suelo. Pero antes de que pudiera reaccionar, Alexander estaba sobre él. Con un rugido gutural, lo levantó del suelo con una sola mano, apretando con fuerza su cuello. La fuerza que sentía en ese momento no provenía solo de su maldición, sino del poder que Gabriella desataba en él.

—¿De verdad creíste que podrías derrotarme? —preguntó Alexander, su voz goteando con desprecio. La idea de que alguien como Haakon, alguien tan insignificante, hubiera intentado desafiarlo lo llenaba de una furia aún más oscura.

Haakon, jadeando, intentó murmurar algo, pero las palabras quedaron atrapadas en su garganta. Sus ojos se movieron con desesperación hacia Gabriella, buscando alguna señal de esperanza. Alexander apretó con más fuerza, sintiendo el impulso de terminar con él allí mismo. Pero no había esperanza para él. No mientras Alexander siguiera siendo lo que era.

Alexander apretó con más fuerza, sintiendo el impulso de terminar con él allí mismo. Cada fibra de su ser clamaba por venganza, por eliminar cualquier amenaza a lo que él consideraba suyo. Gabriella, viendo cómo el conflicto llegaba a su clímax, se llevó las manos a la boca, sus palabras atrapadas en el miedo. Era consciente de que lo que estaba viendo no era solo la furia de Alexander, sino algo más profundo. Algo que quizás ni él mismo comprendía.

—Dejadlo, mi señor dijo, su tono firme—. El domador ya ha sido derrotado. No tiene sentido seguir.

Por un momento, las palabras de Lythos parecieron atravesar la furia de Alexander. Sus ojos se encontraron con los de Lythos, y por un breve instante, parecía que iba a soltar al cazador. Pero la ira que sentía hacia Haakon, alimentada por el deseo primitivo que Gabriella despertaba en él, era más fuerte. Era un deseo que no podía controlar, uno que lo estaba consumiendo poco a poco.

—No —gruñó Alexander, su voz cargada de odio—. No hasta que entienda que no hay lugar en este mundo para los que intentan arrebatármela.

Con un último empujón, lanzó a Haakon al suelo con fuerza, haciendo que el cazador quedara inconsciente entre los escombros del jardín. El sonido del cuerpo de Haakon impactando contra el suelo fue sordo, pero para Alexander fue como una liberación momentánea, un eco de la brutalidad que necesitaba expresar. El silencio que siguió fue abrumador, solo roto por las respiraciones agitadas de los presentes. El aire estaba cargado de tensión, pero la furia en el pecho de Alexander aún no se había disipado del todo. Había algo inacabado, algo que aún lo quemaba por dentro.

Gabriella observó la escena, con el corazón en la garganta. Aún temblaba por lo que acababa de presenciar. A pesar del miedo, la visión de Alexander, imponente en medio de los escombros, la hacía sentir un vértigo inexplicable. Alexander había luchado por ella. No lo había hecho por obligación, sino porque algo más profundo, algo más oscuro lo había impulsado a protegerla. No podía apartar la mirada de él, incluso si una parte de ella quería correr lejos. Era como si hubiera una fuerza que los mantenía atados, una conexión que ambos sentían, aunque ninguno se atrevía a nombrarla.

Aunque él no lo admitiera, era como si sus destinos estuvieran entrelazados de una manera que ninguno de los dos lograba entender. A pesar de su fuerza, de su voluntad de hierro, algo en Gabriella lo desafiaba, y esa sensación lo desconcertaba más que cualquier amenaza externa. Alexander, aún jadeante, se volvió hacia Gabriella, sus ojos encontrando los suyos. En ese instante, el mundo pareció detenerse. Las emociones que habían intentado suprimir durante la batalla ahora se desbordaban. No solo era furia, era algo más: una atracción peligrosa, una necesidad de protegerla que iba más allá de lo racional. El conflicto en su mirada era claro: una batalla interna entre la rabia, el deseo de protegerla y un odio que no lograba racionalizar. Se odiaba a sí mismo por no poder dominar esas emociones. Por ceder a algo tan primitivo, tan visceral, que amenazaba con consumirlo.

Ella, temblorosa, lo observaba sin saber qué decir, sin poder comprender por qué su corazón se aceleraba cada vez que lo veía. Esa mirada que le dirigía lo desarmaba, y aunque su instinto era alejarla de él, no podía evitar sentir esa necesidad apremiante de mantenerla cerca, de no perderla.

—Llévatela —inquirió Alexander. Sabía que debía apartarla de su lado, antes de que cometiera algún error irreversible. Antes de que lo que sentía se desbordara por completo.

Lythos asintió, acercándose a Gabriella para conducirla fuera del jardín. El aura de Lythos era tranquilizadora en comparación con la tempestad que Alexander representaba. Ella no dijo nada, su cuerpo temblaba, pero permitió que Lythos la llevara lejos de la escena. Sabía que cualquier palabra que intentara pronunciar quedaría atrapada en su garganta, sin sentido. El caos que acababa de presenciar aún la mantenía en shock, pero su mente no podía dejar de girar en torno a una sola pregunta: ¿Por qué Alexander había luchado por ella?

A medida que se alejaba, Gabriella miró hacia atrás una última vez. Ver a Alexander de pie, solitario en medio de los escombros, envuelto en la oscuridad, le causaba un nudo en el estómago. Vio a Alexander de pie en medio del caos, rodeado de los restos de la batalla. Era la representación misma de lo que él era: poder y tormento. Pero su postura, sus ojos, reflejaban algo más profundo que la mera violencia. Había en su mirada una soledad, una lucha interna que Gabriella no podía comprender del todo, pero que la hacía sentir una empatía que no entendía. Era como si una parte de él estuviera luchando por no dejarse llevar por la oscuridad que sentía cada vez que estaba cerca de ella.

Las puertas del castillo se cerraron tras ellos, y Gabriella se dio cuenta de que el peligro físico podía haber terminado, pero la verdadera tormenta estaba lejos de disiparse. Sabía que, de alguna forma inexplicable, estaba ligada a él. A la Bestia. El vínculo entre ambos no era algo que pudiera romperse fácilmente. Cada paso que daba alejándose del jardín no hacía más que reafirmar esa extraña conexión que la ataba a él, y eso la aterraba aún más.

Morran, quedándose solo con Alexander, se acercó lentamente. Sabía que su señor estaba al borde, luchando por contener la furia que había desatado en la batalla. Podía sentir la tensión en el aire, la oscuridad que rodeaba a Alexander como un manto de tormento. Las manos de Alexander aún estaban tensas, los músculos de su mandíbula apretados mientras sus ojos seguían fijos en el lugar donde Haakon había caído. A pesar de la victoria, no había satisfacción en sus ojos, solo una furia latente que no se había extinguido.

—Mi señor —dijo Morran, su voz tranquila pero firme, mientras se acercaba un poco más—. No os precipitéis. El domador os ha dado un motivo para matarlo, pero también os ha dado una oportunidad. 

La calma de Morran contrastaba con el fuego que aún ardía en Alexander. Morran siempre había sido el estratega, el que pensaba más allá de la simple batalla.

Alexander apenas giró la cabeza hacia Morran, su mirada aún encendida por la furia. Cada fibra de su ser pedía sangre, venganza por lo que Haakon había intentado hacer. El deseo de acabar con el cazador seguía palpitando en él, pero las palabras de Morran empezaron a sembrar una duda. Una duda que no quería admitir, pero que sabía era necesaria.

—Una oportunidad —repitió Alexander, gruñendo—. No merece nada más que una muerte rápida. 

El control que ejercía sobre sí mismo era frágil, y cada segundo que Haakon seguía respirando lo irritaba aún más.

Morran negó con la cabeza, con una sonrisa sombría.

—Matarlo ahora sería fácil, pero ¿y luego? Sabéis que las incursiones humanas han sido constantes, cada vez más audaces, pero no sabemos por qué. Sabía exactamente qué cuerdas tocar para llegar a su señor. Si lo matáis, perderemos nuestra única ventaja para descubrir qué hay detrás de todo esto. —Morran hizo una pausa, viendo cómo sus palabras penetraban la capa de furia de Alexander—. Podemos sacarle lo que sabe. Torturarlo, hacer que confiese qué o quién los está empujando a actuar de esta manera. 

Cada palabra golpeaba la lógica de Alexander. Morran tenía razón, y eso solo aumentaba su frustración.

Alexander apretó los puños, sus pensamientos girando en torno a las palabras de Morran. Sabía que su consejero era frío y calculador, pero su razonamiento era indiscutible. La idea de dejar a Haakon con vida le disgustaba profundamente, pero sabía que su consejero tenía razón. Las incursiones humanas habían sido cada vez más peligrosas, y había demasiadas preguntas sin respuesta.

—¿Quieres que lo torturemos? —murmuró Alexander, sus ojos oscuros clavados en Haakon, quien seguía inconsciente en el suelo. La idea de mantenerlo con vida para extraer información era pragmática, pero la bestia dentro de él rugía por una ejecución inmediata.

Morran asintió, acercándose un poco más.

—Sí, mi señor. Hay más en juego que su vida. Y estoy seguro de que este mercenario sabe más de lo que aparenta. Si lo matáis ahora, perderemos esa ventaja. Dejadme encargarme de él, arrancarle cada secreto que tiene. No morirá hasta que lo haya contado todo. 

Las palabras de Morran eran calculadas, pero efectivas. Alexander podía ver la lógica detrás de ellas, aunque no apaciguaban su deseo de sangre.

Alexander respiró profundamente, mirando a Haakon con un desprecio palpable. Podía sentir la lucha interna entre su sed de venganza y la necesidad de información. Su propia naturaleza se resistía a la paciencia que Morran proponía. La bestia dentro de él clamaba por sangre, por venganza. Pero la estrategia que le proponía Morran tenía sentido. La información que Haakon poseía podía ser valiosa, y Alexander sabía que no podía permitirse desperdiciarla.

—Hazlo —gruñó Alexander finalmente, con una voz cargada de amenaza—. Pero asegúrate de que sufra. Si no podía matarlo aún, se aseguraría de que Haakon deseara la muerte antes de que se la concedieran.

Morran esbozó una sonrisa, satisfecho.

—Por supuesto, mi señor. Se lo sacaremos todo. Hasta su último susurro. 

La promesa de Morran era tan fría como calculada, y Alexander supo en ese momento que no quedaría ningún secreto sin ser revelado.

Alexander, aún lleno de rabia, asintió. El monstruo en su interior seguía pidiendo sangre, pero la lógica prevalecía, aunque solo fuera por un momento. La ira no se había disipado; solo se había transformado en una espera impaciente, en un deseo de ver a Haakon quebrarse bajo la presión del dolor y el miedo. Algo en su interior seguía reclamando venganza, pero por ahora, había algo más importante que resolver. Haakon hablaría, aunque tuviera que arrancar cada palabra de su garganta. Y cuando llegara el momento adecuado, Alexander estaría allí para asegurarse de que Haakon pagara por su insolencia.

El viento frío atravesó el jardín, llevándose consigo el eco de los gritos y el olor de la batalla. Era un viento helado que reflejaba la sensación dentro de Alexander: una calma superficial, pero bajo ella, una tormenta que amenazaba con desatarse en cualquier momento. Morran se alejó un poco, observando a su señor con una mirada calculadora. Siempre había sido un observador agudo, y aunque no lo decía, entendía bien la naturaleza de Alexander. Sabía cuándo presionar y cuándo retroceder.

—Una vez que tengamos lo que necesitamos —añadió Morran, con esa calma que lo caracterizaba—, podréis decidir cómo acabar con él. 

Cada palabra estaba cuidadosamente medida, sabiendo que Alexander necesitaba tiempo para procesar lo que vendría después.

Alexander no dijo nada, pero el brillo en sus ojos dejaba claro que cuando llegara el momento, la muerte de Haakon sería lenta y dolorosa. No era una cuestión de justicia, era personal. Haakon había intentado arrebatarle lo que ahora, inexplicablemente, sentía como suyo. La furia en su interior seguía hirviendo, y no se calmaría hasta que el cazador hubiera pagado con creces por su osadía.

El jardín, cubierto de escombros y sangre, parecía respirar el mismo aire pesado que Alexander. Cada rincón del lugar reflejaba la batalla interna que él mismo libraba: caos, destrucción y un control que se desvanecía poco a poco. La batalla había terminado, pero la guerra, tanto interna como externa, estaba lejos de su final. Mientras las sombras del castillo lo envolvían una vez más, Alexander sabía que este era solo el comienzo. Había algo mucho más grande en juego, algo que ni siquiera su poder podía detener por completo.

Sus pensamientos regresaron a Gabriella. Aunque la había enviado lejos, su imagen no abandonaba su mente. Era una intrusión constante, como una espina clavada en lo más profundo de su ser. Cada vez que pensaba en ella, en su resistencia, en la extraña conexión que parecía unirse entre ellos, sentía cómo se debilitaba su resolución. No podía permitirse eso. No ahora, cuando la amenaza de Haakon y las incursiones humanas se cernían sobre él. Y, sin embargo, allí estaba: Gabriella, tan vulnerable y, al mismo tiempo, tan desafiante, era lo único que lograba perturbar la oscura tranquilidad en la que había vivido durante siglos.

¡Hola! Bueno, nuestra Bestia ha salvado a su Bella (?

¡Espero que os guste el capítulo!

El próximo capítulo será un encuentro entre nuestros protagonistas. ¡Que salten las chispas🌹🌹

Me estoy debatiendo si hacerlo desde el punto de vista de Gabriella o desde el punto de vista de Alexander, ¿vosotrxs qué preferís?

¡Nos leemos!

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